El encierro de los Reyes Magos

Circula la especie de que en esas casetas de Atarazanas están encerrados los tres Reyes Magos, protegidos de la parafernalia que genera la expectativa de su llegada. Según unas versiones, se encuentran en animación suspendida, hibernados desde su última aparición. Según otras, están activos y observan nuestras conductas pasadas y futuras mediante pantallas omniscientes. Me parece más verosímil la primera: maldita la falta que les hace permanecer un año ante un videojuego contado por un idiota lleno de ruido y furia. (Nunca sé si lo que está lleno de ruido y furia es el narrador o su historia.)

El caso es que, en sus refugios coronados, los Magos están a salvo de la ciclogénesis consumista que culminará con su aparición. O sea, están a salvo de sí mismos. La mayoría de los mitos son relatos recursivos, circulares, como si los dogmas los blindarán contra los giros inesperados. Ni siquiera el diablo aprecia los desvíos desde que lo expulsaron del cielo por intentar uno entre nubes barrocas, un gran ‘détournement’ en una ‘performance’ reconvertida de inmediato al servicio de la autoridad competente: desde entonces, se ocupa de los castigos.

Digo “ciclogénesis consumista” porque, aunque algunos tópicos la consideran una orgía, se trata de un empujón más hacia la catástrofe y lo más probable es que ésta no llegue con la frustrante, pero sencilla y brutal explosión de un orgasmo precoz, sino con una lentitud exasperante, como las olas de un mar de plástico y cenizas.

No sé si el devenir del cristianismo lo ha cambiado mucho, pero en el conjunto escénico de Belén hay claras jerarquías. Primero, por supuesto, se eligió celebrar la Natividad, y a continuación la extraordinaria visita de los Reyes, con su cometa guía, su séquito y sus regalos caros; no podía ser el día o la noche de los sumisos Pastores y Lavanderas porque tenían que seguir con sus faenas en el decorado. En medio, apenas asoman los Inocentes, y creo que cabe preguntarse por qué los que no pudieron huir de la matanza (no fueron advertidos) son recordados haciendo burlas de la inocencia. Quizá alguna mano hereje intervino en el asunto para denunciar que, si todos fuéramos iguales, no existirían los elegidos. Sin embargo, por si ese razonamiento resulta muy cruel para estas fechas, prefiero preguntar dónde se alojan los pajes y los camellos. Puedo creerme muchas cosas, pero dudo que las casetas municipales tengan la capacidad de la TARDIS.

Tradiciones de reemplazo

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Piden que la gata de Carasa sea un ser humano disfrazado. Olvidan que eso sería abolir a la vez el azar y su negación, la superstición. Sobre el azar, debo advertir que un poema de Mallarmé niega la posibilidad de anularlo incluso cuando la tirada de dados se realice en circunstancias tan extraordinarias como el fondo de un naufragio. Sobre la superstición que hace que un felino en fuga desvele lo que ya está escrito en el tosco libro del destino, prefiero remitirme a la llamada a una razón sin sacerdocios que grita a cada paso el universo.

No sé si la gata negra utilizada para adivinar si la cosecha será buena sufre más que los animales obligados a vivir en compañía de humanos por el simple placer de éstos, como si no fuera bastante desgracia servirnos de comida. Oí a un educador de perros decir que algunos no saben que son perros (hasta entonces yo pensaba que ninguno lo sabía) porque viven en ciudades sin compañía canina y marcando territorio en ruedas de automóviles que desparecen como lindes de especuladores.

Tampoco sé si las predicciones del felino negro (todo un tópico: qué pocos elementos contienen estas cosas; y eso que marcan diferencias identitarias…) se cumplen más allá de la estadística o son tan falsas como el sentido común. Supongo que, siguiendo el método pseudocientífico, las afirmaciones se ratifican a posteriori con gran júbilo de sus feligreses.

El mal trato a los animales no tiene por qué ser deliberado. Recordemos a Louis Aragon: la humanidad quiere abrazar su felicidad con tanta fuerza que la destroza. El otro día, una multitud asfixió a una cría de delfín varada en una playa porque quería acariarla. Quizá hubiera preferido ser víctima de una campaña atunera. Siempre nos enseñaron que esos bichos tan inteligentes y sensibles saludan a los navegantes, saltan para pasar por aros y se ríen como personas. Es decir, están ahí para ser juguetes diseñados a nuestra imagen y semejanza, igual que dibujos animados. Por eso los agobiamos hasta matarlos. En realidad, participan del mito de la belleza demasiado pura: si se la toca, se apaga como una luciérnaga o se disuelve como un diente de león bajo un aliento excesivamente excitado.

Los bañistas hicieron cientos de fotos. Imagino que la mayoría las habrán borrado. No querrán recordar el día que se cargaron al delfín. En otros tiempos, ni las hubieran revelado. Ahora es más fácil -en todos los sentidos- borrar una tarjeta de memoria con miles de imágenes que antes quemar un solo negativo.

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia sin ironía. El rito de marzo por el que los machos ya apareados autorizaban a otros machos a conquistar a las hembras de la aldea (la terminología militar no es casual) se convirtió en un festejo para todos los públicos en el que incluso participan mujeres, y se ha olvidado la naturaleza patriarcal y depredadora del mito. Dicen que aun así se mantienen el recuerdo del origen y la identidad, pero, una vez vaciadas ambas cosas de lo que no nos gusta recordar, me parece una falacia.

Hay una tradición en un pueblo extremeño que, según algunos, representa el apaleamiento de un judío o un hereje. Ahora, el apaleado es un muñeco, pero el burro que lo transporta es de verdad y a veces también se lleva lo suyo. Quizá con el tiempo lo cambien por un robot, y ya se verá qué ocurre cuando se produzca la singularidad tecnológica, es decir, las máquinas se vuelvan autoprogramables y autoconscientes, y se dicten leyes al respecto. No se rían: la explosión de inteligencia es inminente, aunque será más sutil que en Terminator. Con las máquinas ni siquiera tendremos la excusa de la tradición, y para los juegos habrá que negociar reglas justas.

A veces, las adaptaciones propuestas resultan exasperantes y muestran la debilidad del presunto pensamiento crítico. Por ejemplo, la eliminación en la tauromaquia de la muerte de los toros, pero no de la tortura. Volviendo a la alternativa tecnológica, un cibertoro de programación no amañada podría, sin duda, igualar mucho las cosas.

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