El puente

Los miembros de la caravana parecían haber adoptado hábitos y medios de transporte de lugares muy distantes entre sí. Era una tribu transparente que venía de muy lejos. Llegaron un día de primavera y se establecieron en un claro a la orilla del río, allí donde el cauce era más estrecho y la corriente más tranquila y había una piedra pulida y blanca en medio del curso con una rara forma de estatua de hombre orante, como encargado de apaciguar las aguas, que lo rodeaban sin espuma ni salpicaduras, a diferencia de las rompientes que más abajo, a la vuelta de un meandro, servían de catapulta a los salmones. Alguno de esos peces fueron el plato principal de la fiesta que sucedió a la instalación del campamento.

No parecían dispuestos a permanecer allí mucho tiempo. Montaron tiendas con pieles y carretas, cavaron letrinas en la linde del bosque, moldearon un hogar de arcilla, encendieron fuego, asaron la pesca, repartieron vino y prolongaron el festejo hasta el alba. Eran gente rítmica y sensual. Tenían címbalos, crótalos, flautas simples y pánicas, rabeles, zanfoñas, timbales, sistros. Sabían cantar y bailar. Las hojas de las mimbreras vibraron con los encuentros. Como por hipnosis, el compás del sexo se acordó al paso del sopor y algunas parejas o conjuntos no cedieron en el empeño ni durmiendo.

Con el sol ya elevado, un joven salió del sueño colectivo y se sentó en la orilla. Estuvo un buen rato contemplando los movimientos del agua. Cuando ya lo hubo aprendido todo, ató una maroma a un árbol y a su cintura y saltó al río.

Nadó hasta la roca orante compensando las derivas del agua con un exacto esfuerzo oblicuo. Peleó con la superficie resbaladiza de la piedra para profanar la calma supersticiosa de la falsa estatua y se sentó sobre sus hombros como si hubiera encontrado al gigante cananeo que ayudaba a los viajeros a cruzar los vados. Después, soltó el cabo de su cintura y lo ató a la de piedra.

Volvió a la orilla, ahora ayudándose con el cable. Los compañeros de viaje seguían durmiendo. Estaban acostumbrados a abandonar el placer y el reposo del placer sólo por el tiempo imprescindible. El joven orinó contra un tejo. Los cantos de los pájaros de la mañana le daban energía. En su tienda encontró el sexo remozado. Aún jadeaba cuando empezaron a crepitar los fuegos del desayuno.

Cerca había un remanso donde era imposible no bañarse. El siguiente movimiento consistió en reunir ramas para hacer una almadía. Para los niños fue un juego. Las mujeres urdieron la madera con filamentos de sauces. Atada a la cuerda de la roca, botaron la balsa con un hombre a bordo. La corriente y la embarcación crearon un péndulo de orilla a orilla que cumplió varios ciclos para enlazar una pasarela de cuerdas por la que empezaron a circular los hombres y mujeres más fuertes.

A ambos lados de la piedra-eje crecieron dos torretas de madera. Enseguida las llenaron con piedras midiendo las formas, los encajes, evitando huecos. Al retirar el encofrado aparecieron dos pilares mellizos y sólidos.

Después hubo otra fiesta. Durante la noche, quemando resina, libando hidromiel, aullando como fieras felices, pidieron perdón a los árboles que iban a talar al día siguiente.

Un día más y el puente estuvo concluido. Era un camino de roble con demonios traviesos tallados en los pretiles. Soportó sin un crujido las carretas más pesadas.

Un banquete más y llegó el momento de la partida. Pasaron el puente en silencio, respetando las leyes arrítmicas de la física, pero, cuando todos estuvieron en la otra orilla, comenzó a sonar un címbalo solitario simulando pisadas lentas, inevitables sin ser tristes, con las que se fueron ayuntando, a medida que dejaban atrás una obra que ya era pretérita, los armónicos de cada instrumento añadido por el camino de generaciones de la orquesta.

Pocos meses después -sería lo que tardaron en darse cuenta de que allí había una vía libre- vinieron los soldados del señor y sus escribas a imponer el pontazgo para futuros viajeros.