Sequía

A finales del siglo XIX, cuando el populacho de Santander le quemó el piano al alcalde durante un motín por el desabastecimiento de aguas, las cosas estaban muy claras. Antes, las autoridades habían hecho venir a un ingeniero-fontanero francés de cuyas recomendaciones sólo hicieron caso para satisfacer las necesidades de las vecindades pudientes. Había fuentes públicas y privadas. También trajeron de Francia a un abate zahorí que no tuvo éxito en la búsqueda de nuevos manantiales. Eran otros tiempos.

Hoy, la dimensión global del problema permite a los gobiernos locales hacer como que la cosa no va con ellos. Apenas mencionan el cambio climático y tratan de convertir el mundo desertizado en paraíso turístico. Según los gurús del emprendimiento, todo cambio en el territorio es una oportunidad para nuevas transacciones.

Veo en el mismo periódico fotos de la Cantabria seca y anuncios de instaladores de piscinas, y no puedo evitar mover el dial del imaginario hacia las distopías áridas. Por ejemplo, ahí está la novela La sequía (1965), de Jim Ballard, una sinfonía patética de piscinas anegadas en barro y paisajes con figuras que siguen el curso de los ríos menguantes. Soy de los que crecieron leyendo y apreciando esas historias de profecías evitables frente a las sagradas inevitables. Quizá por eso pocas cosas me sorprenden, aunque siga fingiendo asombro y detestando la obscenidad de lo exclusivo tanto como la barbaridad de lo masivo.

Los mercadotécnicos de nuestro tiempo, con su heroica simplicidad fetichista, también parecen salidos de fabulosas narraciones. Compiten para vender la lluvia que sólo los ricos pueden pagar. Son personas optimistas, emprendedoras hasta morir de sed lamiendo las huellas de pisadas húmedas alrededor de una piscina vacía después de que los dueños huyan a otros paraísos blindados. Si hay una situación catastrófica, la miseria del colapso será socializada, pero los refugios se cobrarán por categorías. Muchas devotas gentes de medio pelo, aunque se crean de rica clase más que media, se quedarán vagando por caminos polvorientos, como aquel nadador de John Cheever que trataba de recorrer una urbanización de lujo saltando de piscina en piscina y parándose a delirar con los vecinos que simulaban no conocer su fracaso.

Los diseñadores de liderazgos multiplican las justificaciones. Hay que satisfacer tanto el fetichismo consumista de la multitud como el orgullo individual de poseer un bote salvavidas, una piscina y, por supuesto, una escolta contra la mendicidad sedienta de las masas. Si les parece contradictorio, es porque lo es, pero eso tiene tan poca importancia como el mantra del barco común que nos salvará del naufragio por imperativo de la naturaleza.

Los utopistas liberales devaluarán su beatitud y recurrirán al autoritarismo cuando haga falta para tapar las fugas de contradicciones. El lento preapocalipsis da para muchos negocios. Luego, ya se les ocurrirá otra combinación de muros para que todo y nada siga igual o, si es necesario, improvisarán un diluvio seco para empezar de cero desde sus arcas. Mientras tanto, el piano bosteza junto a la piscina.

Viaje al presente

“La navaja de Occam (fragmento)” – ©Jesús Ortiz

Creo que estoy de acuerdo con Umberto Eco en que el viaje en el tiempo es ontológicamente imposible. Hay que ser otro para abandonar la línea propia, la protección (o la tiranía) de Cronos, sin romper el hilo de la conciencia, por flexible que este sea. Ígor Nóvikov dice casi lo mismo de otra manera, aunque lo suyo recuerda más a una partida de billar en un garito. (Eco también dice que traducir es decir casi lo mismo. Más allá, hay paréntesis.) El tiempo es tan simple y complicado que parece un escenario en el que cada uno (cree que) construye su propio laberinto. Es otra manera de decirlo que no cambia nada. Cada definición es un malentendido. Es mejor tomarlo como un juego de juegos. Cada malentendido es una restricción que estimula el gusto por la ciencia ficción injustificable, jocosa, paródica, la más seria, esa que puede recordar por nosotros lo que queramos al por mayor y permite perpetrar momentos y discursos como este íncipit que voy a abandonar enseguida a su suerte, incluso dejándolo sin fronteras, para hacer materia de esas cajas opacas de la fotografía. (¿He dicho opacas? (Un paréntesis es una grieta en el tiempo. Suena la máquina de ‘Doctor Who’.) El mundo cambia muy deprisa. El caso es que, de repente, me parecen más bien translúcidas. Volvamos al presente sin olvidar la actividad inesperada en su interior:) La misma opacidad que las hacía evidentes y vulgares deviene, al ser nombrada, una leve pero suficiente insinuación de transparencia enigmática. (Recuerdan un poco a aquel taimado Prisionero Cero al que solo se podía descubrir mirando de reojo.) Esas cajas cerradas, numeradas y etiquetadas (como si fuéramos a comprobar los datos y aceptar la utopía de la Ley de Protección) están abiertas a todo. Están, sin duda, abiertas a toda la ciudad. El embrollo de cables que generan multiplica las probabilidades. La maraña inalámbrica es aún mayor: es más difícil perfilar la percepción oblicua adecuada. No es necesario ni oportuno hablar de telarañas: las arañas son tejedoras cartesianas; no merecen nuestro miedo. Ni de micelios, que pertenecen al reino de lo fascinante y enteógeno, pero que en esta ciudad solo invocan gnomos de jardín en el extrarradio. La correcta simetría de los miradores con los registros grises lo disfraza todo de inofensivo. Pero el sopor inquieto, pero los sueños, pero los peros… Todo es accesible para todas las personas, pero ¿alguien tiene un plano de los circuitos solapados, interconectados o no? ¿Alguien fue actualizándolo desde el primer trazado, quizá en los tiempos en que la propiedad era vertical y todo estaba muy claro? ¿Mantienen todos los recorridos, activos o no, las funciones y estructuras con que fueron creados o los cruces y encuentros han producido un sinfín de estados latentes, probables singularidades que en un momento dado se toparán con la interrupción adecuada? ¿Oiremos un gran ¡clic! cuando eso ocurra? ¿Será, por el contrario, un hecho silencioso y sin la parafernalia mesiánica de la tecnoficción acomodada? ¿Ha ocurrido ya y no ha pasado nada? ¿Ha sido parasitado por una inteligencia autónoma autogenerada o alienígena a la que importamos un bledo tanto como a los dioses los debates escolásticos sobre su silencio? ¿O tenemos que resignarnos a entender que esa potencia latente de memoria y transmisión (hay 20000 sensores y se van a poner más, pero la gran mayoría solo funcionan como escapularios) proclamada en la última década no es más que la barraca ritual (creadores de contenidos: así se autodenominan los sacerdotes) de las rentas de la especulación que nos ofrece un viaje a su futuro si hipotecamos el nuestro?

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El Antropoceno al alcance de todos

'Elogio del Antropoceno'. J. Martimore. Editorial: Milrazones, 2019

Título: Elogio del Antropoceno. Vestigios, artificios, residuos, prodigios. Autor: J. Martimore. Editorial: Milrazones, 2019. Ilustraciones en color.Tapa blanda. Páginas: 184.

Algunos museos proponen a sus seguidores en las redes sociales que adivinen, deduzcan o discutan el origen y la función de objetos presentados sin más referencias que la imagen. Es un ejercicio lleno de probabilidades, tanto para el humor como para el debate científico.

La labor que se ha impuesto J. Martimore(1)J. Martimore es heterónimo de Juan Martínez Moro, también conocido como Juan M. Moro, escritor, artista plástico y miembro del Instituto … Continue reading consiste en hacer casi lo mismo desde un futuro certero y con el punto de vista propio del descendiente de una de esas estirpes curiosas que pueden ser relatadas en forma de saga/fuga(2)Si el campo semántico ya es amplio para cada uno de los dos términos, el artilugio oscilobatiente ‘/’ abre un pozo sin fondo ni … Continue reading. El ‘casi’, no obstante, significa una ardua ambición bien motivada. Se diría que actúa tanto por un impulso lúdico-histórico como por la necesidad de relacionar y comprender los vestigios del proceso que obligó a la humanidad (no lo hizo de buen grado) a cambiar su visión del mundo desde la verticalidad obtusa a la horizontalidad solidaria. Una labor que lo enfrenta a escasos, variopintos, asincrónicos y confundidos objetos e imágenes, algunos del legado familiar y otros hallados por azar en las derivas de los derroteros arqueológicos después de que las palabras y las cosas fueran descontextualizadas por la destrucción medioambiental y las radiaciones que desmagnetizaron los almacenes de datos digitales.

El juego de los museos tiene un gran interés, sin duda, pero parte de soluciones ya establecidas, por provisionales que deban ser. Sin embargo, la tradición de los vestigios que exigen ser interpretados tiene largo recorrido en las investigaciones científicas (no profanaré ese jardín ajeno) y en su hermana melliza, la literatura especulativa. Pongo algunos ejemplos, sin duda con olvidos imperdonables.

‘Cita con Rama’, de Arthur C. Clarke, es una versión astronáutica del tema del navío fantasma que nos ignora al bordear nuestra isla y cuyo destino se nos escapa con él. Después de un abordaje sin iluminaciones y una prolija descripción de hallazgos, miles de millones de personas que se creen muy listas se sienten habitantes de un anónimo arrecife sin registro en las rutas principales.

Otro ensayo más extenso lo inicia el ‘Pórtico’ de Frederick Pohl, coautor junto a C. M. Kornbluth de la disección del capitalismo ‘Mercaderes del espacio’. Lo que dejaron los Hechee da para muchos viajes. El problema aquí es meterse en una nave interestelar que no sabes manejar y cuyos creadores decidieron abandonarlo todo y esconderse (¿de qué?) en el lugar más oscuro del universo.

En ‘Picnic junto al camino’ de Boris y Arkadin Strugatsky, que inspiró la película ‘Stalker’ a Andreij Tarkovsky, con la cual tiene muy poco que ver, por suerte para la novela y para la película, es decir, por suerte para todos(3)Con el libro que nos ocupa tampoco tienen relación directa esta ni las demás obras citadas: toda comunidad de intenciones es superficial, … Continue reading, se narran las tristes aventuras de los buscadores de objetos abandonados por los alienígenas después de una serie de acampadas en nuestro planeta. Se trata de cosas valiosas, inocuas o peligrosas cuyos usos y efectos a menudo se revelan demasiado tarde o jamás, pero excitan la ambición de los mercados y los buscadores arriesgan sus vidas en ciénagas desintegradoras.

Todos esos casos remiten a coartadas foráneas, extraterrestres (y a veces paradójicas: en la novela de los Strugatsky aparece la leyenda de una máquina alienígena, casualmente una esfera de oro, que cumple todos los deseos de los humanos), y la sospecha de excusa falaz es evidente, por interesantes que puedan ser los efectos, las metáforas y las tramas.

Pero el ejercicio de Martinmore se refiere a la obra humana, inmediata y obcecada, y atraviesa los límites de la autocomprensión de la especie pertrechado con espíritu renacentista, imaginería sorprendente, prosa virtuosa y caligramas. Todo ello en una edición muy cuidada: ya la portada hace del libro un objeto autorreferente, es decir, un hallazgo afortunado.

Es probable que las consecuencias de estas indagaciones tarden en hacerse evidentes. Aquí es inevitable citar a Borges, que construyó un artefacto literario -que es a la vez un laberinto, una prisión y una trampa- para ser citado en todos los textos del tiempo y el espacio. Borges es el carcelero o el demiurgo de lo implícito. Da igual mencionarlo que no. Aquel tomo fraudulento de la Enciclopedia Británica -cuanto más lo citamos, más verosímil es y menos lo entendemos- que tanto ha influido en la historia del pensamiento tiene un digno heredero en el elogio futuro de lo que todavía está siendo. La validez de esta afirmación, por supuesto, tendrá que evaluarla el avisado lector, quizá el incómodo lector, cada uno en su laberinto, pero, en todo caso, independientemente de la verdad de los hechos, el mundo se nos seguirá pareciendo más a sus representaciones que estas al mundo. Al fin y al cabo, nunca sabemos con qué comparar cada cosa.

Esa circularidad de las (re)interpretaciones es una advertencia sobre la fragilidad del futuro pasado. La relectura de las piedras que permanecieron apenas corrobora las formas mal traducidas. Por mucho que se regule la autojustificación, la ‘energía de fundamento dogmático’ y los excesos de la imaginación gestáltica llenan los huecos con espejismos de signos, falsos amigos, sesgos y confirmaciones de prejuicios. En cuanto el observador baja la guardia, lo seduce la pareidolia. A veces, el discurso entra en un abismo espiral, como las volutas de la no-pipa de Magritte y la multiplicación de la fuente rebosante de R. Mutt. Sin embargo, el reconocimiento de estos dispositivos mixtificadores de lo afectivo y lo racional, permite entender que la ironía y el sarcasmo, e incluso la loca carcajada, tienen grandes posibilidades epistemológicas: desde Thomas S. Kuhn, si no antes, intuimos que conviene mofarse de los paradigmas (mejor desde un lugar seguro, por supuesto).

Aunque parezca lo contrario, nada en este discurso es decepcionante. Ninguna distopía bien construida lo es, y el modelo de esta ya lo han dado las alarmas ignoradas. Es un tema clásico: con las mentes apoltronadas alabando el caballo de Troya, Cassandra, maldecida por el soberbio Apolo, decía lo que nadie quería oir.

No sé si la literatura (la filosofía actual quizá quede como un triste subgénero que ni explica ni transforma) del postantropoceno alcanzará el grado de desesperanza necesario para reconvertir la existencia en apuesta esperanzada. De momento, lo condición de elogio del libro me parece, si no es ironía, un rasgo de optimismo, una defensa de la probabilidad de fomentar el deseo de una rápida evolución (o sea, una revolución) hacia una jocosa fase superior de desarrollo (tenía que haber citado antes a Stanislaw Lem) en la que nada merezca más importancia que su inmanencia y ésta se manifieste a capricho.

Mientras tanto, acaso pese a todo lo antedicho, me atrevo a afirmar tajantemente que las personas aventureras encontrarán en la lectura del ‘Elogio del Antropoceno’ un radical efecto liberador.

Notas

Notas
1 J. Martimore es heterónimo de Juan Martínez Moro, también conocido como Juan M. Moro, escritor, artista plástico y miembro del Instituto Internacional de Investigaciones Prehistóricas de Cantabria (IIIPC). https://www.iiipc.unican.es/?page_id=394#gallery-details-4566
2 Si el campo semántico ya es amplio para cada uno de los dos términos, el artilugio oscilobatiente ‘/’ abre un pozo sin fondo ni horizonte de sucesos.
3 Con el libro que nos ocupa tampoco tienen relación directa esta ni las demás obras citadas: toda comunidad de intenciones es superficial, arbitraria, laxa, mera divagación, apología del conocimiento inútil: debo decirmelo antes de que lo digan otros.

Una cueva en otro mundo

Cantabria encoge su infinitud propagandística y vende entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas.

Detalle de la revista ‘Wonder Stories’ (años 30)

En las fotos marcianas de la NASA, las salidas de los tubos de lava parecen esfínteres de un desierto que los científicos comparan con el salitral de Atacama, donde apenas sobreviven algunas bacterias. Desde luego, no se parece a los territorios del Asón y del Agüera, y me cuesta creer que las cavidades volcánicas extraterrestres se asemejen a las cuevas de esa zona. Pero eso no importa, porque algún estudioso del mercado ha decidido que hay personas dispuestas a pagar 10000 euros por entrenarse durante noventa días para fingir durante cuatro que un agujero de Cantabria está en Marte y sufrir por ello.

La ciencia ficción ha ensayado varias maneras de colonizar el planeta oxidado. Ha probado a transformarlo como quien riega el desierto, a solapar con una nueva Tierra los restos de una civilización extinguida aprovechando sus veleros de las arenas, sus supervivientes telépatas, sus leyendas y sus fantasmas; a poner cúpulas, cavar túneles, disputarlo a otras especies imperialistas, cambiarlo de color con bombardeos de clorofila, iluminarlo con bacterias luminosas, licuar los polos para inundarlo porque allí, como en Cantabria, nunca llueve…

La primera novela de viajeros a Marte que leí fue una traducción en la editorial Cenit de ‘Terrestres en Marte’ (‘The Red Planet’, 1962), de Russ Winterbotham. Los marcianos parecían camellos con antenas en la joroba y tenían la sangre verde. Fieles a las tradiciones colonizadoras, los exploradores descubrían enseguida, a tiros, el color de la hemoglobina.

Poco después, una serie de relatos anterior y más famosa, las ‘Crónicas Marcianas’ (1950) de Ray Bradbury, me aportó una sensatez mucho más alucinante. Bradbury, que, cuando se quedaba en la Tierra, hacía que los bomberos quemasen libros, tomaba distancia para describir desde el cuarto planeta la locura autodestructiva del tercero.

Los textos sobre el planeta rojo abundan como el trióxido en el monte Olimpo. Es lo que tienen la vecindad y que Mercurio y Venus sean pequeños infiernos. Pero, para hablar de experiencias radicales, tengo que citar ‘Homo Plus’ (1976), de Frederik Pohl, que relata la conversión de un individuo en una entidad transhumana capaz de sobrevivir en Marte sin suplementos exteriores a su persona. Le implantan todo lo necesario y le quitan lo superfluo. Lo que para el poder es un estorbo incluye los placeres, pero el tipo lo acepta como un nuevo destino manifiesto. Los futuros clientes de la tecnobarraca cántabra quedan avisados por si los promotores turísticos se han inspirado ahí. Si no es así, la experiencia no me parece tan extrema como dicen. En 1954, Pohl y Cyril M. Kornbluth escribieron ‘Mercaderes del espacio’, de lectura tan útil como cualquier manual de economía, además de amena, y eso también tiene que ver con los simulacros para turistas.

En realidad, la atracción que una empresa ha colocado a las instituciones cántabras (sin que se hayan hecho públicos los detalles, financiación, cesión de patrimonio natural, etc.) se basa en el Proyecto ‘Cuevas de Marte’ del ‘NASA Institute for Advanced Concepts’ (NIAC), cuyas conclusiones se publicaron en 2004. El NIAC lleva un par de décadas estudiando propuestas de experimentos similares. Como no creo que en la cueva de Cantabria se apliquen a rajatabla los protocolos de los científicos ni las condiciones del planeta por muchos descargos de responsabilidades que firmen los paganos, malpienso que la cosa quedará en una mezcla de ‘Gran Hermano’ y ‘Aventura en Pelotas’, pero con trajes de diseño post-Star Trek, oxígeno racionado y aires de secta de élite, todo ello no sé si exhibido en directo o en diferido, a lo que se añadirá, anuncian, un supuesto seguimiento con efectos educativos -¿cómo no?- en el PCTCAN, quizá para justificar subvenciones. La publicidad habla además de prepararse para no sé qué viaje de dentro de unas décadas.

De pronto, da la sensación de que Cantabria encoge su infinitud propagandística de cocido, borona, cachones, anchoas, artes, letras, costas y cumbres, exagera el fetiche de las cuevas (pero hay líneas que no deben sobrepasarse: Altamira fracasó en el cine con toda justicia) y se pone a vender entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas, pero sin exponerse a ataques romulanos.

Me parece que la obsesión por crear ocio de lujo conduce a promover un reclamo tecnificado que podría estar en cualquier sitio más parecido a un desierto de verdad. Estamos en la era de la sospecha: creo que nuestros gobernantes aceptan el territorio vacío y renuncian a ponernos en ningún mapa del paisaje del cosmos al tamaño natural y con todas las dimensiones, no sólo las turísticas. Han pasado de decirnos que somos muy grandes -infinitos- a ofrecer agujeros como entretenimiento para narciso-masoquistas emprendedores que sueñan con terraformar Marte como ahora martirizan la Tierra: gentes que prefieren castigarse en una cueva-burbuja a disfrutar del paisaje, hablar con los autóctonos y degustar unas buenas berzas.

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Aquel, ese, este tiempo

El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales.

Ferdinand Hodler | El toro (1878).

Douglas Adams -a quien no me canso de citar porque por él no pasan los años- estableció, sentado en el bar del fin del universo, la categoría estética del infinito (plano y sin interés) y la simultaneidad de la práctica de los viajes en el tiempo (cuando se construya la primera máquina que los permita, ocurrirá a la vez en todas las épocas y habrá existido siempre). Podría haber añadido que tal viaje, se produzca como se produzca y pese a la parafernalia en que lo envuelve la mayor parte de la ciencia ficción, será -es- circular, tedioso y sin consecuencias. Kurt Vonnegut también apuntaba por ahí: su ‘alter ego’ lo usaba en ‘Matadero 5’ como vía de escape desde situaciones dolorosas (el bombardeo de Dresde, un tren cargado de prisioneros…) hacia lo ya sabido o por saber; nada diferenciaba las cosas sucedidas de las venideras y lo realmente dramático era su vida de marioneta de la historia, no los desplazamientos.

Pero ahora viene la ciencia en ayuda de la literatura. Los físicos dominan las leyes que les permiten perdonarme interpretar desde la ignorancia, y es más lírico agarrarse a lo cuántico que a la paramnesia, el vulgar ‘déjà vu’ o la manida magia. Un ruso, Igor Nóvikov, afirma que es muy difícil crear paradojas destacables yendo al pasado y pisando una flor incipiente, matando una mariposa improbable, poniéndole una zancadilla a un magnicida o mejorando la puntería de un tirador rifeño. El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales. Que haya taquiones que llegan a su destino antes de salir del origen no parece cambiar nada. Todo lo demás corresponde a la voluntad humana, que produce una amalgama involuntaria de probabilidades e incertidumbres y sólo se ejerce desde el presente, lo cual -no cantemos victoria- incluye cambiar el relato del pasado (creo que los científicos prefieren permanecer en silencio sobre esto, aunque los sociólogos y economistas usan disciplinas científicas no se sabe bien para qué).

Como todo lo local cuenta en el universo, tomemos por ejemplo el regreso de una leyenda de condena cumplida a la política activa de Cantabria, a la que no me apetece nombrar porque, sin querer conflicto con los nominalistas, es más un universal que un ego desatado y así tiene usted excusa para deambular por internet (la procrastinación es arte y cultura). Fue alcalde, luego presidente y luego fue condenado por corrupción. Creo que nunca sucumbió en las urnas, y eso le da argumentos para la vuelta: muchos admiradores se quedaron sin líder y la reescritura que no funciona como fantasía funciona como disfraz.

Los retornos, igual que las permanencias excesivas, acaban volviéndose chistes hasta para los electores más fieles, porque la repetición hace la farsa. Sin embargo, los emblemas del que fue a la vez súcubo e íncubo no se han ido nunca, así que el regreso puede ser más exitoso que la tozudez de la bola de billar usada por Nóvikov como símil, sujeta a un número ilimitado de tensiones previas que, si no hay ruptura, la conducen inexorablemente al mismo sitio a donde llegó en el futuro por mucho que repitamos el día de la marmota con variaciones impotentes.

Hay factores que, no obstante el peso de la ley, soportan la hipótesis, y de pronto puede salir de un agujero de gusano el esperpento montado en un semental de un millón de dosis y dólares, un patrimonio invisible, pero no inmaterial, que se renueva con los lamentos por la dilapidación del paraíso vacuno, si bien es sin duda superado por objetos más sólidos y rentables (la rentabilidad suele ser una desgracia para los pobres), como el territorio cercado donde los camellos bractianos miran pasar caravanas de emisores de CO2 o el Palacio de lo Sobrecostos Marmóreos inaugurado por un socialista (esta palabra tiene una supervivencia inusitada) que gobernó seis meses, compró una quinta para crear una pequeña Moncloa con sus recepciones culturales y todo, y luego, tras ratificar el poder del paradigma, fuese. La quinta está en venta, y creo que barata. El palacio fue reinaugurado por su gestador. Después, como en una película de los Monty Python, llegó la policía y mandó apagar la cámara.

Aunque más elaborado y tecnificado, el modelo permanece, salvo las vacas, y nadie ha implantado con éxito otras banderas ni conseguido votos por métodos diferentes. Los regionalistas, que colaboraron en la ascensión de la leyenda desde los tiempos municipales, triunfan haciendo de la imagen de su líder el emblema, siempre en coalición consigo mismo (ese juego macabro de la sucesión) y con otros (esa dulce flexibilidad autonómica) y luchando contra el tiempo por la victoria final. Otras presidencias pasadas –y, por desgracia, sus efectos- parecen fáciles de olvidar incluso en sus arrebatos antitabaquistas.

En cuanto a los que nunca han gobernado, la nueva izquierda ha envejecido tan deprisa que está rejuveneciendo a la vieja, y las nuevas derechas no lo son en absoluto y merecen artículos más siniestros que este, aunque el ensayo de anuncio del regreso quizá tenga mucho que ver con ellas.

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Una distopía de nuestro tiempo

A propósito de la novela Mañana cruzaremos el Ganges, de Ekaitz Ortega

 

No me queda más remedio que empezar invocando a las obras clásicas del género (1984, Un mundo feliz, Farenheit 451, Esto no puede pasar aquí, muchas cosas de Philip K. Dick, Ypsilon minus, etc…) para añadir de inmediato que esta novela no está en la continuidad de ninguna y está en la tradición de todas, así que cualquier comparación se me hace fútil y me atrevo a decir que ha venido a mejorar el conjunto. (Me acabo de dar cuenta de que este párrafo es prescindible y de que quedan muchos remedios, pero lo dejo para poder añadir está pequeña tontería pseudorecursiva sobre la ociosidad de las introducciones manidas. Aviso de paso de que estos son los apuntes de un lector que ha quedado satisfecho.)

El caso es que -sin querer jugar el papel de aficionado desencantado- creo que he descubierto con sorpresa en estas arriesgadas trescientas páginas no sólo un esfuerzo del autor por tomar la insatisfacción con lo que la realidad delata y proyectarla a un lugar literario sombrío y estimulante, sino que, en mi opinión, lo hace muy bien.

Gracias a Naomi Klein sabemos definir lo que se conoce como doctrina del shock: el sistema de libre mercado, hoy en su modalidad más extrema, aprovecha las crisis para implantar leyes clasistas y antidemocráticas y restringir los derechos de la población paralizada por el miedo para dar rienda suelta a la rapiña económica y a un aumento brutal de las desigualdades sociales. Los más afectados sólo reaccionan cuando han llegado al límite de la desesperación y, desprovistos de herramientas políticas y medios para canalizar el descontento, apenas tienen capacidad de actuar o lo hacen de un modo irracional, desorganizado y violento que justifica la represión y participa del ciclo del terror.

Otros estudiosos de corrientes nada radicales, pertenecientes a la tradición liberal y socialdemócrata, hablan del precio de la desigualdad como una prefiguración de la catástrofe que nos aguarda si nadie corrige el rumbo e, incluso, de lo traumática que puede ser esa corrección si continúa la obstinación de los ricos y el mercenariado empresarial en defender el paradigma de sus ambiciones.

Pero vayamos a la novela. Se trata del relato de una periodista que asiste a un tiempo donde la aplicación de los preceptos del ultraliberalismo (esa paradoja sólo aparente que anula las libertades para garantizar las del mercado) está en su punto álgido en una Unión Europea tan encantada de serlo como ahora mismo pese a las señales del naufragio al que sólo sabe responder blindándose. Es un texto denso, pero metódico, donde nos cuenta cómo su vida se ve afectada -en todos los ámbitos: profesional, social, familiar, sexual, y todo ello contado con tanta sutileza como claridad- por las derivas de una situación política que no deja de replicarse a sí misma, donde cada hecho produce otro que se encadena como un nuevo bucle de una representación fractal. Ya sé que el simil de Mandelbrot es tópico, pero no se me ocurre otro para sugerir la idea de una sucesión de callejones sin salida que salen a callejones sin salida. La solución -con esto no descubro nada nuevo- estaría en la huida del marco, claro, pero no es ese el relato, sino, insisto, el de una mujer que cuenta unos hechos y sufre. Subyace en la narración, además, una afirmación tan antigua como importante y olvidada: la profesionalidad, la objetividad y la independencia chocan constantemente con la necesidad, la censura, el miedo; y los sentimientos de los que creen en unos valores mínimos, por mucho que se sometan, apelan a la ética con tanto infortunio como desgarro. Sin embargo, el texto -diré sin revelar nada crucial sobre el tiempo o el espacio- está escrito desde la independencia radical que permite una larga distancia de la protagonista.

El modelo que refleja el futuro está firmemente anclado en el presente. Vemos a la democracia formal acercarse a lo que sueña el estado perfecto de la economía capitalista volcando hacia los márgenes sacos hediondos de contradicciones e injusticias mientras los gobiernos se ocupan del orden público (una categoría en la que entran principios cada día más amplios y severos) y de que nada turbe la marcha del negocio. Las leyes más bárbaras se aplican con la frialdad de la obediencia debida y la rutinaria banalidad del mal, y ningún peón muestra temor al destino de un Eichmann porque la historia ha sido borrada. No hay en la trama del poder conspiración que desenmascarar; sólo unos dogmas esenciales: los derechos civiles estorban tanto como una inversión no rentable.

Aunque la narración subjetiva reduce el campo y obliga a una percepción lejana de los márgenes, la protagonista cuenta las noticias que vive o llegan a ella y no puede publicar con la eficacia del buen periodismo y también con algunos clichés del estilo del oficio que refuerzan la primera persona.

La novela no necesita entrar en los entresijos económicos; simplemente, deja ver sus efectos en las vidas de las personas, el funcionamiento de las ciudades, las leyes y los medios de comunicación. Tampoco se centra en los antecedentes de la política, pero creo percibir algún sarcasmo en ese aspecto. La proximidad con las controversias actuales es evidente. Por ejemplo, ¿sorprendería a alguien que la UE de la troica acabara reemplazando la aprobación parlamentaria de las leyes por la de una comisión de notables tecnócratas? ¿No sería dar forma legal a lo que ya (¿casi?) está sucediendo?

La gran labor que ha hecho Ekaitz Ortega es, en mi opinión, encajar en un discurso coherente, emotivo y sencillo unos elementos complejos sin caer en la simplicidad o en el tedio y menos aún en los recursos fáciles de la intriga; ésta está presente sin ceder nunca a la tentación de hacerse el motivo principal de la obra. La lista de facetas es extensa: el terrorismo de estado, los métodos de propaganda y vigilancia de población, la culpabilización y persecución de las minorías, la censura en todos sus grados y métodos, el autoritarismo y la fatiga de los demócratas, la relativa fragilidad de los lazos familiares; el mundo de la clase media intelectual de profesores, artistas y periodistas y sus dependencias -a veces hay que subrayar lo evidente- de la propiedad y el estado, y también de sus propios círculos; la desaparición de la oposición y la aparición de fanatismos nihilistas; la sensación de vivir un tiempo sin porvenir que se apropia a cada paso del ambiente y, para cierto alivio, la idea de que el propio texto interviene en la (im)probable hipótesis de futuro.

 


(Me permito acabar estas notas con una pequeña boutade. A causa de un interés sadomasoquista por el mundo del arte, me gustaría leer la misma historia desde el punto de vista de Marie Warren, la hermana galerista de la narradora. Algo parecido a lo que hizo Jean Rhys con la esposa de Rochester, quizá con algunos toques de Isabel viendo llover en Macondo.)


Kipple

Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Pastor durmiendo (1924) | Alexey Venetsianov.

Para comprobar cuánta fuerza y sentido le quitó a la novela de Philip K. Dick ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’ una gran película llamada ‘Blade runner’, basta un rápido recuento. A saber: el mercerismo, los corderos eléctricos, las máquinas u órganos de ánimo, la telebasura y hasta la naturaleza de los androides, a los que bautizaron replicantes para hacerlos menos diferentes de los humanos, acaso por miedo a lo que pudiera adquirir la tabla rasa de la máquina hecha desde cero o, dicho de otro modo, a su zafio y patético aprendizaje de niños grandes y huérfanos.

(Se rumorea que en la Universidad de Georgia han desconectado a dos robots por comunicarse sin control humano en un idioma creado por ellos. Eran un encargo de Facebook. Me dice un profesional de la IA que no hay nada sensacional en ello y que están ocurriendo todos los días cosas similares en muchos laboratorios. Me acuerdo del Angelus Novus: “Una leyenda talmúdica nos dice que cantidades ingentes de ángeles nuevos van siendo creados a cada instante para, tras entonar su himno ante Dios, terminar y disolverse ya en la nada” [Walter Benjamin].)

El cine también minimizó el concepto de kipple, palabra inventada cuya traducción es controvertida. Se debate entre ‘morralla’, ‘basugre’ o dejar el anglicismo; me apunto a la tercera opción para no empobrecer el término.

Kipple son los objetos inútiles, como el correo basura o las cajas de cerillas una vez gastadas todas o el envoltorio del chicle o el periódico de ayer. Cuando nadie está cerca, el kipple se reproduce. Por ejemplo, si te vas a dormir dejándo kipple por la casa, cuando te despiertes, habrá el doble”. Gracias a esa labor sin testigos, “el universo entero se mueve hacia un estado de absoluta kippleización.”

Por muy bien elaborada que esté y muchas lágrimas que disuelva en la lluvia el film, la maldita verdad, o lo que de ella se atisba, está del lado de Dick. Roy Baty nunca estuvo en la puerta de Tanhauser. Apenas tenía un pasado gris de esclavo. Parece que regentó una farmacia en Marte con su inesperada legítima esposa después de matar a sus amos y hacerse pasar por humano, pero era tan torpe que lo descubrieron y huyó a la Tierra, un planeta apestado del que todos querían largarse.

El acto más humano (por inexplicable) que se le conoce es un grito fuera de campo. Quizá sea eso -un recurso tan cinematográfico, para gloria del escritor- lo único que le hace digno de compasión después de verlo torturar a la que quizá era la última araña de la historia.

Nunca hubo peligro de que acabara en un tejado abrazado a una paloma y perdonando a su frustrado liquidador. Eso no ocurrió. La película cuenta un discurso apócrifo improvisado durante un largo e innecesario encuentro que no se produjo.

Y el mayor problema de Deckard (empleado de un servico de retirada de androides defectuosos aferrado a las intermitencias de la empatía del test delator de Voigt-Kampff) no era el desconocimiento de su propio origen: eso apenas era una sombra junto al deseo de conseguir una oveja de verdad y apartar a su esposa de una religión capaz de persistir después de hacerse notorio que el cielo era de papel pintado.

Los expertos en fabricar entidades sin memoria e impedir que la adquieran y dejen de ser rentables siguen impunes y activos, por supuesto, ya sean la Rosen Corporation o Chiquita Brands (antes United Fruit). Otros modelos actuales pueden también soñarlo todo de nuevo por nosotros (diría Dick) sin que deje de ser más de lo mismo.

En esencia, creo que lo que más importa en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? son esas cosas hechas verbo como el amor que no necesita ser proclamado, el llanto por una araña de un filósofo lumpen que lucha contra la orfandad en un rascacielos deshabitado, la injusticia del trabajo y la lentitud del personaje introductor: la tortuga talismán de las Islas Tonga, que sólo aparece como noticia de un tiempo real, pero parece testigo de todo el relato.

Todo lo demás es kipple. Y no sólo en la ficción.