Raymond Roussel cruzaba los océanos para no desembarcar o no salir del hotel. Permanecía en su camarote en puertos exóticos, Singapur, Shanghái, Otaheite, atisbando como mucho aguas turbias y bultos de estiba por un ojo de buey y sintiendo sin embargo la emoción estética y aventurera que ha hecho de viajar un arte.
Conocí a un tipo para el que todas las playas eran la misma, y esta idea le obligaba a visitarlas una tras otra, a tumbarse en arenas de texturas que nunca coincidían, alejadas entre sí miles de kilómetros, bañadas por aguas cuyas tonalidades variaban desde la transparencia (y le daban miedo las estrellas de mar del fondo) hasta la oscuridad azul impenetrable (y le aterrorizaban los monstruos marinos de ojos de fósforo que adivinaba), pasando por todas las luces de la molicie estival, los más complejos salitres, recibiendo rayos solares de intensidades y latitudes diferentes. “Pero son todas iguales”, decía.
Un día me contó un futbolista que odiaba meter goles. Era delantero centro, un gran ariete. No fallaba. Casi siempre la clavaba por la escuadra. Le gustaba hablar conmigo porque detesto el fútbol. “Es repugnante -explicó- esa situación que se crea cuando metes un gol y el público vocifera y los compañeros se te echan encima, te tiran al suelo y te embadurnan con sus sudores. Tú estabas un instante antes a solas con tu fatiga, concentrado en el juego, en la idea del juego, que es el juego de verdad, no ese plano estrecho del campo que ves, sino el mundo visto desde el aire, todo en un esquema exacto en tu mente, los otros jugadores, la portería, las lineas blancas, el estadio, el balón, el árbitro, las leyes de la gravedad, la Física y la Geometría, y tiene que ser exacto, porque si no, no sale la jugada y el balón no entra. Y actúas en consecuencia. Y cuando aciertas con las coordenadas de todo eso, cuando todo se conjuga, surge la batahola y la felicidad se derrumba en ese griterío”.
Ilustraciones de Henri-Achille Zo para las “Nuevas impresiones de África” de Raymond Roussel.
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