El oro y el viajante

Me lo he encontrado en medio de la surada, como un espejismo acelerado. Siempre va así; nunca ha estado quieto. Corría a la escuela, lo castigaban por no parar en el pupitre, volvía corriendo a casa, corría más que las piedras que nos tirábamos; aseguraba que nunca dormía. Se le quedó pequeño el barrio antes que a nadie y se largó tras un revoloteo de despedidas.

Llegaron poco después rumores que lo situaban como el impulsor de una gama de cócteles embotellados muy coloridos -el más famoso era una mezcla ambarina de sucedáneos de bourbon y limón- y muy estimados entre los esnobs hasta que se rindieron a la evidencia: provocaban calambres estomacales y risa sardónica. No es broma: en algunos análisis se encontraron trazas de anemonina y el brebaje desapareció enseguida del mercado. Pero el viajante, con los beneficios de la moda, emprendió la distribución de bebidas más sencillas, sidras, espumosos y algunos licores clásicos. Luego se supo que era alguien (¿quién, cuándo, dónde?) en el mercado de bebidas blancas baratas. Después hubo un silencio sospechoso. Un asunto de impuestos, me dijo alguien como por casualidad.

Ahora lo descubro a punto de ponerse al volante de una furgoneta negra con una bailarina hindú pintada en rosa y oro con un estilo entre disneylandés y kamasutra. Representamos la ceremonia de las identidades recuperadas mientras pienso que nunca lo había visto tan desarbolado; la corbata retorcida, la americana (¿quién lleva americana bajo el agujero radioactivo del ábrego?) como una banderola rota, gris y, sin embargo, perla.

Los recuerdos no dan para mucho en el encuentro; nunca fuimos grandes amigos; la colección de estampas es escasa. Enseguida recurrimos al presente y me enseña un folleto. Ahí está otra vez la presunta bailarina perfecta, ingenua, semidesnuda, turbia, pero ahora atrapada, como etiqueta, en la fotografía de una botella que contiene un líquido rosa con minúsculas punzadas de oro.

-Es ginebra -me dice el viajante- con extracto de cerezas y bayas, especias y partículas de oro de 24 quilates. Estoy en campaña de promoción prenavideña.

Despliega el papel satinado para presentarme, desde distintos ángulos y en variados ambientes (en la playa, la noche tropical, un crucero, una habitación de hotel blanca con cortinas movidas por la brisa, la ventana de una cabaña abierta a un paisaje nevado con un muñeco de nieve de sonrisa cruel…) la misma copa esférica con la bebida anegando rodajas de pepinos, frutas, yerbas, icebergs y escarcha.

El texto insiste en la purificación por la riqueza. “El oro es el sublimado de la pureza -explica sin temor a la contradicción-: vigoriza el cuerpo, estimula el paladar y, lo más importante y duradero, educa la mente, donde reside el 50% del gusto y el 100% del buen gusto”.

-Ven conmigo -ordena el viajante, que danza en espirales-. Voy a hacer una visita. Sube.

Conduce hasta un disco-pub. Es mediodía. Está blindado. Llama a la persiana metálica y nos abre un camarero recién despierto. El lugar, un laberinto de vidrio y paneles blancos envuelto en redes de neones apagados, tiene el olor de las bodegas antiguas. Una inmigrante diminuta repasa el suelo con una medusa empapada en lejía.

La pareja propietaria (he/him y she/her según sus orgullosas, antiambiguas camisetas) nos recibe en una trastienda llena de pantallas. Simétricamente heterosexuales, maduros, bronceados, barnizados, dueños. Ambos se ajustan a las convenciones de la estética postfinanciera, sección terciaria. El viajante oficia los ritos de cata y representación. Brindan con tragos ensayados, cortos (no como me tomaría la cerveza helada que me está apeteciendo mientras me excluyo de la comunión), echan las cabezas un poco hacia atrás y exhiben las ligeras ondulaciones que produce en los cuellos el paso del líquido. Cierran los ojos, degustan, los abren, el viajante dice qué delicia ¿verdad? y, para su alivio, los otros asienten y prometen encargos.

Salimos.

-¿Por qué no la has probado?

-No forma parte del casi todo que procuro probar.

Y entonces me habla de magia:

-No te has fijado, claro. Cada vez que la toma un rico (esos dos están forrados), le brillan las pupilas de una manera especial. Eso no se finge. Se nota que reconocen el sabor del oro, saborean cada kilate aun disuelto en alcohol. A mí no me pasa. No lo pillo. No me sabe a nada. No funciona con los pobres. He hecho la prueba. He llegado a rodar por el suelo, pero es lo mismo que una mala borrachera… Por eso sé que nunca seré rico de verdad.

Se calla. Con la última frase, ha llegado demasiado lejos en la confidencia. ¿Nunca será rico? Me mira como al extraño que soy. Nos despedimos hasta otra vuelta.

Me he estado informando. El cuerpo humano no puede procesar el oro. Lo traga y lo expulsa sin modificarlo. No puede convertirlo en algo utilizable por los órganos y tampoco en excrementos. Quizá por eso pensamos que lo dorado es enemigo de la suciedad: el oro nunca se convierte en mierda; creemos que fabricando basura dorada exorcizamos la podredumbre, pero, quizá, lo que hacen los comedores de oro es darle a la putrefacción el mejor disfraz.

El porvenir de una ilusión

Creo que esta foto del artista Marcos Torrecilla merece difusión. Está tomada en un rastro local un domingo negro (así se titula: Black Sunday) después del viernes negro (oficialmente, Black Friday). El brazo pobre se agarra a una pantalla quizá caducada porque ahora los televisores presumen de tener el negro más negro. Y detrás hay libros. Libros en blanco y negro.

Lo llaman viernes negro (ironía del luto occidental) como si fuera un acontecimiento extraordinario, pero sólo es un periodo de aceleración del continuo económico. Si hacemos una representación gráfica, seguro que se parece a la traza de un detector de mentiras de película mala cuando el canalla se declara inocente y el plóter hace ruido de arañas que huyen. Todos lo sabíamos antes de la explosión de hipocresía.

El procedimiento es sencillo. Se desata a la jauría publicitaria. Se busca un nombre en inglés y se etiquetan con él millones de mensajes. Se bajan los precios con mucha retórica de decimales y se envuelve al público en un torbellino de objetos retractilados, dorados, brillantes, rotulados con la montaña rusa del antes y el después y flasheados desde todos los medios, que son muchos: la ciudad entera es una burbuja dentro de un anuncio globalizador.

Hay que rendirse a la evidencia: es mejor comprar mucho y barato. Es irrefutable: nada se sale de ese marco. En el conjunto adquirido, se mezclan lo necesario con lo superfluo, que se vuelve necesario porque no está permitido confesar(se) que una compra es absurda: cualquier compraventa es sagrada.

La mayor parte de las cosas desplazadas del fabricante al propietario no tardarán en llegar a los rastros (callejeros o digitales) o a los vertederos (legales o ilegales). La pulsión de la apropiación inútil, las variaciones de la moda, la caducidad programada, todo a la vez hace que el tiempo entre la adquisición y el desuso sea cada vez menor. Los consumidores pobres están condenados a ese trajín. Los ricos saben lo que se hacen. Los autodenominados (aunque muchos no se atrevan ya a decirlo porque se les escapa una risa floja) de clase media se creen muy listos, y ya se sabe lo que pasa con los que se creen muy listos.

El mercado se infla de cosas y dinero en circulación, y eso hace que todo sea cada vez más caro y parezca cada vez más barato. Esa contradicción del dogma es tan evidente que no tiene ningún efecto en el mercado. Hasta tiene lugar en los telediarios, sección buenos consejos. Pero el aviso de basura precoz importa menos que la falta de amor en un orgasmo fingido. Predomina el espectáculo.

Los productos nuevos para masas ya nacen cercanos a la condición de basura. Cada ciclo genera una sucesión geométrica de objetos reemplazados que, tras pasar un breve lapso como indeseados y multiplicarse fuera de foco, salen del limbo a otros niveles del consumo. Es tan poca la distancia entre la compra de la cosa y su abandono que la distancia entre su uso y su huella ambiental tiende al infinito. Quizá venga bien recordar esto para retratar estos tiempos en que Iberdrola y Endesa patrocinan cumbres climáticas, es decir, las convierten en vertederos.

Los ciclos son cada vez más cortos y las orgías del mercado, más frecuentes y más decadentes (es el precio estético del automatismo).

Ya resulta correcto decir que el mundo se hunde por el peso de las cosas y se asfixia por sus emanaciones, pero los que pueden tener cosas de calidad (asentadas en conjuntos jerarquizados, blindados y empaquetadas en forma de chalets, palacios, palacetes, casas, flotas de vehículos, roperos, joyeros…) procurarán que los gastos de sostener lo insostenible los paguen los que consumen sucedáneos. Los grandes medios avisarán en su momento dónde debemos hacer cola.

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Artículo anticonsumista y antiesclavista obligatorio en estas fiestas

 William James Glackens. Compradores en Navidad. 1912

No sé quién empezó en las redes a oponer al amodio de la compañía china Shuanghui (Smithfield Foods, Campofrío) la ascopena de la realidad, pero el sarcasmo desatado tiene todos mis respetos. Aunque sobre las prácticas ganaderas y alimentarias de ese y otros grupos hay abundante literatura, en fechas tan señaladas, la burla refuerza la sospecha de que no se conforman con vender y vendernos: además quieren ser líderes espirituales haciendo anuncios como homilías o viceversa; elevando viejas glorias a predicadores de nuestra idiosincrasia y agricultores de nuestros deseos con monocultivos de monarquía bananera. La poesía, la teología y la jerga del emprendimiento, ya saben, lo mejoran todo, lo mismo un banco que una granja porcina atiborrada de jaulas de medio metro, una por cerda paridora. Pero nada de eso puede aguarnos la fiesta canónica. Las otras no serán retransmitidas por los canales formales y, dentro de poco, ni por videoblogs, si así lo decide su proveedor de internet. Y mucho menos podremos acercarnos a los sombríos márgenes productivos de la occidentalidad, allí donde los elfos cosen lentejuelas a camisetas. O sea, lo mismo de todos los años.

Los mensajes del rey, los predicadores de la banca, las inmobiliarias y los prestamistas son saludables, reconfortantes e intercambiables: hay que decirlo más mientras haya dónde.

Siempre hablamos de la tragedia de los compradores compulsivos y olvidamos que su falta última es no tener el dinero necesario para sumar su adicción a la normalidad de los consumidores pudientes. Tomemos, sin embargo, a cualquier consumidor ejemplar (la publicidad define quién lo es) y enseguida comprobaremos que, a pesar de los tics del estrés familiar, el tráfico y el exceso de vino gaseoso (chiste fácil del año: el champán es caro y está mal visto decir cava) está encantado porque en estas fechas se come el mundo rozando los límites de lo imposible. Se lo ponen en bandeja y él lo devora con alegría recorriendo la ciudad bajo las luces de colores en su utilitario, que conduce a la vez ufano y nervioso, como si fuera al volante del Delorean de Marty MacFly y hubiera llenado de encargos la nave de Planet Express mientras un Santa Claus asesino lo persigue con una ametralladora.

Desde El Sardinero a Cuatro Caminos, la fachada imita al arte de las estanterías hipersuperficiales colocadas por el precariado que trabaja en festivos. Párense un rato en cualquier supermercado los días previos a las fiestas y vea y escuche al encargado (normalmente un hombre de orden) dar instrucciones a los reponedores multitarea (normalmente mujeres) y descubrirá un lenguaje fonético y corporal inducido por los elegidos para los cursos de empresa. Rodeado, por supuesto, de uniformes y resignación.

El súbdito consumidor modelo se funde el sueldo, la extra y el crédito (porque para eso los tiene y hay justicia en el cosmos) en poco tiempo después de planificar en largas conversaciones ante y con el televisor mejorado mediante internet lo que va a comprar y lo que no, dos conjuntos que nunca llegan a separarse del todo, diagramas de Venn osmóticos que le permiten adquirir lo que suponía que quería y gran parte de lo que no. Y, si cabe el arrepentimiento, la culpa no se resuelve en equilibrio, sino en una compra mayor. Compra lo que es de ritual y lo que le apetece (vergüenza sería no hacerlo aunque nadie lo supiera) y celebra los horarios dilatados. Abrimos hasta la náusea, dicen las luces. Algunos empleados se quejan de no poder descansar en festivos: son unos insolidarios, evidentemente; unos saboteadores que tiran piedras en el engranaje de la libertad.

Y en los subterráneos, como en todas las épocas en que el dinero fluye con más rapidez cuanto más escondido está, bulle una zona blanqueada por bengalas e intercambios. Es la alegría del ciclo de secretos a voces de la economía, que desborda las apariencias cuando la libertad de mercado es la única legitimidad que manda sobre las leyes.

Los artículos anticonsumistas y antiesclavistas navideños son obligatorios en unas fiestas que hace mucho pasaron de ser contradictorias con el hipotético mensaje original -tanto como con el primitivo rito de paso invernal- a celebrar las contradicciones. Se puede elegir entre la complicidad, la crítica, el desdén o el estoicismo, pero, de un modo u otro, nadie escapa (huir a lugares exóticos es oferta del mismo paquete) de las luces horteras, la música machacona y el fragor de los putos petardos.

 

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Un comerciante del Santander de casi siempre

Es una de las pocas personas que conozco que todavía usan la palabra “raquero” como insulto. Debe de ser atávico. Los chavales les hurtaban a sus antepasados miserias de abarrotes en plena descarga de los pataches de cabotaje o directamente del mismísimo colmado de “ultramarinos y coloniales” en los tiempos en que todo era tan transparente que el horizonte coincidía con la memoria y los muelles con la calle de la Ribera. Son relatos familiares que imprimen carácter, aportan circunspección, añaden tipismo y vocabulario a las coordenadas de la autohistoria que hay que establecer nada más acabar el primer párrafo.
En la subcápsula espacio-temporal medianamente inmediata de la ciudad las cosas ocurren antes o después del incendio del 41. En una subsección un poco más amplia habría que referirse al antes y al después del intercambio atlántico de la harina, lanas y algo de hierro por productos de las colonias (ron, azúcar, cacao, café, palo campeche…), un comercio nada vergonzoso si lo comparamos, por ejemplo, con el triángulo de oro de la esclavitud.
-Nos hemos pasado la vida perdiendo oportunidades a propósito -dice-, y lo tenemos a mucha honra.
Pero en el ámbito prosaico del presente ya no hay lugar ni para renunciar a la aventura, pese a esa retórica que quiere hacer a los parados autónomos y a éstos protagonistas de una epopeya emprendedora. Las pantallas superpuestas de las grandes superficies, las franquicias, las marcas y el consumo popular de bibelots asiáticos (donde los pobres pueden comprar a lo loco, como nuevos ricos) empañan la salida de escena de una clase de pequeños y no tan pequeños comerciantes que, como la nada sufrida clase media, pero con más propiedades, hasta hace poco se creía rica o, por lo menos, acomodada hipótesis de equilibrio social. La salida del escenario es real; no hay metáfora: se privatizan las calles, se encarece el suelo, se controlan los precios de los suministros, los clientes se blindan en sus coches a las horas que les da la gana; sólo los grandes o los muy unidos pueden competir.
Es momento de un respiro. Nuestro hombre despliega el periódico parroquial. Afuera pasa El Sardinero de verano. Las casetas azules y blancas evocan chistes de velocípedos. Él es un comerciante del centro, pero la jubilación lo ha alejado (en todos los sentidos) de lo que fue su territorio.
-Siguen haciendo murallones.
Señala una foto a toda página del nuevo centro de exposiciones, todavía en construcción. A pesar de los esfuerzos del fotógrafo, oculta la parte principal de la bahía y parece caído sobre un lamedal azul cemento.
-Y da mucha sombra.
-Y han puesto unos montajes con letras grandes: CULTURA, ARTE… Se nombra la cultura y viene sola. Había más cultura en la guantería de mi abuelo de la calle de la Blanca que en toda la ciudad actual.
Si le pregunto qué entiende por cultura, nos desviaremos del tema. Mejor lo dejo. Dicen que la tal Blanca fue una prostituta del siglo XVIII. Estamos de acuerdo en que nunca debió desaparecer del callejero. Había en esa calle varias tiendas de complementos, y algunas competían por organizar tertulias. Hablaban de próceres, amores y naufragios y trataban de dirimir si alguna de las sombras de mendigos que merodeaban entre los bultos de estiba de las machinas era la del capitán del Machichaco, quien, como todo el mundo sabe, sobrevivió a la catástrofe y se volvió loco porque nadie quiso reconocerlo. Tampoco conviene discutirle eso a nuestro hombre.
-La mayor preocupación de mi abuelo cuando vendió el almacén y se volvió tendero elegante era que en el muelle no estibasen cerca de los tabales de arenque los pedidos de cabritilla, que son pieles muy delicadas y cogen olor, como las personas. Contaba que de joven le había dejado una novia por culpa de las salazones. Digan lo que digan, en esta ciudad no gustan los aires demasiado portuarios, me refiero a los de verdad, no a los de la literatura. Ciudad náutica, puede; ciudad portuaria, por necesidad, y cada vez menos, hasta llegar a lo de ahora, o sea, taponar los muelles. Y, en cuanto se perdió Cuba, se perdió todo lo exótico, los últimos en desaparecer fueron los loros, que son longevos. A mi padre le gustaba la palabra “ultramarinos” y enseguida empezó a echarla de menos en las muestras: si no vendemos lo producido aquí ni lo que traemos de otros sitios, ¿qué vendemos?, decía. Hasta se compró un libro titulado “Ultramarina”, de un borracho llamado Malcolm Lowry, sólo por el título. Lo leía con dificultad: “es de un chico rico que quiere ser querido por la tripulación de un mercante y no sabe si ir de putas”, decía, “no se si lo entiendo: desde luego, no es Pereda.”
Ahora ha llegado al final del periódico y mira con desprecio los cotilleos de la contraportada.
-Lo que quería decir -tabletea sobre el peinado demasiado liso de Su Majestad la Reina como si le pesara haberle regalado un palacio- es que la venta parecía hacerse sola. Mientras los novelistas, poetas, pintores, médicos y abogados discutían en la trastienda, sus señoras encargaban aderezos. Y, cuando los complementos perdieron clientela, el abuelo contrató sastres y aprendices y se puso a vender camisas a medida. No te voy a decir que no fuera algo negrero, la tradición familiar lo sostiene, pero pasó por todas las broncas del siglo sin problemas, con una neutralidad apabullante, incluida la guerra civil, durante las dos ocupaciones siguió con su vida como si nada, y ninguno de los bandos se ocupaba de él, los dos pensaban que era de los suyos, o sea que siguió ganando dinero incluso cuando había hambre, no mucho, nunca se hizo rico, somos pequeños comerciantes, no valemos para más. Y después del incendio tampoco le fue mal en la barraca provisional hasta que recuperó su local y consiguió, consiguieron, que todo siguiera igual, un igual diferente, pero era igual, yo ya me entiendo, y tú también. El negocio llegó a mis manos en los 70. No tuve que hacer gran cosa. Como se habían ido reduciendo los encargos, me pasé a la manufactura, de calidad, eso sí, y sólo necesité hacer ampliar las solapas para aquellos hippies del Río… Ya ves, pasamos de los abastos a una tienda cara y luego a vestir a la clase media, que entonces incluía también a los obreros, o era que no había pobres, no sé cómo era eso…
Se mueve en el tiempo como un personaje de Vonnegut: cuando algo lo hiere, huye. Creo que nunca se ha detenido tanto en el pasado, pero tiene una colección de recortes. Los semanarios de principios del siglo XX nombran el establecimiento como patrocinador de las Fiestas Patronales y lo destacan en los faldones de las páginas derechas con un recuadro de bordes modernistas primero, luego decó, luego nada; aquellos semanarios liberales (insistía Simón Cabarga en pleno franquismo que aquí éramos, somos, en esencia, liberales) se hicieron humo y hubo que recurrir a sobrios anuncios en la prensa del Movimiento y en la ultracatólica e insistir en que los rojos no llevaban sombrero.
Hay cuestiones en las que pierde esa pátina tolerante; la tolerancia tiene eso, que no posee la fuerza de la tinta roja de campeche. Desde que se jubiló, pasa poco por el negocio, que ahora está en liquidación de existencias, lleno de carteles a rotulador con los precios de antes tachados y los de ahora resaltados con fosforescencias. Lo llevan su hija y su yerno. Están en tratos con una franquicia de alimentación. Pretenden venderles delicatessen a los turistas, es decir, han aceptado las instrucciones del alcalde, que quiere superar el veraneo tradicional y basar la economía de la ciudad en escalas técnicas de cruceros, campeonatos de vela, aficionados al arte contemporáneo sin conflictos y visitantes de fin de semana. El problema es que muchos han tenido la misma idea y ya abundan los locales con latas de anchoa preparadas para regalo en cestas de falso mimbre envueltas en film, botellas de aceite con lazos, tajadas de bacalao rodeadas de tarros de pasta de choricero, aceitunas demasiado verdes… Otros, simplemente, venden donuts de colores. Nuestro comerciante de casi siempre ha tenido que replegarse a las cafeterías de las inmediaciones del casino para no enredar sus días en una escala temporal que las autoridades llaman revolucionaria, señera, de progreso…
-Y una mierda -dice-. Pura decadencia. Sólo ganarán los grandes.
El centro de la ciudad ya no le gusta ni en invierno ni en verano. No es una cuestión de exilio interior. Él no es de esos, él no perdió ninguna guerra. Durante décadas, él y otros como él se ocuparon de que no vinieran cambios bruscos ni desde arriba ni desde abajo. Los comercios abrían a sus horas, la gente compraba cuando tenía que comprar, las plazas públicas servían para pasear. Y últimamente, en caso de apuro, siempre había subvenciones; pero el caudal ha sido desviado: ellos no pudieron alcanzar el poder fáctico suficiente para modificar el lenguaje y hacerlas llamar rescates. La clase política nacida de ese silencio rentable se ha hecho devota de la planicie aséptica de las grandes superficies, las marcas que son también tiendas, las devoluciones con reembolso sin problemas, los dependientes proletarios que nunca tendrán la oportunidad de llegar a ser “casi de la familia”. Quién le iba a decir a él que la ley natural de la acumulación del capital iba a llegar hasta este remanso para imponer una brutal libertad de horarios. El gran trasvase los ha alcanzado.
-Canallas. En cuanto han aparecido esos predicadores financieros, nos han dejado tirados. Se han puesto a liquidarlo todo. Lo gracioso, y yo no me meto en política, es que todos esos que mandan son obra nuestra. Dicen que esta es una ciudad muy inmovilista, pero de eso nada; en pocos años se ha revuelto como el mundo desde lo del muro, ladrillazo, especulación, franquicias, turismo a lo bestia. Os quejabais de nosotros porque nos creíamos algo, pero por lo menos vendíamos cosas de verdad, el dinero se movía con prudencia y nuestros intereses coincidían con nuestras ideas, pero ahora las ideas van por un lado y las cosas van por otro, y no hay manera de saber de quién es la cosa porque el que tiene las ideas y cobra no da la cara. Todo es turbio. Cuanto más legal, más turbio. Todos van al raque, y a lo grande, provocando naufragios.
-Pero la mano invisible que regula el mercado…
-¿Me estás tomando el pelo?
-…