Esbozo sobre un cuadro de Ricardo Bernardo

Ricardo Bernardo expuso esta naturaleza muerta en 1930. El público de Santander, su ciudad, consideró este y otros cuadros una traición al espíritu de José María de Pereda con el que había identificado al pintor hasta entonces. Había viajado demasiado; se había topado con las vanguardias. No siguió el ejemplo de María Blanchard, que sólo volvía de visita. Menos mal que en otros sitios encontró más cómplices y espectadores. Aún así, lo pasó mal. Mejoró durante la República, pero hubo un golpe de estado. Tuvo que huir y falleció en Marsella en 1940 (1)Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987..

No es uno de sus cuadros más conocidos. Dependiendo del catálogo, se le atribuye como título Tres objetos, Veramon y lata de aceite o, simplemente, Naturaleza muerta, aunque creo que el autor, que amaba la vida a pesar de todo, prefería Naturaleza quieta. Ignoro su paradero y sólo he conseguido esa imagen borrosa en blanco y negro. Podemos intuir la paleta de colores por otras obras y textos de la época, y espigar algunos objetos similares callejeando por internet.(2)El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección … Continue reading

El centro lo ocupa una mujer o un maniquí de rostro transido y cabellos de medusa con los brazos apresados en una caja del medicamento Veramon como si ésta fuera un bloque de cemento. El diseño es similar al de los anuncios de la época, pero parece que se ha forzado el escorzo. ¿Alude a la doble cautividad del dolor y a la dependencia del producto? El Veramon era una mezcla de Veronal, el hipnótico de moda durante años entre insomnes y suicidas, y amiropidina, muy eficaz contra el dolor, pero también muy peligrosa. La lata de lubricante para motor Atlantic y el pájaro de madera, ¿son precauciones contra la tentación de la interpretación en que este párrafo acaba de caer?

Nada nos impide elegir simbologías: la nada (hay mucho vacío en la mesa, que también es espejo), el vértigo, la fiebre de la mecánica lubricada; de nuevo, al fondo, la nada… ¿Nos tranquiliza más ver una buena representación acaso premonitoria de un mundo en guerra por la energía con las aves lignificadas como pretexto? Todas las relaciones, por supuesto, son probables.

Pero prefiero pensar que Bernardo no buscaba ni más ni menos que lo que Guy Davenport llamó desorden armonioso o, respetando la cronología (por no decir los fantasmas del momento), afirmar la omnipotencia del artista a la manera de los surrealistas, que consiguieron que los encuentros casuales dejaran de serlo, es decir, encararon la eterna mediación del arte y le dieron categoría de máxima sólo expresable con la frase de Ducasse (bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas) y sus ilimitadas variaciones.

Durante la exposición, Bernardo publicó un artículo(3)Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930. en el que trataba de explicar sus intenciones y justificar su vanguardismo desde el punto de vista del derecho a la innovación de temas y objetos a la vez que apelaba a su atracción por la pintura renacentista. No hay referencia al surrealismo, como quizá deberíamos esperar. Imagino que se dejó muchas cosas en el tintero porque intentaba ser apreciado en su tierra no sólo por sus amigos y artistas cómplices. Luego vinieron la intensa ilusión republicana y la derrota.

Notas

Notas
1 Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987.
2 El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección particular), obtenidas del folleto que conserva de la exposición que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Santander en 1997. Aprovecho esta nota para expresarle mi agradecimiento.
3 Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930.

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Kafka mirando pasar la guerra

El 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribió en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde, Escuela de Natación”. Se ha establecido la costumbre de señalar esa anotación como una muestra de indiferencia. Lo han desmentido sus traductores y biógrafos(1)Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros … Continue reading pero es inútil: el Kafka que pocos leen y muchos citan (porque fabricó mitos actuales con la misma entidad que los homéricos) es el estereotipo de un tipo triste fulminado por la burocracia y la incomunicación, y quizá no merezca la pena insistir en otras percepciones que abarquen su humor, negro o blanco, o su legítimo extrañamiento o su muchas veces inesperada condición de cronista. No es que él sea ajeno a esos prejuicios. A veces es fácil tomar su sarcasmo por sinceridad, su ironía por desesperación y, en todos los casos, viceversa; ‘kafkiana’ sería entonces la sensación, entre la risa y el escalofrío, que nos produce leer, en una anotación poco anterior a la de la declaración de guerra, algo como esto: “29.VII 1914. (…) He hecho la observación de que no rehuyo a los seres humanos para poder vivir tranquilo, sino para poder morir tranquilo. Ahora me defenderé. Tengo un mes de tiempo durante la ausencia de mi jefe”. Pero, dos días después, (se) reconoce: “31 [de julio de 1914]. No tengo tiempo. Hay movilización general. Karl y Pepa [sus cuñados] han sido llamados a filas. Ahora recibo la recompensa de estar solo. Con todo, casi no es una recompensa, pues estar solo comporta únicamente castigos. (…) A pesar de todo, escribiré, pase lo que pase, es mi lucha por la supervivencia”. Una soledad que apenas exige una fórmula de despedida rutinaria y lateral: “1 [de agosto de 1914]. He acompañado a Karl a la estación. En la oficina, los parientes rodeándome por todas partes”. Pero no tarda en aceptarse como observador de la retaguardia (“6.VIII [1914]. La artillería que desfilaba por el Graben, flores, gritos de ¡Viva! y ‘Nazdar!'[‘¡Viva!’ en checo]) sin apartarse de su autobservación habitual, que ahora entendemos como una autoexposición al abismo: “El rostro silenciosamente crispado, asombrado, atento, moreno, de ojos negros. — En vez de recobrado, estoy deshecho. (…) Lleno de mentira, odio y envidia. Lleno de incapacidad, estupidez, majadería. Treinta y un años”. Y a odiosas comparaciones: “Hombres jóvenes, frescos, que saben algo y que son suficientemente enérgicos como para practicarlo en medio de los seres humanos, los cuales necesariamente ofrecen un poco de resistencia. — Uno de ellos conduce a los hermosos caballos, el otro está tumbado en la hierba y asoma entre sus labios la punta de la lengua, en una cara por lo demás inmóvil y absolutamente digna de confianza”. Nunca renuncia a lo que define como su inclinación a describir su onírica vida interior, que desplaza “al reino de lo accesorio todas las demás cosas, las cuales se han atrofiado de un modo horrible y no cesan de atrofiarse” y es su único contento: “5 [de agosto de 1914]. No descubro en mí nada más que mezquindad, incapacidad de tomar decisiones, envidia y odio a los combatientes, a quienes deseo apasionadamente toda clase de males”. Ese mismo día, se asoma al escenario de la autoridad: “Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, aparece de nuevo y grita en alemán: «¡Viva nuestro querido rey! ¡Viva!». Asisto a ello con expresión torva. Estos desfiles son uno de los más repugnantes fenómenos que acompañan a la guerra. Son promovidos por comerciantes judíos, que un día son alemanes y otro checos, lo cual reconocen, ciertamente, pero nunca como ahora podían gritar tan alto. Naturalmente, arrastran consigo a muchos. Estuvo bien organizado. Parece que se repetirá cada atardecer, mañana domingo dos veces”.

En abril de 1915, Franz viajó en tren con su hermana a Nagy Mihàly, cerca del frente, para visitar a su cuñado, oficial de reserva. Esas aproximaciones a espacios donde la sociedad parece diluirse en la fragilidad del territorio de límites borrosos son tan buenas oportunidades literarias como las treguas o los impases en las ciudades abiertas. En una larga entrada, relata el trayecto, las paradas, subidas y bajadas -¿teatrales?- de pasajeros, las conversaciones, rumores, noticias, un ambiente multiétnico de mujeres y hombres, civiles y militares, que Kafka -o uno de sus K- escudriña para anotar conductas, ademanes, describir rostros y expresiones y ejercer un distanciamiento irreprochable -que le hace sospechoso de esforzarse en parecer culpable- del bullicio de gente viajando por el panorama invisible de la guerra. “Yo, casi siempre mudo, no sé qué decir, la guerra no desencadena en mí, al menos en este círculo, la menor opinión digna de comunicarse”.

Poco a poco, la anomalía militar se fue integrando en los paisajes cotidianos. “Como mañana me incorporo al ejército, vengo a licenciarme de ustedes”, se despidió un joven en octubre de 1917. En noviembre, un año antes del armisticio, Franz sueña con la batalla del Tagliamento (“una llanura, un río que en realidad no está, muchos espectadores que se agolpan excitados…”) y, a partir de esa fecha, se interrumpen las anotaciones hasta el verano de 1919. No hay, pues, comentarios sobre el final de la guerra en el diario y solo una alusión de unos meses antes sobre el “ruido de los que llegan” del frente en uno de los cuadernos en octavo, quizás intuyendo el cansancio de los combatientes. Eso es todo: una paz vacía. Puede que, durante el año y medio de silencio, olvidara sus “pasos firmes” en los cursos de natación.

Notas

Notas
1 Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros contextos la tragedia histórica que significaba la contienda europea”.

El sueño de las alambradas

Sueño que un comercial intenta convencerme de instalar alambradas con cuchillas en una propiedad que no tengo. Estamos en los Jardines de Pereda. Han convertido el Centro Botín en un centro de detención de inmigrantes. En el interior, una multitud de todos los géneros pobres se agolpa contra los ventanales. También hay gente acampada en la terraza: “Póngase en nuestro lugar”, gritan. Sé lo que dicen, pero no lo oigo por culpa del ruido de las escamas de cerámica al caer. “No haga caso; considérelo una ‘performance’; son una peste: se comen todas las protecciones”, dice el vendedor, muy serio y uniformado, y vuelve a la carga. Afirma que me han nombrado dueño del mundo y tengo que asumir mis responsabilidades. Se transforma en una imagen del presidente regional y manifiesta que nuestra pequeña autonomía es infinita y debe protegerse del exterior. Es un busto parlante de dos dimensiones. Lleva un escapulario de Nuestra Señora de la Oportuna Ecuanimidad. Parece un personaje de South Park o un colaje de Eduardo Arroyo. Quiero soñar que me despierto entre sudores fríos buscando la definición de biopoder, pero todavía no es una pesadilla. Alguien cuenta un chiste de carniceros: se quejan de la competencia institucional. El presidente se convierte en el de los hosteleros y pide que le sirvan. Acude una legión de autómatas. Ahora lo entiendo: sobran camareros. Vuelve el vendedor. Me doy cuenta de que el uniforme es de baja calidad. Se le despegan los logotipos de tantas subcontratas. Le pagan poco y tiene que poner él la bicicleta. Pero no le importa: cuando llegue el Gran Asalto, tendrá alambradas con las mejores navajas. Lo pone en el convenio. Por eso cree que va vestido de general. En los sueños, se sabe todo. Seguirá esforzándose para que no lo despidan y, aun así, lo harán, porque, aunque hay cercos de sobra (pero no: nunca están de más), llegará un momento en que las alambradas se venderán solas. Rechina un bandoneón desafinado, un tango horrísono: son sus pensamientos. “No estamos hablando de mí -protesta herido en su orgullo-. Salga de mi mente, por favor, y recuerde que esto atañe a la historia de las civilizaciones. Hay que proteger ese patrimonio. Hay que asegurarlo todo en todos los sentidos”. Le pido disculpas y le digo que me lo pensaré. Se va desconfiado después de darme una tarjeta que no consigo tirar a una papelera. Me la devuelve una y otra vez. No me queda más remedio que despertarme.

Evocación de la audaz idea de una cultura sin mercado

A principios de los años 90, el sociólogo Pierre Bourdieu y el artista Hans Haacke mantuvieron una conversación en la que ocupó una parte principal el estado (es decir, las contradicciones) de la libertad de expresión en el arte, cuyas producción y exhibición son necesariamente dependientes del dinero institucional, del dinero privado o de ambos en colaboración.

Señalaban una paradoja esencial. Si el arte no quería someterse a la censura de los patrocinadores privados, a los que no se podía exigir respeto a una -supuesta- autonomía de la creación, la única solución era que las instituciones se vieran obligadas por la presión del público y de los artistas a respetar la libertad de expresión incluso cuando ellas mismas y sus entidades colaboradoras, públicas o privadas, fueran cuestionadas.

Hans Haacke es conocido por desarrollar su labor bajo los presupuestos de una crítica institucional del arte, algo muy en concordancia con la disección de la sociedad que realiza Bourdieu para comprender las construcciones de las tendencias, los gustos y los intereses.

La cada vez más complejas relaciones entre mecenazgos, galerías y macrogalerías, marchantes, comisarios, críticos, museos y fundaciones, ingenierías fiscales del coleccionismo, etc., hacen del arte un mercado como cualquier otro (pese a la especificidad del lenguaje y los rituales destinados a otorgar el “aura” benjaminiana o al menos el simple prestigio a la designación de un objeto como obra artística) y dirigir al público hacia el fetichismo de la mercancía y a los negociantes hacia las argucias financieras. Todo ello, además, con el interés propagandístico de una actividad que es esencialmente comunicacional. Todas las artes lo son del espectáculo.

No pretendían los dialogantes descubrir nada nuevo; la crítica del grado superior del capitalismo financiero ya tenía entonces relato de sobra. Ya era dogma de la política neoliberal proporcionar beneficios a manos privadas apoyándose en las entidades públicas para intervenir en las reglas de la compraventa. Aunque tropezaban con más oposición que hoy, ya dominaban el uso del sector público: traspasar dinero al sector privado hasta privatizarlo del todo acusándolo de ser una rémora para el libre mercado.

Los intentos de teóricos del arte y artistas actuales por explicar la situación parecen unir a la reiteración la asunción de la derrota. Hay excepciones, por supuesto, pero la autojustificación de los sectores y agentes culturales precarizados está en consonancia con su forzosa sumisión (los espíritus libres también tienen cuerpos que alimentar) a la evolución de un capitalismo sin cortapisas que se amplia y solaza girando en una puesta en abismo de ingresos vertiginosos.

Entre la libertad liberal de la censura económica (eres libre de vender lo que te compro), censura directa política (oculta en la falacia del conflicto politización/despolitización) y la apreciación social teledirigida, las contradicciones que ya mostraban el artista Haacke y el sociólogo Bourdieu (ambos señalados en más de una ocasión como provocadores profesionales) se han hecho tan evidentes como confusa la vida cotidiana del arte, sus negocios y sus políticas. Confusión que, por otra parte, desaparece -igual que las del mercado laboral y la economía política- en cuanto se enfoca la situación subsidiaria del arte, la citada precariadad de la mayoría de los artistas, equiparable a la de los camareros temporeros, pero más acomplejada y deslumbrada por los apóstoles del éxito, el culto a la minoría de triunfadores y los mantras del emprendimiento. La ilusión del triunfo en la falsa libre competencia de las redes de la genialidad les impide constatar su papel de (muy honorables obreros) artesanos mal pagados en un mundo repleto de imágenes y saturado de noticias de inauguraciones.

La falta de activismo entre los artistas es tan estética como política (son inseparables) y la audaz propuesta de un activismo que aproveche lo institucional para reivindicar un arte sin mercado, aunque siga dejándose querer poética e históricamente entre contradicciones y autorrefutaciones, parece cosa de nostálgicos. La radicalidad depende del contexto y las instituciones y sus patronos y mecenas son tan poderosas que hasta se permiten alentar oportunas irreverencias para insistir en que el arte es apolítico y la publicidad no tiene color.

Ya sé que para introducir el encuentro Bordieu-Haacke no hacía ninguna falta la anterior sarta de prolegómenos, pero me he permitido sin escrúpulos el placer de contribuir con un panfleto al marasmo reinante.

No he encontrado traducción al castellano de Libre-échange. Hay ediciones inglesa y francesa. El archivo adjunto recoge una traducción parcial publicada por la revista A parte rei en 2002:

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Vileza (un momento inesperado de alta expresión literaria)

Estábamos sentados a la puerta de la discoteca. No recuerdo si nos habían prohibido la entrada o nos habían expulsado por lo avanzado de la hora. El tipo, desastrado, llegó renqueando con la dignidad de los perjudicados. Llevaba en la mano izquierda, no sin elegancia, un canuto de por lo menos cinco papeles y, en la derecha, más al desgaire, una litrona más caoba que rubia. Llamó al portón a patadas; sonó como lo que era: la entrada de un antiguo garaje. Salió el portero y le dijo que estaba cerrado. El otro retrocedió unos pasos. Desde una distancia teatral, le espetó al gorila:

-¡Vil! ¡Truhan! ¡Canalla! ¡Inmensas cantidades de inusitada vileza se acumulan en tu nauseabunda personalidad!

Luego echó un trago largo y altivo, inhaló un cometa y exhaló nubes rifeñas. Emitió una carcajada de supervillano de Leoncavallo, dio media vuelta como quien se envuelve en una capa y se alejó hacia los muelles.

En defensa de una pasarela

Tejados de Santander - RPLl

Ahora que se va a transformar el edificio histórico del banco de Santander en centro de arte y ocio, creo que es buen momento para insistir en que los que tienen poder de decisión sobre esas cosas deberían retomar la idea de construir una pasarela elevada sobre los Jardines de Pereda que conecte el Centro Botín con la terraza de la antigua sede de la entidad. Incluso se podría prolongar hasta la nueva sede, situada en la que lo fue del Banco Mercantil, en Hernán Cortés, y afianzar los lazos conceptuales y anulares de los planes de la Fase Superior de Compartimentación Urbana.

Ese diseño audaz de un camino amplio y flotante (acorde con los tiempos ‘ukiyo’ que corren pese a los anuncios de nueva recesión), además de añadir un atractivo espectacular para el turismo y reforzar la humilde y humillada terraza del edificio de Piano (mirador de metal y cerámica en rápida decadencia), le aportaría a la ciudad una visión de sí misma más distante y onírica, y la ayudaría a reafirmarse en el ensimismamiento sin lamentar el vacío de ideas y habitantes en el que sabe progresar y despersonalizarse desde hace años.

Propuesta de pasarela