Tradición

Ocupó la plaza un grupo de hombres vestidos con blusones blancos y pantalones negros, calzados con alpargatas, protegidos con capas de cuero de cortes irregulares y tocados con gorros de fieltro altos, grises y desviados. Llevaban largos bastones que comenzaron a lanzar al aire con todas sus fuerzas. El juego, deporte o ceremonia consistía en evitar que el garrote, afilado por los dos extremos, tocara el suelo. Los participantes podían capturar bastones ajenos además de los propios y, en ese caso, el que había perdido su arma abandonaba la plaza con gran vergüenza, entre los abucheos del público.
Era una actividad peligrosa. Los palos alcanzaban gran altura y caían con fuerza, y los celebrantes ponían tanto empeño en atraparlos que a veces, a pesar de las capas y los sombreros, se producían golpes y arañazos. También se empujaban entre sí, se bloqueaban los unos a los otros y hasta se daban codazos y puñetazos. Todo lo cual lo hacían sin dejar de reírse, al menos mientras estaban en liza.
No quedó muy claro cuándo decidió el jurado, compuesto por las autoridades civiles, militares y religiosas, que se debía dar paso a la segunda parte del espectáculo. El caso es que sonó un cuerno y los hombres dejaron en el suelo de la plaza las capas que los habían cubierto y se retiraron. Entonces entraron una docena de mujeres ataviadas con vestidos blancos sobre los que se pusieron las prendas masculinas, sin importarles la sangre ni el sudor, y empezaron a bailar un baile casi sin movimiento, apenas con medios giros de cinturas sobre los pies estáticos, afianzados en el suelo de piedra. Y con el baile comenzó entre los espectadores un rumor que durante mucho tiempo creció hasta convertirse en un grito.
Cuando la intensidad del grito, prolongado hasta el dolor, se hizo insostenible, irrumpió un silencio tajante que afectó incluso a niños, pájaros y perros. Un silencio excesivo, tenso. Pero enseguida se deshizo la falsa calma y comenzaron las conversaciones, y la gente se fue dispersando hacia los bares y los políticos se subieron a los coches oficiales mientras los secretarios miraban las agendas para saber dónde tocaba a continuación comenzar el verano.