Sobre ‘Drogas, neutralidad y presión mediática’, de Juan Carlos Usó

Creo que tendemos a reducir la cuestión de las drogas al problema del narcotráfico, con su épica policial y su victimario, de modo que es difícil introducir en los ámbitos cotidianos otras reflexiones. Es cierto que el debate sobre la legalización reaparece de vez en cuando en los focos de los medios, pero no suele salir de lo especulativo, y una suma de tenacidad moral y de intereses o desinterés impide cualquier cambio. El asunto queda, pues, casi exclusivamente en manos del orden público y la rutina legislativa, y la condición de los adictos se suele simplificar por y ante la opinión pública con la conmiseración por ser víctimas de sí mismos y de los traficantes, lo cual da pocas oportunidades a los matices.

Es comúnmente aceptado que la prohibición de las bebidas alcohólicas en Estados Unidos (1920-1933) fue un absurdo corregido después de unos años trágicos y relatado ahora como una especie de epopeya donde el orden al final se atuvo a la razón sin que nunca la hubiera perdido, es decir, sin dejar de ser el orden. Sin embargo, parece que el resto de sustancias alteradoras de la mente y la conducta han quedado en un falso limbo cada vez más activo, viciado y complejo, tanto desde el punto de vista policial como político (y geopolítico) y, por supuesto, económico.

Sirvan estas divagaciones previas como una recomendación del libro de Juan Carlos Usó, que, en mi opinión, facilita con una laboriosa sencillez la comprensión del fenómeno de las toxicomanías y su conversión en un motivo de alarma social.

En Europa el problema se percibe como tal desde finales del siglo XIX hasta la postguerra (con la Declaración de La Haya de 1912 como punto de inflexión cuyos efectos sin embargo tardarían en notarse) en un trascurso que incluye la influencia de la guerra en la proliferación de sustancias de todo tipo, la generalización de su uso no medicinal en ambientes médicos y la venta legal, alegal o tolerada de lo que suponía un negocio dirigido sobre todo a las clases pudientes y nada marginales o con sus propios márgenes discretos (los que luego serían “unos tiros de farlopa” se llamaban “frasquito de Boheringer” o “Forced March”, etiquetados por prestigiosos laboratorios). Pero, en España, se añadió, como un factor peculiar, la neutralidad en la I Guerra Mundial, que aceleró la importación de nuevos modelos comerciales y de ocio y la llegada de refugiados ‘de lujo’ para reforzar a los practicantes autóctonos de paraísos artificiales y desbordar y sacar a la luz los ámbitos habituales.

El fallecimiento de unos aristoxicómanos en lugares de veraneo, por su valor simbólico, es una referencia fundamental en el libro. En medio de la neutralidad y la boyante economía hispana, se extiende o, mejor dicho, se construye una alarma social que, aunque se tomaría su tiempo, tendría el efecto de producir la aplicación de las leyes cada vez más restrictivas y paradójicamente similares a las que aquí no triunfaron sobre el alcohol. Condiciones culturales y de clase, y prioridades de los medios de comunicación intervinieron en todos los sentidos para el diferente tratamiento de los productos. Aunque la alarma pasó pronto, los intentos de aplicar estrictamente la legislación crearon un sedimento represivo y la permisividad farmacéutica, pronto recuperada y aún mantenida durante años, se complementó con el mercado negro, el cual, con el tiempo, se quedaría con el monopolio.

Así se sentaron las bases del callejón sin salida en que se ha convertido una cuestión que, como señala el autor, debe ser rescatada “del terreno de la mitología y la fantasía” y ser restituida “a la senda de la historia y la farmacología”.

Por si el asunto y el punto de vista no fueran suficientemente atractivos, la recopilación de textos (con un panorama de cronistas muy brillantes) y noticias de la época, bien encajados en la estructura del relato, hacen del libro una lectura, en mi opinión, muy amena.

Un apunte local

El libro de Juan Carlos Usó hace un repaso a la situación en San Sebastián, ciudad de veraneo regio (Playa Real desde 1897) en la que se produjeron víctimas determinantes para la opinión pública. No se ocupa, claro, de Santander, donde no hubo hechos relevantes y que, pese al autobombo habitual, sólo era “segunda ciudad de veraneo”, pero esa condición permite considerar (a falta de investigaciones extensas y sólo con echar un vistazo a la prensa) que la situación era parecida.

Podemos suponer que en Santander el incremento de veraneantes del Gotha, la pequeña nobleza y la burguesía no aportó sólo clientes para el hipódromo y los baños de ola. Sabemos que aumentaron el juego y la prostitución, y se produjo la transformación de teatrillos y cafés cantantes en cabarets y music-halls, lo que permite aventurar que, en cuanto a los estupefacientes (“se juega en tantos sitios como se usa morfina”, sostiene un testimonio), dominó el mismo ambiente que en aquellas ciudades de veraneo receptoras del aluvión narcótico.

El Cantábrico (18-01-1916) – La canción de la morfina, por Agustín Pajarón. (Pulsar para aumentar.)

Por otra parte, en la prensa y la publicidad de la época, aparecen indicadores del estado de cosas. Algunos en relación inversa (como señalar los productos farmacéuticos sin opiáceos ni cocaína por su convivencia en la venta libre con los que los contenían) y otros evidentes, como la “canción” publicada por Agustín Pajarón en El Cantábrico en enero de 1916 (en el corazón de la neutralidad) y dedicada a José Estrañi y Grau, creador de las pacotillas.


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