Aria de Aira

Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son, o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo. Al perder el motivo para evadirse, se les hace innecesario el espacio por donde hacerlo, y sólo les queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden hacer otra cosa que contar las alternativas felices de sus días y, ¡ay! de sus noches, en un relato lineal que es hoy el equivalente indigente de lo que antes era la novela.

Podríamos preguntarnos cómo es posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer irresistible el deseo de contarlas. Porque es evidente que no todas las vidas son tan gratificantes; también hay pobres, enfermos y víctimas de toda clase de calamidades. Pero, justamente, los que no están contentos con sus vidas no escriben novelas, y me da la impresión de que ni siquiera las leen. Es como si se hubiera cerrado un círculo de benevolencia, y no se huye en círculos.

Dicho de otro modo: hubo un proceso histórico que en el último medio siglo fue eliminando todos los problemas y conflictos de un diminuto y muy preciso sector de la sociedad, que ipso facto se dedicó a la producción y consumo de novelas celebratorias. Esto es una simplificación, claro está, pero puede tomarse como un mito explicativo.

Subsidiados, psicoanalizados, viajados y digitalizados, los novelistas viven vidas de cuento de hadas, y aun así escriben novelas (y no cuentos de hadas, lo que sería más honesto). La Historia les jugó una mala pasada al despojarlos de conflictos. Ni siquiera el problema sexual les dejó. Y como si hubiera un especial ensañamiento, la Historia de la Literatura colaboró, haciendo muchísimo más fácil que antes escribir una novela.

César Aira. Evasión y otros ensayos (2017).

Cerdos

Siendo así, el cerdo de repuesto que llevaríamos a Marte sería nada menos que un ancla con nuestra especie, lo que nos garantizaría nuestra condición de humanos donde no hubiera otros, fuera del mundo.

Jesús Ortiz. ¿Sueñan los androides con tarifas eléctricas?

Vendrás a visitarme cuando tengas ganas de reírte; a mí que estoy gordo y tengo bien cuidado el pellejo, como puerco que soy de la piara de Epicuro.

Quinto Horacio Flaco. Arte poética.

Hay que leer a los clásicos y a los que saben leer a los clásicos. No se qué censura o autocensura obligó a muchos eruditos a traducir lo que era un huerto (kêpos) como un jardín (parádeisos). Le debo la precisión a Benjamin Farrington, que no merece perder la batalla entre el rigor y el eufemismo. Me refiero al terreno que adecentó Epicuro para consolidar una comunidad autosuficiente. Era huerto y granja, y había cerdos.

Mientras Platón pintaba con humo una caverna, los del Huerto, que albergaba hombres y mujeres de toda condición, esclavos incluidos, establecían que el libre albedrío, el destino y el azar no eran sino expresiones de la declinación de los átomos y que los dioses solo se ocupaban de sí mismos. Aquellas gentes de variados gustos entendían de verdades materiales, pasaban de explicaciones olímpicas y, mientras aprendían a sobrevivir con principios elementales, desdeñaban las luchas por el poder. Durante mucho tiempo les fue mejor que a Platón, quien, a pesar de la prudencia que creía haber aprendido de Sócrates (triste maestro: lo mataron los reaccionarios populares con apoyo del vulgo vulgarizado), consiguió la amistad de tiranos y que uno de ellos lo vendiera como un esclavo. En cambio, los cerdos compartidos buscaban en el huerto las trufas del clinamen materializando el universo con atisbos de solidaridad (una idea de la amistad organizada) e igualdad.

El poeta Horacio decía que se consideraba un puerco de la pocilga de Epicuro. Me apunto al gremio. Horacio ha sido tachado de elitista o sociópata porque odiaba al vulgo profano. Pero el adjetivo lo deja claro: se refiere a la ignorancia, esa presencia proteica que la demagogia adorna haciendo del “pueblo” un universal platónico que todos nombran y nadie ha visto, del que se esperan virtudes convencionales en todas las formas de sus contenidos y en todos los contenidos de sus formas. Un pueblo sin barrizales en los que refocilarse sin prisas.

Los jardines de plástico y cemento asfixian los cultivos. Los paraísos de disfrute blindado, de estrictas reglas de admisión, fomentan las representaciones de falsas transgresiones -en realidad, sumisas- ruidosas y competitivas que alcanzan sus clímax en esos momentos en que un sujeto acelerado -un héroe universal de nuestro tiempo- se zampa no se cuántos sobaos por minuto con un personaje de televisión como testigo protagonista. Ningún cerdo haría eso y, si ocurriera, nadie en la piara lo aplaudiria.

Cerezos de la China

Es que hacía demasiado calor para dormir, la gente era demasiado ruin para amar y había demasiado ruido para relajarse y soñar con piscinas y con las sombras de cerezos de la China.

Chester Himes. Empieza el calor (The Heat’s On, 1966).

Unos 600 agentes de la Policía y la Guardia Civil reforzarán este verano cinco municipios de Cantabria. El refuerzo, abierto a otras poblaciones, se enmarca en el Plan Especial para el Desarrollo del Ocio.

Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones no solían formar parte de dispositivos sofisticados. Se limitaban a sobrevivir en el horno habitado. Eran otros tiempos. La ficción retrataba las miserias y alegrías con modestia y sinceridad, pero no renunciaba a hacer épica y lírica de las calles. La humanidad acalorada tendía al caos y nadie lo negaba, lo aprobara o no. Todo era física, cosas sólidas, sudor real, fuentes de agua, no de datos torrenciales ilegibles. Hoy, la posficción, después del ensayo general de la posverdad (que desapareció de los titulares una vez implantado el concepto en la dermis de la prensa que ningunea a Assange y hace que Biden sea otra cosa y la guerra no sea la guerra), la forman las noticias cotidianas.

Se adelanta y arrecia la canícula y avisan de que va a haber varias seguidas. El viejo solsticio de verano ya no tiene autoridad. Se barrunta que los impases sofocantes durarán demasiado y se aproxima una situación de eternidad pasajera, el triunfo de lo inconcebible. Pero, a pesar de la eficacia del doblepensar, las viejas leyes universales (la gravedad, la entropía, la ley del más fuerte…) siguen inquietando, como si las sociedades que todavía tienen algo que perder debieran preocuparse y conseguir que lo tengan los que tienen poco, casi nada o nada. Es un temor egoísta, por supuesto, a propósito de unas cuantas cosas esenciales (la sanidad, el clima, la pobreza…) y, además, nada novedoso y muy poco convincente: egoísmo de aguafiestas.

El veraneo, placer de ricos disfrutado en limbos litorales o balnearios blindados, se hizo masivo con las vacaciones pagadas, logro de los frentes populares empeñados en que las clases obreras vivieran como burguesas. La felicidad mediante el sucedáneo consumista no era nueva, pero el modelo creció, el ocio se hizo kitsch y habitamos en él como en un callejón sin salida. Los espacios y niveles se multiplicaron sin que burgueses y aristócratas perdieran un ápice de su exclusividad: ellos están libres todo el año, sólo los desplaza el clima, incluso sacan beneficios del calentamiento global y su presunto trabajo es el ejercicio del poder, ese deporte inconfesable.

Ese llamado Plan de Desarrollo del Ocio (mientras Chester Himes sudaba tinta en Harlem, el franquismo propagaba el primero de sus Planes de Desarrollo) es básicamente policial, pero no para reforzar los muros visibles e invisibles, físicos y mentales, y garantizar la segregación de clases, sino para conservar el equilibrio interior en esas masas rentables concentradas en épocas y lugares que se configuran acatando la estudiada espontaneidad de las promociones turísticas. Se movilizan, preparan la explosión del peregrinaje al bochorno, programan las sesiones de autocastigos con descargas en eventos (Canetti lo explicó fríamente en ‘Masa y poder’) y celebran desmadres instituídos. Los objetivos del orden al servicio del progreso turístico consisten en paliar los efectos colaterales en la población autóctona (que tiene que currar al día siguiente mientras en la calle terraceada compiten los chupitos) y garantizar que, si los fiesteros braman “¡menos policía y más diversión!” y quieren pasar a la acción de balcón a balcón, lo hagan en los lugares designados para ello. Refuerzan los dispositivos represivos, pero saben que solo pueden frenar lo imprescindible: otra economía es imposible, afirman, no seamos radicales y conservemos el malestar justo y necesario. El calor fecunda esa manera de entender el mundo como los nitratos de los complejos playeros las medusas.

Johnson y Jones, policías de su tiempo en su barrio estático, sabían que la caldera social explota cuando el calor lo acelera todo y es imposible siquiera soñar con relajarse bajo los cerezos de la China. Y que ellos estaban para tapar grietas.

Decir lo evidente (Jean-Luc Godard sobre Cannes y la guerra)

La intervención de Zelensky en el festival de Cannes es evidente si se mira desde el ángulo de lo que se llama ‘puesta en escena’: un mal actor, un comediante profesional, bajo la mirada de otros profesionales de sus propias profesiones.

Creo que debo haber dicho algo en este sentido hace mucho tiempo. Pero parece que ha hecho falta la representación de otra guerra mundial y la amenaza de otra catástrofe para que supiéramos que Cannes es una herramienta de propaganda como cualquier otra. Propaga la estética occidental, ¿no?…

Darse cuenta no es mucho, pero ya es algo. La verdad de las imágenes avanza lentamente. Ahora, imaginen que la guerra misma es esa estética desplegada durante un festival mundial, cuyos actores son los Estados en conflicto, o más bien “en intereses”, difundiendo representaciones de las que todos somos espectadores… ustedes igual que yo.

Oigo decir a menudo “conflicto de intereses”, lo cual es una tautología. No hay conflicto, grande o pequeño, si no hay interés. Bruto, Nerón, Biden o Putin, Constantinopla, Irak o Ucrania, no hay mucha diferencia entre ellos, aparte del asesinato en masa.


L’intervention de Zelensky au festival cannois va de soi si vous regardez ça sous l’angle de ce qu’on appelle « la mise en scène » : un mauvais acteur, un comédien professionnel, sous l’œil d’autres professionnels de leurs propres professions.

Je crois que j’avais dû dire quelque chose dans ce sens il y a longtemps. Il aura donc fallu la mise en scène d’une énième guerre mondiale et la menace d’une autre catastrophe pour qu’on sache que Cannes est un outil de propagande comme un autre. Ils propagent l’esthétique occidentale, quoi…

S’en rendre compte n’est pas grand-chose mais c’est déjà ça. La vérité des images avance lentement. Maintenant, imaginez que la guerre elle-même soit cette esthétique déployée lors d’un festival mondial, dont les parties prenantes sont les États en conflit, ou plutôt « en intérêts », diffusant des représentations dont on est tous spectateurs… vous comme moi.

J’entends qu’on dit souvent « conflit d’intérêt », ce qui est une tautologie. Il n’y a de conflit, petit ou grand, que s’il y a intérêt. Brutus, Néron, Biden, ou Poutine, Constantinople, l’Irak ou l’Ukraine, il n’y a pas grand-chose qui a changé, mise à part la massification du meurtre.

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Kafka mirando pasar la guerra

El 2 de agosto de 1914, Franz Kafka escribió en su diario: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde, Escuela de Natación”. Se ha establecido la costumbre de señalar esa anotación como una muestra de indiferencia. Lo han desmentido sus traductores y biógrafos(1)Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros … Continue reading pero es inútil: el Kafka que pocos leen y muchos citan (porque fabricó mitos actuales con la misma entidad que los homéricos) es el estereotipo de un tipo triste fulminado por la burocracia y la incomunicación, y quizá no merezca la pena insistir en otras percepciones que abarquen su humor, negro o blanco, o su legítimo extrañamiento o su muchas veces inesperada condición de cronista. No es que él sea ajeno a esos prejuicios. A veces es fácil tomar su sarcasmo por sinceridad, su ironía por desesperación y, en todos los casos, viceversa; ‘kafkiana’ sería entonces la sensación, entre la risa y el escalofrío, que nos produce leer, en una anotación poco anterior a la de la declaración de guerra, algo como esto: “29.VII 1914. (…) He hecho la observación de que no rehuyo a los seres humanos para poder vivir tranquilo, sino para poder morir tranquilo. Ahora me defenderé. Tengo un mes de tiempo durante la ausencia de mi jefe”. Pero, dos días después, (se) reconoce: “31 [de julio de 1914]. No tengo tiempo. Hay movilización general. Karl y Pepa [sus cuñados] han sido llamados a filas. Ahora recibo la recompensa de estar solo. Con todo, casi no es una recompensa, pues estar solo comporta únicamente castigos. (…) A pesar de todo, escribiré, pase lo que pase, es mi lucha por la supervivencia”. Una soledad que apenas exige una fórmula de despedida rutinaria y lateral: “1 [de agosto de 1914]. He acompañado a Karl a la estación. En la oficina, los parientes rodeándome por todas partes”. Pero no tarda en aceptarse como observador de la retaguardia (“6.VIII [1914]. La artillería que desfilaba por el Graben, flores, gritos de ¡Viva! y ‘Nazdar!'[‘¡Viva!’ en checo]) sin apartarse de su autobservación habitual, que ahora entendemos como una autoexposición al abismo: “El rostro silenciosamente crispado, asombrado, atento, moreno, de ojos negros. — En vez de recobrado, estoy deshecho. (…) Lleno de mentira, odio y envidia. Lleno de incapacidad, estupidez, majadería. Treinta y un años”. Y a odiosas comparaciones: “Hombres jóvenes, frescos, que saben algo y que son suficientemente enérgicos como para practicarlo en medio de los seres humanos, los cuales necesariamente ofrecen un poco de resistencia. — Uno de ellos conduce a los hermosos caballos, el otro está tumbado en la hierba y asoma entre sus labios la punta de la lengua, en una cara por lo demás inmóvil y absolutamente digna de confianza”. Nunca renuncia a lo que define como su inclinación a describir su onírica vida interior, que desplaza “al reino de lo accesorio todas las demás cosas, las cuales se han atrofiado de un modo horrible y no cesan de atrofiarse” y es su único contento: “5 [de agosto de 1914]. No descubro en mí nada más que mezquindad, incapacidad de tomar decisiones, envidia y odio a los combatientes, a quienes deseo apasionadamente toda clase de males”. Ese mismo día, se asoma al escenario de la autoridad: “Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, aparece de nuevo y grita en alemán: «¡Viva nuestro querido rey! ¡Viva!». Asisto a ello con expresión torva. Estos desfiles son uno de los más repugnantes fenómenos que acompañan a la guerra. Son promovidos por comerciantes judíos, que un día son alemanes y otro checos, lo cual reconocen, ciertamente, pero nunca como ahora podían gritar tan alto. Naturalmente, arrastran consigo a muchos. Estuvo bien organizado. Parece que se repetirá cada atardecer, mañana domingo dos veces”.

En abril de 1915, Franz viajó en tren con su hermana a Nagy Mihàly, cerca del frente, para visitar a su cuñado, oficial de reserva. Esas aproximaciones a espacios donde la sociedad parece diluirse en la fragilidad del territorio de límites borrosos son tan buenas oportunidades literarias como las treguas o los impases en las ciudades abiertas. En una larga entrada, relata el trayecto, las paradas, subidas y bajadas -¿teatrales?- de pasajeros, las conversaciones, rumores, noticias, un ambiente multiétnico de mujeres y hombres, civiles y militares, que Kafka -o uno de sus K- escudriña para anotar conductas, ademanes, describir rostros y expresiones y ejercer un distanciamiento irreprochable -que le hace sospechoso de esforzarse en parecer culpable- del bullicio de gente viajando por el panorama invisible de la guerra. “Yo, casi siempre mudo, no sé qué decir, la guerra no desencadena en mí, al menos en este círculo, la menor opinión digna de comunicarse”.

Poco a poco, la anomalía militar se fue integrando en los paisajes cotidianos. “Como mañana me incorporo al ejército, vengo a licenciarme de ustedes”, se despidió un joven en octubre de 1917. En noviembre, un año antes del armisticio, Franz sueña con la batalla del Tagliamento (“una llanura, un río que en realidad no está, muchos espectadores que se agolpan excitados…”) y, a partir de esa fecha, se interrumpen las anotaciones hasta el verano de 1919. No hay, pues, comentarios sobre el final de la guerra en el diario y solo una alusión de unos meses antes sobre el “ruido de los que llegan” del frente en uno de los cuadernos en octavo, quizás intuyendo el cansancio de los combatientes. Eso es todo: una paz vacía. Puede que, durante el año y medio de silencio, olvidara sus “pasos firmes” en los cursos de natación.

Notas

Notas
1 Por ejemplo, según Andrés Sánchez Pascual, cuya traducción utilizo para estos apuntes, “lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros contextos la tragedia histórica que significaba la contienda europea”.

Evocación de la audaz idea de una cultura sin mercado

A principios de los años 90, el sociólogo Pierre Bourdieu y el artista Hans Haacke mantuvieron una conversación en la que ocupó una parte principal el estado (es decir, las contradicciones) de la libertad de expresión en el arte, cuyas producción y exhibición son necesariamente dependientes del dinero institucional, del dinero privado o de ambos en colaboración.

Señalaban una paradoja esencial. Si el arte no quería someterse a la censura de los patrocinadores privados, a los que no se podía exigir respeto a una -supuesta- autonomía de la creación, la única solución era que las instituciones se vieran obligadas por la presión del público y de los artistas a respetar la libertad de expresión incluso cuando ellas mismas y sus entidades colaboradoras, públicas o privadas, fueran cuestionadas.

Hans Haacke es conocido por desarrollar su labor bajo los presupuestos de una crítica institucional del arte, algo muy en concordancia con la disección de la sociedad que realiza Bourdieu para comprender las construcciones de las tendencias, los gustos y los intereses.

La cada vez más complejas relaciones entre mecenazgos, galerías y macrogalerías, marchantes, comisarios, críticos, museos y fundaciones, ingenierías fiscales del coleccionismo, etc., hacen del arte un mercado como cualquier otro (pese a la especificidad del lenguaje y los rituales destinados a otorgar el “aura” benjaminiana o al menos el simple prestigio a la designación de un objeto como obra artística) y dirigir al público hacia el fetichismo de la mercancía y a los negociantes hacia las argucias financieras. Todo ello, además, con el interés propagandístico de una actividad que es esencialmente comunicacional. Todas las artes lo son del espectáculo.

No pretendían los dialogantes descubrir nada nuevo; la crítica del grado superior del capitalismo financiero ya tenía entonces relato de sobra. Ya era dogma de la política neoliberal proporcionar beneficios a manos privadas apoyándose en las entidades públicas para intervenir en las reglas de la compraventa. Aunque tropezaban con más oposición que hoy, ya dominaban el uso del sector público: traspasar dinero al sector privado hasta privatizarlo del todo acusándolo de ser una rémora para el libre mercado.

Los intentos de teóricos del arte y artistas actuales por explicar la situación parecen unir a la reiteración la asunción de la derrota. Hay excepciones, por supuesto, pero la autojustificación de los sectores y agentes culturales precarizados está en consonancia con su forzosa sumisión (los espíritus libres también tienen cuerpos que alimentar) a la evolución de un capitalismo sin cortapisas que se amplia y solaza girando en una puesta en abismo de ingresos vertiginosos.

Entre la libertad liberal de la censura económica (eres libre de vender lo que te compro), censura directa política (oculta en la falacia del conflicto politización/despolitización) y la apreciación social teledirigida, las contradicciones que ya mostraban el artista Haacke y el sociólogo Bourdieu (ambos señalados en más de una ocasión como provocadores profesionales) se han hecho tan evidentes como confusa la vida cotidiana del arte, sus negocios y sus políticas. Confusión que, por otra parte, desaparece -igual que las del mercado laboral y la economía política- en cuanto se enfoca la situación subsidiaria del arte, la citada precariadad de la mayoría de los artistas, equiparable a la de los camareros temporeros, pero más acomplejada y deslumbrada por los apóstoles del éxito, el culto a la minoría de triunfadores y los mantras del emprendimiento. La ilusión del triunfo en la falsa libre competencia de las redes de la genialidad les impide constatar su papel de (muy honorables obreros) artesanos mal pagados en un mundo repleto de imágenes y saturado de noticias de inauguraciones.

La falta de activismo entre los artistas es tan estética como política (son inseparables) y la audaz propuesta de un activismo que aproveche lo institucional para reivindicar un arte sin mercado, aunque siga dejándose querer poética e históricamente entre contradicciones y autorrefutaciones, parece cosa de nostálgicos. La radicalidad depende del contexto y las instituciones y sus patronos y mecenas son tan poderosas que hasta se permiten alentar oportunas irreverencias para insistir en que el arte es apolítico y la publicidad no tiene color.

Ya sé que para introducir el encuentro Bordieu-Haacke no hacía ninguna falta la anterior sarta de prolegómenos, pero me he permitido sin escrúpulos el placer de contribuir con un panfleto al marasmo reinante.

No he encontrado traducción al castellano de Libre-échange. Hay ediciones inglesa y francesa. El archivo adjunto recoge una traducción parcial publicada por la revista A parte rei en 2002:

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Una pérdida de tiempo (Hippe)

Mientras buscaba una palabra que no quería salir de la punta de la lengua, me he acordado de Pribislav Hippe.

Había olvidado cómo se escribe el nombre y he tenido que liberar el tomo cautivo de ‘La montaña mágica’; de paso, Thomas Mann me ha recordado que se pronuncia «Pchibislav».

El personaje aparece en la novela primero como un recuerdo y después como un fantasma que se presenta cuando afloran la inquietud de Castorp, las sospechas sobre sí mismo, la tentación de la autoinculpación (pero no de la autodelación) provocadas por la salvaje monotonía del mundo.

Las mismas sospechas alcanzan, por supuesto, al narrador omnisciente, que respeta el deseo del protagonista de no buscar un nombre para definir lo que sentía respecto al compañero de instituto, admirado siempre a distancia y con el que habló una única vez: fue para pedirle que le prestara un lápiz; sólo lo tuvo una hora; iba envuelto en un estuche de plata con un mecanismo para liberar la punta; freudianos abstenerse.

Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles. De amistad no podía hablarse, puesto que ni siquiera «conocía» a Hippe. Pero, en primer lugar, nada obligaba a dar un nombre a aquellos sentimientos cuando ni siquiera se planteaba que pudieran verbalizarse. (…) Hans Castorp estaba inconscientemente convencido de que algo tan íntimo como aquello debía guardarse de una vez por todas de las definiciones y las clasificaciones. Justificados o no, aquellos sentimientos tan alejados de un nombre y cualquier forma de articulación, eran de una fuerza tal que Hans Castorp llevaba casi un año (…) alimentándolos en silencio.

La renuncia de Castorp a la palabra que se obstina en seguir oculta se traiciona con una precisa descripción de la belleza de Hippe. El narrador es más que cómplice, apenas una máscara, un velo tenue. También podemos pensar que Mann fue un gran bromista nada heroico, sin valor suicida para sucumbir en Venecia, un maestro del humor negro, quizá el más contemporáneo de los contemporáneos de Kafka.

Hippe es rubio, mestizo de germano y wendoeslavo, de ojos oblicuos y pómulos pronunciados (lo apodan «el Tártaro»), voz ronca pero agradable, alumno modelo, poseedor de una mirada con futuro y multigénero:

Aquellos ojos de Clavdia que le habían contemplado de muy cerca con una mirada indiscreta y oscura, y que, por la forma, el color y la expresión se parecían de una manera sorprendente y escalofriante a los de Pribislav Hippe (…), más bien eran los «mismos» ojos, como también la anchura de la mitad superior del rostro, aquella nariz un poco chata…, todo, hasta la blancura rosácea de la piel, aquel color sano de las mejillas que en Madame Chauchat, sin embargo, no era sino una mera ilusión (…), y así le había mirado [Hippe] cuando se cruzaban en el patio de la escuela.

Aquello era estremecedor en todos los aspectos. Hans Castorp estaba entusiasmado ante tal coincidencia y, al mismo tiempo, sentía algo parecido al temor, a una angustia creciente y similar a la que le producía saberse encerrado en un lugar exiguo en las circunstancias más propicias. (…)

Madame Chauchat también se rió de aquella escena, y sus ojillos se cerraron y su boca permaneció abierta, exactamente igual —pensó Hans Castorp— que cuando Pribislav Hippe reía.

A base de renuncias y de incertidumbres, la solución parece estar en una normalidad soporífera, la curación de un mal que no padece:

Pribislav Hippe ya no se le aparecía en carne y hueso como sucediera once meses atrás. La aclimatación de Hans Castorp había terminado, ya no tenía alucinaciones, ahora no estaba tendido e inmóvil sobre el banco mientras su «yo» se alejaba de su cuerpo y flotaba por regiones lejanas. Ya no ocurrían tales incidentes. La limpidez y la viveza de ese recuerdo, cuando lo evocaba, se mantenía en los límites normales y sanos.

Ese recobrado conformismo (Europa se prepara para la guerra y la novela lo cuenta desde la postguerra y Castorp no puede o no quiere llamar a sus sentimientos por sus nombres y, sin embargo, desde el íncipit, no hemos dejado de considerarlo un joven agradable y una buena persona aunque también desde el principio sepamos que las buenas personas no impedirán la catástrofe) tropieza una y otra vez con el lenguaje y los géneros, esas fábricas de malentendidos:

¿Cómo voy a devolverle a Clavdia Chauchat el lápiz de Pribislav Hippe? En francés se dice “son crayon” porque “crayon” es masculino, y da igual si el poseedor también lo es o no, pero entonces no se sabe si es “suyo de él” o “suyo de ella”, aunque tampoco se le puede devolver “a ella” lo que es “de él”… ¡Pero qué galimatías! ¡Cómo puedo perder el tiempo con cosas así!.