Recuerdos de un laberinto habitado

Leo que los habitantes del barrio Vistalegre se quejan del abandono municipal y evoco un itinerario cotidiano del pasado.

Eran tiempos fronterizos. El poder insistía en dar por terminada la transfiguración y a mí acababan de expulsarme de la adolescencia. Era un verano adormecido en una vaga memoria hasta que las noticias me han hecho recuperarlo.

Todos los días laborables, al declinar la tarde, emprendía un camino que iba desde el sitio llamado Las Antenas, en el Paseo del Alta, hasta la bajamar ocupada de lo que fue la sexta ría de la bahía.

Tenía que salvar a la vez la distancia y el tedio. Como no tenía prisa, podía introducir variaciones y demoras, y enseguida aprendí a romper la monotonía del Paseo militarizado introduciendo pausas, rodeos, falsos atajos, pequeños y grandes desvíos y desvaríos.

Pronto descubrí que aquellos lentos regresos me producían una tranquilidad rebelde y lúdica. Le conferí al itinerario una condición de laberinto con mis normas y mis constricciones, como las ratas más felices de la literatura potencial. Y, como ellas, con mis propias trampas, entre las que avanzaba hacia la noche para sentirme en un no lugar sin orden ni concierto externos.

Recuerdo los tramos de Prado San Roque, el Pilón, Vistalegre, parte de la Atalaya, la Plaza de la Leña, las calles y travesías de Liébana, la Enseñanza, San Matías, Cervantes, bruscos cambios de rasantes e islotes, núcleos intermedios y solares tenebrosos que a veces se iluminaban con inesperados fulgores.

Alteraba las derivas ejerciendo de transeúnte en los bares, entonces abundantes y todos diferentes. No hacían falta muchas explicaciones para ser aceptado con una distancia cordial en aquellos círculos ajenos a la uniforme temporada alta que bullía en la ciudad de los planos y planes perfectos.

Como me crie en un barrio creado por una empresa en el que, aparte de una cierta separación entre vecindades según sus cualificaciones y especialidades, reinaba la homogeneidad de clase -un barrio, además, que se había organizado, luchado, a veces ganado, y tenía una épica que contar, derrotas incluidas-, me resultaba sorprendente la diversidad de aquellos núcleos urbanos donde se reunían todos los oficios y gremios nuevos y viejos: éstos oscurecidos por la melancolía y aquellos por la conciencia del paro y la precariedad de los primeros movimientos de eso que llaman crisis o reformas. No había ricos, por supuesto, y solo unos bloques dispersos de población más acomodada parecían avisar de las interferencias futuras sobre las ruinas, los jardines asilvestrados, los solares cimentados sin prosperar de especulaciones anteriores.

Esa mezcla de gentes, edades y labores imprimía un ritmo sincopado, improvisado, alegre, pero con el balanceo de tristeza que pedía Morais para hacer una samba con belleza: “algo que llore, algo que te pierdas”.

Pero todo eso es ahora estética de un testimonio perezoso. Yo era un transeúnte varado entre los actores en la tarde intermareal que se dejaba involucrar en conversaciones que irremediablemente confirmaban el antitópico: no hay tantas cosas en el cielo y en la tierra que no puedan ser contempladas desde la filosofía de lo mínimo común.

Estaban el tabernero pluriempleado, padre joven, que me daba consejos para conservar un empleo al que yo ya había decidido renunciar lo antes posible tras jurar odio eterno a los mayoristas de largas distancias; su colega de enfrente, que alguna vez me pidió que lo acompañara a casa, dos manzanas más allá, porque le daba miedo ir solo con el dinero de la caja aunque llevaba un cuchillo enorme envuelto en papel de estraza; el grupo de barrenderos que esperaban el cambio de turno y temían al metano de los vertederos porque habían asistido a una combustión espontánea; la casi anciana que llevaba en la cartera una fotografía de la tumba de Marx pero prefería a Bakunin; el motorista que empujaba la máquina recitando en latín y griego por los callejones cuando iba bebido porque había pasado por un seminario; el emigrante retornado que había trabajado con los verdes alemanes; los ludópatas fumadores de hachís del rincón más profundo de un local de techos muy altos en un edificio con mirador de muros torcidos; el zapatero obeso, convencido de la decadencia de todo, que se planteaba adelgazar porque no cabía en su local; la cuadrilla de recaudadoras de tragaperras, salvajes como sus contadores a manivela; la camarera con trofeos deportivos; los albañiles risueños con monos enyesados que parecían mimos idénticos y cantaban montañesas; los amantes cautivos de un horario estricto, el soldador mago, los expertos de todo tipo, que casi siempre lo eran de verdad (en quinielas, nudos, tornillos, mujeres, hombres, boxeo…); una mujer que todos los días preguntaba si alguien había visto a su hijo yonqui o al menos al otro; las locas del club de alterne que pasaban cargadas con bolsas de hielo, el carpintero que temía los nudos de la madera, la regadora de geranios y paseantes… y la inmensa mayoría cuyas peculiaridades eran inabarcables, invisibles o inefables.

No tiene ningún mérito entender ahora que aquel territorio de fronteras cruzadas empezaba a deslizarse por las dunas de la limpieza social y la gentrificación. Pero creo poder afirmar que la mayoría de aquellas personas tenía conciencia clara de su presente y su pasado: en ellos se basaban para contestar las preguntas sobre el futuro y buscar consuelo en el recuerdo de una solidaridad que iba siendo abandonada ante una ciudad dispuesta a tomar al asalto los vestigios populares que la historia dejó en su periferia interior.

Expresaban con clarividencia su comprensión o intuición de la correlación de fuerzas (después de las transiciones y reconversiones) que les hacía presentir la futilidad de la resistencia, pese a lo cual, años después, muchos han actuado como siempre esperaron de sí mismos, aunque, hasta ahora, solo han podido confirmar el desprecio de las mayorías imaginadas e instituidas, rabiosamente coincidentes, de la ciudad cuya geografía especuladora asfixia su territorio desde el sur del cerro que los encierra.

Acabó aquel verano y la calle, el barrio, los bares, la gente de lo que tomé prestado como un laberinto lúdico y triste a la vez, se alejaron en el panorama como un paisaje se aleja de un tren.

Junto a las escalinatas de rellanos tendidos han instalado rampas y escaleras mecánicas. No buscan mejorar las ruinas, sino preparar el entorno para el asalto inmobiliario siguiendo el dogma del consumo de espacio urbano (un paraíso protegido por ángeles furiosos) que la realidad del mundo hace parecer cada día menos alcanzable salvo para los alucinados del blindaje, lo insostenible y la segregación.

Ya en los tiempos de mi relato, la gente joven pensaba en largarse y la de más edad esperaba no tener que hacerlo. La minoría restante trató y trata de resistir.

Viaje al presente

“La navaja de Occam (fragmento)” – ©Jesús Ortiz

Creo que estoy de acuerdo con Umberto Eco en que el viaje en el tiempo es ontológicamente imposible. Hay que ser otro para abandonar la línea propia, la protección (o la tiranía) de Cronos, sin romper el hilo de la conciencia, por flexible que este sea. Ígor Nóvikov dice casi lo mismo de otra manera, aunque lo suyo recuerda más a una partida de billar en un garito. (Eco también dice que traducir es decir casi lo mismo. Más allá, hay paréntesis.) El tiempo es tan simple y complicado que parece un escenario en el que cada uno (cree que) construye su propio laberinto. Es otra manera de decirlo que no cambia nada. Cada definición es un malentendido. Es mejor tomarlo como un juego de juegos. Cada malentendido es una restricción que estimula el gusto por la ciencia ficción injustificable, jocosa, paródica, la más seria, esa que puede recordar por nosotros lo que queramos al por mayor y permite perpetrar momentos y discursos como este íncipit que voy a abandonar enseguida a su suerte, incluso dejándolo sin fronteras, para hacer materia de esas cajas opacas de la fotografía. (¿He dicho opacas? (Un paréntesis es una grieta en el tiempo. Suena la máquina de ‘Doctor Who’.) El mundo cambia muy deprisa. El caso es que, de repente, me parecen más bien translúcidas. Volvamos al presente sin olvidar la actividad inesperada en su interior:) La misma opacidad que las hacía evidentes y vulgares deviene, al ser nombrada, una leve pero suficiente insinuación de transparencia enigmática. (Recuerdan un poco a aquel taimado Prisionero Cero al que solo se podía descubrir mirando de reojo.) Esas cajas cerradas, numeradas y etiquetadas (como si fuéramos a comprobar los datos y aceptar la utopía de la Ley de Protección) están abiertas a todo. Están, sin duda, abiertas a toda la ciudad. El embrollo de cables que generan multiplica las probabilidades. La maraña inalámbrica es aún mayor: es más difícil perfilar la percepción oblicua adecuada. No es necesario ni oportuno hablar de telarañas: las arañas son tejedoras cartesianas; no merecen nuestro miedo. Ni de micelios, que pertenecen al reino de lo fascinante y enteógeno, pero que en esta ciudad solo invocan gnomos de jardín en el extrarradio. La correcta simetría de los miradores con los registros grises lo disfraza todo de inofensivo. Pero el sopor inquieto, pero los sueños, pero los peros… Todo es accesible para todas las personas, pero ¿alguien tiene un plano de los circuitos solapados, interconectados o no? ¿Alguien fue actualizándolo desde el primer trazado, quizá en los tiempos en que la propiedad era vertical y todo estaba muy claro? ¿Mantienen todos los recorridos, activos o no, las funciones y estructuras con que fueron creados o los cruces y encuentros han producido un sinfín de estados latentes, probables singularidades que en un momento dado se toparán con la interrupción adecuada? ¿Oiremos un gran ¡clic! cuando eso ocurra? ¿Será, por el contrario, un hecho silencioso y sin la parafernalia mesiánica de la tecnoficción acomodada? ¿Ha ocurrido ya y no ha pasado nada? ¿Ha sido parasitado por una inteligencia autónoma autogenerada o alienígena a la que importamos un bledo tanto como a los dioses los debates escolásticos sobre su silencio? ¿O tenemos que resignarnos a entender que esa potencia latente de memoria y transmisión (hay 20000 sensores y se van a poner más, pero la gran mayoría solo funcionan como escapularios) proclamada en la última década no es más que la barraca ritual (creadores de contenidos: así se autodenominan los sacerdotes) de las rentas de la especulación que nos ofrece un viaje a su futuro si hipotecamos el nuestro?

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Laberinto

Paso junto a un árbol en el que anidan unos mirlos. No consigo saber cuántos son porque entran y salen del ramaje constantemente y muy deprisa. Las hembras son marrones y los machos negros con el pico anaranjado. También debe de haber urracas cerca: se oyen sus burlas. Las gaviotas, sin embargo, se muestran sin miedo; lo mismo pasean por la acera con torpes andares palmípedos que planean en círculos elegantes sobre los tejados que han adoptado como formas caprichosas de un mar sin mareas. También están muy presentes las palomas, pero esas no cuentan: resultan aburridas y parece que lo saben y no les importa. De los gorriones, es difícil hablar; son demasiado pequeños, aunque consiguen que los gatos callejeros miren fijamente sus brincos. Varios de esos gatos comparten con las gaviotas un terraplén entre los meandros de la calle en cuesta que sortea una comunidad de vecinos cada vez más blindada. Compartir es mucho decir: se vigilan mutuamente desde distancias que parecen acordadas, repartidos por el terreno en un orden inquieto que alterna aves y felinos. Compiten por los restos de comida que tiran algunos vecinos desde la parte de atrás de un edificio. Es un asunto conflictivo; también los vecinos se vigilan entre ellos. Cuando cae del cielo algún desecho, siempre hay alguien que se asoma para buscar al delincuente, pero no presta atención a la ceremonia que se representa en la franja salvaje. Si está claro cuál es el animal más cercano a la presa, éste se apodera de ella de inmediato. Pero, si hay equidistancia, empieza una danza que puede acabar en escaramuzas e incluso, aunque no es frecuente, en batallas sangrientas. En cuanto alguno de los acechantes reduce la distancia, aparecen las señales del desafío. Primero, las gaviotas medio abren las alas y los gatos se ponen de pie sin abandonar todavía la actitud previa de esfinges indiferentes. Crece una tensión de cuellos estirados y lomos erizados. Picos y garras adquieren nuevas dimensiones. Se esbozan avances y ataques. Sin embargo, la mayoría de las veces, en cuanto un animal se apropia de la pieza y sortea los primeros picotazos o zarpazos, huye con ella y los otros se dan por vencidos. Ante esa economía de la violencia, un griego clásico hubiera dicho que entre los animales no hay hibris, no conocen la desmesura. Me cuenta un vecino de la urbanización (se puede atravesar por un laberinto escalonado con avisos de propiedad privada) que a veces hay enfrentamientos similares en las reuniones de la comunidad. No obstante, los motivos son menos explícitos, puede que inconfesables, difíciles de justificar con hechos concretos como la caída de algo necesario de las alturas. Por ejemplo, una vez, llegaron a las manos dos propietarios porque no estaban de acuerdo en que sus respectivas propuestas eran idénticas. Tenía algo que ver con el aparcamiento subterráneo. Parecían disputarse el monopolio de la prevención por miedo al subsuelo. Solo una vez se habló de los gatos y las gaviotas o, mejor dicho, de la prohibición de echarles comida. Se habló poco: el administrador recordó las normas sobre detritus, se miraron unos a otros de reojo tratando de detectar a los culpables y hubo un silencio cautelar hasta que alguien mencionó las ratas. Las ratas siempre provocan una inusual unanimidad. Son útiles para desviar la atención, me dice el confidente. Las palomas, sin embargo, casi nunca aparecen -sin que nada lo justifique- hasta el otoño, cuando las hojas caídas atascan los pesebrones y alguien recuerda que se posan muchas. Y, en cuanto se nombra a las palomas, vuelven las ratas. Las asambleas son insoportables para la mayoría. Cada vez va menos gente; gobierna la minoría. Desde el principio de la reunión, todos se observan manteniendo distancias y proximidades disfrazadas de aleatorias fingiendo saber cosas que no quieren decir. Se dejan pasar las cuestiones tenidas por fútiles hasta que surge el tema controvertido. Entonces, el que primero consigue el turno de palabra se apodera de inmediato de la presa y se esfuerza en no soltarla. Pero es difícil, porque -a pesar de los esfuerzos del administrador, que modera aburrido con la ley en la mano y lo graba todo con un ordenador portátil, auténtico signo de autoridad- se suceden las secuencias de interrupciones que culminan en refriegas zanjadas con llamadas a la calma de los litigantes de cuellos estirados y ademanes encrespados. A veces, algunos avanzan al hablar como si quisieran saltar a una arena imaginaria. Sin embargo, salvo en raras ocasiones, el miedo a subvertir la idea fundacional o, mejor dicho, la intuición de ser parte de una urbanización cada día más blindada porque afuera hay monstruos y las advertencias no parecen suficientes, esa ilusión de masa cerrada que los diferencia y mantiene unidos en el lado bueno de las alambradas, hace que la tensión se relaje en forma de rencor civilizado. Pero, como no se disputa una presa concreta, el valor que la reemplaza, una abstracción frustrante, no puede ser olvidado. El miedo al exterior está dentro y nadie escucha a Casandra. Afuera hay guerra y en el interior acecha el desdén por el futuro. De vez en cuando, el coro de gatos y gaviotas entona el canto ctónico de las furias.

Plaza de Italia: los nombres, la memoria y la forma

En Poznan (Polonia), después de la caída del bloque soviético, decidieron cambiar el nombre de la calle Jaroslaw Drawoski, combatiente de la Comuna de París, por el de Henryk Drawoski, fundador de la Legión Polaca. El cambio sólo tuvo efectos en los viandantes avisados, esa minoría que no se apresura a invisibilizar los homenajes urbanos.

En París, en 1879, encontraron oportuno llamar Denfert-Rochereau a la Place d’Enfer (Plaza del Infierno), pero esa es otra historia en la que el diablo permanecía oculto mientras culpaba a los desplazamientos semánticos de los pasos inferiores. (1)Por aquí hubo polémica cuando alguien sugirió cambiar el nombre a la calle Alcázar de Toledo por el apelativo medieval.

La Plaza de Italia de Santander fue primero Plazoleta del Pañuelo y luego de Augusto González de Linares hasta que las tropas fascistas italianas, en 1938, recibieron el agradecimiento del franquismo. Supongo (no sé si se ha hecho explícito) que la democracia formal da por olvidados los motivos de la denominación actual y prefiere mantenerla en vez de volver a la popular o a la del científico, es decir, opta por la triste solución de la memoria salomónica: los que quieran asociar el lugar a otros nombres persistentes (el del general Dávila, Alonso Vega, Reguera Sevilla(2)Éste más intocable aún, pese a la cuesta escasa que le adjudicaron, por sus esfuerzos para impulsar una idea de promontorio vanguardista al … Continue reading, etc.) pueden estar tan satisfechos como los que celebran que Italia saliera del fascismo mucho antes que nosotros. Es una falacia brutal, pero, ¿a qué mayoría le importan las falacias?

El caso es que, si las embellecidas infografías no mienten, la remodelación que ahora se está haciendo no va a tocar el nombre que tapó a los anteriores, sino el lugar, y creo que está claro que se trata de un borrado de la plaza que merece jugar a las interpretaciones simbólicas.

Desaparecen las formas onduladas propias de la burguesía de casino y balneario que modeló el entorno y son reemplazadas por parterres rectilíneos y vías peatonales que parecen incitar más al tránsito que a la permanencia. Los promotores mantendrán la retórica identitaria (“lugar de privilegio”), pero el recogimiento circular, los atardeceres socializantes de los veraneos, orgullo del clasismo santanderino, se someten a la cuadratura neoliberal del espectáculo turístico y financiero. Todos los proyectos de la ciudad la empujan hacia esa utopía del mundo uniformado como si sólo fuera una gran superficie comercial en construcción que debe cumplir reglas sagradas de formas, fetiches y contenidos.

Transformado el espacio físico, ¿importan los nombres? Sabemos que el nombre es lo mínimo, lo que queda, pero requiere explicaciones y capacidad de lectura. Creo que muy poca gente pregunta el por qué de los nombres de las calles; es más fácil mirar fotos de cómo eran antes, pero los motivos de los cambios también requieren palabras. En esa necesidad del lenguaje se unen las cosas y sus denominaciones.

Borrar los homenajes a los criminales y las falsificaciones sirve de desagravio a las víctimas, pero casi siempre llega tarde y no recupera nada más que emociones; y puede despertar contradicciones(3)Hace poco se rindió homenaje a los prisioneros de los campos de concentración de la Magdalena escenificando una fotografía de propaganda hecha por … Continue reading. El de la memoria y los monumentos ya era un debate viejo cuando Courbet tuvo que pagar la columna Vendôme (por allí andaba el primer Drawoski) pese a ser inocente: no quería destruirla, sino desmontarla, trasladarla o, como mucho, aplicar antes de tiempo la idea de Daniel Buren: una estatua derribada se convierte automáticamente en escultura.

Otra manera es añadir a los monumentos enmiendas, textos o intervenciones explicativas. Aunque los cambios de nombres y las demoliciones son espectaculares, sólo permanecen las instantáneas. Las notas a pie de pedestales mantienen el recuerdo y, por tanto, prolongan la vigencia del debate. El problema es que eso no suele gustar a ningún poder o aspirante a él porque suscita controversias con matices que no se limitan a las consignas.

En la antigua República Democrática alemana, alguien escribió Somos inocentes al pie de una estatua de Marx y Engels. ¿Podría ponerse un rótulo en la Plaza de Italia en memoria de Cavour y Garibaldi proclamando su inocencia? ¿Y una explicación sobre los nombres anteriores? Un mural con imágenes de su pasado quizá abriera un debate interesante sobre formas y funciones urbanas, aunque, si se puede hablar del incendio de Santander y repartir fotografías omitiendo (o justificando sin pudor) la especulación y la segregación, no es descartable que la nueva plaza se plantee como un homenaje a la antigua con la misma desfachatez.

Plaza de Italia e infografía del proyecto municipal.

Notas

Notas
1 Por aquí hubo polémica cuando alguien sugirió cambiar el nombre a la calle Alcázar de Toledo por el apelativo medieval.
2 Éste más intocable aún, pese a la cuesta escasa que le adjudicaron, por sus esfuerzos para impulsar una idea de promontorio vanguardista al servicio de Fraga Iribarne.
3 Hace poco se rindió homenaje a los prisioneros de los campos de concentración de la Magdalena escenificando una fotografía de propaganda hecha por los carceleros en lo que hoy es la explanada de las caballerizas. Algunos simpatizantes del régimen de Franco argumentaron en medios bien dispuestos a acogerlos que esa era una prueba de la humanidad del régimen. La falta de iconografía objetiva o aportada por los vencidos es muchas veces un problema para la reivindicación de la memoria, sobre todo en un mundo en donde se han hecho imprescindibles las representaciones e imaginaciones como soportes de las ideas y cuando se combaten décadas de adoctrinamiento prolongado por las versiones posteriores a la dictadura. Entre las muchas discusiones pendientes, está el de la utilidad, más allá del hecho de reconfortar a los ya convencidos, sean militantes o historiadores, de las ceremonias de este tipo, cuya resonancia es efímera y se pierde en el cúmulo de celebraciones. El palacio es templo de cultura, recuerdo de esplendores aristocráticos y escenario internacional de espectáculos veraniegos que incluyen reivindicaciones solidarias de todo tipo. Su conexión con la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad es un asunto borgesiano de senderos que se bifurcan.

En defensa de una pasarela

Tejados de Santander - RPLl

Ahora que se va a transformar el edificio histórico del banco de Santander en centro de arte y ocio, creo que es buen momento para insistir en que los que tienen poder de decisión sobre esas cosas deberían retomar la idea de construir una pasarela elevada sobre los Jardines de Pereda que conecte el Centro Botín con la terraza de la antigua sede de la entidad. Incluso se podría prolongar hasta la nueva sede, situada en la que lo fue del Banco Mercantil, en Hernán Cortés, y afianzar los lazos conceptuales y anulares de los planes de la Fase Superior de Compartimentación Urbana.

Ese diseño audaz de un camino amplio y flotante (acorde con los tiempos ‘ukiyo’ que corren pese a los anuncios de nueva recesión), además de añadir un atractivo espectacular para el turismo y reforzar la humilde y humillada terraza del edificio de Piano (mirador de metal y cerámica en rápida decadencia), le aportaría a la ciudad una visión de sí misma más distante y onírica, y la ayudaría a reafirmarse en el ensimismamiento sin lamentar el vacío de ideas y habitantes en el que sabe progresar y despersonalizarse desde hace años.

Propuesta de pasarela

Coloreando escollos

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques a Okuda San Miguel

‘Túneles de sol’. Nancy Holt, 1976. | Calvin Chu (licencia CC BY 2.0).

Si el Ayuntamiento de Santander hubiera presentado las escolleras de la Magdalena como ‘land-art’, probablemente serían aún menos los pocos ciudadanos que se oponen a la obra. La mayoría muestra indiferencia por las alteraciones del medio o está dispuesta a padecerlas por causas que considera superiores: el turismo, la hostelería, el culto al sol y la arena fina… Quieren playas sin rebajas ni resacas de pleamares y son firmes inmovilistas ante la complejidad de los ciclos oceánicos. Mientras los argumentos a favor de los espigones incluyen su hipotético uso como solarios y terrazas hosteleras, entre los contrarios -soy un hábil encuestador del bar de la esquina- predominan los que se refieren a su supuesta fealdad. Pero esta ciudad tan tolerante consigo misma ama el prestigio cultural y, puesto que los juicios estéticos pesan tanto como los éticos, conviene proponer otros arreglos. Todo puede ser más bonito, si no bello.

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques (se acaben o no, y también si se sumergen) a Okuda San Miguel aunque eso acelere la saturación que, por otra parte, espero, cuando llegue al clímax, superará reinventándose: incluso creo que puede llegar a ser genial en la autoparodia.

No estoy descubriendo nada. En las costas ya hay casi de todo. Agustín Ibarrola pintó con éxito los cubos de hormigón del puerto de Llanes (prefiero que pinte sobre piedras que sobre árboles vivos). Eduardo Chillida peinaba vientos. En los arenales de Emeryville (California, USA), agentes anónimos convirtieron residuos en instalaciones cinéticas. Si tengo que elegir decoradores, soy más de Daniel Buren o de envoltorios a lo Jeanne-Claude & Christo (aunque preferiría adaptaciones del Damien Hirst de los tiburones o del Wim Delvoye de las cloacas y los vitrales obscenos, no veo cómo encajarlos aquí si no es entre paréntesis pretenciosos en medio de una divagación de matices sexuados:), pero nuestros espigones penetran con más fuerza en un mar calmo y piden gradaciones cromáticas triangulares desprovistas de conflicto. Puede que, además, haya que complementar el señuelo con algunas frases sin contexto pintadas por Boa Mistura, cuyo corazón negro de Peña Herbosa me gustaba menos que el bodrio imperialista que lo ha sustituido: sólo por eso merecen una oportunidad de redención.

Quizá este artículo parezca una ’boutade’, pero les aseguro que es sincero y meditado. He decidido aceptar las reglas del juego en esta ciudad donde la defensa del medio ambiente se resuelve en carriles bici que agreden a los peatones para no molestar a los coches. También pretendo dejar de lamentar la debilidad del centro Botín, probablemente uno de los edificios de su género más aburridos del mundo (puede que ni siquiera eso), que, una vez asumida la imposición feudal, debería haber aportado al entorno algo de audacia, de brutalismo incluso; pero no se atrevieron a sobrevolar los jardines con una pasarela como años antes no osaron hacer dos torres cilíndricas enfrentadas en cada punta del paseo costero ya entonces cortado con un murallón de festivales. En una condición escamada de cajón-mirador se ha quedado el pobre centro. Y, encima, tampoco se atreven ahora a reemplazar el TUS por un tubo como el de Futurama, pero esto quizá sea por falta de contratistas a la baja y tal vez su eficacia cyberpunk, aunque la aligeraran con gaseosa, no resultaría apropiada para la burbuja que todo lo vuelve ‘kitsch’ (ya: ya sé que me repito) sin revelar quién va a pagar por las transiciones, reconversiones y transbordos.

La culpa es del ecosistema, claro, maldito engendro de los abismos que no entiende de playas.

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Porticada

El gran rectángulo vacío no podía quedar impune. Se anuncia un plan espectacular para hacer que la gente venga a la plaza

Plaza Porticada | RPLl.

Sobre la entrada de la que fue última banca pública, las estatuas del hombre y la mujer, desnudos y negros, representan el ahorro y la beneficencia. Pese al rancio simbolismo y el escaso erotismo, el franquismo estuvo a punto de prohibirlas. Pero no alcanzaron tanta relevancia.

Creo que la plaza de Pedro Velarde, más conocida como plaza Porticada, nunca ha sido muy querida por los lugareños. Incluso dicen que, cuando se quiso poner allí el Ayuntamiento, el rechazo fue unánime entre los que podían expresarlo. El cuadro herreriano, inaugurado en 1950, procede de un tiempo en que era mejor no andar cerca de la Brigada de Investigación Social, por si los sótanos hablaban, aunque uno tuviese la hipocresía muy tranquila.

Sin embargo, no quiero pensar que eso fuera determinante para que muchos santanderinos (especie indefinida de gentes que nos cruzamos como musas de De Chirico con la constante referencia de la fachada de la Ribera; la bahía, por cierto, es muy bonita) lo perciban como un vacío metafísico entre el paseo, dos pasajes escalonados y el comienzo de la ladera urbanizada. Un lugar de paso: no una plaza.

Durante muchos años, lo atravesaban los coches, pero la peatonalización no aportó muchas ganas de quedarse. La exposición a los vientos tampoco ayuda. Es un lugar frío. Los que pasan adquieren la perspectiva de ir a alguna parte sin querer y con prisa. Produce un desapego marginal; ignora la mar, tan cercana; frustrado como lugar de encuentros, es un solar propicio para instalar carpas de eventos que, indefectiblemente, caen en la rutina.

Los únicos puntos humanizados entre los pórticos -que apenas se llenan los días de lluvia inesperada- eran y no sé si aún son el carrito de los helados, el de los perritos calientes, la churrería o la locomotora castañera. Creo que alguno de ellos ya ha pasado a la historia, esa ciénaga pareja a la que durante siglos anegaba la pleamar desde el muelle evitando las casas buenas empezadas a construir por los arribistas del XVIII, que dieron forma de ciudad inacabada a la villa de las dos pueblas, todo lo cual sería leyenda si no hubiera tres o cuatro dibujos, muchos asientos contables y algunas crónicas casi nunca muy consideradas.

La Porticada tuvo momentos memorables cuando el Festival Internacional de Santander instalaba allí su barraca. Luego llegó el Murallón de Festivales y ya no fue lo mismo, sobre todo porque no podíamos escuchar los conciertos desde la calle, bajo la atenta mirada del gris de gobernación.

Todo esto son estimaciones de columnista vago, muy poco contrastadas (así se construyen la mayoría de las opiniones, no nos engañemos), pero me parece evidente que la gente prefiere citarse en la esquina de correos.

El caso es que el gran rectángulo vacío no podía quedar impune. Se anuncia un plan espectacular para hacer que la gente venga a la plaza. De hecho, se anuncia el espectáculo, que es lo que quedará de valor electoral inmediato, fracase la obra o no. No es casual la idea, por supuesto, sino parte del proceso de liquidación social de la ciudad, es decir, la conversión de los espacios públicos en privados disfrazados de comunes para permitir el desenvolvimiento del espíritu rentable absoluto.

El Ayuntamiento se propone cubrir la plaza con una cúpula, supongo que para darle entidad de centro comercial, facilitar el negocio del edificio de la Caja de Ahorros y crear otro ámbito hostelero con pretenciosas ofertas. De pronto -es broma- se han dado cuenta de que lo único capaz de cambiar el clima es el consumo desaforado. Por siniestro que eso suene, no les parece un aviso de catástrofe. Así que surgirá un invernadero lleno de tiendas, terrazas, bares, coartadas culturales, escaparates y pantallas fusión, fashion, crudas, cocidas y típicas con alternancia de lo caro y lo barato (créanme: va a ser todo caro), la bisuta y el diamante.

Imagino una vidriera protegida mediante ultrasonidos de las cagadas de palomas y gaviotas mientras, abajo, miles de sensores nos retratan para personalizar los anuncios animados de los pórticos. Es probable que algunos prefiramos la plaza que nunca hemos apreciado. Espero que el liberal Velarde no permita que el falso cielo reviente durante una surada.

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