El miedo de un agente cultural

El agente cultural número 193bis respondió tarde a la Encuesta del Plan Director de la Economía del Ocio y, aunque le permitieron contarse entre los privilegiados que merecían servir de coartada al Gran Proyecto, no consiguió un número propio y apenas figura en algunos registros de uso restringido. Eso le ha causado problemas de identidad, un cierto desprecio de los gestores fácticos y nominales y la displicencia en el trato de muchos de sus colegas, la mayoría de los cuales tiene además intereses directos ya consolidados mientras él pertenece a la minoría que, simplemente, aspira a tenerlos. Pero hoy esas aspiraciones han sufrido un desaliento. 193bis acaba de salir de una reunión y sabe que ha vuelto a meter la pata. La culpa es a la vez de Cornelius Castoriadis y Kurt Vonnegut. No debió mezclar lecturas. Esa alternancia, unida a un recuerdo de Alfred Hitchcock, se ha inmiscuido en sus ideas mientras participaba en un evento propagandístico. A veces, esos eventos se relajan y la mente vuela libre, ajena a la presencia de un avión que busca un blanco en el desierto. Nada de eso parecía venir a cuento, pero alguien ha mencionado al MUPAC y, sin meditarlo, 193bis ha dicho:

-El MUPAC corre el riesgo de convertirse en un MacGuffin, recluirse en un infundíbulum cronosinclástico sin salida y, cuando pierda interés esa función, desaparecer del imaginario social instituido.
Y, para colmo, ha añadido:
-Bueno, y de todos los demás imaginarios.
Se ha hecho un silencio frío. Algunos burócratas de la Concejalía de Concejalías (ConDeCon) tomaban notas en sus portátiles poniendo caras de examinadores. Un observador de la Consejería de Consejerías (ConsDeCons) murmuró algo en su teléfono móvil y luego sonó muy discreto y siniestro el bip de mensaje enviado. En algún despacho, alguien habrá empezado a mirar enciclopedias electrónicas.
Nuestro agente ha salido a la calle antes que todos los demás, esquivando la parte más importante de la ceremonia, la de los círculos conclusivos, como si ya le diera igual todo, y como si hubiera olvidado de repente la importancia de permanecer en las esquinas y umbrales hasta el último momento. Ahora, para tratar de paliar los daños, tendrá que hacer una ronda de llamadas de emergencia a su pequeña red clientelar, un grupo apenas cohesionado de amigos/enemigos a los que el tiempo ha ido más o menos condenando a compartir información. Eso también supone un riesgo: sabe que todos son agentes dobles, triples, múltiples, hasta el punto de que muchos no podrían trazar un sociograma de dependencias, seguridades, amenazas e intereses sin crear el borrón de un laberinto.
La realidad de la ciudad es difícil incluso para buscar un lugar tranquilo desde el que meditar las estrategias más simples. Un deambular esquivo lo lleva hasta el palacete que sirve de sala de exposiciones junto al embarcadero, ahora aislado del panorama, a su derecha, por dos bloques de hierro y cerámica con pinta de balcones absurdos todavía en construcción. En este asunto, cuando se ha presentado la oportunidad, ha estado acertado, de acuerdo con el protocolo dominante. Aunque detesta el edificio, no lo ha dicho en ninguna reunión oficial y lo ha repetido muchas veces en reuniones privadas, teniendo buen cuidado de añadir la coda de la prudencia:
-Pero ya sabemos cómo somos aquí, qué le vamos hacer, igual al final no sale tan mal, lo que hace falta es que lo acaben pronto y que de verdad sirva para dinamizar…
El caso es que tiene que buscar un recurso presentable sobre un tema que no tiene claro y puede volver a surgir en cualquier momento, en cualquier foro, homenaje, conferencia, rueda de prensa… ¿Qué debe defender respecto al Museo de Prehistoria y Arqueología y cómo encajarlo a posteriori en la tontería intelectualoide que acaba de decir ante todo tipo de agentes multiplicadores de insidias en feudos en constante competencia?
El MUPAC está en condiciones precarias desde su fundación en 1926. Como raptado por los trafalmadorianos, 193bis salta sin orden por los espacios implicados, desde el Instituto hasta los sótanos del Mercado del Este pasando por los bajos de la Diputación. Sólo parte de los fondos están expuestos al público. Siempre ha estado en la capital. Pero la capital parece tener otros intereses, que asocia al supuesto prestigio de una burbuja artística. Según algunos, esa burbuja está a punto de desinflarse a nivel global como el consolador anal de McCarthy en París, pero aquí pretenden materializarla en un centro de arte contemporáneo con un horrible impacto visual destinado además a entronizar y desgravar la tradición de la banca cuando ésta ha alcanzado el grado máximo del poder y el mínimo de escrúpulos y todo el mundo lo sabe. Y, de paso, repartirán por toda la ciudad sus complementos, posos callejeros de la vanguardia domesticada a modo de murales y rotondas que fingen rebeldía con beatitud conceptual para tapar planes de expulsión de vecindarios que han cometido la torpeza de no vivir lejos del alcance de la servidumbre hostelera y constructora. A lo que hay que añadir el plan de comprarle a un empresario una colección sobrevalorada para poner aquí, junto al blasón del banco, la etiqueta monárquica de un museo en crisis de gestión, finanzas y espectadores. La ciudad prioriza esos intereses, pero tampoco quiere que el museo se vaya, porque aquí la capitalidad, más que un hecho administrativo, es una pulsión ideológica que quizá provenga de los tiempos en que la montaña era un obstáculo para el tráfico harinero. La región, dueña del museo, estaba en otras cosas, o quizá en ninguna, durante este tiempo perdido. Imaginarios en conflicto, quizá, pero orquestados por políticos acostumbrados a pactar las diferencias.
193bis merodea por las piedras familiares. Contempla el monstruo amable de la machina de la Monja, desmantelado porque el Centro Botín estorba su mantenimiento. A los estetas del bloqueo paisajístico siempre les ha estorbado la arqueología, los barcos hundidos, las murallas, las fuentes desenterradas; lo mismo que a los bólidos de aquellos futuristas de las fascies les fastidiaba la victoria de Samotracia, que en las vanguardias hubo de todo aunque ahora todo valga como “progresismo”. Pero sobre eso, como sobre casi todo, nuestro agente prefiere no opinar, y apenas se detiene un instante para ver la fluorescencia ornamental de edificio de oficinas que se expone en el palacete, donde no hace mucho asistió a una promoción de la retroalimentación de los cánones culturales heredados que debió ser titulada “El franquismo no fue tan malo, caramba”.
Pese a sus esfuerzos, el agente del número prestado casi no encuentra nada donde posar la vista, aparte de la bahía color gris llovizna, que ya estaba ahí antes de todos los obstáculos.
193bis tiene miedo al horror al vacío rector de los movimientos y presupuestos de esa suerte de agencia cultural absoluta y monocorde que traza las reglas del juego que él y otros, constituidos en risible “sector interlocutor”, tienen que jugar para alimentar sus estómagos y su egos. Miedo a exponer una afirmación que no haya sido homologada por la unanimidad, el factor que, como el soma de Huxley, salva a los elegidos como él de la marginalidad, la rebeldía y la autoexigencia y que sólo se logra con la sumisión. Qué tiempos aquellos en que galeristas, libreros, artistas plásticos, escritores, músicos, actores, etc., competían entre sí por el favor del público, puede que con los mismos instintos entre proletarios, serviles y pequeñoburgueses (según la autocomplacencia, el estado de cada conciencia, la demanda social y sus ingresos), pero sin depender de una puesta en escena asfixiante de pantallas azules y lenguaje de clichés y palabras-maleta e imágenes-maleta vacías.
Pasea por el muelle y tiene miedo. La psique es materia y la cultura propaganda. El interior de esa maquinaria propagandística es darwinista en el sentido falaz de la palabra, ese que hace natural la propia falacia, y se distingue perfectamente qué simios tienen el árbol asegurado y cuáles tendrán que matarse entre sí para entregar a los grandes los mejores frutos. 193bis siente que la distancia entre él y un número digno tiene infinitos decimales. Pasea y teme. El camino cambia. Un olor a pescado recién descargado por mujeres armadas de capazos, ruidos de estiba, gritos de lanzadores de amarras, llamamientos a los peones del lemanaje: esas evocaciones involuntarias (de nuevo las lecturas le juegan malas pasadas) le advierten de que sigue viajando en el tiempo y, para mayor tristeza, de que un instante de heterodoxia (“El MUPAC corre el riesgo de convertirse en excusa irrelevante de una puesta en escena, recluirse sin remisión en un lugar del espacio curvado hacia todos los lugares posibles del tiempo y del espacio y, cuando pierda interés esa función, quedarse sin significado en la imaginación estable de la sociedad”) tal vez le impida obtener cualquier subvención, promoción, encargo o relación imprescindible para su carrera.