Atalanta a la caza

Una propuesta para mejorar el préstamo del Museo del Prado al de Altamira

El cicerone os irá instruyendo sobre el largo período de maduración
del misterio.
Él sólo historiará leyendas magníficas.

Enrique Ferrer Casamitjana. Una cueva Altamira de la mente, en Por la oscura región de vuestro olvido (1972).

El Museo del Prado, en celebración de sus dos siglos, ha prestado al de Altamira el cuadro ‘La caza de Meleagro’ (1634-39 ), pintado por Nicolas Poussin para representar la partida de la expedición organizada por el rey de Calidón contra un jabalí gigante. La obra ha sido elegida porque el asunto cinegético la hermana con las pinturas cavernarias. (No; no me voy a poner borde preguntando si se estudiaron varias posibilidades y se eligió la más obvia).

Sin desmerecer a Poussin, me gustaría que El Prado prestase además otros dos cuadros con el mismo tema. Me refiero al de Pedro Pablo Rubens ‘Atalanta y Meleagro cazando el jabalí de Calidón’ (1635 – 1640), que desvela el momento cumbre de la cacería, y al de Jacob Jordaens ‘Meleagro y Atalanta’ (1640 – 1650), que concluye el mito que acaso empezó por alguna disputa sobre una presa y fue contado antes con oligisto sobre la piedra de algún modo que hoy no sabemos descifrar.

Si expusieran los tres lienzos, la secuencia animaría el relato de Ovidio. Atalanta, fornida cazadora, había sido amamantada por una osa y solía deshacerse de los pretendientes pesados flechándolos a la carrera. Invitada por méritos propios a la horda de nabos formada para acabar con el monstruo (“sirviente y defensor de la hostil Diana”) que asolaba el reino, fue la primera en herir a la bestia y facilitó que Meleagro la abatiera. Así que éste, tal vez enamorado, determinó que el trofeo, la cabeza del jabalí, fuera para ella.

Pero intervino la familia, esa institución tan sólida. Los dos tíos del rey argumentaron que una mujer no era digna del premio y que, si Meleagro renunciaba a él, debía pasar a sus parientes masculinos. Y, sin más, intentaron apropiárselo.

La Atalanta de Poussin, que cabalga con destreza entre el desorden de los hombres (la efigie de un sátiro la observa), viste de azul la piel ebúrnea (palabra sin duda inventada para calentar el marfil), usa un casco erecto y me resulta algo andrógina. Creo que no era necesario desfeminizarla para que la claridad de su fuerza en el conjunto fuera igualmente indiscutible. Pero domina el lienzo porque su equilibrio (parte de la ‘areté’, arcaica virtud masculina luego convertida en excelencia ciudadana) se impone en el caos de la multitud depredadora.

 Nicolas Pussin. La caza de Meleagro.

La escena de Rubens sucede en una selva de árboles retorcidos que ocupan la mayor parte del espacio; el espectador presencia un cosmos sin reposo. No hay recato ni en el vestuario ni en el movimiento. Atalanta, de rojo, se inclina sobre un tronco, entre la jauría, casi como parte de ella, para asaetear a la fiera mientras el macho rezagado acude con la lanza.

 Pedro Pablo Rubens. Atalanta y Meleagro cazando el jabalí de Calidón.

La heroína de Jordaens, rubicunda y de carne subversiva, está sentada mientras los tíos tratan de llevarse el trofeo y Meleagro empuña la espada. Ella, sin embargo, maciza, sensual y bondadosa, apoya la mano en la del héroe en actitud conciliadora. Parece decir: “No merece la pena armarla por una cabeza de jabalí. Déjales que se la coman con hidromiel y que Artemisa los entienda”. Pero sabemos (el ‘fuera de campo’ es un invento antiguo) que el joven fogoso se cargará a sus parientes sin aceptar milongas dinásticas.

 Jacob Jordaens. Meleagro y Atalanta.

Las distribuidoras de destinos, deidades caprichosas, habían determinado que la vida de Meleagro dependiera de un tizón y que su madre, Altea, la sanadora, fuera la encargada de mantenerlo encendido. Para vengar a sus hermanos, la mujer, olvidando su nombre, apagó la brasa. Luego, clásica al fin, hizo una tragedia de una bacanal y se refugió en la locura.

Puede que Atalanta no lamentara mucho la pérdida de su defensor. Aunque algunas le atribuyen un matrimonio con Hipómenes que acabó con ambos tirando del carro de Cibeles, las mitologías tienden a mostrarla poco interesada en los hombres e incluso empeñada en preservar su virginidad, lo cual no tiene el mismo sentido -si no es lo contrario- en aquel mundo lleno de dioses y diosas polieróticos que en nuestro mundo monoteísta. Pero ese sería otro debate, de dimensiones más cotidianas, y yo sólo quiero pedir que expongan los tres cuadros con el pretexto universal del arte por el arte.

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Fugas

Tenemos nuevos motivos para emprender fugas y pasearnos entre muebles de diseño mientras lamentamos el fin de los bosques sagrados.

‘Fuzzie’s Overnites’, de Jim Shaw. | RPLl.

Hablemos de imaginarios. Los bruseleses tienen ‘zwanze’ (“el que se ríe de sí mismo tiene la diversión garantizada”, dicen), pero los cántabros tenemos retranca, una especie de doble fondo que sirve de consuelo y paradoja existencial: no se me ocurre manera más amable de decirlo. Les pedimos a los políticos que exijan trenes rápidos y conectados a todas las redes para que vengan turistas, se instalen franquicias, podamos exportar toneladas de liebanucas y gocemos de empleos cíclicos como cometas; pero, en realidad, lo que queremos es poder largarnos en cuanto tengamos un rato a pasear por la expansión cantábrica y más allá.

Ya que el ensanche no llega a nosotros, queremos ir nosotros a la Macrorregión donde abunda la oferta y nadie pregunta por el origen de la demanda. Me refiero a los que tengan empleo; a los otros les quedarán la bahía, la conciencia de promontorio, las brañas y el televisor. No poseemos televisión propia, carencia que podría ser dolorosa si el presidente no saliera tanto en todos los canales para recordarnos que somos enormes. Quizá por eso la alternativa puede ser un miembro menor de la farándula con (im)postura más urbana.

Encima, el líder ha insinuado que esto está lleno de psicópatas incendiarios. Así que tenemos nuevos motivos para emprender fugas, aunque sean pequeñas escapadas, y pasearnos entre muebles de diseño nórdico (los nórdicos de aquí somos nosotros, pero eso no cuenta, y los más rebeldes dicen que nunca debimos salir de montañas y marismas ni acudir a la llamada de los mineros, consignatarios, harineros y baristas) mientras lamentamos el fin de los bosques sagrados. “Eso no es madera”, decimos al pasar por caja, y nos vamos contentos con el módulo ropero a cuestas.

Creíamos que los incendios se provocaban por cuestiones económicas, tradición, venganza u ordenación del territorio, pero interesa cultural y electoralmente achacarlo al horror de la plenitud del bosque acelerado por los vientos de la locura.

Mientras escribo esto hay 17 fuegos activos. Me da pavor imaginar una legión de alienados que saben de dónde sopla el ábrego. Parece que los pirómanos replican a la pseudopsiquiatría de un modo muy bien organizado. Ellos también votan, y la fuerza presuntamente más progresista propone crear una empresa pública para paliar el fin de un mundo que no encuentra reemplazo. Cada uno huye como puede; algunos incluso se adentran en el humo. Me había propuesto desdeñar niveles tan banales, pero si aparto la mirada de los titulares de precampaña me vienen a la mente los figurantes enajenados de la playa de los Locos (el viento, el viento…), las alucinaciones risibles de la niña de Altamira (la película) huyendo hacia una prehistoria y una historia de atrezo, el monstruo del pantano del Ebro y los plumeros de la pampa asfixiando espejismos. No es que sea una pesadilla, pero se mezclan la pena y la risa.

Queremos un tren rápido y barato que nos permita fugas diversas con rituales variados, con excusas y sin ellas, que nos lleve a parajes en los que, al apearnos, cuando nos pregunten (somos raros por ser tan poco raros que siempre nos preguntan), digamos que venimos del cortafuegos incendiado aunque se nos queden mirando con dudas, primero para entender quiénes somos y luego, al iluminarse, nos digan: “los cántabros, qué poco os parecéis a Revilla”.

Quizá sea mejor la guasa belga que nuestro disimulo. Desde luego, es más rentable. Pudimos volvernos como ellos, pero sólo nos quedamos con las casas de Solvay que se ven desde las vías de la SNCB rodeadas de vacas frisonas. Las vacas ya no están aquí (culpemos a Bruselas: esa ciudad acepta todas las faltas), pero los locos siguen quemando bosques para hacer pastos o vaya usted a saber qué corduras pretenden.

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Coloreando escollos

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques a Okuda San Miguel

‘Túneles de sol’. Nancy Holt, 1976. | Calvin Chu (licencia CC BY 2.0).

Si el Ayuntamiento de Santander hubiera presentado las escolleras de la Magdalena como ‘land-art’, probablemente serían aún menos los pocos ciudadanos que se oponen a la obra. La mayoría muestra indiferencia por las alteraciones del medio o está dispuesta a padecerlas por causas que considera superiores: el turismo, la hostelería, el culto al sol y la arena fina… Quieren playas sin rebajas ni resacas de pleamares y son firmes inmovilistas ante la complejidad de los ciclos oceánicos. Mientras los argumentos a favor de los espigones incluyen su hipotético uso como solarios y terrazas hosteleras, entre los contrarios -soy un hábil encuestador del bar de la esquina- predominan los que se refieren a su supuesta fealdad. Pero esta ciudad tan tolerante consigo misma ama el prestigio cultural y, puesto que los juicios estéticos pesan tanto como los éticos, conviene proponer otros arreglos. Todo puede ser más bonito, si no bello.

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques (se acaben o no, y también si se sumergen) a Okuda San Miguel aunque eso acelere la saturación que, por otra parte, espero, cuando llegue al clímax, superará reinventándose: incluso creo que puede llegar a ser genial en la autoparodia.

No estoy descubriendo nada. En las costas ya hay casi de todo. Agustín Ibarrola pintó con éxito los cubos de hormigón del puerto de Llanes (prefiero que pinte sobre piedras que sobre árboles vivos). Eduardo Chillida peinaba vientos. En los arenales de Emeryville (California, USA), agentes anónimos convirtieron residuos en instalaciones cinéticas. Si tengo que elegir decoradores, soy más de Daniel Buren o de envoltorios a lo Jeanne-Claude & Christo (aunque preferiría adaptaciones del Damien Hirst de los tiburones o del Wim Delvoye de las cloacas y los vitrales obscenos, no veo cómo encajarlos aquí si no es entre paréntesis pretenciosos en medio de una divagación de matices sexuados:), pero nuestros espigones penetran con más fuerza en un mar calmo y piden gradaciones cromáticas triangulares desprovistas de conflicto. Puede que, además, haya que complementar el señuelo con algunas frases sin contexto pintadas por Boa Mistura, cuyo corazón negro de Peña Herbosa me gustaba menos que el bodrio imperialista que lo ha sustituido: sólo por eso merecen una oportunidad de redención.

Quizá este artículo parezca una ’boutade’, pero les aseguro que es sincero y meditado. He decidido aceptar las reglas del juego en esta ciudad donde la defensa del medio ambiente se resuelve en carriles bici que agreden a los peatones para no molestar a los coches. También pretendo dejar de lamentar la debilidad del centro Botín, probablemente uno de los edificios de su género más aburridos del mundo (puede que ni siquiera eso), que, una vez asumida la imposición feudal, debería haber aportado al entorno algo de audacia, de brutalismo incluso; pero no se atrevieron a sobrevolar los jardines con una pasarela como años antes no osaron hacer dos torres cilíndricas enfrentadas en cada punta del paseo costero ya entonces cortado con un murallón de festivales. En una condición escamada de cajón-mirador se ha quedado el pobre centro. Y, encima, tampoco se atreven ahora a reemplazar el TUS por un tubo como el de Futurama, pero esto quizá sea por falta de contratistas a la baja y tal vez su eficacia cyberpunk, aunque la aligeraran con gaseosa, no resultaría apropiada para la burbuja que todo lo vuelve ‘kitsch’ (ya: ya sé que me repito) sin revelar quién va a pagar por las transiciones, reconversiones y transbordos.

La culpa es del ecosistema, claro, maldito engendro de los abismos que no entiende de playas.

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Una cueva en otro mundo

Cantabria encoge su infinitud propagandística y vende entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas.

Detalle de la revista ‘Wonder Stories’ (años 30)

En las fotos marcianas de la NASA, las salidas de los tubos de lava parecen esfínteres de un desierto que los científicos comparan con el salitral de Atacama, donde apenas sobreviven algunas bacterias. Desde luego, no se parece a los territorios del Asón y del Agüera, y me cuesta creer que las cavidades volcánicas extraterrestres se asemejen a las cuevas de esa zona. Pero eso no importa, porque algún estudioso del mercado ha decidido que hay personas dispuestas a pagar 10000 euros por entrenarse durante noventa días para fingir durante cuatro que un agujero de Cantabria está en Marte y sufrir por ello.

La ciencia ficción ha ensayado varias maneras de colonizar el planeta oxidado. Ha probado a transformarlo como quien riega el desierto, a solapar con una nueva Tierra los restos de una civilización extinguida aprovechando sus veleros de las arenas, sus supervivientes telépatas, sus leyendas y sus fantasmas; a poner cúpulas, cavar túneles, disputarlo a otras especies imperialistas, cambiarlo de color con bombardeos de clorofila, iluminarlo con bacterias luminosas, licuar los polos para inundarlo porque allí, como en Cantabria, nunca llueve…

La primera novela de viajeros a Marte que leí fue una traducción en la editorial Cenit de ‘Terrestres en Marte’ (‘The Red Planet’, 1962), de Russ Winterbotham. Los marcianos parecían camellos con antenas en la joroba y tenían la sangre verde. Fieles a las tradiciones colonizadoras, los exploradores descubrían enseguida, a tiros, el color de la hemoglobina.

Poco después, una serie de relatos anterior y más famosa, las ‘Crónicas Marcianas’ (1950) de Ray Bradbury, me aportó una sensatez mucho más alucinante. Bradbury, que, cuando se quedaba en la Tierra, hacía que los bomberos quemasen libros, tomaba distancia para describir desde el cuarto planeta la locura autodestructiva del tercero.

Los textos sobre el planeta rojo abundan como el trióxido en el monte Olimpo. Es lo que tienen la vecindad y que Mercurio y Venus sean pequeños infiernos. Pero, para hablar de experiencias radicales, tengo que citar ‘Homo Plus’ (1976), de Frederik Pohl, que relata la conversión de un individuo en una entidad transhumana capaz de sobrevivir en Marte sin suplementos exteriores a su persona. Le implantan todo lo necesario y le quitan lo superfluo. Lo que para el poder es un estorbo incluye los placeres, pero el tipo lo acepta como un nuevo destino manifiesto. Los futuros clientes de la tecnobarraca cántabra quedan avisados por si los promotores turísticos se han inspirado ahí. Si no es así, la experiencia no me parece tan extrema como dicen. En 1954, Pohl y Cyril M. Kornbluth escribieron ‘Mercaderes del espacio’, de lectura tan útil como cualquier manual de economía, además de amena, y eso también tiene que ver con los simulacros para turistas.

En realidad, la atracción que una empresa ha colocado a las instituciones cántabras (sin que se hayan hecho públicos los detalles, financiación, cesión de patrimonio natural, etc.) se basa en el Proyecto ‘Cuevas de Marte’ del ‘NASA Institute for Advanced Concepts’ (NIAC), cuyas conclusiones se publicaron en 2004. El NIAC lleva un par de décadas estudiando propuestas de experimentos similares. Como no creo que en la cueva de Cantabria se apliquen a rajatabla los protocolos de los científicos ni las condiciones del planeta por muchos descargos de responsabilidades que firmen los paganos, malpienso que la cosa quedará en una mezcla de ‘Gran Hermano’ y ‘Aventura en Pelotas’, pero con trajes de diseño post-Star Trek, oxígeno racionado y aires de secta de élite, todo ello no sé si exhibido en directo o en diferido, a lo que se añadirá, anuncian, un supuesto seguimiento con efectos educativos -¿cómo no?- en el PCTCAN, quizá para justificar subvenciones. La publicidad habla además de prepararse para no sé qué viaje de dentro de unas décadas.

De pronto, da la sensación de que Cantabria encoge su infinitud propagandística de cocido, borona, cachones, anchoas, artes, letras, costas y cumbres, exagera el fetiche de las cuevas (pero hay líneas que no deben sobrepasarse: Altamira fracasó en el cine con toda justicia) y se pone a vender entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas, pero sin exponerse a ataques romulanos.

Me parece que la obsesión por crear ocio de lujo conduce a promover un reclamo tecnificado que podría estar en cualquier sitio más parecido a un desierto de verdad. Estamos en la era de la sospecha: creo que nuestros gobernantes aceptan el territorio vacío y renuncian a ponernos en ningún mapa del paisaje del cosmos al tamaño natural y con todas las dimensiones, no sólo las turísticas. Han pasado de decirnos que somos muy grandes -infinitos- a ofrecer agujeros como entretenimiento para narciso-masoquistas emprendedores que sueñan con terraformar Marte como ahora martirizan la Tierra: gentes que prefieren castigarse en una cueva-burbuja a disfrutar del paisaje, hablar con los autóctonos y degustar unas buenas berzas.

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Apócrifo del cobre

Siempre hay alguien que conoce a alguien que habló una vez con alguien que estuvo allí y no sabe volver.

Marcel Duchamp. Con ruido secreto (1916). Philadelphia Museum of Art.

Entra el buscador con el casco color fuego bajo el brazo. Pide un blanco; lo liquida de un viaje. La moto espera fuera, paciente, potente, negra. Vuelve a ella, monta, la arranca. Es silenciosa, demasiado silenciosa. Se aleja entre susurros del motor.

-Esa burra vale un pastón.

-Más de 10.000 euros, seguro.

-Es para buscar el cobre. Está loco.

-Si tiene esa máquina, ya lo ha encontrado.

Una descripción del bar no nos llevará a ninguna parte. Está cuidado, sirve un café decente, enfría correctamente la cerveza y a los habituales no parece molestarles la calidad del vino. La tortilla y las rabas son aceptables. El dueño no se complica la vida.

-Os digo que sabe donde está el cobre-. Suena a afirmación mayúscula. La fonética tiene razones que el sonido no comprende.

La tertulia de un domingo de invierno al final de la mañana, poco poblada, permite mantener las ideas en el aire el tiempo necesario para saborearlas. No es comparable a una tertulia televisiva. De hecho, el televisor embrutece lo mínimo con vídeos retro latinos a volumen moderado. Lambada de invierno. Batucada helada.

-Si ya lo hubiera encontrado, no andaría por aquí.

-Tiene que sacarlo sin prisas. Disimulando.

Se cuenta hace tiempo que cientos de bobinas gigantes esperan el rescate en un almacén secreto del extrarradio. Circula una descripción del sitio homologada por la repetición, como las de las utopías, las islas con tesoros o los encuentros de los tres tipos. En todo caso, siempre hay alguien que conoce a alguien que habló una vez con alguien que estuvo allí y no sabe volver. Quizá también exista uno de esos planos sin coordenadas por los que se mata la gente.

Dicen que está en una de las muchas urbanizaciones que fueron empezadas y abandonadas durante la crisis, cuando hicieron explotar una burbuja de cemento invisible y no había refugios para la mayoría.

-¿Por qué no en un polígono industrial? Hay muchas naves vacías.

-Eso díselo al que lo guardó.

No faltan detalles. El lugar ideal es una especie de páramo con los comienzos de varios edificios, algunos con el esqueleto de ferralla completo, otros que se frustraron a diversas alturas. Pero del que importa apenas se distingue la base de hormigón, que forma una explanada perimetrada por penachos de cables embutidos en tubos de plástico y rodeada de yerbas de la pampa. El cubo enterrado guarda un sótano inmenso al que se accede por una escotilla. Luego, una cornisa sobre un abismo lleva a una escalera con peldaños de metal y sin barandilla.

-Claro. Sin barandilla. Ni normas de seguridad ni hostias -dice el jubilado-. Con menos motivo hacíamos lanzapetardos con tubos de radiador…

Al bajar, los escalones vibran con resonancia de película de miedo y, aunque se lleve una buena linterna, el fondo tarda en aparecer. Cada paso da una nota más grave que el anterior hasta que, de repente, surgen sombras de bobinas de cobre de un metro de altura alineadas como huevos de alien. Todos los mitos guardianes, incluido el de la puerta de la Ley, se hablan entre ellos con los primeros destellos rojizos.

-Y eso, ¿quién coño lo ha visto?

-Las escondieron para especular. Eran stocks desviados. Aprovecharon el hueco.

-Pues, para ser un secreto, lo sabe todo el mundo.

-¿Qué más da? No se sabe dónde están. Para el transporte trajeron camioneros polacos. Les quitaron los gps y los guiaron de noche.

-Serían rumanos. El cobre lo curran los rumanos. Les subvenciona el gobierno las furgonetas y las usan para robar cables.

-Eso es mentira y tú eres un racista- dice el albañil transilvano.

-Y facha -afirma el jubilado-. Además, hablamos de cobre industrial.

-Los de por aquí que supieron algo del asunto, a veces se emborrachan y hablan; luego lo niegan; pero, si saben pistas sobre el sitio, no lo dicen ni con orujo en vena. Los untaron bien y tienen miedo. O piensan encontrarlo ellos algún día.

Según algunos, el almacén está vigilado por patrullas de matones a sueldo. Ex yugoslavos sin escrúpulos. Hay que tener cuidado con las gentes desesperadas de estados desaparecidos.

-Pues anda, que no hay gorilas aquí… Ponme una caña.

-Si alguien pillara eso, no se conformaría con una moto. Y no se quedaría paseando por el barrio.

-Creo que ha comprado un piso. Y se le escapó una vez que lo buscaba. Tiene que sacarlo poco a poco. Y no veas cómo viste la mujer.

-Lo dijo de broma. Y la mujer se apaña bien con cuatro trapos, como yo.

-Ella va ahora con una furgoneta blanca.

-Tiene una lavandería en negro.

-Qué chorradas dices. Antes me creo lo del cobre.

-Sí: van de noche por las bobinas en una furgona blanca. Para camuflarse, no te jode…

Todas las leyendas dialogan entre sí esperando hacerse verdaderas. El inquietante Borges señaló que ‘apócrifo’, antes de servir para tachar de falsos los evangelios no aceptados por el canon, sólo significaba ‘oculto’.

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La trampa y la puerta

No hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado.

Henri Martin. La puerta abierta.

La trampa de moda (aunque el término fue acuñado por intelectuales católicos en los años 90) consiste en llamar “ideología de género” a la defensa de medidas contra las discriminaciones y agresiones específicas que sufren las mujeres. Supongo que el método también sirve para etiquetar como “ideología de raza” a la lucha contra el racismo o “ideología de clase” a la lucha contra las desigualdades sociales. Pero la violencia machista, la segregación racial o el bajo poder adquisitivo son hechos que afectan a grupos concretos y exigen soluciones concretas, así que el uso del término delata la intención de manipular el concepto de ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, dice el diccionario) para presentar las posibles modificaciones de las situaciones de injusticia -cómodamente instituidas para algunos- como caprichos destructivos y ‘artificiales’ opuestos al orden que se considera ‘natural’. Esa idea de la naturaleza anclada en el diseño patriarcal declara inmutable un orden superior antifeminista, supremacista y asentado en privilegios económicos; un orden que -hay que citar a Hannah Arendt una vez más – impone a sus fieles la banalidad del mal que explica tanto la crueldad de las consignas como la pasividad o el temor a la libertad propia y ajena.

La mayoría de las veces, no hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado. Por ejemplo, ese hombre que ahí veis, con cara de recurso literario, pasó el otro día bajo el arco de leds de la plaza del ayuntamiento, contempló los renos escarchados que pastaban electrones mientras niños de azul y niñas de rosa se dejaban fotografiar y dijo: qué bonito. Después admiró la pantalla gigante que emite anuncios sexistas en la parada del autobús y manifestó: qué maravilla. Luego entró en una cafetería, donde se le unió su señora, que venía de la compra, para mirar hipnotizada el telediario mudo del televisor panorámico alzado al fondo, a la derecha, como las letrinas de la información (‘el ojo es ojo porque te ve, no porque tú lo ves’, decía Machado), mientras él leía y comentaba el periódico.

Hubo un instante en que el titular en papel coincidió con el rótulo que pasaban bajo el carrusel de imágenes: Rebeca Alexandra Cadete abrió la puerta a su asesino para que éste no molestara al vecindario. Un error fatal, decía el periódico. Ya era el motivo recurrente del día la primera víctima de la violencia machista del año en la circunscripción geográfica de referencia obligada. La mujer temía que la bestia alterara la convivencia. ¿Cómo se fio de él? Hablar ahora del peso de la cultura o el arte del amor deslumbrado a medias por el pragmatismo económico y la pasión romántica sería probablemente una pérdida de tiempo. No hay reflexión que valga sin leyes protectoras con efectos cotidianos.

De pronto, ha aparecido el consuelo de la fatalidad. La pena es una cosa muy rara. También la culpa. Una fatalidad. Todo es comparable, aunque duela. También lo incomprensible. El hombre asiente, su señora asiente, el camarero asiente probablemente por principio profesional. El medio ha elegido la anécdota que parece estar ofreciendo una válvula de escape: el error como confirmación de lo inevitable. Seguro que el redactor sólo buscaba un buen título que adornara la noticia; es el viejo problema de las originalidades vacías: que apelan al tribunal del inconsciente.

¿No se pudo evitar? Lo inevitable suele ser un argumento más para los cómplices, un apartado más de la retórica de la sumisión. Antes morían menos mujeres porque aceptaban su destino. El hombre que lee, la esposa que confirma, el periodista que presiente el desequilibrio entre la fugacidad de las imágenes y titulares y la intensidad de ese instante en que alguien abre una puerta (por civismo o por una vergüenza adquirida mediante la culpabilización ante los actos masculinos), todo parece el decorado perfecto de una resaca navideña, cuando azota el solsticio los últimos latigazos de la inversión solar con toda la rabia del invierno de postal.

Los tanques blindados del pensamiento, asustados por el feminismo, tramaron la etiqueta de la ideología de género para negar la perseverancia de una situación de dominio asentada con consignas de prejuicios; entre ellos el de dejar un resquicio para la duda sobre la responsabilidad de la víctima, que quería seguir viviendo sin molestar a los vecinos. Podía haber dejado la puerta cerrada. Podía haberse resistido más. Podía haber elegido a otro hombre. ¿Podía?

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Aquel, ese, este tiempo

El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales.

Ferdinand Hodler | El toro (1878).

Douglas Adams -a quien no me canso de citar porque por él no pasan los años- estableció, sentado en el bar del fin del universo, la categoría estética del infinito (plano y sin interés) y la simultaneidad de la práctica de los viajes en el tiempo (cuando se construya la primera máquina que los permita, ocurrirá a la vez en todas las épocas y habrá existido siempre). Podría haber añadido que tal viaje, se produzca como se produzca y pese a la parafernalia en que lo envuelve la mayor parte de la ciencia ficción, será -es- circular, tedioso y sin consecuencias. Kurt Vonnegut también apuntaba por ahí: su ‘alter ego’ lo usaba en ‘Matadero 5’ como vía de escape desde situaciones dolorosas (el bombardeo de Dresde, un tren cargado de prisioneros…) hacia lo ya sabido o por saber; nada diferenciaba las cosas sucedidas de las venideras y lo realmente dramático era su vida de marioneta de la historia, no los desplazamientos.

Pero ahora viene la ciencia en ayuda de la literatura. Los físicos dominan las leyes que les permiten perdonarme interpretar desde la ignorancia, y es más lírico agarrarse a lo cuántico que a la paramnesia, el vulgar ‘déjà vu’ o la manida magia. Un ruso, Igor Nóvikov, afirma que es muy difícil crear paradojas destacables yendo al pasado y pisando una flor incipiente, matando una mariposa improbable, poniéndole una zancadilla a un magnicida o mejorando la puntería de un tirador rifeño. El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales. Que haya taquiones que llegan a su destino antes de salir del origen no parece cambiar nada. Todo lo demás corresponde a la voluntad humana, que produce una amalgama involuntaria de probabilidades e incertidumbres y sólo se ejerce desde el presente, lo cual -no cantemos victoria- incluye cambiar el relato del pasado (creo que los científicos prefieren permanecer en silencio sobre esto, aunque los sociólogos y economistas usan disciplinas científicas no se sabe bien para qué).

Como todo lo local cuenta en el universo, tomemos por ejemplo el regreso de una leyenda de condena cumplida a la política activa de Cantabria, a la que no me apetece nombrar porque, sin querer conflicto con los nominalistas, es más un universal que un ego desatado y así tiene usted excusa para deambular por internet (la procrastinación es arte y cultura). Fue alcalde, luego presidente y luego fue condenado por corrupción. Creo que nunca sucumbió en las urnas, y eso le da argumentos para la vuelta: muchos admiradores se quedaron sin líder y la reescritura que no funciona como fantasía funciona como disfraz.

Los retornos, igual que las permanencias excesivas, acaban volviéndose chistes hasta para los electores más fieles, porque la repetición hace la farsa. Sin embargo, los emblemas del que fue a la vez súcubo e íncubo no se han ido nunca, así que el regreso puede ser más exitoso que la tozudez de la bola de billar usada por Nóvikov como símil, sujeta a un número ilimitado de tensiones previas que, si no hay ruptura, la conducen inexorablemente al mismo sitio a donde llegó en el futuro por mucho que repitamos el día de la marmota con variaciones impotentes.

Hay factores que, no obstante el peso de la ley, soportan la hipótesis, y de pronto puede salir de un agujero de gusano el esperpento montado en un semental de un millón de dosis y dólares, un patrimonio invisible, pero no inmaterial, que se renueva con los lamentos por la dilapidación del paraíso vacuno, si bien es sin duda superado por objetos más sólidos y rentables (la rentabilidad suele ser una desgracia para los pobres), como el territorio cercado donde los camellos bractianos miran pasar caravanas de emisores de CO2 o el Palacio de lo Sobrecostos Marmóreos inaugurado por un socialista (esta palabra tiene una supervivencia inusitada) que gobernó seis meses, compró una quinta para crear una pequeña Moncloa con sus recepciones culturales y todo, y luego, tras ratificar el poder del paradigma, fuese. La quinta está en venta, y creo que barata. El palacio fue reinaugurado por su gestador. Después, como en una película de los Monty Python, llegó la policía y mandó apagar la cámara.

Aunque más elaborado y tecnificado, el modelo permanece, salvo las vacas, y nadie ha implantado con éxito otras banderas ni conseguido votos por métodos diferentes. Los regionalistas, que colaboraron en la ascensión de la leyenda desde los tiempos municipales, triunfan haciendo de la imagen de su líder el emblema, siempre en coalición consigo mismo (ese juego macabro de la sucesión) y con otros (esa dulce flexibilidad autonómica) y luchando contra el tiempo por la victoria final. Otras presidencias pasadas –y, por desgracia, sus efectos- parecen fáciles de olvidar incluso en sus arrebatos antitabaquistas.

En cuanto a los que nunca han gobernado, la nueva izquierda ha envejecido tan deprisa que está rejuveneciendo a la vieja, y las nuevas derechas no lo son en absoluto y merecen artículos más siniestros que este, aunque el ensayo de anuncio del regreso quizá tenga mucho que ver con ellas.

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