A propósito de la novela Mañana cruzaremos el Ganges, de Ekaitz Ortega
No me queda más remedio que empezar invocando a las obras clásicas del género (1984, Un mundo feliz, Farenheit 451, Esto no puede pasar aquí, muchas cosas de Philip K. Dick, Ypsilon minus, etc…) para añadir de inmediato que esta novela no está en la continuidad de ninguna y está en la tradición de todas, así que cualquier comparación se me hace fútil y me atrevo a decir que ha venido a mejorar el conjunto. (Me acabo de dar cuenta de que este párrafo es prescindible y de que quedan muchos remedios, pero lo dejo para poder añadir está pequeña tontería pseudorecursiva sobre la ociosidad de las introducciones manidas. Aviso de paso de que estos son los apuntes de un lector que ha quedado satisfecho.)
El caso es que -sin querer jugar el papel de aficionado desencantado- creo que he descubierto con sorpresa en estas arriesgadas trescientas páginas no sólo un esfuerzo del autor por tomar la insatisfacción con lo que la realidad delata y proyectarla a un lugar literario sombrío y estimulante, sino que, en mi opinión, lo hace muy bien.
Gracias a Naomi Klein sabemos definir lo que se conoce como doctrina del shock: el sistema de libre mercado, hoy en su modalidad más extrema, aprovecha las crisis para implantar leyes clasistas y antidemocráticas y restringir los derechos de la población paralizada por el miedo para dar rienda suelta a la rapiña económica y a un aumento brutal de las desigualdades sociales. Los más afectados sólo reaccionan cuando han llegado al límite de la desesperación y, desprovistos de herramientas políticas y medios para canalizar el descontento, apenas tienen capacidad de actuar o lo hacen de un modo irracional, desorganizado y violento que justifica la represión y participa del ciclo del terror.
Otros estudiosos de corrientes nada radicales, pertenecientes a la tradición liberal y socialdemócrata, hablan del precio de la desigualdad como una prefiguración de la catástrofe que nos aguarda si nadie corrige el rumbo e, incluso, de lo traumática que puede ser esa corrección si continúa la obstinación de los ricos y el mercenariado empresarial en defender el paradigma de sus ambiciones.
Pero vayamos a la novela. Se trata del relato de una periodista que asiste a un tiempo donde la aplicación de los preceptos del ultraliberalismo (esa paradoja sólo aparente que anula las libertades para garantizar las del mercado) está en su punto álgido en una Unión Europea tan encantada de serlo como ahora mismo pese a las señales del naufragio al que sólo sabe responder blindándose. Es un texto denso, pero metódico, donde nos cuenta cómo su vida se ve afectada -en todos los ámbitos: profesional, social, familiar, sexual, y todo ello contado con tanta sutileza como claridad- por las derivas de una situación política que no deja de replicarse a sí misma, donde cada hecho produce otro que se encadena como un nuevo bucle de una representación fractal. Ya sé que el simil de Mandelbrot es tópico, pero no se me ocurre otro para sugerir la idea de una sucesión de callejones sin salida que salen a callejones sin salida. La solución -con esto no descubro nada nuevo- estaría en la huida del marco, claro, pero no es ese el relato, sino, insisto, el de una mujer que cuenta unos hechos y sufre. Subyace en la narración, además, una afirmación tan antigua como importante y olvidada: la profesionalidad, la objetividad y la independencia chocan constantemente con la necesidad, la censura, el miedo; y los sentimientos de los que creen en unos valores mínimos, por mucho que se sometan, apelan a la ética con tanto infortunio como desgarro. Sin embargo, el texto -diré sin revelar nada crucial sobre el tiempo o el espacio- está escrito desde la independencia radical que permite una larga distancia de la protagonista.
El modelo que refleja el futuro está firmemente anclado en el presente. Vemos a la democracia formal acercarse a lo que sueña el estado perfecto de la economía capitalista volcando hacia los márgenes sacos hediondos de contradicciones e injusticias mientras los gobiernos se ocupan del orden público (una categoría en la que entran principios cada día más amplios y severos) y de que nada turbe la marcha del negocio. Las leyes más bárbaras se aplican con la frialdad de la obediencia debida y la rutinaria banalidad del mal, y ningún peón muestra temor al destino de un Eichmann porque la historia ha sido borrada. No hay en la trama del poder conspiración que desenmascarar; sólo unos dogmas esenciales: los derechos civiles estorban tanto como una inversión no rentable.
Aunque la narración subjetiva reduce el campo y obliga a una percepción lejana de los márgenes, la protagonista cuenta las noticias que vive o llegan a ella y no puede publicar con la eficacia del buen periodismo y también con algunos clichés del estilo del oficio que refuerzan la primera persona.
La novela no necesita entrar en los entresijos económicos; simplemente, deja ver sus efectos en las vidas de las personas, el funcionamiento de las ciudades, las leyes y los medios de comunicación. Tampoco se centra en los antecedentes de la política, pero creo percibir algún sarcasmo en ese aspecto. La proximidad con las controversias actuales es evidente. Por ejemplo, ¿sorprendería a alguien que la UE de la troica acabara reemplazando la aprobación parlamentaria de las leyes por la de una comisión de notables tecnócratas? ¿No sería dar forma legal a lo que ya (¿casi?) está sucediendo?
La gran labor que ha hecho Ekaitz Ortega es, en mi opinión, encajar en un discurso coherente, emotivo y sencillo unos elementos complejos sin caer en la simplicidad o en el tedio y menos aún en los recursos fáciles de la intriga; ésta está presente sin ceder nunca a la tentación de hacerse el motivo principal de la obra. La lista de facetas es extensa: el terrorismo de estado, los métodos de propaganda y vigilancia de población, la culpabilización y persecución de las minorías, la censura en todos sus grados y métodos, el autoritarismo y la fatiga de los demócratas, la relativa fragilidad de los lazos familiares; el mundo de la clase media intelectual de profesores, artistas y periodistas y sus dependencias -a veces hay que subrayar lo evidente- de la propiedad y el estado, y también de sus propios círculos; la desaparición de la oposición y la aparición de fanatismos nihilistas; la sensación de vivir un tiempo sin porvenir que se apropia a cada paso del ambiente y, para cierto alivio, la idea de que el propio texto interviene en la (im)probable hipótesis de futuro.
(Me permito acabar estas notas con una pequeña boutade. A causa de un interés sadomasoquista por el mundo del arte, me gustaría leer la misma historia desde el punto de vista de Marie Warren, la hermana galerista de la narradora. Algo parecido a lo que hizo Jean Rhys con la esposa de Rochester, quizá con algunos toques de Isabel viendo llover en Macondo.)
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