De la lluvia de verano

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Es mejor durante o después del anochecer.

Son ideales para nuestro propósito las lluvias de convección, pero, a falta de trópico y teniendo bahía y montañas, vienen bien las orográficas.

El ambiente tiene que estar a una temperatura comprendida entre los 25 y 35 °C, y el agua debe llegar al suelo o a los cuerpos (que deberán esperar, si es posible, sudando entre el deseo y el ensueño) a entre tres y cinco grados menos. No conviene, en todo caso, que iguale la tibieza de las almas beatíficas, porque las virtudes carnales se harían menos apreciables. Debe haber una mínima disonancia pagana. Algunos estudiosos del hedonismo sostienen que sólo es tolerable una fluctuación de 27 a 29°C en el momento del encuentro de la la piel y el líquido.

Las medidas ideales de las gotas están entre 5 y 10 mm, gruesas y maduras, predispuestas a levantar efluvios del biotopo caliente. (Sin embargo, no desdeñaremos una densa llovizna, que merecería un tratado aparte con capítulos dedicados a la transpiración indiscernible de la ósmosis y la revelación de que todo gozo es estuario). Recomendamos una intensidad de entre 2 y 15 mm por metro cuadrado y hora sin que ello implique aceptar pulsiones contenidas. Si el deseo requiere eliminar constricciones, se utilizarán valores superiores (en el sentido estrictamente cuantitativo y amoral del término) mientras otros factores se armonizarán convenientemente. Es un juego de variables sin concesiones, como todo lo sensual. Las expresiones que lo acompañen no deben ser regladas por agentes exteriores. Todo lenguaje, antes que palabras, es jadeos, gemidos y onomatopeyas. Tampoco debe aceptarse en este espacio la tiranía de la sintaxis. Los meteorólogos, seres admirables, inventaron las curvas Intensidad-Duración-Frecuencia (IDF), relación matemática a la que añadiremos sin prejuicios nuestras propias funciones. La ciencia debe estar al servicio del placer. Queda abolido el decreto que impide empezar un orgasmo con un informe meteorológico y viceversa.

Podemos por supuesto permitirnos ambigüedades y dejar que las cosas se resuelvan entre la lluvia lenta y el chaparrón con intervalos no muy largos: un claro de unos minutos reafirmará el ansia de la piel ante el fenómeno y la provisionalidad de las aceras desiertas, sobre las cuales una lluvia de gruesas gotas cálidas y constantes que hagan rodar botellas vacías y disuelvan confetis y serpentinas representará un nuevo preludio inigualable.

Mejor aún si hubiera parterres, canalones, desagües a punto de desbordarse y un gran gato atigrado cazando goteras desde un alféizar.

Conviene aprovechar la escampada para apartar las trampas del pensamiento. No hay nada menos elaborado que un buen estado de ánimo. Tanto tiempo admitiendo representaciones mecánicas del arte erótico nos está volviendo insensibles a la sal del cielo. Hay que ser luditas del erotismo.

En medio de todo ese antirritual debe haber un instante en que el extremo de un anular lascivo se desplace junto a las gotas desde la sien a la comisura, en una caricia a punto de ser prohibida que, sin llegar a parecer una invasión, sea lo bastante ligera para no empaparlo todo a la primera duda e intensifique el instante en que nos sentimos mojados y felices mientras la lluvia lava la calle después de la huida.

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