El clima y la providencia

Arthur Rothstein. Sequía. 1936

Me dice un empleado de una agencia inmobiliaria que promotores y vendedores contemplan un futuro óptimo para sus intereses en la cornisa cantábrica gracias al cambio climático. El descenso de las precipitaciones y el aumento de las temperaturas puede convertir estas costas en un nuevo Mediterráneo. (No me queda claro en qué infierno puede convertirse el Mediterráneo). Lo ha dicho, durante un congreso, uno de esos instructores de la mercadotecnia. Me gusta más ‘instructor’ que ‘coach’, no sólo para evitar el anglicismo, sino porque ‘instructor’ me recuerda al ejército y a los expertos en enseñar a los soldados a no sentirse culpables y sublimarlo todo en el ascenso. En este caso, el papel banal frente a intereses superiores le ha tocado al clima.

Hace años que en esos encuentros organizados por las empresas para ofrecer a los nuevos guerreros un soporte lírico y doctrinal circula una frase de Goethe que Goethe nunca escribió. Creo que es una especie de réplica a aquella de Brecht que en realidad era de un sermón de un pastor protestante llamado Martin Niemöller.

El texto del pseudo-Goethe (una deformación de una interpretación de una mala traducción de unas frases del ‘Fausto’), dice: “En el momento en que uno se compromete de verdad, la Providencia se conmueve y actúa. Todo tipo de ayuda que nunca hubiera aparecido, surge ahora ante uno”. En la apropiación del apócrifo, el compromiso, por supuesto, es con la empresa, que recibe de golpe aquel viejo valor de la palabra (“intento o designio de hacer algo”) que conducía a epopeyas, conquistas y reconquistas. No hace falta decir que las banderas se han adaptado a la realidad de los isotipos, casi objetos de culto, con la misma fluidez con que los estados se adaptan a las definiciones reales de poder, influencia y territorios. La literatura y el cine han hablado de ello y sus eslóganes. Ahí estan Omni Consumer Products (“Tenemos el futuro controlado”) o la Weyland-Yutani Corporation (“Construyendo mundos mejores”), sin olvidar otras divisiones, como Rekall Incorporated (“Podemos recordarlo por usted al por mayor”), que se ocupan de garantizar que todo quede en la ficción mientras algunos hablan de convertir en realidad categorías como transversalismos e irradiaciones. Luego, claro, vienen esas inesperadas ayudas en forma de leyes y recalificaciones, y llega un momento en que la historia contada por el idiota de Shakeaspeare nos parece increíble.

Apúntenlo por ahí: el cambio climático, que está acabando con la lluvia y elevando el nivel de las aguas y multiplicando las medusas en una orgía con nitratos añadidos, va a traer riqueza. Por cierto que, cuando se habla de riqueza, rara vez se habla de su reparto. Impera la idea de que la riqueza de los ricos es buena para todos porque trae empleo, aunque sea precario y se base en un chantaje permanente para imponer salarios y condiciones miserables. O sea, la idea de que el mundo no puede ser de otra manera.

Evidentemente, el sector beneficiado prefiere dar por inevitable el cambio climático. Ya que afirman que la providencia apoya a los activos y, por tanto, la acción no requiere más que la decisión de ejercerla sin trabas, los viejos lobbys y los nuevos trepadores están obligados a no desaprovechar las oportunidades. Tienen fe en lo inmediato y ven el futuro como una hipótesis no rentable que impone la acumulación en el presente. Al fin y al cabo, la Mano Invisible y la contaminación actúan a su favor. Los escribanos fundamentalistas (ya sean los de la Escuela de Chicago o los que renueven a la FAES) han sellado el destino en algún informe bien pagado. Las intervenciones planificadas en los foros locales e internacionales contra los intentos de corregir la barbarie ecológica, las presiones para que las tasas de CO2 no se reduzcan como aconsejan los estudios científicos que esos mismos gobiernos encargan y divulgan como diciendo “no es culpa nuestra, es que todo el mundo quiere tener su coche”, todo es parte de la liturgia y de la propaganda del desánimo. La providencia impone la necesidad y nada puede quedar al azar anticomercial de la defensa del medio.

Por otra parte, parece que la previsión encaja demasiado bien en el callejón sin salida de una economía que, en casos como el de Cantabria, está pasando de ser insostenible a inexistente. Sólo quedan el turismo (atado a la construcción y la hostelería) y la retórica triunfalista. Nuestra comunidad autónoma está empeñada (me temo que en todos los sentidos) en convertirse en un remanso de urbanizaciones blindadas para élites y servicios estereotípicos para masas (si usted paga, le montamos un Rocío en el Asón o una tomatina en el Pico Jano; ferias de abril ya hay varias) que atraigan tanto a los paganos como a los peregrinos del jubileo.

Sin embargo, se diría que la providencia tarda en funcionar. Mientras intentan salvar el PGOU más salvaje de la historia y burlar a los defensores de los valles y la costa, hay un superpuerto en Laredo esperando que se cumpla la profecía, deje de llover del todo y suban las aguas templadas. Nos va asalir por una pasta, pero no a los ricos.

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