Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.

Un daguerrotipo (écfrasis abierta)

Saca de la caja una placa de cobre bañada en plata. La pone en el doblador de bordes. Hace palanca. Desenfunda la barra de pulido. Restriega con fuerza la placa con la superficie abrasiva para eliminar las imperfecciones. El otro lado de la barra es de piel (¿venado, corzo, gamuza?) y ahí extiende polvo mineral. Asegura la placa en el soporte de pulido y sujeta éste mediante un tornillo a la mesa de trabajo. Ahora se detiene para evocar una carpintería de rivera. En la infancia, paseaba por el muelle entre los calafates que fumaban tabaco y brea, cepillaban cuadernas con garlopas enormes y se sentaban en rollos de esparto. Deja que para un patache y pule la placa durante media hora hasta que obtiene el espejo en el que se reflejarán sus pretensiones, la esencia de la demora y quizá una ilusión de velocidad en la que intuye un salto de casi un siglo hasta el momento en que alguien obtuvo por error una foto de medio coche de carreras (el número 6) y algunos espectadores que para mucha gente representa el vértigo brutal y feliz del siglo XX. (Preferimos decirlo así, pero sabemos que la imagen de Lartigue muestra lo evidente: todo se precipita hacia el futuro; inaugura una fuga mecánica, eso es todo. Pero eso vendrá mucho después. Hoy, en este pasado, ese pequeño espejo de 165 x 215 mm se obstinará en inmovilizar la luz de una imagen elegida.) A continuación, vierte una capa de cal en una bandeja de vidrio, luego una de bromo, y la deja en espera. Desliza la placa pulida en una caja con una solución de yodo. Hay una carta postal pegada a la pared mostrando el reverso: “El universo empezó a complicarse cuando un crepúsculo desveló la idea de la lentitud”. No recuerda la estampa. La mira fijamente mientras cuenta veinte segundos antes de comprobar que la plata se ha vuelto amarilla. Traslada la placa a la bandeja de bromo y, a los diez segundos, se vuelve de color rosa. Ahora apaga el quinqué que otorgaba tenebrismo al laboratorio, un decorado que parece querer reunir el arte del sueño y la ciencia del instante, las disciplinas oscuras, subterráneas, que remiten a la alquimia y la herejía. En la casi oscuridad (hay un tragaluz diminuto, apenas un respiradero), pone de nuevo la placa en yodo durante unos segundos y entonces supone que ya está sensibilizada. La inserta en un portaplacas de vidrio y guarda este en un estuche opaco. Se pone el trípode en bandolera, se cuelga del hombro la bolsa de lona con el cajón de la cámara y sus utensilios, abre la puerta adornada con una acuarela plagada de gaviotas, sube los escalones, recorre el pasillo (a la derecha, retratos de militares; a la izquierda, clérigos), sale a la calle y busca un coche de punto. Es una mañana pálida que quizá requiera más de la media hora teórica de exposición. Por lo menos, ya no son las largas horas del boulevard del Temple y su limpiabotas milagroso. Va a contracorriente: se acerca la hora de comer y las calles comienzan a despoblarse. Ya ha elegido un lugar en los muelles. Inevitablemente pictórico, académico. Brisa ligera, pero masteleros desafiantes atados al núcleo del planeta y mecidos por el imán de la luna. Despliega el trípode y monta la cámara. Quita la tapa de la lente. Abre las trampillas superiores. Inserta el vidrio de observación. Teoría y práctica de la composición rimada. Encuadre ortodoxo, regla áurea. Objetos sobre piedra. Bolardos, norays, cornamusas, cables encapillados. ¿Pueden los bultos portuarios en tránsito ser considerados una naturaleza detenida (que no muerta)? Hay tabales de arenques (saliva salazón) y un montón de carpanchos que esperan la pesca. Al fondo, vergas con velas recogidas que, aunque la mar está calma, vaticinan una cortina nebulosa en la toma. Pero las pocas personas visibles no amenazan con convertirse en sombras errantes. Vuelve a tapar la lente y reemplaza el cristal con el portaplacas. Retira la tapa de nuevo. Es una mirada fija. Falta mucho para la obturación más veloz que un parpadeo. Espera. Las gaviotas circulan sólo interesadas en el olor de los arenques. Después de media hora de esciografía invisible, tapa el objetivo, encaja una lámina oscura sobre la placa, la retira y la guarda. De nuevo en el sótano, vierte mercurio en una caja de hierro con forma de pirámide truncada invertida y la pone sobre la llama de una lámpara de alcohol. No debe aspirar los gases. Ha dejado la puerta abierta para que corra el aire y tendido una cortina negra contra la luz. La pirámide tiene un termómetro. Cuando llega a los 80⁰, pone la placa boca abajo para que el vapor venenoso haga su trabajo. Ahora juega la intuición. ¿Dos o tres minutos? Dos y medio. Sumerge el objeto del deseo en una bandeja con hiposulfato para detener la impresión. Luego la baña en agua destilada. No: no ha terminado. Hay otro soporte con otra lámpara. Ahora la placa va boca arriba sobre la llama, pero no quiere mirarla ni siquiera de reojo en la penumbra. Sueña con la escena imaginada. Vierte suavemente sobre ella cloruro de oro para perfilar los trazos, purificar los tonos, ahuyentar las pesadillas. Enciende el quinqué conteniendo el aliento.


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Esbozo sobre un cuadro de Ricardo Bernardo

Ricardo Bernardo expuso esta naturaleza muerta en 1930. El público de Santander, su ciudad, consideró este y otros cuadros una traición al espíritu de José María de Pereda con el que había identificado al pintor hasta entonces. Había viajado demasiado; se había topado con las vanguardias. No siguió el ejemplo de María Blanchard, que sólo volvía de visita. Menos mal que en otros sitios encontró más cómplices y espectadores. Aún así, lo pasó mal. Mejoró durante la República, pero hubo un golpe de estado. Tuvo que huir y falleció en Marsella en 1940 (1)Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987..

No es uno de sus cuadros más conocidos. Dependiendo del catálogo, se le atribuye como título Tres objetos, Veramon y lata de aceite o, simplemente, Naturaleza muerta, aunque creo que el autor, que amaba la vida a pesar de todo, prefería Naturaleza quieta. Ignoro su paradero y sólo he conseguido esa imagen borrosa en blanco y negro. Podemos intuir la paleta de colores por otras obras y textos de la época, y espigar algunos objetos similares callejeando por internet.(2)El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección … Continue reading

El centro lo ocupa una mujer o un maniquí de rostro transido y cabellos de medusa con los brazos apresados en una caja del medicamento Veramon como si ésta fuera un bloque de cemento. El diseño es similar al de los anuncios de la época, pero parece que se ha forzado el escorzo. ¿Alude a la doble cautividad del dolor y a la dependencia del producto? El Veramon era una mezcla de Veronal, el hipnótico de moda durante años entre insomnes y suicidas, y amiropidina, muy eficaz contra el dolor, pero también muy peligrosa. La lata de lubricante para motor Atlantic y el pájaro de madera, ¿son precauciones contra la tentación de la interpretación en que este párrafo acaba de caer?

Nada nos impide elegir simbologías: la nada (hay mucho vacío en la mesa, que también es espejo), el vértigo, la fiebre de la mecánica lubricada; de nuevo, al fondo, la nada… ¿Nos tranquiliza más ver una buena representación acaso premonitoria de un mundo en guerra por la energía con las aves lignificadas como pretexto? Todas las relaciones, por supuesto, son probables.

Pero prefiero pensar que Bernardo no buscaba ni más ni menos que lo que Guy Davenport llamó desorden armonioso o, respetando la cronología (por no decir los fantasmas del momento), afirmar la omnipotencia del artista a la manera de los surrealistas, que consiguieron que los encuentros casuales dejaran de serlo, es decir, encararon la eterna mediación del arte y le dieron categoría de máxima sólo expresable con la frase de Ducasse (bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas) y sus ilimitadas variaciones.

Durante la exposición, Bernardo publicó un artículo(3)Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930. en el que trataba de explicar sus intenciones y justificar su vanguardismo desde el punto de vista del derecho a la innovación de temas y objetos a la vez que apelaba a su atracción por la pintura renacentista. No hay referencia al surrealismo, como quizá deberíamos esperar. Imagino que se dejó muchas cosas en el tintero porque intentaba ser apreciado en su tierra no sólo por sus amigos y artistas cómplices. Luego vinieron la intensa ilusión republicana y la derrota.

Notas

Notas
1 Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987.
2 El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección particular), obtenidas del folleto que conserva de la exposición que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Santander en 1997. Aprovecho esta nota para expresarle mi agradecimiento.
3 Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930.

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Cerdos

Siendo así, el cerdo de repuesto que llevaríamos a Marte sería nada menos que un ancla con nuestra especie, lo que nos garantizaría nuestra condición de humanos donde no hubiera otros, fuera del mundo.

Jesús Ortiz. ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas?

Vendrás a visitarme cuando tengas ganas de reírte; a mí que estoy gordo y tengo bien cuidado el pellejo, como puerco que soy de la piara de Epicuro.

Quinto Horacio Flaco. Arte poética.

Hay que leer a los clásicos y a los que saben leer a los clásicos. No se qué censura o autocensura obligó a muchos eruditos a traducir lo que era un huerto (kêpos) como un jardín (parádeisos). Le debo la precisión a Benjamin Farrington, que no merece perder la batalla entre el rigor y el eufemismo. Me refiero al terreno que adecentó Epicuro para consolidar una comunidad autosuficiente. Era huerto y granja, y había cerdos.

Mientras Platón pintaba con humo una caverna, los del Huerto, que albergaba hombres y mujeres de toda condición, esclavos incluidos, establecían que el libre albedrío, el destino y el azar no eran sino expresiones de la declinación de los átomos y que los dioses solo se ocupaban de sí mismos. Aquellas gentes de variados gustos entendían de verdades materiales, pasaban de explicaciones olímpicas y, mientras aprendían a sobrevivir con principios elementales, desdeñaban las luchas por el poder. Durante mucho tiempo les fue mejor que a Platón, quien, a pesar de la prudencia que creía haber aprendido de Sócrates (triste maestro: lo mataron los reaccionarios populares con apoyo del vulgo vulgarizado), consiguió la amistad de tiranos y que uno de ellos lo vendiera como un esclavo. En cambio, los cerdos compartidos buscaban en el huerto las trufas del clinamen materializando el universo con atisbos de solidaridad (una idea de la amistad organizada) e igualdad.

El poeta Horacio decía que se consideraba un puerco de la pocilga de Epicuro. Me apunto al gremio. Horacio ha sido tachado de elitista o sociópata porque odiaba al vulgo profano. Pero el adjetivo lo deja claro: se refiere a la ignorancia, esa presencia proteica que la demagogia adorna haciendo del “pueblo” un universal platónico que todos nombran y nadie ha visto, del que se esperan virtudes convencionales en todas las formas de sus contenidos y en todos los contenidos de sus formas. Un pueblo sin barrizales en los que refocilarse sin prisas.

Los jardines de plástico y cemento asfixian los cultivos. Los paraísos de disfrute blindado, de estrictas reglas de admisión, fomentan las representaciones de falsas transgresiones -en realidad, sumisas- ruidosas y competitivas que alcanzan sus clímax en esos momentos en que un sujeto acelerado -un héroe universal de nuestro tiempo- se zampa no se cuántos sobaos por minuto con un personaje de televisión como testigo protagonista. Ningún cerdo haría eso y, si ocurriera, nadie en la piara lo aplaudiria.

Viaje al presente

“La navaja de Occam (fragmento)” – ©Jesús Ortiz

Creo que estoy de acuerdo con Umberto Eco en que el viaje en el tiempo es ontológicamente imposible. Hay que ser otro para abandonar la línea propia, la protección (o la tiranía) de Cronos, sin romper el hilo de la conciencia, por flexible que este sea. Ígor Nóvikov dice casi lo mismo de otra manera, aunque lo suyo recuerda más a una partida de billar en un garito. (Eco también dice que traducir es decir casi lo mismo. Más allá, hay paréntesis.) El tiempo es tan simple y complicado que parece un escenario en el que cada uno (cree que) construye su propio laberinto. Es otra manera de decirlo que no cambia nada. Cada definición es un malentendido. Es mejor tomarlo como un juego de juegos. Cada malentendido es una restricción que estimula el gusto por la ciencia ficción injustificable, jocosa, paródica, la más seria, esa que puede recordar por nosotros lo que queramos al por mayor y permite perpetrar momentos y discursos como este íncipit que voy a abandonar enseguida a su suerte, incluso dejándolo sin fronteras, para hacer materia de esas cajas opacas de la fotografía. (¿He dicho opacas? (Un paréntesis es una grieta en el tiempo. Suena la máquina de ‘Doctor Who’.) El mundo cambia muy deprisa. El caso es que, de repente, me parecen más bien translúcidas. Volvamos al presente sin olvidar la actividad inesperada en su interior:) La misma opacidad que las hacía evidentes y vulgares deviene, al ser nombrada, una leve pero suficiente insinuación de transparencia enigmática. (Recuerdan un poco a aquel taimado Prisionero Cero al que solo se podía descubrir mirando de reojo.) Esas cajas cerradas, numeradas y etiquetadas (como si fuéramos a comprobar los datos y aceptar la utopía de la Ley de Protección) están abiertas a todo. Están, sin duda, abiertas a toda la ciudad. El embrollo de cables que generan multiplica las probabilidades. La maraña inalámbrica es aún mayor: es más difícil perfilar la percepción oblicua adecuada. No es necesario ni oportuno hablar de telarañas: las arañas son tejedoras cartesianas; no merecen nuestro miedo. Ni de micelios, que pertenecen al reino de lo fascinante y enteógeno, pero que en esta ciudad solo invocan gnomos de jardín en el extrarradio. La correcta simetría de los miradores con los registros grises lo disfraza todo de inofensivo. Pero el sopor inquieto, pero los sueños, pero los peros… Todo es accesible para todas las personas, pero ¿alguien tiene un plano de los circuitos solapados, interconectados o no? ¿Alguien fue actualizándolo desde el primer trazado, quizá en los tiempos en que la propiedad era vertical y todo estaba muy claro? ¿Mantienen todos los recorridos, activos o no, las funciones y estructuras con que fueron creados o los cruces y encuentros han producido un sinfín de estados latentes, probables singularidades que en un momento dado se toparán con la interrupción adecuada? ¿Oiremos un gran ¡clic! cuando eso ocurra? ¿Será, por el contrario, un hecho silencioso y sin la parafernalia mesiánica de la tecnoficción acomodada? ¿Ha ocurrido ya y no ha pasado nada? ¿Ha sido parasitado por una inteligencia autónoma autogenerada o alienígena a la que importamos un bledo tanto como a los dioses los debates escolásticos sobre su silencio? ¿O tenemos que resignarnos a entender que esa potencia latente de memoria y transmisión (hay 20000 sensores y se van a poner más, pero la gran mayoría solo funcionan como escapularios) proclamada en la última década no es más que la barraca ritual (creadores de contenidos: así se autodenominan los sacerdotes) de las rentas de la especulación que nos ofrece un viaje a su futuro si hipotecamos el nuestro?

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Kafka mirando pasar la guerra

El 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribió en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde, Escuela de Natación”. Se ha establecido la costumbre de señalar esa anotación como una muestra de indiferencia. Lo han desmentido sus traductores y biógrafos(1)Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros … Continue reading pero es inútil: el Kafka que pocos leen y muchos citan (porque fabricó mitos actuales con la misma entidad que los homéricos) es el estereotipo de un tipo triste fulminado por la burocracia y la incomunicación, y quizá no merezca la pena insistir en otras percepciones que abarquen su humor, negro o blanco, o su legítimo extrañamiento o su muchas veces inesperada condición de cronista. No es que él sea ajeno a esos prejuicios. A veces es fácil tomar su sarcasmo por sinceridad, su ironía por desesperación y, en todos los casos, viceversa; ‘kafkiana’ sería entonces la sensación, entre la risa y el escalofrío, que nos produce leer, en una anotación poco anterior a la de la declaración de guerra, algo como esto: “29.VII 1914. (…) He hecho la observación de que no rehuyo a los seres humanos para poder vivir tranquilo, sino para poder morir tranquilo. Ahora me defenderé. Tengo un mes de tiempo durante la ausencia de mi jefe”. Pero, dos días después, (se) reconoce: “31 [de julio de 1914]. No tengo tiempo. Hay movilización general. Karl y Pepa [sus cuñados] han sido llamados a filas. Ahora recibo la recompensa de estar solo. Con todo, casi no es una recompensa, pues estar solo comporta únicamente castigos. (…) A pesar de todo, escribiré, pase lo que pase, es mi lucha por la supervivencia”. Una soledad que apenas exige una fórmula de despedida rutinaria y lateral: “1 [de agosto de 1914]. He acompañado a Karl a la estación. En la oficina, los parientes rodeándome por todas partes”. Pero no tarda en aceptarse como observador de la retaguardia (“6.VIII [1914]. La artillería que desfilaba por el Graben, flores, gritos de ¡Viva! y ‘Nazdar!'[‘¡Viva!’ en checo]) sin apartarse de su autobservación habitual, que ahora entendemos como una autoexposición al abismo: “El rostro silenciosamente crispado, asombrado, atento, moreno, de ojos negros. — En vez de recobrado, estoy deshecho. (…) Lleno de mentira, odio y envidia. Lleno de incapacidad, estupidez, majadería. Treinta y un años”. Y a odiosas comparaciones: “Hombres jóvenes, frescos, que saben algo y que son suficientemente enérgicos como para practicarlo en medio de los seres humanos, los cuales necesariamente ofrecen un poco de resistencia. — Uno de ellos conduce a los hermosos caballos, el otro está tumbado en la hierba y asoma entre sus labios la punta de la lengua, en una cara por lo demás inmóvil y absolutamente digna de confianza”. Nunca renuncia a lo que define como su inclinación a describir su onírica vida interior, que desplaza “al reino de lo accesorio todas las demás cosas, las cuales se han atrofiado de un modo horrible y no cesan de atrofiarse” y es su único contento: “5 [de agosto de 1914]. No descubro en mí nada más que mezquindad, incapacidad de tomar decisiones, envidia y odio a los combatientes, a quienes deseo apasionadamente toda clase de males”. Ese mismo día, se asoma al escenario de la autoridad: “Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, aparece de nuevo y grita en alemán: «¡Viva nuestro querido rey! ¡Viva!». Asisto a ello con expresión torva. Estos desfiles son uno de los más repugnantes fenómenos que acompañan a la guerra. Son promovidos por comerciantes judíos, que un día son alemanes y otro checos, lo cual reconocen, ciertamente, pero nunca como ahora podían gritar tan alto. Naturalmente, arrastran consigo a muchos. Estuvo bien organizado. Parece que se repetirá cada atardecer, mañana domingo dos veces”.

En abril de 1915, Franz viajó en tren con su hermana a Nagy Mihàly, cerca del frente, para visitar a su cuñado, oficial de reserva. Esas aproximaciones a espacios donde la sociedad parece diluirse en la fragilidad del territorio de límites borrosos son tan buenas oportunidades literarias como las treguas o los impases en las ciudades abiertas. En una larga entrada, relata el trayecto, las paradas, subidas y bajadas -¿teatrales?- de pasajeros, las conversaciones, rumores, noticias, un ambiente multiétnico de mujeres y hombres, civiles y militares, que Kafka -o uno de sus K- escudriña para anotar conductas, ademanes, describir rostros y expresiones y ejercer un distanciamiento irreprochable -que le hace sospechoso de esforzarse en parecer culpable- del bullicio de gente viajando por el panorama invisible de la guerra. “Yo, casi siempre mudo, no sé qué decir, la guerra no desencadena en mí, al menos en este círculo, la menor opinión digna de comunicarse”.

Poco a poco, la anomalía militar se fue integrando en los paisajes cotidianos. “Como mañana me incorporo al ejército, vengo a licenciarme de ustedes”, se despidió un joven en octubre de 1917. En noviembre, un año antes del armisticio, Franz sueña con la batalla del Tagliamento (“una llanura, un río que en realidad no está, muchos espectadores que se agolpan excitados…”) y, a partir de esa fecha, se interrumpen las anotaciones hasta el verano de 1919. No hay, pues, comentarios sobre el final de la guerra en el diario y solo una alusión de unos meses antes sobre el “ruido de los que llegan” del frente en uno de los cuadernos en octavo, quizás intuyendo el cansancio de los combatientes. Eso es todo: una paz vacía. Puede que, durante el año y medio de silencio, olvidara sus “pasos firmes” en los cursos de natación.

Notas

Notas
1 Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros contextos la tragedia histórica que significaba la contienda europea”.