Maurano Cántabro, víctima de un milagro

Introito

En el principio, el poder separó las aguas de la tierras y las almas de los cuerpos.

De lo primero puede aceptarse como prueba la abundancia de limos, légamos y piélagos plagados de vidas primarias.

De lo segundo no hay rastro y, a juzgar por la avidez de humedad y sal de los sentidos, bien pudiera decirse que buscamos el placer en la materia con más éxito que al alma en las oraciones.

I

Maurano Exsilente dijo en público que la Anunciación era un crimen y que todo milagro implicaba una condena. Por estas palabras tuvo que huir. En Oriente, ejerció de astrónomo y pintor de frescos.

Cuando los griegos quisieron recuperar el esplendor del Pórtico de las Pinturas, le encargaron una obra libre que indujera al pensamiento, y él pintó un extraño recorrido que le hizo famoso en algunos ámbitos. Era un largo rectángulo en el que, con forma de río de amplios meandros o bustrofedon (esto es, con la vuelta ajustada del buey que ara) se sucedían las estampas según el itinerario que relató en una carta a un cofrade.

II

De dicha carta se conservan algunos fragmentos:

Pinté cuanto a mi juicio vi de llamativo durante mi viaje. Usé colores atesorados con mil precauciones durante la travesía, algunos muy difíciles de hallar, como el azul índigo verdadero que se extrae de arbustos exóticos o el amarillo luminoso que se obtiene en tierras arias desecando la orina de vacas que han comido hojas de mango. Con este color orlé el trono almendrado del pantócrator que, desde la esquina izquierda, desde una oblicuidad que algunos criticaron, extendía su manto invisible por todo el transcurso. Pintar lo invisible, dirás, amigo, qué locura…

Pinté un río de recuerdos que dejé fluir bajo el astro de la mandorla, que parecía el sumidero de una vía de estrellas como margaritas de finos pétalos.

Pinté con mecánica incosciente que deslizaba las imágenes desde mi mano hasta el punzón del estarcido primero y luego al pincel de aquel empantanado discurrir…

Pinté cómo en el Norte había cruzado mi fuga con los carros que volvían de la guerra cargados de armas recuperadas en el campo de batalla, manchadas de sangre y cubiertas de moscas. Y a lo lejos el humo de las piras fúnebres. Y todos sabemos que el mal ama a las moscas.

Pinté la caravana de peregrinos en la que recluté a un joven aprendiz, que me siguió más por deseo de la hija de mi mucama Radegunda la Bruta que por interés o avaricia. Antes de confiármelo, el padre, mercader tracio de amplia prole que decía descender de los viajeros del Argos (y viajaba con una diosa vigilante en un poste de la carreta galera), me hizo jurar que no lo vendería como esclavo ni lo prostituiría.

Pinté las naos que me llevaron por Corinto, Atenas, Costantinopla, y lo hice respetando la ortodoxia de las medias nueces veladas sobre ondales azules y blancos, porque no toda corrección es aburrida, pero sin desdeñar la presencia de ballenas que emitían chorros espirales, tal y como te aseguro que las vimos cuando la mar ser volvió negra.

Pinté ermitas capadocias y asesinos emboscados en esas rocas que siempre son fronteras.

Pinté en una vuelta discreta una mujer encadenada en una torre, en homenaje al nombre falso que había adoptado para protegerme de algún informe que hubiera seguido mis pasos.

Pinté la biblioteca donde durante meses leí a los cínicos, una cueva iluminada por lucernas y espejos, con siluetas de manos en las paredes, de la que salí, no convertido en otra persona, sino con otra idea de mi persona.

Pero nada me quitó la rabia de haber sido víctima de un milagro, lo cual pinté en una vuelta discreta, como osando pedir explicación a los caminantes del tiempo sobre la fragilidad del elegido que enmudece para ser rescatado del silencio por los demonios de las ceremonias.

III

Durante aquellos años de anonimato, Maurano de San Martín, nacido allí donde el brazo superior de una bahía con forma de pinza de cangrejo soporta una ciudad al abrigo de un cerro y hay una roca horadada por el mar para crear leyendas de naves de piedra, huérfano de niño, acogido como aprendiz de panadero en la Abadía, enmudecido, sanado, trasladado a Tours y exhibido como prueba del poder divino, adiestrado en las artesanías, herido del misterio de los sentidos recuperados, blasfemo de taberna…; durante aquellos años de anonimato, Maurano Fugitivo adoptó el nombre del eremita que había torturado a la meretriz Thais (la egipciaca, no la incendiaria de Persépolis) para hacerla santa.

La puta fue emparedada, engrillada, vejada, se le negó el alimento, se le negó el cuerpo, sólo se ocuparon de su alma para recordarle sus infamias, la pérdida de cualquier derecho que conlleva el pecado. Thais, dicen, significa, la que se mantiene siempre bella. Nunca un anacoreta puso tanto empeño en destruir un nombre. Cuando fue liberada, había perdido el nombre y la palabra, pero algunos sostienen que la virginidad había regresado a su vientre, que habían sido lavadas las ofensas al himen cósmico implícitas en cada coito, felación o sodomía. Y a los pocos días de volver a ver el sol, falleció castamente.

IV

Maurano, pues, se hizo llamar Panufcio.

Panufcio Atlántico, para no confundirse con el anacoreta, para humillar al torturador.

Se le ocurrió al ver en Salónica, en una capilla cilíndrica, un cuadro que representaba la torre prisión de la penitente en vista seccionada, con la precisión de un esquema de relojero, de modo que podían apreciarse todas las piezas de la historia recogida en las Menologías y en la Leyenda Dorada.

En cada piso de la torre, una instantánea: el arrepentimiento, el castigo, las duras condiciones del perdón, la muerte-salvación…

Métete esto en la cabeza: -dijo Maurano el Can al aprendiz mientras este maceraba colores- somos cuerpo, átomos reunidos para dispersarse un día en el conjunto. No hay alma que salvar porque no se puede salvar ni condenar lo inencontrable. La energía que mueve el mar y el viento es la misma que te sustenta, la misma del placer, el dolor, el llanto y la risa. Y nunca repitas esto por ahí o sufriremos las consecuencias, yo por hablar, tú por escucharme.

Algunos hablan de catorce años de suplicio bajo los ojos atentos del sacerdote, hasta que éste consideró revelada la satisfacción del todopoderoso. Había llegado el momento decisivo en que nada importa, la comunión con ese poder famoso por mover montañas sólo para revelar su propia presencia previamente oculta. La omnipotencia juega como los niños, se esconde para aparecer por sorpresa. Cuando el oculto salta de su escondite se hace más presente que nunca.

Hierofanía, lo llaman: manifestación de lo sagrado.

Es que nunca entienden la emoción por sí misma, solía decir Maurano Pseudo Panufcio. No entienden que las cosas están llenas de sí mismas y quieren injertarles fantasmas que las animen. Ese poder que mueve cordilleras como corderos con la misma inteligencia con que un pintor muestra el contenido de la idea de una torre. Torre de piedras negras y muros gruesos para contener los gritos.

V

En Rodas soñó qué gran gnomon hubiera sido el coloso.

El nombre más bello de la gnomónica es sciografía: la escritura de las sombras.

VI

Con el nombre de Pafnucio, pues, volvió a la villa que no había prestado atención al nacimiento de un niño en medio de la peste. Había nacido inmune y con los oídos llenos de lamentos, ruegos, procesiones, rezos. Había llegado a entender que san Matías era el culpable de la peste, ya que las rogativas acababan, tarde o temprano, por detener la plaga. Eso decían los supervivientes.

No volvió por nostalgia, sino porque de pronto, un día que meditaba cómo representar a una Magdalena arrastrándose por el suelo entre los restos lacerantes del frasco de perfume roto, recordó que la villa en cuestión se llamaba Villa de los Cuerpos Santos.

VII

La mujer encerrada en la torre se ofrecía desnuda, pero desdibujada por largos cabellos entre dorados y bermejos que llegaban a taparle las nalgas, vuelta como estaba hacia la pared de la que colgaban los grilletes que la obligaban a levantar los brazos hacia el territorio de las oraciones como si allí pudiera alcanzar un clavo ardiendo.

Pero escapaban a la censura las medias lunas de las caderas.

Además, el rostro en escorzo miraba al espectador, quien, siempre desprevenido, descubría en él todo el sufrimiento de un orgasmo. Éxtasis, asalto, irrigación a la manera de Danae procedente de un monje encapuchado (porque Yahvé, al contrario que Zeus, usaba intermediarios nada brillantes) que, pese a tener la cara oculta en la gruta del capuchón, enviaba a la pecadora el dardo violador de su mirada.

Terror que preña, como el de la anunciación, murmuró el falso Panufcio ante el cuadro.

Por suerte, esta vez no lo oyó nadie.

VIII

Había estudiado el cielo real y conocía las lluvias doradas. Pero sobre todo era pintor. Pintor de tablas y frescos.

IX

Tuvo que exiliarse porque durante una cena (y estaba algo borracho, pero no lo bastante para ser inocente) proclamó que la Anunciación del Ángel a María era un crimen, una barbaridad, una injusticia.

Toda la parroquia enmudeció de repente, como le había ocurrido a él de niño casi adolescente antes de ser sometido a las miasmas de un milagro, gracia cruel emanada de la desgracia, como le ocurría a la mar de sus temores primeros cuando viraba el viento del sur al noroeste y durante unos latidos permanecía en una calma terrible que provocaba una galerna.

Llega un mensajero alado, transparente y frío del todopoderoso y le dice a una mujer que ha sido embarazada por decisión divina y que tal singularidad es inapelable. ¿Es eso justo?

Nadie dijo nada. Siguió Maurano Nemesio:

Un muchacho cae al suelo entre dolorosas convulsiones. Después, queda inmóvil. Así pasan tres días, lapso al parecer inexcusable para toda resurrección. Cuando despierta, ha perdido el habla, la memoria, la orientación. Gruñe, a veces tiembla. A veces su falo se yergue y eyacula. “Está poseído”, dicen. Es hijo de pobres. Ayuda en la tahona propiedad de la abadía, cerca de la Puerta de la Sierra. El abad dice: “Es necesario presentarlo en el altar de San Martín el Misericordioso, pero no sirve la iglesia de Frómista, hay que ir a las fuentes, al grado más intenso de santidad…”. El abad es primo del obispo de la villa carolingia. Quizá está buscando un milagro…

No le dejaron acabar la historia. El tabernero, asustado, lo expulsó del local.

X

Ha vuelto. La memoria es frágil y los nombres falsos. Pero
el abad mira la bahía desde el camposanto mientras el chantre, también jefe de espías, informa:

No es Pafnucio, sino Maurano, explica el músico al abad, que no es el que decretó el milagro del niño, sino otro nuevo, hermano del rey de Castilla. Llegaron cartas. Dicen que no cree en el infierno ni en los milagros.

Interesante, reflexiona el abad Nuño, ojos como de gaviotas, cabeza fuerte, de jabalí emboscado. Interesante. ¿Creerá entonces ese hombre que está libre de todo mal como lo creen las sabandijas hasta que alguien las pisa? Pero dime: ¿es buen pintor?

Tiene fama y la ha hecho pregonar. Algunos señores le han encargado para sus torres tablas y retablos. No ha entregado ninguna todavía, pero ya trabaja en el taller, en el arrabal de la mar.

¿Extramuros?

Así es, en zona de pescadores. Viene con una criada enorme, una joven y un ayudante moreno. Son extraños y se fingen extranjeros, pero se entienden con los vecinos. Se ha hecho hacer una chalupa y pesca en la bahía. ¿Lo hago prender?

No. Mejor será no despertar a la bestia dormida. Que siga en el sueño del pintor apócrifo y goze de la pesca… Hazle saber, eso sí, que se respetará su silencio, y esta vez no habrá milagro impuesto.

XI

El obispo de Tours le dijo que, como prueba viva de un hecho milagroso, debía permanecer puro. Tenía quince años cuando buscó a Mado la Aérea, que se retorcía encaramada a las vergas con habilidades acrobáticas. Entonces ya era aprendiz artesano y dibujaba desnudos de paraíso a la punta seca y el carbón. Y un árbol estaba siempre presente, como una torre de la que colgaban, como trofeos de guerra, los frutos prohibidos.