Haring siempre

Salir de la exposición “Keith Haring, the political line” en el MAM de París y encontrarse con la llegada del Tour bajo una ola de calor.

Skaters tatuados surfeando en las inmediaciones del Palacio de Tokio.

Ver pasar un bote gigante de Redbull ante los policías atados al cordón umbilical de cemento, cerca del pasadizo de Alma, donde, como todo el mundo sabe, Lady Diana fue entregada por la monarquía a los perros de la plebe.

En los cuadros de Haring, las figuras más humanas bailan ladridos.

Coches-marionetas empujando versiones tecno de musettes para que la Francia deportivo-jacobina se siente en los bordillos a esperar el acto de entrega de la capital, multicolor y sin misa, bajo palio de sospechas de dopajes.

Nada desentona con la ceremonia de los que salimos del museo. El calor reduce a dos dimensiones los camiones con plataformas llenas de danzantes anaranjados. Los vehículos de asistencia llevan coronas de ruedas de bicicletas. Se las han robado a Marcel Duchamp.

Los muñecos de piel de fósforo han felado resortes tubulares y vomitan serpentinas.

Todo encaja con el Pop Art recién visitado, musical, peleón y, ahora, llegado el momento de las grandes exposiciones antológicas, con una gran carga de melancolía. El éxito, por supuesto, está garantizado.
El iconógrafo iconogénico Haring paseaba por París como mandan los cánones, pero dibujaba mapas de Brasil trabando cuerpos que doraban la arena.

Fue formado en la mercadotecnia y el arte callejero seducido por los grandes temas del ser, la guerra y la muerte, pero cultivaba los signos heredados de los capiteles medievales, las máscaras, las tallas, los sarcófagos, las cerámicas y tejidos primitivos, y los animaba con los recursos del cómic.
Envolvía los mitos en onomatopeyas mudas dejando sólo alrededor trazos radiales para destacar las líneas en fuga de los gritos, las diatribas de los simios predicadores, el amontonamiento de cuerpos en cópulas, el ídolo-televisor rodeado de fieles.

Llevaba frisos y paradojas visuales dignas de Escher al terreno de la autosodomía, la autofagotización y la autodefecación.

Criticaba al poder. Qué feo es el orden social, que pone las cosas en su sitio: que no deja que se mezclen pecados con oraciones.

Un día se encontró con el sida y se alistó en los ejércitos de las pinturas negras de Goya y los esqueletos de Ensor.

No había, como en el Tour, controles al final de cada fiesta. Los espermatozoides tenían cuernos de diablo. A la defensa del sexo libre, orgiástico si fuera menester, había que añadir la pincelada de látex de lo seguro. Los esqueletos inseminaban flores.

En la tienda del museo se venden camisetas impregnadas de una profunda alegría que alberga toda la rabia y el miedo de los ochenta.