Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.

La berrea y la máquina de contar billetes

La policía ha encontrado en el domicilio de un funcionario acusado de cohecho 530000 euros en efectivo y una máquina de contar billetes. Voy a celebrar que los chanchullos digitales no hayan acabado con los analógicos recordando a un tipo de un pasado con el que nunca rompimos y sobre el que siempre transaccionamos.

Allá por los años 80, poco después de que un famoso grupo empresarial fue intervenido por el gobierno, un director de sucursal de una de las empresas confiscadas, huyendo del sur, vino a parar a mi barrio de entonces. Alquiló un piso para él, su esposa y sus dos hijos, tomó en traspaso un bar lavadero y continuó, en la medida de lo posible, una vida que relataba a la vez como pícara y épica.

Contaba sin tapujos que, cuando se anunció la intervención, arrambló con todo el dinero negro que pudo, que era mucho, y olvidó repartirlo con sus colaboradores. Eso explicaba que los empleados del bar parecieran más matones que camareros.

Sin embargo, la única visita indeseada que recibió fue la de una antigua empleada y amante, con la que tenía un hijo al que consideraba una trampa y de la que huía como de sus acreedores y excolegas, aunque ella siempre lo encontraba y le sacaba lo que podía hasta la próxima fuga. Le buscó un alojamiento barato y se esforzó en mantenerla alejada mientras proclamaba que había sentado la cabeza y sólo aspiraba a vivir tranquilo.

Pero bastaban un par de copas para que expresara una fuerte nostalgia por un pasado que él mismo llamaba, con orgullo, depredador. Como se verá, era un amante de cierta idea de la naturaleza.

Narraba exultante una alucinada sucesión de hechos delictivos, orgiásticos y pantagruélicos paralelos a hechos conocidos relacionados con poderes fácticos y gestores. Es probable que la mayor parte fueran falsos o exagerados, pero no era cosa de ponerse a cuestionar la veracidad de lo verosímil. Hablaba sin parar, sobreactuando (se daba un aire a Al Pacino), hasta que, indefectiblemente, le asaltaba una especie de fatiga lúcida y evocaba, con una emoción casi mística, un rito otoñal de la empresa-tribu: todos los años, mientras duró el chollo, en horda trajeada de montería, asistían a la berrea de los ciervos en un bosque extremeño.

Describía lentamente -y representaba con la mirada encendida- los bramidos de los machos, encorvados contra el atardecer, que se disponían a chocar las cornamentas, la tensa expectación mientras los vencedores se revolcaban en barro de orina, la sumisión de las hembras, la extenuación de los coitos, el silencio salaz de los espectadores en los apostaderos y la burda réplica posterior de la juerga humana en los burdeles de carretera. ‘Aquello era vida”, remataba.

Y entonces reaparecía la rabia. El día de la expropiación, después de cargar el portamaletas con las bolsas de dinero sin olvidar la máquina de contar billetes (no sabía cuánto se llevaba) y llamar a su mujer para decirle que ya tendría noticias suyas, se había largado con la amante hasta un complejo hotelero levantino. Encargaron provisiones, descolgaron los espejos de la habitación y estuvieron varios días esnifando cocaína, bebiendo champán y contando billetes. De allí había salido el hijo inaceptable. “La máquina era una metralleta y yo otra, y gritaba como un ciervo rojo”, decía.

Cuando se aburrió y su abogado le confirmó que los jueces buscaban otros peces, volvió con la familia y se vino al norte. Sólo estuvo un verano. Debía de estar empezando la berrea en los bosques cuando descubrimos el bar cerrado.

Queremos saberlo todo

Que pongan un gran vertedero virtual, un repositorio de acceso libre, y cuelguen ahí todo lo que pesquen en las cloacas.

Comediantes italianos (1720), de Antoine Watteau.

En el teatro, los de más abajo estamos siempre en el gallinero, que es el lugar más alejado del escenario, pero ahí, al menos, somos los de arriba por un rato.

El espectáculo suele ser ramplón, a nuestro gusto plebeyo y al de los villanos de la platea -clase media, dicen-, pero lo mejor es cuando se descoloca la tramoya, se desmantelan los bastidores y, quizá borracho el elenco desde la noche anterior, se disparan las morcillas. Entonces, algunos de los de abajo, formados en la cultura de la venganza y ahora subidos a nuestra percha, gozamos perversos sabiendo que andan por ahí cuatrocientos archivos grabados por una red de solucionadores y conseguidores desde la noche de los tiempos. Y queremos verlo y escucharlo todo, como los millones de documentos de WikiLeaks (en el ciberespacio siguen; no ha pasado nada, pero nos hemos reído un rato), aunque más gracia tenían los “te quiero, compa” y “estoy en la política para forrarme” de los peperos que se llamaban sobándose con palabras a lametones de contabilidades fractales, y no voy a hablar de los mensajucos de la realeza porque la ignorancia de la ley (mordaza) no exime de su cumplimiento.

Desde arriba, podemos bajar la mirada a donde sea, intuir lo que debe de ser vivir el mundo en perspectiva casi cenital. Quizá tengan razón los que dicen (pero les pagan por ello) que no estamos preparados para ese punto de vista tanto como los expertos que van a provocar la nueva crisis que ya anuncian, pero nos las arreglamos a nuestra manera yendo de lo global (Bolsonaro no se esconde hablando de mujeres y homosexuales y llamando guapa a una lesbiana para quedar bien) a lo local (hybris escupidora en supuestas grabaciones que al parecer nadie había oído y todo el mundo conocía en el ambiente irradiador con el que Podemos Cantabria quiere hacer un drama y le sale un esperpento malo), aunque luego la sabiduría no nos sirva de nada porque el que cobra obedece y la mayoría aplaude la obra original, promocionada hasta en la sopa.

Pero no todo es guasa: también se entiende algo desde abajo de tragedias personales y de cómo las nuevas tecnologías (en el gallinero algunos se toman esto muy en serio) cambian el paso del tiempo para que nada cambie y se aseguran el predominio de sus monólogos haciéndolos parecer accidentes o tertulias. Hay sitio aquí para la pena, no les quepa duda, mientras Charlot intenta orinar desde la balaustrada, que es, como quien dice, el borde del abismo.

En el vodevil, cualquiera se salva con un quiebro, pero jode saber que el periodista Jamal Khashoggi pudo haber grabado su asesinato a manos de los gorilas de la embajada saudí con un dispositivo de pulsera, y seguro que no pasa nada, aunque es inevitable arrastrar la memoria por el estiércol de las monarquías del golfo hasta esas fotos del jefe del estado en celebraciones con los jeques no sé si antes o después de retratarse con una emprendedora hiperbronceada, el cadáver de un elefante y las sombras danzarinas de un bungalow en Bostwana.

Queremos saberlo todo. Ustedes -ellos- lo saben todo de nosotros. Queremos saber lo necesario para entender los -presuntos- accesorios políticos y económicos de jolgorios, componendas, chantajes, apoyos mafiosos, coimas, comisiones, pagos en orgías, acuerdos en puticlús que dejarían chiquito al de ‘Airbag’ (este concepto es fundamental) y vaciles de ambigú que acompañan a las leyes, los decretos, sus infracciones y sus cumplimientos, todo lo callado, celebrado o consentido que, como anuncia el iceberg, forma parte del respetable espectáculo de poderes divididos (si no les convence, el fiscal se lo afina) salido de la Ilustración y que, al parecer, hay que redecorar cíclicamente para que los del gallinero no nos cabreemos hasta el punto de no retorno de las libertades o la disolución del engrudo social. Tengamos la fiesta en paz, que hemos venido a divertirnos y se nos está dando muy mal reparto, un repertorio aburrido y las entradas muy caras. Denle al énter y envíenlo todo a la nube: aquí arriba lo pillamos enseguida. Y los de la claque, que se callen o disimulen.

Queremos saberlo todo. Que pongan un gran vertedero virtual de acceso libre y cuelguen todo lo que aparezca, lo desencriptado y lo que no (ya surgirán turings que lo traduzcan), y que cualquiera pueda hacerlo con lo suyo y lo de otros (ya se entenderán los difamadores con los jueces; no se rían, que es peor). Y que instalen puntos de acceso a la e-alcantarilla en todas las esquinas. Quien no quiera, que no mire, pero algunos demandamos nuestro gallinero en la red para poder siquiera atisbar el -supuesto- tinglado cleptohistriónico de los desaprensivos demiurgos del telar.

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