Santander, 1936: Los Museos Provinciales y la Escuela de Bellas Artes que no fueron

La reapertura del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria (MAS) es, sin duda, una buena noticia. Después de seis años de cierre, nos permite acceder a una parte (299 piezas de más de 6000) de la colección municipal y constatar que las mejoras del edificio no impiden que todo siga igual.

El Museo, como el grupo de entidades con que comparte recinto, es la consecuencia de una larga deriva de los servicios culturales del Ayuntamiento, que siempre dejó en otras manos su condición de Promontorio Cultural, Atenas del Norte y demás calificaciones autocomplacientes. Ahora, con la suma del Centro Botín, el llamado Faro Santander (el banco), el Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria (MUPAC), la sucursal del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNACRS) y no sé si me dejo algo, la ciudad se dispone a alcanzar los ansiados niveles de la concepción contemporánea del arte-espectáculo en su versión más brutal y, por supuesto, dirigida por la rentabilidad privada.

Me atrevo a presentir que el humilde e incompleto museo municipal será fagocitado por el vértigo de imágenes y aplausos generado para producir una modalidad propagandística del síndrome de Stendhal muy valorada por hosteleros y votantes. El uso del lujo artístico para multiplicar estampas kitsch es un concepto de sobra estudiado que se escapa de este artículo por si alguien quiere cogerlo al vuelo.

De momento, baste señalar que, quizá, lo mejor que le puede ocurrir al MAS sea quedarse como un espacio al margen, apartado tanto del gran ruido masivo como de la parafernalia del arte egotista y especulador de burbujas. Ello, claro está, sin dejar de exigir una ampliación. Pero me temo que los planes son otros. Ya se habla de fórmulas externas de gestión, asesorías, lanzamientos, proyecciones hacia otras esferas y otras humaredas… El museo, además de inacabado, ¿será aún más inconsistente?

El caso es que esa incompletitud del MAS (en correspondencia con la de la ciudad en todos los sentidos físicos y sociales, por cierto) me lleva a recordar (¿se trata de un giro inesperado?) al alcalde Ernesto del Castillo Bordenave, la Comision de Bellas Artes y el arquitecto Deogracias Mariano Lastra.

El alcalde, militante de Unión Republicana, ejerció desde el 28 de febrero de 1936 hasta el 2 de febrero de 1937 y ha sido tratado por los propagandistas franquistas y sus herederos en eterna transición de psicópata demoledor. Sin embargo, lo destruido no es tanto ni tan reseñable como algunos lo pintan y trazó principios urbanísticos que le han venido dando la razón: eliminación de trabas para el eje Cuatro Caminos-Puerto Chico, apertura del túnel entre el centro y las dársenas del oeste, unificación de las estaciones, supresión del puente de Vargas, ampliación del Ayuntamiento, reordenación de El Sardinero, etc. No tuvo tiempo de acabar la mayor parte de lo emprendido. Los cruzados lo obligaron al exilio.

Desde la perspectiva actual, parece evidente que padecía un optimismo (o un voluntarismo) que, entre otras cosas, en plena guerra contra el fascismo, lo llevó a promover un proyecto para crear un conjunto de edificios dedicados al arte en el centro de Santander.

No estuvo solo en la empresa. La Comisión de Bellas Artes, creada por la República, encargó el diseño al arquitecto Deogracias Mariano Lastra, quien, en noviembre de 1936, presentó el anteproyecto y publicó en La Voz de Cantabria el informe detallado que transcribo a continuación como muestra de una de tantas cosas que pudieron ser y no fueron y cuya carencia arrastra el ángel furibundo de la historia local.

LA VOZ DE CANTABRIA – 11 noviembre 1936

Anteproyecto de los Museos Provinciales y Escuela de Bellas Artes

La feliz idea lanzada por la Comisión de Bellas Artes sobre la creación de los Museos Provinciales ha tenido una entusiasta acogida en nuestro admirable pueblo, demostrando al hacerla suya en estos momentos dramáticos en que vivimos, su exquisita sensibilidad al preocuparse tan intensamente de recoger nuestro tesoro espiritual.

Partícipe de este entusiasmo popular, he realizado el anteproyecto que se reproduce en estas páginas y cuya descripción es la siguiente:

EMPLAZAMIENTO

Requiere el emplazamiento, en primer lugar, centricidad, y no es que necesitemos que se ocupe uno de los sitios más importantes de la población, sino que haya facilidad de acceso, próximo a núcleos importantes, por la doble función de Museo y Academia que tiene el edificio proyectado (importancia adquiere el lugar por el aspecto monumental que debe tener el edificio). Concretando, y a la vista de estas consideraciones, damos como sitio más indicado para ello el que determinan los planos, de acuerdo completamente con lo que dejamos dicho.

DISPOSICIÓN

Dividimos en dos partes el edificio. Una dedicada al Museo, que por sus dimensiones y características es la principal, y otra dispuesta para Escuela de Bellas Artes.

La primera podemos dividirla, a su vez, en servicios auxiliares y Museo propiamente dicho.

Los servicios auxiliares del Museo se disponen en las plantas bajas, con luz directa y con dimensiones apropiadas a su objeto.

Son las siguientes: Almacén, sala de embalajes, sala de restauración para pintura y escultura, fotografía, carpintería, archivo y locales para instalación de servicios, como calefacción, etc.

MUSEO

La base de composición del edificio la constituye la suma de los locales destinados a sala de pintura, escultura, de estampas, grabados, y como complemento (toda vez que se desea construir un organismo vivo de Arte y Cultura), salas de exposición permanente y de conferencias y conciertos.

Se disponen, pues, vestíbulos en primer término, con acceso a las salas de concierto y exposición permanente y servicios de conserjería, fotografía, guardarropas, W. C. y depósito de obras de Arte pertenecientes a la exposición.

Este vestíbulo se comunica con un gran «hall», de paso a las salan de Pintura, Arte industrial, Estampas, Grabado, Escultura y jardín de estatuas, del que hablaremos más adelante. Se comunica el Museo con la biblioteca y demás dependencias de’ la Escuela de Bellas Artes.

En la parte dedicada a Escuela se establecen locales destinados a clases orales y prácticas en relación con el Museo para completar la educación en conferencias y clases sobre materias vivas de Arte.

Se disponen, además de la biblioteca común para ambas partes, clase de modelado, dibujo, pintura y demás que constituye la organización de la enseñanza.

MUSEO — SALAS DE PINTURAS

Estas serán las más importantes del Museo en dimensión; además, porque disponemos hoy de gran cantidad de obras pictóricas de importancia.

Una de ellas se dividirá por medio de tabiques movibles para adaptar sus dimensiones a la categoría y número de obras, evitando al mismo tiempo el inconveniente de las salas de tamaños excesivos. En estas salas así distribuidas se dispondrán las obras por escuelas, lo que facilita su estudio y se evita el cansancio por desorientación, que suele experimentarse con la aglomeración de obras de distintas categorías y
características.

Además de esta sala de grandes dimensiones, consideramos conveniente la instalación de salitas de varios tamaños para alojar obras de importancia artística ambientándolas con elementos de época, de tal modo que den al espectador la mayor cantidad de datos
para su comprensión y facilite la cultura artística.

El paralelismo de estas salas hace factible laminstalación (en una sala de separación de ambas) de objetos de arte industrial y de época que con tanta abundancia poseemos en la provincia. Conseguiremos con esto, además de exponer algunas obras de gran mérito artístico, variación de temas de estudio y descanso.

SALAS DE ESTAMPAS Y GRABADOS

Como transición entre las salas de Pintura y Escultura, de gran importancia en número de obras y valor artístico, se disponen estas salitas. en que se exponen obras de esta naturaleza.

SALA DE ESCULTURA

Entre esta sala y las anteriores va una salida de descanso y de comunicación con los locales de la Escuela y biblioteca.

La sala de Escultura, de dimensiones apropiadas para albergar gran número de obras de varios estilos, irá encuadrada en arquitecturas apropiadas para dar la sensación del espíritu en que se forjó su realización.

Como complemento de estas instalaciones, se proyecta entre las salas de la Exposición permanente y de Escultura en el parque rectangular, limitado en uno de sus lados por un pórtico de columnas, en cuyo fondo y en «panneaux» decorados con pinturas al fresco por artistas actuales.

Un pequeño estanque encuadrado por estas estatuas clásicas y modernas sobre un zócalo y base de piedra, realzará esta obra, alojamiento del Arte en sus varios aspectos.

ILUMINACIÓN

Se adopta como Iluminación general en las salas de exposición la luz cenital por medio de cubiertas de cristal, aunque en algunos casos (en que las dimensiones de las salas lo aconsejen) se emplea la luz lateral. Nosotros, en principio, proponemos la cenital, aunque aconsejamos un estudio previo, teniendo en cuenta las modernas instalaciones de los Museos del Prado, Munich y Holanda, etc., ejecutadas por técnicos en estas materias.

SERVICIOS

Los servicios anexos, sanitarios, taller, viviendas, se han estudiado de modo que cumplan perfectamente el objeto deseado en relación con la disposición de los demás elementos que constituyen el Museo.

INSTALACIÓN

Consideramos como instalaciones esenciales los servicios de calefacción, ventilación e incendios. Estos han de tener la importancia deseada y se dispondrán en locales que por su situación, capacidad, etc., constituyan el mejor funcionamiento de los sistemas empleados. Como estas instalaciones necesitan un estudio acabado para nuestro caso especial, no insistimos sobre ello, por ser nuestro estudio un anteproyecto en el que se inician unos estudios que se completarán en su día.

CONSTRUCCIÓN

Se proyecta la construcción de este edificio con materiales de primera calidad y de gran permanencia.

Cimientos de hormigón en masa, entramados horizontales de hormigón armado, cubiertas también de hormigón en aquellos sitios horizontales, cubiertas de salas del Museo, de hierro y cristal.

Loa muros de ladrillo, con los espesores correspondientes; pavimentos de mármol, con juntas de cobre, en vestíbulos y salas, y en el resto de loseta hidráulica, excepto en la biblioteca y clases orales.

Pavimentos de piedra en aceras de jardín y rodeo del edificio. Las fachadas irán recubiertas con placas de piedra y mármol del país. Los ventanales de perfiles de acero estirado en frío.

La madera se empleará en portería interior, escaleras y algunas dependencias.

Pintura al óleo en muros interiores,
con los tonos que aconsejen las instalaciones.

El costo de las obras es aproximado, toda vez que al tratarse de un anteproyecto no hemos realizado las operaciones necesarias para fijar de manera exacta la cantidad en que pudieran realizarse. No obstante, teniendo en cuenta su capacidad, materiales empleados, etcétera, podemos determinar aproximadamente la cifra de setecientas cincuenta mil pesetas.

Estas ideas y los planos correspondientes darán seguramente idea exacta del valor que para Santander tendría la construcción de este edificio.

Artísticamente y en cuanto a lo fundamental, o sea al organismo Museo, creemos llenará las exigencias que los espíritus más selectos pudieran exigir.

Mariano Lastra

El rap(to) del litoral

Oye, mira, ven y dime:
¿te tragas el cuento
que cuenta fomento
de inversores insignes
que traen beneficios
plantando edificios,
haciendo orificios
del monte a la orilla,
jodiendo los huertos,
llenando los puertos
con barcos que brillan,
borregos que chillan,
marmotas de arena,
papardos de cena,
nocheros de tragos,
cercando los pagos,
veredas y lagos
con pistas de tenis,
caminos de ponys,
reservas de guiris?

[Coro:
¿Das tu consentimiento
instalando en ayuntamientos
concejales de asentimiento
a esclavistas peripuestos,
hosteleros con aspavientos,
promotores de asentamientos
para golferos sedientos?]

¿Aceptas el recuento
de contratos basura
[Coro: ¡Si te creen a la altura!]
en peonadas precarias
con patronos feudales
de juergas gregarias,
[Coro: ¡Después vas a los bardales!]
gusarapos de piscina,
macarras de oficina,
asaltantes de arenal
que urbanizan lo real
y lo vuelven un erial?

[Coro: Pejinos y pejinas, libradnos de ese mal,
¡tronad contra el rapto del litoral!]

Eh, oye, mira, asubia y rapea
[Coro: ¡Que te oiga esa ralea!],
suelta surbia y marea,
relata tu propio foque,
denuncia los pantoques
[Coro: ¡Motonauta, no me toques!]
del negocio tragacostas
que urbaniza los cantiles,
acapara las langostas,
soborna correveidiles
y apaga lumbres de mar.
[Coro: ¡Empújales este rap
que los haga garrear!].

[Repetir hasta aburrir]

Fracaso de una fiesta

Hace años, fui invitado a una fiesta en un apartamento situado en un edificio muy alto de una localidad costera de Cantabria que multiplica su población en verano. Creo que entonces sólo la duplicaba -ahora la triplica-, pero la gran mayoría de los pisos del bloque ya eran, como el de los anfitriones, segundas viviendas.

Ocurrió en pleno invierno. No recuerdo qué confluencia de situaciones condujo a esa anomalía. La familia propietaria percibía la rareza del hecho incluso más que los extraños: se sentían ajenos al lugar que sólo reconocían durante un mes de cada verano. Fuera de temporada, estaba lleno de sonidos vacíos; era un arquetipo de los lugares fantasmáticos. Hasta el ascensor hizo su trabajo con pereza y parecía colgado de un penitente tintineo de cadenas.

El piso estaba en una de las plantas más altas. Se veían la playa desierta, del color pardo de la arena mojada, el mar plomizo, trazos y rumores de espuma fría y la calderilla del cielo pobre de estrellas. Anocheció enseguida. Abajo, en la calle, se encendió el alumbrado público como para resaltar que todos los negocios estaban cerrados. Tampoco había muchos: una hamburguesería, un kiosco de zumos y helados, una tienda de ropa de baño y otra de minielectrodomésticos con la persiana forzada por un abrelatas gigante. Pasaban muy pocos vehículos. En los edificios contiguos, idénticos, había muy pocas ventanas iluminadas.

Se distinguía también parte del pequeño casco antiguo, casi segregado del paisaje por la preferencia playera, reducido a líneas y signos confusos, formas y destellos que expresaban a la vez la lejanía y la dependencia impuestas desde nuestra atalaya turística sobre los primeros asentamientos humanos. No era una interpretación espontánea de un símbolo, por supuesto: sabíamos que las casas antiguas se iban arruinando y que se mantenían los tejados y fachadas a fuerza de remiendos, claudicando ante la evidencia de que el peso de la historia acabaría llevándolos a las manos de franquicias temáticas para mantener las riadas de los veraneantes. Algunas pinceladas folclóricas contentarían las conciencias de los inspectores de tipismo.

Me venían a la mente distopías inversas sobre masas desbordando el planeta y me di cuenta de que aquella visión -unida a los contenidos mal orquestados de la fiesta- me estaba produciendo un efecto de psicotrópico, un mal viaje lleno de recuerdos de agobios estivales. Era una sensación entre ridícula y deprimente: la amenaza de la superpoblación temporal deliberada, promovida, que quería ser el motor de una economía de amos caprichosos y esclavos cómplices o resignados y que eliminaba las alternativas a su cielo sembrado de diamantes. Hoy, según las estadísticas, está a punto de conseguirlo. Como el clima del planeta, es probable que haya pasado el punto de no retorno y cada temporada supere a la anterior hasta la ruptura definitiva de los ciclos. Luego será el desierto sin tártaros.

La ley sagrada establece que el número de residentes temporales debe aumentar si los ingresos disminuyen. Las opciones que pretenden reducir el número aumentando el lujo y subiendo los precios requieren nuevas exclusiones, urbanizaciones fortificadas y mayores espacios, instalaciones y recursos. Tanto el ocio elitista como el de masas, cada uno a su manera, exigen intervenciones y ocupaciones extremas. Con voracidad fractal (cada purgatorio temático o residencial reproduce el anterior), las poblaciones flotantes y sus servidores van saltando de escalas territoriales, determinando los modelos productivos y laborales, la ética y la estética.

La minoría sedentaria elige una y otra vez gobiernos que trabajan para extraer riqueza de una mayoría aplastante y fugaz de turistas y de una minoría de plutócratas encastillados. Los primeros consumen ocio barato mientras los segundos celebran conciliábulos en los que los sonajeros y fetiches de la mercancía nunca descansan: compran, venden, coleccionan, revenden, diseñan, especulan, proclaman triunfos y escenifican la religión del mercado-espectáculo, esa exhibición totalitaria que siempre es rentable por burda que sea la presentación (los medios, los medios, el horror, el horror…); dinero llama a poder y viceversa… Sus playas, circuitos y segundas viviendas están al cuidado de excelentes guardeses en las comunidades con vocación de segundas autonomías.

La fiesta extemporánea fue un fracaso. Desde el principio, después de algunas bromas sin gracia sobre los reglamentos vecinales expuestos en el portal que habían tratado de mantener durante el verano un atisbo de civismo, la velada transcurrió envuelta en sarcasmo y aburrimiento.

Indianos

Las asociaciones empresariales suelen incluir entre sus manifestaciones identitarias homenajes a los indianos. Alaban a los antepasados de los modernos héroes del emprendimiento y llaman a sus juventudes a seguir sus pasos: “Los indianos son inspiración y motivación para las empresas familiares de Cantabria”, afirman. No dicen cómo seguir esos pasos: las huellas han sido repintadas sobre caminos ideales. Las instituciones aportan marcos de color local y los espectadores y figurantes aplauden y aceptan que no son ricos porque no tienen madera de conquistadores.

La condición de indiano la sellaba el regreso afortunado. El concepto sólo pertenece a los triunfadores. No puede existir un indiano fracasado. Los que se quedaron por el camino, volvieron pobres o tuvieron que conformarse con trabajos modestos -incluso si eran mejores que los abandonados en la tierra natal- sólo eran emigrantes.

Los hijos de la antigua metrópoli tenían entre el criollaje un campo más amplio que otros migrantes y, por supuesto, que la población indígena. Los que acudían llamados por los ya establecidos o eran portadores de recomendaciones que los introducían en las cadenas de inmigración y se formaban para regentar colmados, ampliar ingenios, abrir nuevos mercados, emparentarse con los círculos más activos, etc., tenían más probabilidades de escapar de las masas que formaron la inmigración obrera europea en latinoamerica. Pero no hay que subestimar la audacia de los émulos de Hernán Cortés, como la del prófugo ayudado por los empleadores de su madre que subió al Olimpo traficando con esclavos (uno de los más retratados y esculpidos) o la muy real ficción que José María de Pereda personificó en el paciente Apolinar del Regato, que ahorró durante siete lustros para fletar un bergantín, cargarlo de azúcar y café, y hacer del propio regreso un golpe de fortuna.

La indianidad no es un título de nobleza, pero solía ser un estadio anterior. Una cierta generosidad para suplir servicios sociales (debían ejercer y exhibir la caridad y la beneficencia para no ser tachados de indianos de hilo negro) y una regularidad de las inversiones asentadas en apoyos políticos abrían las puertas de la aristocracia, los veraneos cortesanos y los espacios de poder del sistema caciquil.

Una vez fijado el triunfo, empezaban los regresos temporales, las visitas de ostentación y compadreo, el reasentamiento gradual, la materialización del linaje en el viejo territorio, reconquistado y edificado en preparación del regreso definitivo. Un linaje que podía prefigurarse con matrimonios durante la emigración como parte de las alianzas para el progreso o quedar como un asunto pendiente para la vuelta. (Por cierto, casi nunca se habla de indianas; quizá haya que reescribir unos cuantos silencios…)

Inspiración, motivación, ejemplos a seguir… Siéntese un rato en el noray de los polizones soñadores, posible humilde emprendedor. Cantabria es infinita: repiten la letanía mientras, en ciclos agotadores de turismo y huidas hacia adelante, la envuelven para regalo con papeles chillones de estaciones programadas, urbanizaciones de segundas viviendas y autobombo.

Los modernos aspirantes a indianos no emigran: intentan ser hosteleros afortunados, fundar dinastías de constructores y mixtificadores de tipismo, recalificar y aprovechar los espacios vaciados, plantar palmeras de hierro en jardines de cemento y pasear con parasoles y panamás en un mundo maquillado como un salvapantallas. Haga su América en Cantabria, gritan los neones, empuñe el timón del videojuego de ingenios ultramarinos y obtenga su propia pirámide de Manslow faraónica. Los promotores, ¿se han creído el discurso o sólo esperan el momento de salir corriendo con lo que puedan?

Recuerdos de un laberinto habitado

Leo que los habitantes del barrio Vistalegre se quejan del abandono municipal y evoco un itinerario cotidiano del pasado.

Eran tiempos fronterizos. El poder insistía en dar por terminada la transfiguración y a mí acababan de expulsarme de la adolescencia. Era un verano adormecido en una vaga memoria hasta que las noticias me han hecho recuperarlo.

Todos los días laborables, al declinar la tarde, emprendía un camino que iba desde el sitio llamado Las Antenas, en el Paseo del Alta, hasta la bajamar ocupada de lo que fue la sexta ría de la bahía.

Tenía que salvar a la vez la distancia y el tedio. Como no tenía prisa, podía introducir variaciones y demoras, y enseguida aprendí a romper la monotonía del Paseo militarizado introduciendo pausas, rodeos, falsos atajos, pequeños y grandes desvíos y desvaríos.

Pronto descubrí que aquellos lentos regresos me producían una tranquilidad rebelde y lúdica. Le conferí al itinerario una condición de laberinto con mis normas y mis constricciones, como las ratas más felices de la literatura potencial. Y, como ellas, con mis propias trampas, entre las que avanzaba hacia la noche para sentirme en un no lugar sin orden ni concierto externos.

Recuerdo los tramos de Prado San Roque, el Pilón, Vistalegre, parte de la Atalaya, la Plaza de la Leña, las calles y travesías de Liébana, la Enseñanza, San Matías, Cervantes, bruscos cambios de rasantes e islotes, núcleos intermedios y solares tenebrosos que a veces se iluminaban con inesperados fulgores.

Alteraba las derivas ejerciendo de transeúnte en los bares, entonces abundantes y todos diferentes. No hacían falta muchas explicaciones para ser aceptado con una distancia cordial en aquellos círculos ajenos a la uniforme temporada alta que bullía en la ciudad de los planos y planes perfectos.

Como me crie en un barrio creado por una empresa en el que, aparte de una cierta separación entre vecindades según sus cualificaciones y especialidades, reinaba la homogeneidad de clase -un barrio, además, que se había organizado, luchado, a veces ganado, y tenía una épica que contar, derrotas incluidas-, me resultaba sorprendente la diversidad de aquellos núcleos urbanos donde se reunían todos los oficios y gremios nuevos y viejos: éstos oscurecidos por la melancolía y aquellos por la conciencia del paro y la precariedad de los primeros movimientos de eso que llaman crisis o reformas. No había ricos, por supuesto, y solo unos bloques dispersos de población más acomodada parecían avisar de las interferencias futuras sobre las ruinas, los jardines asilvestrados, los solares cimentados sin prosperar de especulaciones anteriores.

Esa mezcla de gentes, edades y labores imprimía un ritmo sincopado, improvisado, alegre, pero con el balanceo de tristeza que pedía Morais para hacer una samba con belleza: “algo que llore, algo que te pierdas”.

Pero todo eso es ahora estética de un testimonio perezoso. Yo era un transeúnte varado entre los actores en la tarde intermareal que se dejaba involucrar en conversaciones que irremediablemente confirmaban el antitópico: no hay tantas cosas en el cielo y en la tierra que no puedan ser contempladas desde la filosofía de lo mínimo común.

Estaban el tabernero pluriempleado, padre joven, que me daba consejos para conservar un empleo al que yo ya había decidido renunciar lo antes posible tras jurar odio eterno a los mayoristas de largas distancias; su colega de enfrente, que alguna vez me pidió que lo acompañara a casa, dos manzanas más allá, porque le daba miedo ir solo con el dinero de la caja aunque llevaba un cuchillo enorme envuelto en papel de estraza; el grupo de barrenderos que esperaban el cambio de turno y temían al metano de los vertederos porque habían asistido a una combustión espontánea; la casi anciana que llevaba en la cartera una fotografía de la tumba de Marx pero prefería a Bakunin; el motorista que empujaba la máquina recitando en latín y griego por los callejones cuando iba bebido porque había pasado por un seminario; el emigrante retornado que había trabajado con los verdes alemanes; los ludópatas fumadores de hachís del rincón más profundo de un local de techos muy altos en un edificio con mirador de muros torcidos; el zapatero obeso, convencido de la decadencia de todo, que se planteaba adelgazar porque no cabía en su local; la cuadrilla de recaudadoras de tragaperras, salvajes como sus contadores a manivela; la camarera con trofeos deportivos; los albañiles risueños con monos enyesados que parecían mimos idénticos y cantaban montañesas; los amantes cautivos de un horario estricto, el soldador mago, los expertos de todo tipo, que casi siempre lo eran de verdad (en quinielas, nudos, tornillos, mujeres, hombres, boxeo…); una mujer que todos los días preguntaba si alguien había visto a su hijo yonqui o al menos al otro; las locas del club de alterne que pasaban cargadas con bolsas de hielo, el carpintero que temía los nudos de la madera, la regadora de geranios y paseantes… y la inmensa mayoría cuyas peculiaridades eran inabarcables, invisibles o inefables.

No tiene ningún mérito entender ahora que aquel territorio de fronteras cruzadas empezaba a deslizarse por las dunas de la limpieza social y la gentrificación. Pero creo poder afirmar que la mayoría de aquellas personas tenía conciencia clara de su presente y su pasado: en ellos se basaban para contestar las preguntas sobre el futuro y buscar consuelo en el recuerdo de una solidaridad que iba siendo abandonada ante una ciudad dispuesta a tomar al asalto los vestigios populares que la historia dejó en su periferia interior.

Expresaban con clarividencia su comprensión o intuición de la correlación de fuerzas (después de las transiciones y reconversiones) que les hacía presentir la futilidad de la resistencia, pese a lo cual, años después, muchos han actuado como siempre esperaron de sí mismos, aunque, hasta ahora, solo han podido confirmar el desprecio de las mayorías imaginadas e instituidas, rabiosamente coincidentes, de la ciudad cuya geografía especuladora asfixia su territorio desde el sur del cerro que los encierra.

Acabó aquel verano y la calle, el barrio, los bares, la gente de lo que tomé prestado como un laberinto lúdico y triste a la vez, se alejaron en el panorama como un paisaje se aleja de un tren.

Junto a las escalinatas de rellanos tendidos han instalado rampas y escaleras mecánicas. No buscan mejorar las ruinas, sino preparar el entorno para el asalto inmobiliario siguiendo el dogma del consumo de espacio urbano (un paraíso protegido por ángeles furiosos) que la realidad del mundo hace parecer cada día menos alcanzable salvo para los alucinados del blindaje, lo insostenible y la segregación.

Ya en los tiempos de mi relato, la gente joven pensaba en largarse y la de más edad esperaba no tener que hacerlo. La minoría restante trató y trata de resistir.

Viaje al presente

“La navaja de Occam (fragmento)” – ©Jesús Ortiz

Creo que estoy de acuerdo con Umberto Eco en que el viaje en el tiempo es ontológicamente imposible. Hay que ser otro para abandonar la línea propia, la protección (o la tiranía) de Cronos, sin romper el hilo de la conciencia, por flexible que este sea. Ígor Nóvikov dice casi lo mismo de otra manera, aunque lo suyo recuerda más a una partida de billar en un garito. (Eco también dice que traducir es decir casi lo mismo. Más allá, hay paréntesis.) El tiempo es tan simple y complicado que parece un escenario en el que cada uno (cree que) construye su propio laberinto. Es otra manera de decirlo que no cambia nada. Cada definición es un malentendido. Es mejor tomarlo como un juego de juegos. Cada malentendido es una restricción que estimula el gusto por la ciencia ficción injustificable, jocosa, paródica, la más seria, esa que puede recordar por nosotros lo que queramos al por mayor y permite perpetrar momentos y discursos como este íncipit que voy a abandonar enseguida a su suerte, incluso dejándolo sin fronteras, para hacer materia de esas cajas opacas de la fotografía. (¿He dicho opacas? (Un paréntesis es una grieta en el tiempo. Suena la máquina de ‘Doctor Who’.) El mundo cambia muy deprisa. El caso es que, de repente, me parecen más bien translúcidas. Volvamos al presente sin olvidar la actividad inesperada en su interior:) La misma opacidad que las hacía evidentes y vulgares deviene, al ser nombrada, una leve pero suficiente insinuación de transparencia enigmática. (Recuerdan un poco a aquel taimado Prisionero Cero al que solo se podía descubrir mirando de reojo.) Esas cajas cerradas, numeradas y etiquetadas (como si fuéramos a comprobar los datos y aceptar la utopía de la Ley de Protección) están abiertas a todo. Están, sin duda, abiertas a toda la ciudad. El embrollo de cables que generan multiplica las probabilidades. La maraña inalámbrica es aún mayor: es más difícil perfilar la percepción oblicua adecuada. No es necesario ni oportuno hablar de telarañas: las arañas son tejedoras cartesianas; no merecen nuestro miedo. Ni de micelios, que pertenecen al reino de lo fascinante y enteógeno, pero que en esta ciudad solo invocan gnomos de jardín en el extrarradio. La correcta simetría de los miradores con los registros grises lo disfraza todo de inofensivo. Pero el sopor inquieto, pero los sueños, pero los peros… Todo es accesible para todas las personas, pero ¿alguien tiene un plano de los circuitos solapados, interconectados o no? ¿Alguien fue actualizándolo desde el primer trazado, quizá en los tiempos en que la propiedad era vertical y todo estaba muy claro? ¿Mantienen todos los recorridos, activos o no, las funciones y estructuras con que fueron creados o los cruces y encuentros han producido un sinfín de estados latentes, probables singularidades que en un momento dado se toparán con la interrupción adecuada? ¿Oiremos un gran ¡clic! cuando eso ocurra? ¿Será, por el contrario, un hecho silencioso y sin la parafernalia mesiánica de la tecnoficción acomodada? ¿Ha ocurrido ya y no ha pasado nada? ¿Ha sido parasitado por una inteligencia autónoma autogenerada o alienígena a la que importamos un bledo tanto como a los dioses los debates escolásticos sobre su silencio? ¿O tenemos que resignarnos a entender que esa potencia latente de memoria y transmisión (hay 20000 sensores y se van a poner más, pero la gran mayoría solo funcionan como escapularios) proclamada en la última década no es más que la barraca ritual (creadores de contenidos: así se autodenominan los sacerdotes) de las rentas de la especulación que nos ofrece un viaje a su futuro si hipotecamos el nuestro?

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Laberinto

Paso junto a un árbol en el que anidan unos mirlos. No consigo saber cuántos son porque entran y salen del ramaje constantemente y muy deprisa. Las hembras son marrones y los machos negros con el pico anaranjado. También debe de haber urracas cerca: se oyen sus burlas. Las gaviotas, sin embargo, se muestran sin miedo; lo mismo pasean por la acera con torpes andares palmípedos que planean en círculos elegantes sobre los tejados que han adoptado como formas caprichosas de un mar sin mareas. También están muy presentes las palomas, pero esas no cuentan: resultan aburridas y parece que lo saben y no les importa. De los gorriones, es difícil hablar; son demasiado pequeños, aunque consiguen que los gatos callejeros miren fijamente sus brincos. Varios de esos gatos comparten con las gaviotas un terraplén entre los meandros de la calle en cuesta que sortea una comunidad de vecinos cada vez más blindada. Compartir es mucho decir: se vigilan mutuamente desde distancias que parecen acordadas, repartidos por el terreno en un orden inquieto que alterna aves y felinos. Compiten por los restos de comida que tiran algunos vecinos desde la parte de atrás de un edificio. Es un asunto conflictivo; también los vecinos se vigilan entre ellos. Cuando cae del cielo algún desecho, siempre hay alguien que se asoma para buscar al delincuente, pero no presta atención a la ceremonia que se representa en la franja salvaje. Si está claro cuál es el animal más cercano a la presa, éste se apodera de ella de inmediato. Pero, si hay equidistancia, empieza una danza que puede acabar en escaramuzas e incluso, aunque no es frecuente, en batallas sangrientas. En cuanto alguno de los acechantes reduce la distancia, aparecen las señales del desafío. Primero, las gaviotas medio abren las alas y los gatos se ponen de pie sin abandonar todavía la actitud previa de esfinges indiferentes. Crece una tensión de cuellos estirados y lomos erizados. Picos y garras adquieren nuevas dimensiones. Se esbozan avances y ataques. Sin embargo, la mayoría de las veces, en cuanto un animal se apropia de la pieza y sortea los primeros picotazos o zarpazos, huye con ella y los otros se dan por vencidos. Ante esa economía de la violencia, un griego clásico hubiera dicho que entre los animales no hay hibris, no conocen la desmesura. Me cuenta un vecino de la urbanización (se puede atravesar por un laberinto escalonado con avisos de propiedad privada) que a veces hay enfrentamientos similares en las reuniones de la comunidad. No obstante, los motivos son menos explícitos, puede que inconfesables, difíciles de justificar con hechos concretos como la caída de algo necesario de las alturas. Por ejemplo, una vez, llegaron a las manos dos propietarios porque no estaban de acuerdo en que sus respectivas propuestas eran idénticas. Tenía algo que ver con el aparcamiento subterráneo. Parecían disputarse el monopolio de la prevención por miedo al subsuelo. Solo una vez se habló de los gatos y las gaviotas o, mejor dicho, de la prohibición de echarles comida. Se habló poco: el administrador recordó las normas sobre detritus, se miraron unos a otros de reojo tratando de detectar a los culpables y hubo un silencio cautelar hasta que alguien mencionó las ratas. Las ratas siempre provocan una inusual unanimidad. Son útiles para desviar la atención, me dice el confidente. Las palomas, sin embargo, casi nunca aparecen -sin que nada lo justifique- hasta el otoño, cuando las hojas caídas atascan los pesebrones y alguien recuerda que se posan muchas. Y, en cuanto se nombra a las palomas, vuelven las ratas. Las asambleas son insoportables para la mayoría. Cada vez va menos gente; gobierna la minoría. Desde el principio de la reunión, todos se observan manteniendo distancias y proximidades disfrazadas de aleatorias fingiendo saber cosas que no quieren decir. Se dejan pasar las cuestiones tenidas por fútiles hasta que surge el tema controvertido. Entonces, el que primero consigue el turno de palabra se apodera de inmediato de la presa y se esfuerza en no soltarla. Pero es difícil, porque -a pesar de los esfuerzos del administrador, que modera aburrido con la ley en la mano y lo graba todo con un ordenador portátil, auténtico signo de autoridad- se suceden las secuencias de interrupciones que culminan en refriegas zanjadas con llamadas a la calma de los litigantes de cuellos estirados y ademanes encrespados. A veces, algunos avanzan al hablar como si quisieran saltar a una arena imaginaria. Sin embargo, salvo en raras ocasiones, el miedo a subvertir la idea fundacional o, mejor dicho, la intuición de ser parte de una urbanización cada día más blindada porque afuera hay monstruos y las advertencias no parecen suficientes, esa ilusión de masa cerrada que los diferencia y mantiene unidos en el lado bueno de las alambradas, hace que la tensión se relaje en forma de rencor civilizado. Pero, como no se disputa una presa concreta, el valor que la reemplaza, una abstracción frustrante, no puede ser olvidado. El miedo al exterior está dentro y nadie escucha a Casandra. Afuera hay guerra y en el interior acecha el desdén por el futuro. De vez en cuando, el coro de gatos y gaviotas entona el canto ctónico de las furias.