El perdón de los pecados

Cuentan que, tras cometer alguna de las atrocidades que lo hacían tan parecido a muchos otros nobles de su época, el Marqués de Sade, denunciado por su suegra, que no le perdonaba lo que le toleraban su esposa y su cuñada, huyó en barco disfrazado de sacerdote en compañía del criado guardaespaldas encargado de aguantar la vela durante las azotainas y cópulas rugientes.

Cuando, en plena travesía, una tempestad amenazó con hacer zozobrar al navío, los pasajeros, aterrorizados, acudieron al marqués-cura en busca de consuelo y confesión.

Donatien Alphonse François de Sade amaba el teatro. Su biografía permite imaginarlo interpretando cualquier papel que le reclamara la sociedad: valeroso combatiente en la toma de Mahón durante la Guerra de los Siete Años, administrador de una sección parisina y renombrador de calles durante la revolución francesa (un esfuerzo más si queréis ser republicanos… ), paciente sacerdote que escucha y lava las culpas de los desesperados reproduciendo una ceremonia tan estricta como las suyas de laceraciones, ayuntamientos y polvos de cantárida… Seguro que, en medio de la tempestad, musitaba buenos consejos para el largo viaje mientras el criado aportaba plegarias y besamanos.

El barco consiguió llegar a puerto seguro y los pasajeros encomiaron la labor del beatífico padre cura que tan sereno y misional permaneció en medio de los elementos desatados.

Debió de ser grande el gozo del marqués mientras los asustados deslizaban en sus oídos las mieles de los actos definidos como pecados; y no es nuevo suponer que Sade, educado por clérigos, había sido bien iniciado en el placer de disfrutar de la larga lista de definiciones hasta necesitar, por puro aburrimiento, inventar una nueva cada día. Sin embargo, quizá la vulgaridad de los actos narrados por los posibles náufragos le hubiera devuelto al tedio de no haber participado también el momento teatral, los gestos de la impostura (bendiciones, tiernas reconvenciones, elogios del arrepentimiento) y el fondo musical del miedo, los impulsos de la tramoya creando un mar bramante, sin olvidar, en el momento del clímax-absolución, las expresiones de alivio de los que se creían a salvo del castigo original. Todo como en los milenarios fingimientos de las catedrales, pero con la inestabilidad del océano y el olor del preludio pánico bajo las gavias desarboladas.

Y, sin duda, mientras D. A. F. escuchaba las culpas ajenas, disimulaba la erección con un misal de atrezo.