Frío

El fin de semana pasado, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. La temperatura nocturna no superó los cinco grados.

Puerto Chico | RPLl

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No sé si algún columnista no disfruta con una ola de frío y sueño. Por motivos poco lúdicos, el domingo por la mañana, muy temprano, deambulé por la ciudad. Fui el único cliente de una cafetería, el único viajero del primer trayecto de un autobús. No percibí en qué momento la noche se hizo un día igual de oscuro y glacial.

El fin de semana pasado, durante las noches y madrugadas, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. En esos períodos, la temperatura no superó los cinco grados. Si la moral no miente, para emborracharse en esas condiciones, hay que ser muy pobre o muy canalla. Pero yo me he acordado de la novela “Sábado por la noche, domingo por la mañana” que Alan Sillitoe publicó en 1958 quizá para huir de la realidad contándola. Entonces había muchos más lectores interesados en las vidas de obreros que se emborrachaban todos los fines de semana en esforzadas competiciones, pero (y porque) tenían una vida envuelta en muros que agobiaban todas las perspectivas. Por lo menos podían pagar los precios de los pubs proletarios, rodar por las escaleras de las viviendas modestas y darse palizas en los callejones. Por lo menos estaban claras las fronteras. La clase obrera y sus barrios existían como realidades e ideas con una cierta coherencia. Hoy podemos ver los espacios gentrificados a alto precio y lo que fue colectividad dispersa en la precariedad a bajo coste. Sillitoe fue uno de los llamados ‘jóvenes airados’ británicos, uno de esos movimientos artísticos (a su pesar) que todavía se colaban por las grietas de habitaciones desconchadas carentes del atrezo de las estudiadas reivindicaciones de las galas actuales.

Y ese tipo de ciudad que Santander apenas fue por obligación y sin querer -y lo que tuvo de ella lo tapó o expulsó en cuanto pudo- me lleva por pura contradicción al símil de la lista (smart) ciudad-fachada, sus calles y sus borrachos fantasmales, en una pirueta digna de un ministro que antes fue alcalde y sigue usando el anglicismo para adjetivarlo todo: Smart Train, por ejemplo, sin ningún rubor.

Durante mi raro periplo, no encontré borrachos. Sólo calles en resaca y mal iluminadas. Los perdidos figurantes del festejo huidizo se hacían imaginar como sombras esdrújulas en extática peregrinación hacia los desolados intercambiadores del nuevo falso transporte metropolitano. Las cuadrillas residuales de botellón de invierno (pero no se puede juzgar el todo por la parte) suelen reventar las botellas en los alrededores de los contenedores de vidrio. La intemperie había apagado el ruido de cristales rotos entre granizos y reflejos de leds mínimas, y ya habían pasado las broncas con la policía.

Los grandes, flamantes, articulados autobuses vacíos del metrobús empezaron a pasar hacia las monumentales paradas que parecen creerse estaciones teletransportadoras. Llevaban una lenta prisa, tal vez medida para facilitar la contemplación del arte callejero acomodado. Ya han sometido lo subterráneo a lo superficial (underground, qué mal te sientan los solarium), o eso creen, pero, ¿cómo demonios se forma un derivado de calle que no pase por calleja y cómo cabe una calle de verdad -no una de centro comercial- en un museo?

Nos están haciendo pasar el invierno entre las obras preparatorias de un negocio de turismo masivo que da escalofríos. En verano, serán mucho más tolerantes con las hordas nocturnas que ahora con los pobres borrachos del viento polar.

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La noche se mueve (y desborda los paréntesis)

Después de la fiesta - contenedor de vidrio

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El bien intencionado y razonable defensor del orden, la limpieza y el silencio ha estado a punto de dejarse llevar por el primer impulso al informarse o creerse informado de los hechos que se producen en Cañadío y otros lugares de reunión nocturna. (Todo esto se complica desde el principio, puesto que se habla de intenciones, raciocinio, higiene, calma, información, sistema y noche. Demasiados conceptos para una introducción). Ha estado a punto de dejarse atrapar por la criminalización del bajo poder adquisitivo (no quiero hablar de pobreza, aunque debería), el prejuicio sobre las taras sociales de los que no son pudientes o no les da la gana ejercer de tales, pero tratan de participar de un espacio de ocio público que parece (ahí ha descubierto la trampa) pertenecer a un mercado privado (el de los bares, en este caso). Lo que se dice una súbita activación de los estereotipos. En agosto, el calor y la referencia a la noche hace que cualquiera pueda caer, desprevenido, en los sesgos más burdos. Sin embargo -creo que es el hecho básico-, las plazas son de la gente: de toda. El llamamiento a la juerga lo reciben todos los oídos.

Resulta que hace décadas que la plaza se llena de gente las noches de verano y que los vecinos protestan por el ruido y la suciedad. Sin embargo, cuando las protestas arrecian, los hosteleros se quejan del botellón y le atribuyen todas las culpas. Los bienpensantes más autojustificativos, esos que odian pagar impuestos, pero reclaman lo que sea en nombre de ellos, han introducido como supositorio propagandístico la asociación botellón-vandalismo, y nuestro bondadoso ciudadano tiene que realizar un esfuerzo para sustraerse a la identificación del consumo en la vía pública de bebidas adquiridas en supermercados o tiendas, es decir, fuera de los establecimientos hosteleros, con esa útil etiqueta culpabilizadora.

Vamos que, si usted adquiere un cubata en un bar y lo pasea con sus colegas por la plaza, eso no es botellón ni aunque abandone el vaso en las escaleras de esa iglesia que es una segunda catedral (a algunas fuerzas todavía muy vivas no les bastaba la primera), tire confettis y bengalas o cante himnos esperantistas de exaltación noctámbula acompañado de vuvuzelas. (Por cierto, las celebraciones de victorias deportivas no cuentan como vandalismo ni contaminación acústica: que se sepa). Pero, si se trae su bebida, es usted un incívico. Molesta lo mismo que los que poseen un ticket de consumición (si se lo han dado en la barra o son tan poco compinches que lo han exigido), pero el estatus de comprador homologado determina el ser social, y el cargador de litronas, aunque comprador también, es un indeseable. Los marginados por los precios (estudiantes, obreros precarios, parados y/o rebeldes con o sin causa reconocida o reconocible) no se resignan a no integrarse (ya sé que suena a paradoja hacerse marginal para integrarse, pero es que creo que los que se quejan de los paréntesis deben asumir la alternancia de planos del pensamiento porque, si no, no vamos a ninguna parte) en el modelo veraniego que defiende esta ciudad. La noche es joven, móvil y caliente, afirma la publicidad (el día es más de yincanas “emocionales” en los jardines de Botín); pero hay que pasar por la caja indicada, claro.

El caso es que, al ver las imágenes del espacio público (ese que todos pagamos) lleno de basura, el honrado espectador ha estado a punto de indignarse con los sujetos pasivos del periodismo oficial, pero de pronto ha recordado que las calles peatonalizadas han sido en realidad privatizadas como terrazas de café y postureo y en algunas de ellas era más fácil para los peatones circular cuando había tráfico de vehículos porque, al menos, se sabían dueños de las aceras. Ahora, difuminada la frontera entre clientes y viandantes (hay ciudades civilizadas [aquí vale la redundancia aunque una ciudad incivil no debería ser ciudad] en las que las terrazas se separan con estrictas vallas, celosías, etc., y el porcentaje de terreno ocupado se somete a la transparencia), las dudas sobre el espacio urbano delatan su condición de espacio comercial donde se solapan condiciones de sede de ceremonias y promociones amplificadas, parque infantil, solaz de mascotas, restaurante y, con perdón, abrevadero. Recuerda además nuestro ciudadano la institución del caseteo, de discutible calidad sanitaria, pero intocable por aplaudida (tengo que retomar a Canetti), y que las salidas y entradas de toros y fútbol suelen dejar un rastro que también limpian las tasas del común.

Un día de estos, los comerciantes y hosteleros se quejarán de que todavía transita por sus calles mucha gente que no consume consuficiente constancia y pedirán soluciones a las autoridades. En el caso de los bares de las zonas de éxito, el botellón les viene muy bien para echarles la culpa del deterioro y exigir que se acabe con esa perniciosa libre iniciativa. El movimiento de cámaras de los reporteros y las fotos fijas de la prensa suele mostrar a los botelloneros como incontrolados en zona de guerra, pero nuestro hombre razonable ha asistido a veces al preludio (la logística en las tiendas chinas y supermercados, sobre todo los viernes, aunque en agosto todo se amplía) y reconoce en esos chavales bien organizados, maqueados como figurantes entre el mobiliario urbano de mercadillo, a los vecinos, amigos e hijos habituales que buscan desmadrarse (que también es socializarse) transportando la parafernalia festiva desde el espacio comercial que pueden permitirse hasta el espacio común que todavía no han podido quitarles. Consideran o intuyen que tienen el mismo derecho que cualquiera a hacer sucio, ruidoso e inhabitable ese espacio. La ley es igual para todos, ¿no? Comentan en la cola del súper la jugada de la tarde anterior mientras los que ya tienen 18 se ocupan de la compra y los demás hacen de porteadores. Cerveza, refrescos de naranja, limón y cola, vodka y ginebra, chips, galletas saladas… Camino de la cita comprarán hielo en un kiosco estratégico, para que no se derrita. Luego se sumarán, puede que de un modo un tanto esquinado, al bullicio de los que se pagan sus copas como la Asociación de Hosteleros manda. Si les expulsan, cambiarán de sitio.

El mundo es así. Unos orinan entre los contenedores de basura diseñados para luxar a los ancianos (esos contenedores que iban a ser inteligentes) y otros hacen cola para entrar a un retrete quieroynopuedo inundado. En eso, actores de botellón y clientes de bares son intercambiables. Hay quien dice que los segundos mean más garrafón que los primeros. Pero éstos serán segregados como lo están siendo las clases bajas en este proceso extremo de conversión de las calles y plazas de la vieja ciudad burguesa vertical en secciones especializadas y uniformadas. Lo que de verdad molesta a los generadores de clichés es la mezcla de categorías: enseguida les duele la cabeza.

Nuestro hombre ha decidido no dejarse embaucar: el origen del problema, una vez más, está en otros ámbitos.