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En la cubierta de tercera estaban sólo un poco mejor que los viajeros del entrepuente, cuyo jolgorio oían de vez en cuando debajo del espacio cercano a la proa donde se habían sentado en cuatro sillas plegables hurtadas del mismo pañol que los resguardaba del trajín de embarques y despedidas.
Así, coincidiendo en evitar al resto del pasaje, empezaron a conocerse.
-Y a usted, ¿lo expulsan o se va voluntariamente? -preguntó la mujer que decía llamarse Weronie Berchtoled y haber venido de Polonia en primavera.
-Llevo meses esperando este momento, es decir, que reconocieran mi pasaporte Nansen, para irme con viento fresco -dijo Jean, John, Iván, João, Gianni, Ioanis, Jan, Hans o Juan Tshapek, Çapek, Tchapecq, Ciapec, Chapek o Tsapek.
Una brisa ligera se hacía imprescindible. Además del apátrida y la polaca (probablemente, el pasaporte peculiar que había asomado de su bolso al ofrecer cigarrillos era de la Ciudad Libre de Dantzig), se habían sentado en las sillas blancas de tablas una joven que no había hecho nada por presentarse y un hombre locuaz que enseguida dijo que había trabajado en el famoso sanatorio.
Al oírlo, el apátrida desplegó el periódico que estaba leyendo antes de tener compañía. Era un ejemplar de una edición de varios días atrás.
-Habrá visto esto, ¿no?
El interrogado señaló a la chica:
-Los dos trabajábamos allí -dijo.
Ella alzó la cara con los ojos cerrados hacia la luz que permitía la mañana de otoño. No era tan rubia como la polaca, pero recordaba más que ésta a una nórdica hambrienta de sol. Tardó un poco en reaccionar y, cuando el silencio de los otros pareció insistir, abrió los párpados, echó una mirada a la calima que todavía tapaba el angra al nordeste y dijo:
-Soy enfermera.
-Y yo jardinero paisajista -apuntó el hombre. Y se notó que tenía ganas de añadir: -Nos vamos juntos a buscar fortuna-. Pero, en lugar de hablar, envió una mirada cálida, evidente. Después se dirigió a Weronie:
-Usted, también tuvo alguna relación con el asunto, ¿no? La vi por allí.
-Sólo revisé los documentos. Domino varios idiomas; o sea, ellos a mí. Supe que buscaban traductores y me presenté al juez.
-Así que los tres han tenido que ver con el caso. ¿Es cierto lo que cuenta la prensa?
-Ahora, sí -rio la intérprete con un acento difícil de identificar, como si quisiera descubrirles a los otros que la risa tiene acento: su voz sonaba con una precisión fonética que el apátrida, recién reconocido como tal por las autoridades, pero siempre en la cuerda floja de una tonalidad conspiratoria, consideró digna de envidia, y lo dijo.
-Gracias -dijo ella-. Al principio, parecía la historia de un matrimonio desigual con un marido desesperado, encelado e idiotizado, es decir, todo a la vez, pero parece que sólo hay un poco de cierto en eso.
-Ya sé que es muy fácil decirlo a toro pasado -explicó el jardinero-, pero no soy el único que presintió algo raro cuando los vimos llegar. No tan siniestro como para pensar que iban a acabar muertos, claro, pero desde la primera visita nos llamaron la atención.
“Yo estaba con el ayudante junto a la entrada, intentando solucionarle al doctor el capricho de envolver con enredaderas, de manera que parecieran parte del emparrado que rodea la fachada, la venus y el pan situados frente al banco circular de piedra que también es un macetero, sin taparlas del todo y con un ascenso en cierto orden, labor muy difícil, pero lo mío es arte y nada me arredra, cuando el coche, impresionante, subió la cuesta desde el portón con más fiereza que ruido, gris y plata o, mejor dicho, aluminio, con una banderola en la figurita cortavientos que luego supe que era sueca, y en cuanto paró se apeó el conductor, de uniforme, con gorra de plato, y abrió las puertas para que salieran los otros. Todo muy habitual, pero fuera de temporada, y no sólo por ello parecían piezas mal encajadas.
“Se apearon una mujer más que cuarentona, Madame Alice, la dama de compañía de la señora, luego el tal Schultz, muy elegante y parsimonioso, pero que corrió a ayudar a bajar a Emmy Holtz. Era preciosa, muy joven, ya se ha dicho, una belleza, ya ven que no se ha hablado de otra cosa, bueno sí, de su risa…
-Un periodista preguntó a los forenses si realmente era tan hermosa, si seguía siéndolo más allá de la muerte -dijo Tchapek.
Apareció un silencio. Weronie musitó: -Se ha perdido la medida de todo…; todo es tonto y exagerado…
El jardinero continuó:
-De la belleza y de la risa. Sin embargo, aquella mañana, cuando llegó, no se reía. Parecía algo cohibida, tan nublada como el día. La hermosura, sin embargo, era evidente. Guapísima, elegante. Y además se movía con una especie de agilidad tan armoniosa que me dio un poco de miedo. Sé lo que digo: los paisajistas entendemos de armonías. Los hombres que amamos a las mujeres reales -volvió a mirar a la enfermera- tememos a esas mujeres por inasibles, como quien no cree en los fantasmas, pero los teme. Me asustó aún más verla subir la escalinata de la entrada principal: parecía volar despacio…
-Dicen que todos los jardineros son también algo poetas -sonrió la enfermera-. Yo no los vi, pero supe que Schulz traía informes médicos. Pidieron plaza de lujo, pero no había. Querían la mejor habitación, cama doble, terraza… Sólo hay cuatro así, y tres tienen inquilinos permanentes. Pero la cuarta iba a quedar libre en unos días, así que la apalabraron y se alojaron en el Hotel Europa. El Sardinero debió de parecerles triste en esta época del año, aunque frecuentaban el casino…
-Y, mientras esperaban, se hicieron famosos.
-Los vi en el teatro -dijo Weronie-. Yo sí puedo hablar de esa risa. Era a la vez infantil y explosiva, pero no desagradable. Ya ven: es todo contradictorio. Una risa excesiva, pero muy sincera, nada afectada, nada falsa. Durante la comedia, brotaba del palco (tenían el mejor) y se distinguía entre las del resto del público, y también la vi reírse a la salida, en el vestíbulo, y cuando esperaban el coche en la calle, y parecía el centro de todo, la gente la miraba escandalizada y admirada, y Schultz y ella sólo se miraban entre sí, contentos de dar el espectáculo, ella con su risa y él con una sonrisa comedida de pareja de baile solemne. Es eso, ahora que lo pienso: es una cuestión de equilibrio. Había orden en esa relación inestable, una contradicción tan perfecta que resultaba… -se volvió hacia el paisajista:- usted lo ha dicho: armoniosa.
-Andaban por todas partes -dijo el aludido-. Yo los vi en la chirlata del Club de Regatas, jugando a los prohibidos, como todo el mundo. Movían dinero sin reparos. Frecuentaban los tablaos porque se habían aficionado en Sevilla, decían. Daban palmas hasta el amanecer e invitaban a chocolate con churros a los músicos. Eran inagotables; pero, en el caso de él, la procesión debía de ir por dentro.
-Fíjense el recorrido que habían hecho -el apátrida ojeó los datos en el papel-. Se habían conocido en Reval, donde había nacido ella y él tenía negocios. Yo estuve ahí cuando la flota imperial rusa todavía estaba atracada en el limbo mientras se hacía bolchevique, y tuvo que ser en esa misma época (pero no pude ser testigo directo; no frecuentaba a la clase alta; andaba medio escondido; esas transformaciones se cuentan muy deprisa y parecen muy claras en los libros de historia, pero lo cierto es que desde dentro, desde el centro del naufragio, parafraseando al poeta, todo parece muy confuso y a la gente como yo, indefinida, nos da mucho miedo; perdonen que divague; continúo:) cuando ellos se se conocieron porque él acababa de abrir la Sociedad de Importaciones y ella bailaba con una compañía de variedades (lo más que yo me podía permitir era un espectáculo burlesco en un local de callejón) y podemos suponer que poco después tramó Schulze la quiebra fraudulenta por la que le demandaron sus socios… Sería muy fácil decir que lo arrastró a la perdición como en un tango (él, ruso judío, había vivido en Buenos Aires, por eso pensaron aquí que era argentino, tenía acento porteño, y fue el cónsul de Argentina el que descubrió la orden de búsqueda internacional…): la perdición es un tópico que no me convence ni con bailes envolventes, y me imagino el juego del ricacho todavía apuesto y la jovencita en el ambiente frío, con poco más consuelo que el vodka, para hacer fermentar una pasión judeoeslavobálticoescandinava ante esa belleza que ya me está impresionando sin haberla visto… Y no quiero decir nada de la risa.
“De ahí pasaron a Estocolmo para hacer acopio de dinero, valores, acciones, joyas. La locura suele ser eficaz. Arramblaron con lo que pudieron, que resultó ser mucho, y fueron saltando de ciudad en ciudad: Múnich, Copenhage, París, Madrid. Parece que les gustó España: Levante, Andalucía, Barcelona, San Sebastián… Y ahí él empezó a sentirse mal. Se hizo revisar y le aconsejaron el Sanatorio de la Fuente de la Salud, el del famoso doctor Mariano Morales.
“He visto a veces al doctor, de paseo por Piquío con su traje de verano y siempre bien relacionado. Todo un personaje de esos que llaman personalidades.
-Es conocido en toda Europa -dijo la enfermera-, aunque se le suicidan de vez en cuando los clientes.
-¿Suicidas ricos?
-Por supuesto. De aburrimiento, supongo. No: es broma. No quiero ser cruel. Don Mariano ya era renombrado en los tiempos de su consulta de la calle del Muelle. Tenía la mejor clientela y ejerció cargos públicos. Luego compró el palacio de Peñacastillo, que fue de un indiano. Empezó como establecimiento para tratar dolencias digestivas, lo cual es un campo muy amplio. Más tarde, añadió terreno y pabellones para morfinómanos y los llamados enfermos de los nervios. Con esa clientela, por pudiente que sea, nunca se sabe. Hace poco se suicidó un militar, no sé si coronel, que había sido condecorado en África. La inactividad, dijeron. Y, antes, un catedrático de latín. La verdad es que Morales está siempre en candelero. La reina asiste todos los veranos a la kermés benéfica que organiza, los jueces le consultan sobre los crímenes…
-¿Crímenes?
-Como el de la Magdalena. El jornalero que asesinó a su mujer en las caballerizas. Su testimonio fue decisivo.
-Pero esta vez no tuvo mucho que ver.
La enfermera explicó que, aquel 31 de octubre (la prensa, a petición del doctor, demoraría dos días la publicación de la noticia para reunir datos y atenuar el impacto), ella estaba de turno y, ya avanzada la mañana, encontró al doctor, un mozo y el jardinero ocupados en forzar la cerradura de la habitación de la pareja. La noche anterior se había oído la risa inconfundible de la mujer, pero ahora el silencio era, sí, sepulcral.
La enfermera había entrevisto los cuerpos, cada uno en su lecho, en un ambiente que había percibido como ordenado, y luego había sabido lo que ya todos sabían: ella tenía una herida en la sien y él en el corazón; habían sido dos disparos de una pistola muy pequeña, de plata y nácar (una auténtica joya, declaró el médico), que todavía empuñaba el hombre. Éste tenía puestas las gafas porque, según todos los indicios, antes de dispararse, había redactado unas breves disposiciones testamentarias que se encontraron en la mesa, junto a un portafolios lleno de billetes de distintas divisas, cheques, pagarés, valores, acciones, joyas y documentos contables y legales en diferentes idiomas. También había dejado varios sobres: uno con el importe correspondiente a la estancia en el sanatorio, dos con los honorarios del conductor y la dama de compañía, y otro más con propinas para el servicio.
-Leí los documentos -dijo Weronie-. Ruso, alemán, sueco, estonio. Pero no encontré nada que yo pudiera entender como relevante. Tampoco interesó a los instructores nada de lo que traduje. Mucha contabilidad y algunas cartas de acreedores pidiendo pagos. Eso sí: había una copia de la orden de captura dictada por la policía sueca en varias lenguas, entre ellas el castellano, por supuesto. La misma que ya había conseguido el cónsul. Hacía mucho que estaba en las comisarías, pero nadie busca delincuentes entre los ricos ni aunque se lo pongan fácil.
-No se cambiaron los nombres ni hicieron nada por ocultarse. A mí me han detenido y retenido, sin orden alguna, en varias fronteras y ciudades -se lamentó Tchapek-, y mi nombre no significa nada para nadie. A veces, ni siquiera me lo preguntaron; sólo comprobaban las descripciones y las fotos de reclamos. Por cierto, la prensa de Madrid ha publicado fotografías de los cadáveres en el depósito. Quizá haya ejemplares en algún puerto. A mí, la verdad, me interesa más la palabra. Hay demasiadas imágenes por todas partes.
-Cierto -suspiró Weronie con un brillo intenso en las pupilas. Tsapek la miró como si hubiera descubierto en ella algo muy importante.
-No hicieron nada por ocultarse. Quizá esperaban acabar así cuando las cosas empezaran a resultar difíciles -sugirió el jardinero.
-La enfermera dudaba: -Pero todavía tenían dinero. Además, lo de ella, ¿fue un asesinato? ¿Hubo un pacto suicida?
-No hay manera de saberlo… -Weronie adoptó un aire sombrío, como si intuyera el paso de un ángel oscuro cargado con las culpas de un macho arrastrado por la desmesura-. La policía y el juez estuvieron de acuerdo en no indagar más y se me ordenó dejar los papeles como estaban.
El buque empezó la maniobra. La pleamar redundaba en una plenitud apabullante. La sirena liberó vapor y aullidos roncos. Jean Tsapek invitó a Weronie a tomar su brazo cuando ésta expresó a la vez el deseo de asomarse a la borda y el temor al vértigo marino. La enfermera y el artista jardinero se entrelazaron y todos contemplaron la ciudad, una fachada de edificios con muestras de bancos, cafeterías y consignatarios que se deplazaba como un telón (“la historia, la Historia..”, murmuró el hombre del antipasaporte al oído de la mujer del país voluble) hasta que pasó un oficial recomendando al pasaje que se recluyera en las cabinas antes de que el navío alcanzara la barra.
-Tengo una botella de Napoleón en el camarote -propuso Tchapek. Invadamos Europa.
* * *
Acodado en la borda del alba, el apátrida piensa en los confusos límites entre el azar y la necesidad que lo han llevado a expulsarse o ser expulsado de muchos lugares y estados de ánimo, y sobre todo en la incierta pero quizá probable mujer eslava que anoche estuvo de acuerdo en acompañarlo por lo menos hasta el Caribe si la esperaba mientras entregaba unos papeles en El Havre.
Ella aceptó la propuesta cuando todos estaban derrumbados por las risas absurdas de la borrachera después de que el conductor contara cómo había devuelto a la agencia de alquiler el vehículo que, sin embargo, había sido comprado (la prensa confundió ‘Kraftwagen’ con ‘Krankz-sware’, que no significa nada, y eso fue lo más gracioso, porque los contrasentidos no tienen importancia: siempre hay algo que no se dice), pero para entonces ya no había secretos entre ellos y festejaban las autodelaciones y las oportunidades aprovechadas tanto como la entrada en aguas internacionales.
Aunque esos compromisos entre gente aventurera no suelen tener mucho valor, Jan Tsapek está seguro de que ella mantendrá su palabra porque en su voz, en ese algo que no se pronuncia, en los movimientos callados por placer o necesidad del juego del azar, había deseo y simpatía.
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