Diorama de epístolas (una lectura de Pereda pintado por sí mismo, de Salvador García Castañeda)

Salvador García Castañeda ha recopilado en tres volúmenes mil trescientas cincuenta y tres cartas de José María de Pereda y las ha publicado en pdf en el sitio web de la Sociedad Menéndez Pelayo. Es la consecuencia del trabajo de años de uno de esos especialistas de los que dependemos los lectores comunes (gracias, Virginia Woolf) para tratar de entender un poco mejor el mundo. El estudio que precede a las cartas sería motivo suficiente para saturar la zona de descargas, pero los que no somos estudiosos -y, además, tendemos al hedonismo- no debemos dejar pasar la oportunidad que nos ofrece la publicación electrónica de vagar por itinerarios de búsquedas y referencias desordenadas, reordenadas o disparatadas, es decir, de una lectura lúdica: a cada uno la libertad de su desorden.

No descubro nada nuevo si digo que en la distancia entre los libros que se leen y los que se consultan caben muchas desviaciones. Al fin y al cabo, aunque nuestras evocaciones del pasado se quieren lineales, el acceso a los recuerdos tiene mucho de aleatorio. La navegación informática ha consagrado ese reino del azar en el que todos confiamos cuando le damos al botón ‘buscar’ para ver qué sale.

Estas propuestas son injustas, lo sé: algunos se curran las investigaciones y publicaciones mientras otros nos divertimos sin pudor con ellas desde el vértigo de la postmodernidad, sea eso lo que sea, incluso pretendiendo reflexionar sobre las paradojas de la lentitud y los desafíos contra los ritmos impuestos… Pero será mejor que volvamos al juego, es decir, al epistolario:

Conviene leer atentamente la citada introducción para saber a qué nos enfrentamos. Esa ortodoxia prepara la heterodoxia: a partir de ahí, cualquier búsqueda conducirá a una sucesión de párrafos que podemos poner en abismo o conectar con otros rastreos. De todos modos, además de facilitar las huidas hacia delante, la experiencia no impide (incluso incita a ello) volver atrás para recuperar la cronología de las misivas y el ciclo de sus mareas: las fugas y regresos prolongan la lectura y las páginas se recorren como fractales. Soy consciente de que lo que sigue es (¿escandalosamente?) irracional.

Tal devaneo por un compendio monumental me hace creer que Pereda no se manifiesta en sus cartas como una personalidad extraordinaria. Sus débiles intentos de impostura (inmodestas declaraciones de modestia, negaciones de ambición, autojustificaciones innecesarias), sus momentos de furia, desdén, ironía, sarcasmo o pena no lo muestran, en mi opinión, demasiado humano ni demasiado beato. Aunque a veces se ponga en el papel de santo varón matadragones (ahí está el apelativo que dedica en varias ocasiones a Emilia Pardo Bazán: “tarasca”, acompañado de un rotundo “mujer al fin”), esperaba encuentros más transgresores, tanto en lo personal como en lo literario. Una esperanza absurda, por supuesto.

Me atrevo (aquí el lector común enarbola su osadía) a seguir coincidiendo con los que, ya desde su época, han tachado la obra de Pereda de carente de matices (entre ellos, doña Emilia: “¡qué tarasca de mujer”). Lamento también que su calidad descriptiva tropiece muchas veces con la estiba de un mundo de valores rígidos y deudas morales. Las hipótesis más audaces, si se plantean, concluyen como leves erupciones pasajeras. Sotileza cede en su empeño interclasista, de amor imposible, pero no condenable (¿existe el deseo venial?), y retoma su condición de Casilda porque “entra en razón”: la persuasiva Providencia mantiene el orden. Con esas reglas, toda sublevación está abocada al fracaso. Cuando uno de sus mentores le reprochó haber relatado un beso, el autor se excusó diciendo que lo hizo para mostrar el camino de la perdición.

Si bien disfruto leyéndolo, el universo perediano no me ha parecido nunca muy complejo y, como debí suponer, la recopilación, tras varios vuelos, no me ha cambiado esa percepción, quizá determinada por el alcance de mi interés y por mi apego a la maldición proustiana, según la cual la vida del artista no explica su obra: más bien, ocurre lo contrario. Lo cual me obliga a concluir con una pregunta: la correspondencia privada de una persona, ¿ocupa una suerte de limbo entre su vida y su obra?


María Blanchard, un desnudo y un vestido

María Blanchard. Desnudo femenino de pie (Eva). Óleo sobre lienzo. 197,5×82,5 cm. 1912. Von der Heydt-Museum. Wuppertal.

María Blanchard.La comulgante. 1914. Óleo sobre lienzo. 180×124 cm. Museo Reina Sofia. Madrid.

Sólo dos años separan estos cuadros de María Blanchard. El primero, ‘Desnudo femenino de pie (Eva)’, lo pintó en París en 1912 y osó exhibirlo en 1915 en Madrid, donde obtuvo sobrados motivos para no volver a exponer en España. Entonces ya había pintado el otro, ‘La comulgante’, de 1914, pero no lo expondría hasta 1920, en el Salón de los independientes de la capital francesa, cuando el mundo proclamaba uno de tantos falsos regresos a la normalidad y ella estaba preparada para afrontarlo retomando la figuración sin olvidar lo aprendido en la vanguardia.

Durante seis años, se había centrado en el cubismo, pero ya antes estaba ahí esa reinterpretación del desnudo por antonomasia (casi siempre unido al de Adán, claro, excepto en la escena crucial de la serpiente) en el expansivo ámbito judeocristiano, que parecía destinado a borrar todos los desnudos paganos y acabó reforzándolos. Con ella, el arte integró la paradoja de multiplicar el instante en que el nudismo fue expulsado del paraíso. Eva y su contexto: la culpable, el marido engañado y los últimos desnudos del Edén. El ángel con la espada puede adquirirse por separado.

Esta Eva es una suma de ausencias. No parece arrepentida. Es una Eva exultante y preadanita. Al verla rodeada de oscuridad, sabemos que no hay nadie agazapado en un rincón masculino de ese supuesto espacio ajeno a la Creación mayúscula. En el universo del cuadro, la mujer se ha adelantado; Adán no ha sido modelado; ella pisa el barro y no parece echarlo en falta. Aquí no cabe plantear una inversión del interesado y nada convincente mito de la costilla.

El desnudo se perfila con la refracción de una belleza sumergida. Los trazos característicos de la autora remarcan y vibran a la vez. Las manos largas, primitivas, contradicen las de la María real que tanto gustaban a Diego Rivera -Adán desmesurado-, y se abren paralelas a los pies nudosos mientras la torsión del cuerpo niega el equilibrio. El rostro ha recogido las lecciones de Van Dongen y de las máscaras africanas que aquella horda de Montmartre convirtió en arte para apropiárselas.

Me había propuesto esquivar la evidencia del autorretrato, pero he decidido cumplir con la obligación de mencionar la discapacidad física de María Blanchard para burlar el tópico de su presunta debilidad. Se repite demasiado su deseo frustrado de pintar muchas flores. Sin embargo, debió de celebrar con humor más o menos negro las caricaturas de Fresno y Bagaría y las casi caricaturas literarias de Gómez de la Serna y García Lorca (para eso están lo amigos) y desdeñar sin complejos la muy española crítica que tachaba de monstruosa la obra de la extraña mujer que triunfaba en la disoluta Europa. ¿Autorretrato? Pues sí, pero salvaje y desnudo, de cuerpo entero, abierto; despiadado, y no sólo consigo misma.

Superado este remanso, visitemos a la comulgante en su dudoso recogimiento:

Su rostro descolorido está pintado con arrebol, desbordado por mechones negros. Mira con seriedad y aprieta el carmín. ¿No lleva demasiado maquillaje para recibir una hostia consagrada? Alrededor hay un palio-rebaño de ángeles-nubes, un cortinón púrpura, un reclinatorio a juego, un altar blanco como el vestido. El vestido: esa exageración de blondas, velos -obscenamente abiertos-, lazos, esa inflación de enaguas. Y ese pañuelo, ese misal, esa especie de cetro florido: esas armas que empuña con las mismas manos que Eva. Los pies están enfundados en hielo cerrado con corchetes, pero también son los mismos.

No encuentro otra explicación: Eva se ha soñado a sí misma como comulgante. El disfraz ritual es una pesadilla de la verdad desnuda. El cuerpo blindado con el hiperbólico envoltorio matrimonial de la ceremonia de deglución del sacrificio recuerda con rabia la osadía del origen. Parece estar diciendo: sólo soy deforme cuando me vestís con vuestros dogmas; después del espectáculo, buscaré un espejo y volveré desnuda al paraíso.

Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.

Un daguerrotipo (écfrasis abierta)

Saca de la caja una placa de cobre bañada en plata. La pone en el doblador de bordes. Hace palanca. Desenfunda la barra de pulido. Restriega con fuerza la placa con la superficie abrasiva para eliminar las imperfecciones. El otro lado de la barra es de piel (¿venado, corzo, gamuza?) y ahí extiende polvo mineral. Asegura la placa en el soporte de pulido y sujeta éste mediante un tornillo a la mesa de trabajo. Ahora se detiene para evocar una carpintería de rivera. En la infancia, paseaba por el muelle entre los calafates que fumaban tabaco y brea, cepillaban cuadernas con garlopas enormes y se sentaban en rollos de esparto. Deja que para un patache y pule la placa durante media hora hasta que obtiene el espejo en el que se reflejarán sus pretensiones, la esencia de la demora y quizá una ilusión de velocidad en la que intuye un salto de casi un siglo hasta el momento en que alguien obtuvo por error una foto de medio coche de carreras (el número 6) y algunos espectadores que para mucha gente representa el vértigo brutal y feliz del siglo XX. (Preferimos decirlo así, pero sabemos que la imagen de Lartigue muestra lo evidente: todo se precipita hacia el futuro; inaugura una fuga mecánica, eso es todo. Pero eso vendrá mucho después. Hoy, en este pasado, ese pequeño espejo de 165 x 215 mm se obstinará en inmovilizar la luz de una imagen elegida.) A continuación, vierte una capa de cal en una bandeja de vidrio, luego una de bromo, y la deja en espera. Desliza la placa pulida en una caja con una solución de yodo. Hay una carta postal pegada a la pared mostrando el reverso: “El universo empezó a complicarse cuando un crepúsculo desveló la idea de la lentitud”. No recuerda la estampa. La mira fijamente mientras cuenta veinte segundos antes de comprobar que la plata se ha vuelto amarilla. Traslada la placa a la bandeja de bromo y, a los diez segundos, se vuelve de color rosa. Ahora apaga el quinqué que otorgaba tenebrismo al laboratorio, un decorado que parece querer reunir el arte del sueño y la ciencia del instante, las disciplinas oscuras, subterráneas, que remiten a la alquimia y la herejía. En la casi oscuridad (hay un tragaluz diminuto, apenas un respiradero), pone de nuevo la placa en yodo durante unos segundos y entonces supone que ya está sensibilizada. La inserta en un portaplacas de vidrio y guarda este en un estuche opaco. Se pone el trípode en bandolera, se cuelga del hombro la bolsa de lona con el cajón de la cámara y sus utensilios, abre la puerta adornada con una acuarela plagada de gaviotas, sube los escalones, recorre el pasillo (a la derecha, retratos de militares; a la izquierda, clérigos), sale a la calle y busca un coche de punto. Es una mañana pálida que quizá requiera más de la media hora teórica de exposición. Por lo menos, ya no son las largas horas del boulevard del Temple y su limpiabotas milagroso. Va a contracorriente: se acerca la hora de comer y las calles comienzan a despoblarse. Ya ha elegido un lugar en los muelles. Inevitablemente pictórico, académico. Brisa ligera, pero masteleros desafiantes atados al núcleo del planeta y mecidos por el imán de la luna. Despliega el trípode y monta la cámara. Quita la tapa de la lente. Abre las trampillas superiores. Inserta el vidrio de observación. Teoría y práctica de la composición rimada. Encuadre ortodoxo, regla áurea. Objetos sobre piedra. Bolardos, norays, cornamusas, cables encapillados. ¿Pueden los bultos portuarios en tránsito ser considerados una naturaleza detenida (que no muerta)? Hay tabales de arenques (saliva salazón) y un montón de carpanchos que esperan la pesca. Al fondo, vergas con velas recogidas que, aunque la mar está calma, vaticinan una cortina nebulosa en la toma. Pero las pocas personas visibles no amenazan con convertirse en sombras errantes. Vuelve a tapar la lente y reemplaza el cristal con el portaplacas. Retira la tapa de nuevo. Es una mirada fija. Falta mucho para la obturación más veloz que un parpadeo. Espera. Las gaviotas circulan sólo interesadas en el olor de los arenques. Después de media hora de esciografía invisible, tapa el objetivo, encaja una lámina oscura sobre la placa, la retira y la guarda. De nuevo en el sótano, vierte mercurio en una caja de hierro con forma de pirámide truncada invertida y la pone sobre la llama de una lámpara de alcohol. No debe aspirar los gases. Ha dejado la puerta abierta para que corra el aire y tendido una cortina negra contra la luz. La pirámide tiene un termómetro. Cuando llega a los 80⁰, pone la placa boca abajo para que el vapor venenoso haga su trabajo. Ahora juega la intuición. ¿Dos o tres minutos? Dos y medio. Sumerge el objeto del deseo en una bandeja con hiposulfato para detener la impresión. Luego la baña en agua destilada. No: no ha terminado. Hay otro soporte con otra lámpara. Ahora la placa va boca arriba sobre la llama, pero no quiere mirarla ni siquiera de reojo en la penumbra. Sueña con la escena imaginada. Vierte suavemente sobre ella cloruro de oro para perfilar los trazos, purificar los tonos, ahuyentar las pesadillas. Enciende el quinqué conteniendo el aliento.


Entradas relacionadas:

Esbozo sobre un cuadro de Ricardo Bernardo

Ricardo Bernardo expuso esta naturaleza muerta en 1930. El público de Santander, su ciudad, consideró este y otros cuadros una traición al espíritu de José María de Pereda con el que había identificado al pintor hasta entonces. Había viajado demasiado; se había topado con las vanguardias. No siguió el ejemplo de María Blanchard, que sólo volvía de visita. Menos mal que en otros sitios encontró más cómplices y espectadores. Aún así, lo pasó mal. Mejoró durante la República, pero hubo un golpe de estado. Tuvo que huir y falleció en Marsella en 1940 (1)Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987..

No es uno de sus cuadros más conocidos. Dependiendo del catálogo, se le atribuye como título Tres objetos, Veramon y lata de aceite o, simplemente, Naturaleza muerta, aunque creo que el autor, que amaba la vida a pesar de todo, prefería Naturaleza quieta. Ignoro su paradero y sólo he conseguido esa imagen borrosa en blanco y negro. Podemos intuir la paleta de colores por otras obras y textos de la época, y espigar algunos objetos similares callejeando por internet.(2)El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección … Continue reading

El centro lo ocupa una mujer o un maniquí de rostro transido y cabellos de medusa con los brazos apresados en una caja del medicamento Veramon como si ésta fuera un bloque de cemento. El diseño es similar al de los anuncios de la época, pero parece que se ha forzado el escorzo. ¿Alude a la doble cautividad del dolor y a la dependencia del producto? El Veramon era una mezcla de Veronal, el hipnótico de moda durante años entre insomnes y suicidas, y amiropidina, muy eficaz contra el dolor, pero también muy peligrosa. La lata de lubricante para motor Atlantic y el pájaro de madera, ¿son precauciones contra la tentación de la interpretación en que este párrafo acaba de caer?

Nada nos impide elegir simbologías: la nada (hay mucho vacío en la mesa, que también es espejo), el vértigo, la fiebre de la mecánica lubricada; de nuevo, al fondo, la nada… ¿Nos tranquiliza más ver una buena representación acaso premonitoria de un mundo en guerra por la energía con las aves lignificadas como pretexto? Todas las relaciones, por supuesto, son probables.

Pero prefiero pensar que Bernardo no buscaba ni más ni menos que lo que Guy Davenport llamó desorden armonioso o, respetando la cronología (por no decir los fantasmas del momento), afirmar la omnipotencia del artista a la manera de los surrealistas, que consiguieron que los encuentros casuales dejaran de serlo, es decir, encararon la eterna mediación del arte y le dieron categoría de máxima sólo expresable con la frase de Ducasse (bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas) y sus ilimitadas variaciones.

Durante la exposición, Bernardo publicó un artículo(3)Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930. en el que trataba de explicar sus intenciones y justificar su vanguardismo desde el punto de vista del derecho a la innovación de temas y objetos a la vez que apelaba a su atracción por la pintura renacentista. No hay referencia al surrealismo, como quizá deberíamos esperar. Imagino que se dejó muchas cosas en el tintero porque intentaba ser apreciado en su tierra no sólo por sus amigos y artistas cómplices. Luego vinieron la intensa ilusión republicana y la derrota.

Notas

Notas
1 Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987.
2 El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección particular), obtenidas del folleto que conserva de la exposición que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Santander en 1997. Aprovecho esta nota para expresarle mi agradecimiento.
3 Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930.

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Cerdos

Siendo así, el cerdo de repuesto que llevaríamos a Marte sería nada menos que un ancla con nuestra especie, lo que nos garantizaría nuestra condición de humanos donde no hubiera otros, fuera del mundo.

Jesús Ortiz. ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas?

Vendrás a visitarme cuando tengas ganas de reírte; a mí que estoy gordo y tengo bien cuidado el pellejo, como puerco que soy de la piara de Epicuro.

Quinto Horacio Flaco. Arte poética.

Hay que leer a los clásicos y a los que saben leer a los clásicos. No se qué censura o autocensura obligó a muchos eruditos a traducir lo que era un huerto (kêpos) como un jardín (parádeisos). Le debo la precisión a Benjamin Farrington, que no merece perder la batalla entre el rigor y el eufemismo. Me refiero al terreno que adecentó Epicuro para consolidar una comunidad autosuficiente. Era huerto y granja, y había cerdos.

Mientras Platón pintaba con humo una caverna, los del Huerto, que albergaba hombres y mujeres de toda condición, esclavos incluidos, establecían que el libre albedrío, el destino y el azar no eran sino expresiones de la declinación de los átomos y que los dioses solo se ocupaban de sí mismos. Aquellas gentes de variados gustos entendían de verdades materiales, pasaban de explicaciones olímpicas y, mientras aprendían a sobrevivir con principios elementales, desdeñaban las luchas por el poder. Durante mucho tiempo les fue mejor que a Platón, quien, a pesar de la prudencia que creía haber aprendido de Sócrates (triste maestro: lo mataron los reaccionarios populares con apoyo del vulgo vulgarizado), consiguió la amistad de tiranos y que uno de ellos lo vendiera como un esclavo. En cambio, los cerdos compartidos buscaban en el huerto las trufas del clinamen materializando el universo con atisbos de solidaridad (una idea de la amistad organizada) e igualdad.

El poeta Horacio decía que se consideraba un puerco de la pocilga de Epicuro. Me apunto al gremio. Horacio ha sido tachado de elitista o sociópata porque odiaba al vulgo profano. Pero el adjetivo lo deja claro: se refiere a la ignorancia, esa presencia proteica que la demagogia adorna haciendo del “pueblo” un universal platónico que todos nombran y nadie ha visto, del que se esperan virtudes convencionales en todas las formas de sus contenidos y en todos los contenidos de sus formas. Un pueblo sin barrizales en los que refocilarse sin prisas.

Los jardines de plástico y cemento asfixian los cultivos. Los paraísos de disfrute blindado, de estrictas reglas de admisión, fomentan las representaciones de falsas transgresiones -en realidad, sumisas- ruidosas y competitivas que alcanzan sus clímax en esos momentos en que un sujeto acelerado -un héroe universal de nuestro tiempo- se zampa no se cuántos sobaos por minuto con un personaje de televisión como testigo protagonista. Ningún cerdo haría eso y, si ocurriera, nadie en la piara lo aplaudiria.