Cerdos

Siendo así, el cerdo de repuesto que llevaríamos a Marte sería nada menos que un ancla con nuestra especie, lo que nos garantizaría nuestra condición de humanos donde no hubiera otros, fuera del mundo.

Jesús Ortiz. ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas?

Vendrás a visitarme cuando tengas ganas de reírte; a mí que estoy gordo y tengo bien cuidado el pellejo, como puerco que soy de la piara de Epicuro.

Quinto Horacio Flaco. Arte poética.

Hay que leer a los clásicos y a los que saben leer a los clásicos. No se qué censura o autocensura obligó a muchos eruditos a traducir lo que era un huerto (kêpos) como un jardín (parádeisos). Le debo la precisión a Benjamin Farrington, que no merece perder la batalla entre el rigor y el eufemismo. Me refiero al terreno que adecentó Epicuro para consolidar una comunidad autosuficiente. Era huerto y granja, y había cerdos.

Mientras Platón pintaba con humo una caverna, los del Huerto, que albergaba hombres y mujeres de toda condición, esclavos incluidos, establecían que el libre albedrío, el destino y el azar no eran sino expresiones de la declinación de los átomos y que los dioses solo se ocupaban de sí mismos. Aquellas gentes de variados gustos entendían de verdades materiales, pasaban de explicaciones olímpicas y, mientras aprendían a sobrevivir con principios elementales, desdeñaban las luchas por el poder. Durante mucho tiempo les fue mejor que a Platón, quien, a pesar de la prudencia que creía haber aprendido de Sócrates (triste maestro: lo mataron los reaccionarios populares con apoyo del vulgo vulgarizado), consiguió la amistad de tiranos y que uno de ellos lo vendiera como un esclavo. En cambio, los cerdos compartidos buscaban en el huerto las trufas del clinamen materializando el universo con atisbos de solidaridad (una idea de la amistad organizada) e igualdad.

El poeta Horacio decía que se consideraba un puerco de la pocilga de Epicuro. Me apunto al gremio. Horacio ha sido tachado de elitista o sociópata porque odiaba al vulgo profano. Pero el adjetivo lo deja claro: se refiere a la ignorancia, esa presencia proteica que la demagogia adorna haciendo del “pueblo” un universal platónico que todos nombran y nadie ha visto, del que se esperan virtudes convencionales en todas las formas de sus contenidos y en todos los contenidos de sus formas. Un pueblo sin barrizales en los que refocilarse sin prisas.

Los jardines de plástico y cemento asfixian los cultivos. Los paraísos de disfrute blindado, de estrictas reglas de admisión, fomentan las representaciones de falsas transgresiones -en realidad, sumisas- ruidosas y competitivas que alcanzan sus clímax en esos momentos en que un sujeto acelerado -un héroe universal de nuestro tiempo- se zampa no se cuántos sobaos por minuto con un personaje de televisión como testigo protagonista. Ningún cerdo haría eso y, si ocurriera, nadie en la piara lo aplaudiria.

Laberinto

Paso junto a un árbol en el que anidan unos mirlos. No consigo saber cuántos son porque entran y salen del ramaje constantemente y muy deprisa. Las hembras son marrones y los machos negros con el pico anaranjado. También debe de haber urracas cerca: se oyen sus burlas. Las gaviotas, sin embargo, se muestran sin miedo; lo mismo pasean por la acera con torpes andares palmípedos que planean en círculos elegantes sobre los tejados que han adoptado como formas caprichosas de un mar sin mareas. También están muy presentes las palomas, pero esas no cuentan: resultan aburridas y parece que lo saben y no les importa. De los gorriones, es difícil hablar; son demasiado pequeños, aunque consiguen que los gatos callejeros miren fijamente sus brincos. Varios de esos gatos comparten con las gaviotas un terraplén entre los meandros de la calle en cuesta que sortea una comunidad de vecinos cada vez más blindada. Compartir es mucho decir: se vigilan mutuamente desde distancias que parecen acordadas, repartidos por el terreno en un orden inquieto que alterna aves y felinos. Compiten por los restos de comida que tiran algunos vecinos desde la parte de atrás de un edificio. Es un asunto conflictivo; también los vecinos se vigilan entre ellos. Cuando cae del cielo algún desecho, siempre hay alguien que se asoma para buscar al delincuente, pero no presta atención a la ceremonia que se representa en la franja salvaje. Si está claro cuál es el animal más cercano a la presa, éste se apodera de ella de inmediato. Pero, si hay equidistancia, empieza una danza que puede acabar en escaramuzas e incluso, aunque no es frecuente, en batallas sangrientas. En cuanto alguno de los acechantes reduce la distancia, aparecen las señales del desafío. Primero, las gaviotas medio abren las alas y los gatos se ponen de pie sin abandonar todavía la actitud previa de esfinges indiferentes. Crece una tensión de cuellos estirados y lomos erizados. Picos y garras adquieren nuevas dimensiones. Se esbozan avances y ataques. Sin embargo, la mayoría de las veces, en cuanto un animal se apropia de la pieza y sortea los primeros picotazos o zarpazos, huye con ella y los otros se dan por vencidos. Ante esa economía de la violencia, un griego clásico hubiera dicho que entre los animales no hay hibris, no conocen la desmesura. Me cuenta un vecino de la urbanización (se puede atravesar por un laberinto escalonado con avisos de propiedad privada) que a veces hay enfrentamientos similares en las reuniones de la comunidad. No obstante, los motivos son menos explícitos, puede que inconfesables, difíciles de justificar con hechos concretos como la caída de algo necesario de las alturas. Por ejemplo, una vez, llegaron a las manos dos propietarios porque no estaban de acuerdo en que sus respectivas propuestas eran idénticas. Tenía algo que ver con el aparcamiento subterráneo. Parecían disputarse el monopolio de la prevención por miedo al subsuelo. Solo una vez se habló de los gatos y las gaviotas o, mejor dicho, de la prohibición de echarles comida. Se habló poco: el administrador recordó las normas sobre detritus, se miraron unos a otros de reojo tratando de detectar a los culpables y hubo un silencio cautelar hasta que alguien mencionó las ratas. Las ratas siempre provocan una inusual unanimidad. Son útiles para desviar la atención, me dice el confidente. Las palomas, sin embargo, casi nunca aparecen -sin que nada lo justifique- hasta el otoño, cuando las hojas caídas atascan los pesebrones y alguien recuerda que se posan muchas. Y, en cuanto se nombra a las palomas, vuelven las ratas. Las asambleas son insoportables para la mayoría. Cada vez va menos gente; gobierna la minoría. Desde el principio de la reunión, todos se observan manteniendo distancias y proximidades disfrazadas de aleatorias fingiendo saber cosas que no quieren decir. Se dejan pasar las cuestiones tenidas por fútiles hasta que surge el tema controvertido. Entonces, el que primero consigue el turno de palabra se apodera de inmediato de la presa y se esfuerza en no soltarla. Pero es difícil, porque -a pesar de los esfuerzos del administrador, que modera aburrido con la ley en la mano y lo graba todo con un ordenador portátil, auténtico signo de autoridad- se suceden las secuencias de interrupciones que culminan en refriegas zanjadas con llamadas a la calma de los litigantes de cuellos estirados y ademanes encrespados. A veces, algunos avanzan al hablar como si quisieran saltar a una arena imaginaria. Sin embargo, salvo en raras ocasiones, el miedo a subvertir la idea fundacional o, mejor dicho, la intuición de ser parte de una urbanización cada día más blindada porque afuera hay monstruos y las advertencias no parecen suficientes, esa ilusión de masa cerrada que los diferencia y mantiene unidos en el lado bueno de las alambradas, hace que la tensión se relaje en forma de rencor civilizado. Pero, como no se disputa una presa concreta, el valor que la reemplaza, una abstracción frustrante, no puede ser olvidado. El miedo al exterior está dentro y nadie escucha a Casandra. Afuera hay guerra y en el interior acecha el desdén por el futuro. De vez en cuando, el coro de gatos y gaviotas entona el canto ctónico de las furias.

Simio preso

Hace unos meses, salieron del parque de La pépinière de Nancy (Francia) los últimos animales salvajes. El municipio tomó la decisión en 2020, pero han tenido que buscar centros y refugios naturales donde alojarlos en condiciones más cercanas al origen al que la mayoría no pueden volver. En 2010, descubrimos el lugar por casualidad e hice esa foto del chimpancé. Lo llamaban Jojo, era uno de los cautivos más longevos de su especie y, desde 1995, el único del lugar. No ha alcanzado la liberación ni el traslado a un lugar más acogedor porque falleció en 2012.

Era una de esas horas sin gente en las que sólo pasan por casualidad (ya entonces nunca visitábamos zoos) los turistas que van a otra parte. Algunos pavos reales merodeaban entre los cercados. Había gamos, cabras y burros. Una comunidad de macacos habitaba unas rocas guardadas por pastores eléctricos. Pero nos detuvimos ante el simio solitario. Al pasar junto a la jaula, cuando creíamos que estaba vacía, llegó de repente y se sentó en el límite. Fijó en nosotros una mirada con algunas pinceladas de interés amistoso que no llegaban a ocultar el tedio y la tristeza. Agarraba un barrote con la mano derecha, como los convictos aburridos en las películas carcelarias, y extendió hacia fuera la izquierda, que sujetaba la raíz y algunas hojas de una planta, en un gesto claro y formal de ofrecimiento.

Quizá estaba iniciando alguna ceremonia o juego (¿los animales los diferencian?), algún ritual de reconocimiento mutuo basado en lo más elemental: el intercambio de alimentos. Pero no podíamos participar. Aparte de que no teníamos nada que ofrecerle, una barandilla impedía acercarse a la jaula. Siguió un rato en esa actitud. Le dijimos algo, no recuerdo qué, como cuando te sientes obligado a hablarle a alguien que trata de ser amable contigo. Luego hizo un leve gesto de fatiga (esas caras primates, tan toscas, son muy expresivas) y, con un movimiento teatral de la muñeca (llevaba décadas estudiando a su público), dejó caer fuera de la jaula el presente que nos ofrecía, no con agresividad, sino como cuando los humanos le ofrecemos una galleta a un perro y éste no la quiere coger (señal de que está bien alimentado) y se la dejamos en el suelo, a su alcance, un poco decepcionados porque pasa de nosotros.

La fotografía está desenfocada; el zum mal utilizado limita la profundidad; es una aproximación inútil, aunque no puede difuminar la mirada del mono. Pero quizá el error óptico incrementa el poder del recuerdo: cada vez que veo un animal preso, me acuerdo de aquel tipo borroso, triste, serio y obstinado en sobevivir. Demasiado humano, por supuesto: hay que decir ese y otros lugares comunes, y también señalar que en esos casos no se sabe quién mira a quién, y luego fingir sorpresa por la otredad de un animal, tantas veces percibida con la inquietud de vislumbrar que ahí hay alguien al que podemos imaginar meditando sobre nuestra propia mirada. Incluso podemos (renunciando a la soberbia de sapiens cobardes) ponerle palabras, idear una corriente interior de pensamiento que nos tome por objetos como nosotros a él. Si Julio Cortázar pudo hacerlo con un ajolote (un anfibio que lo único que hace es pensar), cualquiera puede hacerlo con un mono, un pariente tan cercano, y sentirse molesto al verlo prisionero.

El gato y la Anunciación

Los gatos son curiosos, pero detestan las sorpresas. Si un ángel irrumpe en una habitación en presencia de un gato, lo más probable es que éste agote todas las posibilidades de huida. Después, tratará de arañarlo.

Quizá -discretamente- sea el más salvaje de los animales domésticos. Vive en los asentamientos humanos desde el Neolítico, cuando firmaron un acuerdo de colaboración con las mujeres que cultivaban los campos mientras los hombres se pavoneaban en cacerías. Los felinos negociaron desde una premisa irrenunciable: “no somos perros”.

No es nada nuevo lo que digo. Hay mucha literatura sobre los gatos. Tampoco es novedad señalar que el pintor veneciano Lorenzo Lotto (1480 – 1556) es un artista atípico para su época. Introducía en los cuadros distorsiones originales. No sé si es adecuado llamarlo “premanierista tranquilo”; igual no significa nada, pero me gusta la expresión.

Siguiendo con lo ya dicho, apunto ahora que uno de los temas claves de la iconografía cristiana es el de la Anunciación hecha por el arcángel Gabriel a una mujer humilde llamada María, prometida con un artesano llamado José. En los tiempos evangélicos, una mujer casadera era una adolescente de 14 años. El espíritu celeste se presentó ante ella para comunicarle que había sido designada para tener un repentino, antinatural e inevitable embarazo.

Lorenzo Lotto - La Anunciación

A partir de aquí, apuesto por lo irracional; no entiendo otro modo de sumar un ángel, un felino y una doncella. De todos los temas que el corpus artístico cristiano tiene por tradicionales, con la excepción postbíblica de algunos éxtasis y penitencias (Thais, Teresa de Ávila…), la representación de ese anuncio es el que más me interesa. No desdeño el drama ni la intensidad de los calvarios, traiciones, crucifixiones, descendimientos, deposiciones, resurrecciones, epifanías, asunciones, ascensiones, cenas, entradas en templos, curaciones, multiplicaciones, etc.; pero tengo motivos para esa preferencia. Daré los dos mayores.

La Anunciación está alejado en el tiempo de los otros momentos cruciales (los que conducirían al sacrificado a la cruz), es el acto fundador y, aunque con paréntesis (la huida a Egipto, los debates del niño con los sabios, algunos juegos en el Jordán…, y me atrevo a añadir la anécdota que Max Ernst pintó en “La virgen azotando a Jesús en presencia de tres testigos”), da paso a una larga elipsis. Los constructores de la narración sabían dosificar el enigma. Para mí, la tensión provocada por la noticia del ángel supera la de cualquier representación de las manifestaciones de divinidades y misterios. Y, sobre todo, no puedo evitar ver en ella una autoafirmación del Verbo mayúsculo del Poder, la idea tentadora de definir la Palabra para hacer irrefutables las decisiones y performativas las oraciones: al formularse el anuncio, se somete el cuerpo y se produce la concepción.

La escena se suele envolver en geometrías diversas y entornos codificados, con variaciones de la ortodoxia. El patriarca supervisa desde las alturas; jardines cerrados remiten a la virginidad; el cosmos delata lo extraordinario, el cielo y las nubes tiene tonalidades precursoras de invasiones; puede haber figuras en arquitecturas lejanas: el mundo espera.

María estaba cosiendo, bordando, leyendo, rezando, cuando fue interrumpida. El ángel aparece a veces pintado en posición inferior respecto a la mujer, lo cual obliga a recurrir a escorzos para que el mensajero no pierda autoridad: está ante la que será una de la divinidades principales, pero las órdenes proceden de la voluntad máxima y la aceptación de la virgen (¿podía negarse?) se da por hecha (es un anuncio, no una pregunta). Otras veces, desciende sobre ella, luciendo las alas sin reparos, desde su condición escatológica.

La versión de Lorenzo Lotto, sin abandonar la ortodoxia de los símbolos, parece jugar con ellos en una puesta en escena que, desde una lectura actual, sugiere un humor desordenado y ambiguo. No hay constancia de que en su época tacharan al cuadro de irreverente, pero ahora sugiere algún matiz de rebeldía, aunque sea meramente artística.

El ángel parece haber llegado con prisas por un agujero espacio-temporal, como si alguien allá arriba y allá siempre hubiera dejado para última hora avisar a la más interesada. En el origen del designio, no hay horas y, en la instantánea, queda el desorden del recién llegado para abolir las leyes de la física ordinaria.

María, sobresaltada, separa las manos para enmarcar la sorpresa o, mejor dicho, el espanto y mira al público como pidiendo ayuda o al menos explicaciones humanas. Más tarde, cumplido el ciclo, la asunción -en cuerpo y alma- la elevará hacia la quietud de los iconos.

Y, en medio del cuadro, el gato se encrespa, bufa y huye. El gato de mirada callejera que pactó con las mujeres no está de acuerdo con la intromisión. Los egipcios lo adoraban por salvar las cosechas, pero, en la tradición cristiana, esa actitud le supondrá ser considerado un aliado del demonio y amigo de las brujas. ¿Pensaría Lorenzo Lotto en él como el verdadero -inconfesable- protagonista de la obra?

Tradiciones de reemplazo

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Jóvenes haciendo pelear a dos gallos (1846). Jean-Léon Gérôme.

Piden que la gata de Carasa sea un ser humano disfrazado. Olvidan que eso sería abolir a la vez el azar y su negación, la superstición. Sobre el azar, debo advertir que un poema de Mallarmé niega la posibilidad de anularlo incluso cuando la tirada de dados se realice en circunstancias tan extraordinarias como el fondo de un naufragio. Sobre la superstición que hace que un felino en fuga desvele lo que ya está escrito en el tosco libro del destino, prefiero remitirme a la llamada a una razón sin sacerdocios que grita a cada paso el universo.

No sé si la gata negra utilizada para adivinar si la cosecha será buena sufre más que los animales obligados a vivir en compañía de humanos por el simple placer de éstos, como si no fuera bastante desgracia servirnos de comida. Oí a un educador de perros decir que algunos no saben que son perros (hasta entonces yo pensaba que ninguno lo sabía) porque viven en ciudades sin compañía canina y marcando territorio en ruedas de automóviles que desparecen como lindes de especuladores.

Tampoco sé si las predicciones del felino negro (todo un tópico: qué pocos elementos contienen estas cosas; y eso que marcan diferencias identitarias…) se cumplen más allá de la estadística o son tan falsas como el sentido común. Supongo que, siguiendo el método pseudocientífico, las afirmaciones se ratifican a posteriori con gran júbilo de sus feligreses.

El mal trato a los animales no tiene por qué ser deliberado. Recordemos a Louis Aragon: la humanidad quiere abrazar su felicidad con tanta fuerza que la destroza. El otro día, una multitud asfixió a una cría de delfín varada en una playa porque quería acariarla. Quizá hubiera preferido ser víctima de una campaña atunera. Siempre nos enseñaron que esos bichos tan inteligentes y sensibles saludan a los navegantes, saltan para pasar por aros y se ríen como personas. Es decir, están ahí para ser juguetes diseñados a nuestra imagen y semejanza, igual que dibujos animados. Por eso los agobiamos hasta matarlos. En realidad, participan del mito de la belleza demasiado pura: si se la toca, se apaga como una luciérnaga o se disuelve como un diente de león bajo un aliento excesivamente excitado.

Los bañistas hicieron cientos de fotos. Imagino que la mayoría las habrán borrado. No querrán recordar el día que se cargaron al delfín. En otros tiempos, ni las hubieran revelado. Ahora es más fácil -en todos los sentidos- borrar una tarjeta de memoria con miles de imágenes que antes quemar un solo negativo.

Cambiar a la gata negra por un humano tendría su gracia y no sería raro. Muchas tradiciones sobreviven gracias a la autoparodia sin ironía. El rito de marzo por el que los machos ya apareados autorizaban a otros machos a conquistar a las hembras de la aldea (la terminología militar no es casual) se convirtió en un festejo para todos los públicos en el que incluso participan mujeres, y se ha olvidado la naturaleza patriarcal y depredadora del mito. Dicen que aun así se mantienen el recuerdo del origen y la identidad, pero, una vez vaciadas ambas cosas de lo que no nos gusta recordar, me parece una falacia.

Hay una tradición en un pueblo extremeño que, según algunos, representa el apaleamiento de un judío o un hereje. Ahora, el apaleado es un muñeco, pero el burro que lo transporta es de verdad y a veces también se lleva lo suyo. Quizá con el tiempo lo cambien por un robot, y ya se verá qué ocurre cuando se produzca la singularidad tecnológica, es decir, las máquinas se vuelvan autoprogramables y autoconscientes, y se dicten leyes al respecto. No se rían: la explosión de inteligencia es inminente, aunque será más sutil que en Terminator. Con las máquinas ni siquiera tendremos la excusa de la tradición, y para los juegos habrá que negociar reglas justas.

A veces, las adaptaciones propuestas resultan exasperantes y muestran la debilidad del presunto pensamiento crítico. Por ejemplo, la eliminación en la tauromaquia de la muerte de los toros, pero no de la tortura. Volviendo a la alternativa tecnológica, un cibertoro de programación no amañada podría, sin duda, igualar mucho las cosas.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Tertulia con oropéndola

Un día, avanzada la primavera, llegó S. empeñado en que había visto una oropéndola (Oriolus oriolus), ese ave de plumas doradas que no debe de ser un pájaro cualquiera. Se la había topado al abrir la ventana, hacia el mediodía, en una rama del árbol de enfrente de su casa.
-Improbable -dijo el que sabía de pájaros.
Según la wikipedia, su plumaje dorado hace frecuente que se la confunda con destellos solares. Destellos solares anidados: un concepto literariamente efectista, pero que no lleva a ninguna parte y deja a un personaje sumido en la duda. La oropéndola es inteligente, escurridiza, inquieta, lo mismo vuela alto que salta de rama en rama. No debe de haber ave más imprevisible.
-Hay miles con esa conducta -incordia el ornitólogo.
Después de desconcertar a S., la oropéndola desdeñó el árbol que estaba investigando al decimoséptimo cambio de quima, sobrevoló la carretera donde las ondas del asfalto parecían florear una roulade inconclusa, luego un prado con unas cuantas rotopacas de yerba ensiladas en polietileno negro (con tratamiento antirroedores), otro con una decena de bañeras convertidas en abrevaderos (la frustración de una urbanización cercana provocó un excedente), pero donde hace mucho que no hay vacas, y luego una explanada con media docena de infraviviendas alineadas en un orden riguroso, formando una calle que acaba en una farola (un poste con bombilla enrejada y electricidad robada) a la que alguien ha abrazado un espantapájaros que mezcla madera, poliexpán, tela, zunchos blancos y, para formar el pelo, bridas ratten multicolores. Al ave nada de eso le produjo el menor desconcierto.
-A la oropéndola no le afectan los espantajos. Es casi omnívora. Puede pasar de los sembrados si hay insectos.
Espantajo, espantapájaros, asustacuervos, simplemente espanto. De los nombres del muñeco patético salen todos los sinónimos de una solitaria silueta en medio de un campo. Paisaje que ahuyenta figuras. El espantapájaros es el amo del prado, pero nunca obtiene beneficios. El pájaro se permitió despreciarlo con un par de círculos burlones. Luego cobró altura hasta divisar a un lado la mar y al otro una columna de humo de neumáticos quemados. Un humo tan negro que parecía sólido.
S. insistía. Había visto lo que había visto.
-¿Hiciste fotos?
-No. Fue por sorpresa.
-Entonces, olvídalo. Los observadores de pájaros son como los pescadores: nadie cree en las descripciones de los peces que consiguen soltarse del sedal o les roban los tiburones.
Alguien preguntó si el mejor punto de avistamiento de oropéndolas no será un punto extremo real o imaginario, algo como el abismo Challenger o el momento en que corremos sin avanzar un instante antes de despertarnos sedientos.
-Esta tertulia degenera -dice el jugador de No-A recién llegado del festival de blues de Chiba.
En un súbito efecto especial, un ave paseriforme de unos 25 cm, propia de las regiones templadas del hemisferio norte, de cuerpo amarillo dorado y alas y cola negras, se coló aleve por la puerta, esquivó el ventilador tipo Corazón de las Tinieblas y fue a posarse sobre el hombro izquierdo de S., quien, lejos de mostrarse ufano, hizo como que no asistía a ningún prodigio.