Noticia efímera de un barquillero cántabro en la pasarela de Asnières

Para evitar decepciones, debo advertir que esta historia -apenas un simulacro de alarma- concluyó en un final sin solución y, meses después, obtuvo un colofón lamentable.

El 23 de abril de 1904, el periodista, crítico literario y polemista Luis Bonafoux (francovenezolanoportorriqueño de nacionalidad española con vínculos reinosanos), que entonces era corresponsal en París del Heraldo de Madrid, hizo llegar esta crónica a su amigo José Estrañi, director de El Cantábrico:

>> Seguir leyendo >>

Lo que Renzo Piano no va a hacer en Santander

En el siglo XIX, cuando se definió el plan de reformas de Haussmann que gentrificaría París de un modo tan brutal como eficaz, el antiguo barrio medieval de Beaubourg, en el corazón de la ciudad, recibió la cartesiana denominación de conjunto urbano insalubre n°1. Sin embargo, mientras el racionalismo imperial se desarrollaba a su alrededor, la única intervención durante casi un siglo consistió en demoler las casas en ruinas y convertirlo en un solar que sería utilizado como aparcamiento de servicio para el gran mercado de Les Halles, señalado por Zola como el vientre de la ciudad-luz, órgano digestivo-lucrativo que fue trasladado a finales de los años 60 a las afueras en lo que se llamó “la mudanza del siglo”. Casi al mismo tiempo, el presidente de la República, Georges Pompidou, decidió crear un Centro Nacional de Arte y Cultura que reuniera el Museo Nacional de Arte Moderno y Creación Industrial, el Instituto de Investigación y Coordinación Musical y la Biblioteca Pública de Información. Era una idea ambiciosa y requería un lugar céntrico de la capital. El antiguo solar parecía apropiado para una recuperación semejante.

Beaubourg

Beaubourg: la plaza antes de la construcción del Centro Pompidou

El proyecto fue presentado en 1969. Para la construcción del edificio se convocó un concurso internacional de bases muy poco restrictivas al que se presentaron 681 estudios de arquitectura. El jurado escogió el proyecto nº 493, obra de tres artistas, dos italianos y un inglés: Renzo Piano, Gianfranco Franchini y Richard Rogers. Eran muy jóvenes y habían construido muy poco.

No creo necesario detallar aquí por qué el Centro Pompidou, una entidad pública, se convirtió en un espacio artístico con una fuerte integración en el medio, muy bien asentado en el entorno urbano que vino a recuperar y no sólo a ocupar. Audacia, funcionalidad y rupturismo son las características que se le atribuyen hasta convertirlo en una forma de ortodoxia de la arquitectura contemporánea, lo cual, en mi opinión, posee la virtud de evitar el dogma mediante la paradoja. Si tienen oportunidad, incluso aunque detesten “este tipo de arte”, gocen de un paseo por los alrededores del Centro, asistan a las actividades de la plaza inclinada que por sí sola, jugando con los planos, define su ambiente y se diferencia del paisaje urbano sin necesidad de robarle nada, y mírenlo desde distintos ángulos. Es probable que les desagrade esa estructura rodeada de tubos (hay quien lo llama Nuestra Señora de las Tuberías): convengamos que toda evaluación estética es subjetiva e indiscutible (afirmación esta, en mi opinión, tan discutible como el enunciado contrario). Pero dudo que muchos puedan sustraerse a la sensación de estar en un lugar que se ha ganado el espacio que ocupa y creado un entorno social que va más allá de un simple sitio para exponer arte y dar prestigio. El propio Renzo Piano dijo que la intención del proyecto era demoler la imagen de un edificio cultural solemne que asustara a las personas, y que habían pensado en buscar una relación libre entre los visitantes y el arte en la que, además, se respirase la ciudad. Creo que lo consiguieron. El aliento, por supuesto, lo pusieron la ciudad y la cultura, pero el edificio supo atraerlos sin imposiciones.

Más de cuarenta años después, una entidad privada ha elegido sin concurso a Renzo Piano para edificar un Centro de Arte en un muelle de Santander que necesita ser recuperado y reparado, pero no ocupado.

Antes de que alguien corra a señalarlo, diré que no trato de establecer una comparación entre la ciudad más visitada del mundo por motivos artísticos y culturales y una pequeña ciudad del norte de España que ni siquiera tiene un Museo Municipal en condiciones aceptables; tampoco entre una administración pública capaz de invertir en patrimonio artístico y mantenerlo incluso en tiempos de supuesta crisis y otra que se limita a entregar a una fundación privada un valioso terreno junto al mar para que construya allí un museo-mirador. Son obstáculos dialécticamente difíciles de rodear, lo sé, y es innegable que en el origen del problema están las diferencias insalvables entre las dos ciudades que, más allá de la idoneidad o no de los espacios elegidos (en el primer caso se recupera un solar arruinado y en el segundo se invade un muelle histórico y se ocupa un paisaje), han establecido la demanda o indiferencia sociales.

Puede que tampoco sea lícito comparar al Renzo Piano de los 70 con el actual (aunque, con haber visto mucho menos de él que de Piano, me gusta más la evolución de Rogers que la del genovés). Pero, como peatón del lugar de los hechos, tengo derecho a apuntar la decadente deriva que, en mi opinión, implican esas actuaciones.

Renzo Piano no va a hacer en Santander algo parecido a lo que hizo en Beaubourg. En lugar de siquiera recordar (no estoy diciendo imitar ni copiar) el evidente rupturismo de la obra inaugurada el 31 de enero de 1977, el Centro Botín de Santander, en nombre de una hipotética limpieza lumínica (no entiendo tanta pasión repentina por la pureza de quien colaboró en la expulsión a la intemperie de conductos de servicio alegremente coloreados), se une a tendencias tornasoladas y cerámicas ya probadas y se sube a una onda sin choque que, pasado el primer descorche de champán, caerá, sospecho, en las manos del aburrimiento. Consecuencia, claro, de la dedicación del estudio del señor Piano a la satisfacción del modelo imperante: sobre todo, nada de sobresaltos, lema de la banca mientras exige rescates; se trata de ofrecer un espacio bonito, actual y señero en las peores acepciones de los tres términos. Porque el Centro Botín no es una obra pública, sino el resultado de un acto de vasallaje, y eso nunca va a ser obviado ni social ni estéticamente.

En mi pedestre opinión, Renzo Piano es un gran arquitecto (curiosamente, autor de un tercio de su obra cumbre) de trayectoria desigual que ha devenido una especie de resumen venerable de sí mismo y ha venido a resolver un encargo fácil en el que no ha podido evitar la intromisión en el paisaje impuesta por el contratante, pero tampoco ha optado por la ruptura (quizá si se hubiera atrevido a ser más radical hubiera activado nuestro amor al arte en conflicto incluso convenientemente clasificado y con su níhil óbstat) ni ha sabido forzar una audaz integración: me resulta hasta simpático ver en la presentación del proyecto sus esfuerzos por sostener que el edificio apenas se vería.

Me gustaría, por ejemplo, que no hubiera renunciado a unir sus módulos con el antiguo edificio del Banco de Santander (la historia de su construcción es muy similar) mediante una vía aérea. No creo que haya que ocultar las evidencias, y un paso elevado sobre los restos pintados de azul de los jardines quizá hubiera aportado un disparate naíf y necesario. Claro que, al otro lado, impacta aún más el paisaje la antorcha patriarcal del banco al que nuestra ciudad debe su renombre. El caso es que, en lugar de divertirnos, ha acatado un simple sobrevuelo de la bahía.

Ahora que, ya crecida la estructura, se confirma su visibilidad (no han podido el arquitecto ni su contratante con las leyes de la Física), los medios fieles insisten en su condición de mirador del paisaje olvidando que usurpa sin añadir gran cosa. El problema de erigir tal mirador-museo es que se suma como un emblema asfixiante al entorno de una ciudad-fachada y al poder retórico de una bahía de postal aportando escasa diversidad a tanto adorno superpuesto.

Espero sinceramente que los salones sean funcionales y aptos para el uso expositivo y que los visitantes puedan disfrutar de algo más que del paisaje y su separación de la ciudad mediante la elevación del punto de vista, ese lujo antropocéntrico para mentalidades de gaviota que siempre me recuerda al vedutismo dieciochesco y que de todos modos permitirá que quienes no acudan por amor al arte (sospecho una inauguración cuasi circense de Carsten Höller) lo hagan por ver la bahía desde este belvedere interpuesto entre la ciudad y su libertad de mirar como se entromete un gran cartel publicitario en la mirada del paseante incitándolo a abrir una cuenta o un plan de pensiones en la entidad de guardia.

———–

Haring siempre

Salir de la exposición “Keith Haring, the political line” en el MAM de París y encontrarse con la llegada del Tour bajo una ola de calor.

Skaters tatuados surfeando en las inmediaciones del Palacio de Tokio.

Ver pasar un bote gigante de Redbull ante los policías atados al cordón umbilical de cemento, cerca del pasadizo de Alma, donde, como todo el mundo sabe, Lady Diana fue entregada por la monarquía a los perros de la plebe.

En los cuadros de Haring, las figuras más humanas bailan ladridos.

Coches-marionetas empujando versiones tecno de musettes para que la Francia deportivo-jacobina se siente en los bordillos a esperar el acto de entrega de la capital, multicolor y sin misa, bajo palio de sospechas de dopajes.

Nada desentona con la ceremonia de los que salimos del museo. El calor reduce a dos dimensiones los camiones con plataformas llenas de danzantes anaranjados. Los vehículos de asistencia llevan coronas de ruedas de bicicletas. Se las han robado a Marcel Duchamp.

Los muñecos de piel de fósforo han felado resortes tubulares y vomitan serpentinas.

Todo encaja con el Pop Art recién visitado, musical, peleón y, ahora, llegado el momento de las grandes exposiciones antológicas, con una gran carga de melancolía. El éxito, por supuesto, está garantizado.
El iconógrafo iconogénico Haring paseaba por París como mandan los cánones, pero dibujaba mapas de Brasil trabando cuerpos que doraban la arena.

Fue formado en la mercadotecnia y el arte callejero seducido por los grandes temas del ser, la guerra y la muerte, pero cultivaba los signos heredados de los capiteles medievales, las máscaras, las tallas, los sarcófagos, las cerámicas y tejidos primitivos, y los animaba con los recursos del cómic.
Envolvía los mitos en onomatopeyas mudas dejando sólo alrededor trazos radiales para destacar las líneas en fuga de los gritos, las diatribas de los simios predicadores, el amontonamiento de cuerpos en cópulas, el ídolo-televisor rodeado de fieles.

Llevaba frisos y paradojas visuales dignas de Escher al terreno de la autosodomía, la autofagotización y la autodefecación.

Criticaba al poder. Qué feo es el orden social, que pone las cosas en su sitio: que no deja que se mezclen pecados con oraciones.

Un día se encontró con el sida y se alistó en los ejércitos de las pinturas negras de Goya y los esqueletos de Ensor.

No había, como en el Tour, controles al final de cada fiesta. Los espermatozoides tenían cuernos de diablo. A la defensa del sexo libre, orgiástico si fuera menester, había que añadir la pincelada de látex de lo seguro. Los esqueletos inseminaban flores.

En la tienda del museo se venden camisetas impregnadas de una profunda alegría que alberga toda la rabia y el miedo de los ochenta.

Íncipit

El humorista Eugenio contaba un chiste que comenzaba de esta manera maravillosa:

Era un hombre que vivía en París con un pato y un cerdo…