La parodia de los gaznápiros

Me ocurrió de falondres. El televisor dijo Crimea y me acordé de Esteban Polidura Gómez y de las familias santanderinas que se enriquecieron con la guerra de 1853-56. En el Reino de España, los harineros desabastecieron los mercados locales de trigo para forrarse con la exportación. Eso, a su vez, generó una oleada de motines del pan que fueron duramente reprimidos. La harinocracia de las moliendas y puertos cántabros multiplicó sus ingresos. Hubo nuevos ricos y ricos remozados. Polidura cuenta que se les subió a la cabeza, que sus fiestas de sociedad y ostentación proliferaron hasta la náusea y que la gente de a pie los llamaba gaznápiros.

Al parecer, había una gran capacidad organizativa para la chanza entre la población popular. La evidente zanja entre clases tenía la virtud de mantener separadas las orillas del humor. La plebe y una pequeña burgesía cuyos intelectuales y profesionales jugaban con radicalidades y a veces se sentían con derecho a la imprudencia proletaria optaron por parodiar las ceremonias, bailongos, puestas de largo, acuerdos matrimoniales y recepciones por delante y por detrás (según el viento que soplara) de los enriquecidos hasta la estupidez.

Y surgió un evento báquico, pánico, orgiástico, goliárdico, un banquete con procesión marina en peregrinación a la isla de Citera o, mejor dicho, Pedrosa, entonces tan abandonada como ahora. Una fiesta de locos que recuerda a las que la Iglesia empezó a perseguir en el siglo XV para contener el regreso del paganismo. Un Carnaval fuera de estación -a finales de julio- que no preludiaba el ayuno: más bien avisaba de todo lo contrario.

Los detalles los encontrarán en el artículo citado(1)Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de … Continue reading. Conviene releer esas ‘Cosas de antaño’ para desintoxicarse de otros pasados más presentes y de la homogeneidad de las fiestas instituidas.

Mientras se animan, les bastará saber que dos mujeres del margen cotidiano más profundo -que no lejano ni invisible- y de fealdad/belleza menos convencional (o, si lo prefieren, más extrema) fueron entronizadas en una barquía disfrazada de góndola que encabezó una flota abigarrada. Esquifes, chinchorros, botes, lanchas y hasta muertos desatados, repletos de oficiantes y viandas, recorrieron las canales encendiendo un rastro de murgas y fuegos etílicos. Parecían escapados del amanecer de Walpurgis para recrear los mitos de los mundos invertidos cambiando escobas por remos. El desembarco tuvo que ser un despojamiento de espumas olímpicas. El banquete, los bailes y el regreso, a la luz de achotes y santelmos alucinantes, transcurrieron sin otros incidentes que los que manda la desmesura.

La pérdida de la autonomía frente al poder de los festejos es una constante histórica. Las tradiciones lúdicas irreverentes, subversivas o licenciosas (es difícil que estos calificativos no se presenten aliados) se han convertido en ritos modosos uniformados por el consumismo. Las fiestas de un tal Santiago, tabernero del Alta, fueron ocupadas por Santiago Matamoros. Hay demasiada gente orgullosa de ello. Orgullosa, fingidora y vigilante.

Algunas explosiones de alegría, como la réplica a los gaznápiros embobados por la fortuna caída de la guerra, son hoy irrepetibles. La historia está llena de momentos así, pero no quedan islas abordables y su memoria apenas pelea contra el olvido patrocinado por el culto a los próceres: nos invaden las hagiografías y las genealogías justificativas.

Menos mal que casi siempre hay un Polidura que, a diferencia de otros cronistas más propagados, es capaz de asombrarnos, divertirnos y advertirnos con una perspectiva política y literaria peatonal y activa.

Notas

Notas
1 Se trata del titulado De falondres. Publicado por primera vez en El Cantábrico el 27 de octubre de 1925, está recogido en la antología Cosas de antaño. Historias del viejo Santander. Editorial Librucos, 2019.

La trampa y la puerta

No hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado.

Henri Martin. La puerta abierta.

La trampa de moda (aunque el término fue acuñado por intelectuales católicos en los años 90) consiste en llamar “ideología de género” a la defensa de medidas contra las discriminaciones y agresiones específicas que sufren las mujeres. Supongo que el método también sirve para etiquetar como “ideología de raza” a la lucha contra el racismo o “ideología de clase” a la lucha contra las desigualdades sociales. Pero la violencia machista, la segregación racial o el bajo poder adquisitivo son hechos que afectan a grupos concretos y exigen soluciones concretas, así que el uso del término delata la intención de manipular el concepto de ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, dice el diccionario) para presentar las posibles modificaciones de las situaciones de injusticia -cómodamente instituidas para algunos- como caprichos destructivos y ‘artificiales’ opuestos al orden que se considera ‘natural’. Esa idea de la naturaleza anclada en el diseño patriarcal declara inmutable un orden superior antifeminista, supremacista y asentado en privilegios económicos; un orden que -hay que citar a Hannah Arendt una vez más – impone a sus fieles la banalidad del mal que explica tanto la crueldad de las consignas como la pasividad o el temor a la libertad propia y ajena.

La mayoría de las veces, no hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado. Por ejemplo, ese hombre que ahí veis, con cara de recurso literario, pasó el otro día bajo el arco de leds de la plaza del ayuntamiento, contempló los renos escarchados que pastaban electrones mientras niños de azul y niñas de rosa se dejaban fotografiar y dijo: qué bonito. Después admiró la pantalla gigante que emite anuncios sexistas en la parada del autobús y manifestó: qué maravilla. Luego entró en una cafetería, donde se le unió su señora, que venía de la compra, para mirar hipnotizada el telediario mudo del televisor panorámico alzado al fondo, a la derecha, como las letrinas de la información (‘el ojo es ojo porque te ve, no porque tú lo ves’, decía Machado), mientras él leía y comentaba el periódico.

Hubo un instante en que el titular en papel coincidió con el rótulo que pasaban bajo el carrusel de imágenes: Rebeca Alexandra Cadete abrió la puerta a su asesino para que éste no molestara al vecindario. Un error fatal, decía el periódico. Ya era el motivo recurrente del día la primera víctima de la violencia machista del año en la circunscripción geográfica de referencia obligada. La mujer temía que la bestia alterara la convivencia. ¿Cómo se fio de él? Hablar ahora del peso de la cultura o el arte del amor deslumbrado a medias por el pragmatismo económico y la pasión romántica sería probablemente una pérdida de tiempo. No hay reflexión que valga sin leyes protectoras con efectos cotidianos.

De pronto, ha aparecido el consuelo de la fatalidad. La pena es una cosa muy rara. También la culpa. Una fatalidad. Todo es comparable, aunque duela. También lo incomprensible. El hombre asiente, su señora asiente, el camarero asiente probablemente por principio profesional. El medio ha elegido la anécdota que parece estar ofreciendo una válvula de escape: el error como confirmación de lo inevitable. Seguro que el redactor sólo buscaba un buen título que adornara la noticia; es el viejo problema de las originalidades vacías: que apelan al tribunal del inconsciente.

¿No se pudo evitar? Lo inevitable suele ser un argumento más para los cómplices, un apartado más de la retórica de la sumisión. Antes morían menos mujeres porque aceptaban su destino. El hombre que lee, la esposa que confirma, el periodista que presiente el desequilibrio entre la fugacidad de las imágenes y titulares y la intensidad de ese instante en que alguien abre una puerta (por civismo o por una vergüenza adquirida mediante la culpabilización ante los actos masculinos), todo parece el decorado perfecto de una resaca navideña, cuando azota el solsticio los últimos latigazos de la inversión solar con toda la rabia del invierno de postal.

Los tanques blindados del pensamiento, asustados por el feminismo, tramaron la etiqueta de la ideología de género para negar la perseverancia de una situación de dominio asentada con consignas de prejuicios; entre ellos el de dejar un resquicio para la duda sobre la responsabilidad de la víctima, que quería seguir viviendo sin molestar a los vecinos. Podía haber dejado la puerta cerrada. Podía haberse resistido más. Podía haber elegido a otro hombre. ¿Podía?

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Queremos saberlo todo

Que pongan un gran vertedero virtual, un repositorio de acceso libre, y cuelguen ahí todo lo que pesquen en las cloacas.

Comediantes italianos (1720), de Antoine Watteau.

En el teatro, los de más abajo estamos siempre en el gallinero, que es el lugar más alejado del escenario, pero ahí, al menos, somos los de arriba por un rato.

El espectáculo suele ser ramplón, a nuestro gusto plebeyo y al de los villanos de la platea -clase media, dicen-, pero lo mejor es cuando se descoloca la tramoya, se desmantelan los bastidores y, quizá borracho el elenco desde la noche anterior, se disparan las morcillas. Entonces, algunos de los de abajo, formados en la cultura de la venganza y ahora subidos a nuestra percha, gozamos perversos sabiendo que andan por ahí cuatrocientos archivos grabados por una red de solucionadores y conseguidores desde la noche de los tiempos. Y queremos verlo y escucharlo todo, como los millones de documentos de WikiLeaks (en el ciberespacio siguen; no ha pasado nada, pero nos hemos reído un rato), aunque más gracia tenían los “te quiero, compa” y “estoy en la política para forrarme” de los peperos que se llamaban sobándose con palabras a lametones de contabilidades fractales, y no voy a hablar de los mensajucos de la realeza porque la ignorancia de la ley (mordaza) no exime de su cumplimiento.

Desde arriba, podemos bajar la mirada a donde sea, intuir lo que debe de ser vivir el mundo en perspectiva casi cenital. Quizá tengan razón los que dicen (pero les pagan por ello) que no estamos preparados para ese punto de vista tanto como los expertos que van a provocar la nueva crisis que ya anuncian, pero nos las arreglamos a nuestra manera yendo de lo global (Bolsonaro no se esconde hablando de mujeres y homosexuales y llamando guapa a una lesbiana para quedar bien) a lo local (hybris escupidora en supuestas grabaciones que al parecer nadie había oído y todo el mundo conocía en el ambiente irradiador con el que Podemos Cantabria quiere hacer un drama y le sale un esperpento malo), aunque luego la sabiduría no nos sirva de nada porque el que cobra obedece y la mayoría aplaude la obra original, promocionada hasta en la sopa.

Pero no todo es guasa: también se entiende algo desde abajo de tragedias personales y de cómo las nuevas tecnologías (en el gallinero algunos se toman esto muy en serio) cambian el paso del tiempo para que nada cambie y se aseguran el predominio de sus monólogos haciéndolos parecer accidentes o tertulias. Hay sitio aquí para la pena, no les quepa duda, mientras Charlot intenta orinar desde la balaustrada, que es, como quien dice, el borde del abismo.

En el vodevil, cualquiera se salva con un quiebro, pero jode saber que el periodista Jamal Khashoggi pudo haber grabado su asesinato a manos de los gorilas de la embajada saudí con un dispositivo de pulsera, y seguro que no pasa nada, aunque es inevitable arrastrar la memoria por el estiércol de las monarquías del golfo hasta esas fotos del jefe del estado en celebraciones con los jeques no sé si antes o después de retratarse con una emprendedora hiperbronceada, el cadáver de un elefante y las sombras danzarinas de un bungalow en Bostwana.

Queremos saberlo todo. Ustedes -ellos- lo saben todo de nosotros. Queremos saber lo necesario para entender los -presuntos- accesorios políticos y económicos de jolgorios, componendas, chantajes, apoyos mafiosos, coimas, comisiones, pagos en orgías, acuerdos en puticlús que dejarían chiquito al de ‘Airbag’ (este concepto es fundamental) y vaciles de ambigú que acompañan a las leyes, los decretos, sus infracciones y sus cumplimientos, todo lo callado, celebrado o consentido que, como anuncia el iceberg, forma parte del respetable espectáculo de poderes divididos (si no les convence, el fiscal se lo afina) salido de la Ilustración y que, al parecer, hay que redecorar cíclicamente para que los del gallinero no nos cabreemos hasta el punto de no retorno de las libertades o la disolución del engrudo social. Tengamos la fiesta en paz, que hemos venido a divertirnos y se nos está dando muy mal reparto, un repertorio aburrido y las entradas muy caras. Denle al énter y envíenlo todo a la nube: aquí arriba lo pillamos enseguida. Y los de la claque, que se callen o disimulen.

Queremos saberlo todo. Que pongan un gran vertedero virtual de acceso libre y cuelguen todo lo que aparezca, lo desencriptado y lo que no (ya surgirán turings que lo traduzcan), y que cualquiera pueda hacerlo con lo suyo y lo de otros (ya se entenderán los difamadores con los jueces; no se rían, que es peor). Y que instalen puntos de acceso a la e-alcantarilla en todas las esquinas. Quien no quiera, que no mire, pero algunos demandamos nuestro gallinero en la red para poder siquiera atisbar el -supuesto- tinglado cleptohistriónico de los desaprensivos demiurgos del telar.

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