La revolución de los refugios

Como cada vez me parece más probable una guerra nuclear, me cobijo en recuerdos de lecturas y visiones de los tiempos en que la destrucción mutua asegurada enfriaba la guerra. Es un raro consuelo recurrir a los espectros pre y postapocalípticos asentados hace décadas.

Últimamente, viendo que los medios de comunicación dominantes estimulan la pasividad o el desaliento (¿toda resistencia es fútil?) al informar sobre los puntos visibles de la guerra global (la globalización era eso; Israel y Ucrania sólo son surgencias del rizoma económico-militar) configurando con fría, pretenciosa objetividad, el “escenario inevitable” del conflicto, me ha dado por recordar un relato de John Cheever.

Es de 1964 y se titula ‘El brigadier y la viuda del golf’. El brigadier, hombre de negocios turbios, y su esposa, atareada en una vida social llena de apariencias, han hecho construir un refugio antiatómico en su jardín. Un entorno con gnomos y patos de escayola y una pila para pájaros suaviza la advertencia trágica que representa el pequeño búnker. Además de aliviar el miedo, es un signo de prosperidad, da prestigio y satisface los egos de la pareja propietaria, bastante vapuleados por las convenciones, el tedio, los negocios fracasados y el adulterio. Y también es envidiado: el brigadier tiene un lío con una vecina que le obliga a entregarle una copia de la llave del refugio. La competencia por la seguridad, sumada al orgullo y los celos de un amor que no existe, desata un drama vulgar y anunciado en una zona residencial habitada por personas de vagos disimulos; una tragedia sin catarsis: una antitragedia.

La Guerra Fría fue prolija en soluciones cutres, y su dialéctica convirtió la simetría de los bloques en una falacia tranquilizadora: era todo tan sencillo, tan fácilmente adaptable como películas de buenos y malos, que casi parecía inofensivo. Derrumbado el muro, se revelaron todos los muros. De paso, a la amenaza de la guerra se unió la percepción de la catástrofe medioambiental. La consecuencia fue la multiplicación de ceremonias de las demagogias mediáticas: el útil barullo de la impotencia deliberada.

Hoy parece infantil la idea de los refugios antiatómicos familiares. La corporatización securitaria desborda los viejos límites financieros. El blindaje de los promotores y beneficiarios del negocio de la supervivencia consiste en un entramado global (la globalización también era eso) de territorios, zonas residenciales segregadas (los patos y gnomos de yeso son de mármol y no se permite ni mirarlos desde la verja) y vías de escape que también son de recreo: no sucumbirán al aburrimiento ni al desamor romántico.

En cuanto a los no admitidos en la fiesta, creo que la mayoría ya sabemos que no vamos todas las clases en el mismo barco y que ni siquiera navegamos en el mismo mar, pero la mayoría de esa mayoría sigue considerando inevitable la competición por los puestos de la servidumbre.

Diorama de epístolas (una lectura de Pereda pintado por sí mismo, de Salvador García Castañeda)

Salvador García Castañeda ha recopilado en tres volúmenes mil trescientas cincuenta y tres cartas de José María de Pereda y las ha publicado en pdf en el sitio web de la Sociedad Menéndez Pelayo. Es la consecuencia del trabajo de años de uno de esos especialistas de los que dependemos los lectores comunes (gracias, Virginia Woolf) para tratar de entender un poco mejor el mundo. El estudio que precede a las cartas sería motivo suficiente para saturar la zona de descargas, pero los que no somos estudiosos -y, además, tendemos al hedonismo- no debemos dejar pasar la oportunidad que nos ofrece la publicación electrónica de vagar por itinerarios de búsquedas y referencias desordenadas, reordenadas o disparatadas, es decir, de una lectura lúdica: a cada uno la libertad de su desorden.

No descubro nada nuevo si digo que en la distancia entre los libros que se leen y los que se consultan caben muchas desviaciones. Al fin y al cabo, aunque nuestras evocaciones del pasado se quieren lineales, el acceso a los recuerdos tiene mucho de aleatorio. La navegación informática ha consagrado ese reino del azar en el que todos confiamos cuando le damos al botón ‘buscar’ para ver qué sale.

Estas propuestas son injustas, lo sé: algunos se curran las investigaciones y publicaciones mientras otros nos divertimos sin pudor con ellas desde el vértigo de la postmodernidad, sea eso lo que sea, incluso pretendiendo reflexionar sobre las paradojas de la lentitud y los desafíos contra los ritmos impuestos… Pero será mejor que volvamos al juego, es decir, al epistolario:

Conviene leer atentamente la citada introducción para saber a qué nos enfrentamos. Esa ortodoxia prepara la heterodoxia: a partir de ahí, cualquier búsqueda conducirá a una sucesión de párrafos que podemos poner en abismo o conectar con otros rastreos. De todos modos, además de facilitar las huidas hacia delante, la experiencia no impide (incluso incita a ello) volver atrás para recuperar la cronología de las misivas y el ciclo de sus mareas: las fugas y regresos prolongan la lectura y las páginas se recorren como fractales. Soy consciente de que lo que sigue es (¿escandalosamente?) irracional.

Tal devaneo por un compendio monumental me hace creer que Pereda no se manifiesta en sus cartas como una personalidad extraordinaria. Sus débiles intentos de impostura (inmodestas declaraciones de modestia, negaciones de ambición, autojustificaciones innecesarias), sus momentos de furia, desdén, ironía, sarcasmo o pena no lo muestran, en mi opinión, demasiado humano ni demasiado beato. Aunque a veces se ponga en el papel de santo varón matadragones (ahí está el apelativo que dedica en varias ocasiones a Emilia Pardo Bazán: “tarasca”, acompañado de un rotundo “mujer al fin”), esperaba encuentros más transgresores, tanto en lo personal como en lo literario. Una esperanza absurda, por supuesto.

Me atrevo (aquí el lector común enarbola su osadía) a seguir coincidiendo con los que, ya desde su época, han tachado la obra de Pereda de carente de matices (entre ellos, doña Emilia: “¡qué tarasca de mujer”). Lamento también que su calidad descriptiva tropiece muchas veces con la estiba de un mundo de valores rígidos y deudas morales. Las hipótesis más audaces, si se plantean, concluyen como leves erupciones pasajeras. Sotileza cede en su empeño interclasista, de amor imposible, pero no condenable (¿existe el deseo venial?), y retoma su condición de Casilda porque “entra en razón”: la persuasiva Providencia mantiene el orden. Con esas reglas, toda sublevación está abocada al fracaso. Cuando uno de sus mentores le reprochó haber relatado un beso, el autor se excusó diciendo que lo hizo para mostrar el camino de la perdición.

Si bien disfruto leyéndolo, el universo perediano no me ha parecido nunca muy complejo y, como debí suponer, la recopilación, tras varios vuelos, no me ha cambiado esa percepción, quizá determinada por el alcance de mi interés y por mi apego a la maldición proustiana, según la cual la vida del artista no explica su obra: más bien, ocurre lo contrario. Lo cual me obliga a concluir con una pregunta: la correspondencia privada de una persona, ¿ocupa una suerte de limbo entre su vida y su obra?


Una navegación necesaria

Eugenio Torrecilla.
Escondido en nuestro silencio. Editorial Libros del Aire, 2023.

(Cuando un índice es también un poema:)

  • Vas por el camino más largo
  • Silbas gymnopédies de Eric Satie
  • En noches tenebrosas
  • Por tu mano sometida
  • Perpetuamente urdidas
  • No en Berlín
  • En las tierras estériles
  • Y vuelta a encender
  • Todavía
  • En la Bahía de las Ballenas
  • Para negar la prisa
  • A pesar de las amenazas
  • En la existencia colonial
  • Bajo una celebración
  • Con una convicción
  • Para ser inmolado
  • Para convertirse en pestes
  • Para obligar al cumplimiento
  • Interminables
  • Por las consecuencias
  • En lo más hondo
  • Perduran
  • Inalcanzables
  • Praderas entumecidas
  • Hace treinta mil años
  • Evocas
  • En ausencia de vida
  • En el último rincón
  • Impuro
  • Enaltecido
  • Ausente
  • Sin valor
  • Resignado
  • Alguna noche
  • En el fondo de la patera
  • Una mañana de domingo
  • Divisiones casuales
  • Metamorfoseadas
  • Apático, insípido
  • Callados
  • El hastío responde
  • Cópula sin amor
  • Inicias los sorbos
  • Sin ofrecer apenas
  • De los cerros
  • Pequeña, delicada
  • Única
  • Insinuada
  • Te acercas por la ruta
  • Sólidos espejismos
  • Levitas
  • Y así deben ejecutarse
  • Dominando el temblor
  • Desgraciadamente
  • Avaricias y metales
  • En el vínculo
  • Aturdido
  • Ahora
  • Os besáis atrevidos
  • Derramados
  • Para salvarnos
  • En la Torre del Mar

(A propósito del poemario Escondido en nuestro silencio, de Eugenio Torrecilla)

No quiero emplear muchas palabras en comentar un libro que posee la longitud y la densidad justas. Se lee de un tirón, navegando en un vaivén de poemas enlazados por entradas y salidas evolutivas que giran con una geometría no euclidiana (ni siquiera regida por una curvatura constante) formando una doble hélice que entrevera la obstinación genética y el albur de la historia en una estructura hipnótica. No son casuales las presencias de Satie y Bach: tarde o temprano descubriremos que se trata de advertencias iniciales para un recital tramado como una exhortación sincera por cuya rara ligereza (es decir, por el placer de la lectura) aceptamos que no nos deje escapatoria. El discurso desencadenado rompe sin ruido el silencio (de nuevo, estábamos avisados) y, con él, el blindaje que permite a cualquiera sentirse único miembro de una especie única o postularse ante sí mismo como su mejor y más indiferente representante. La nueva desnudez denuncia que apenas disponemos de una pobre versión de la no-máquina del tiempo del Matadero número 5 de Kurt Vonnegut (no sé si me sorprende que un novelista superviviente del bombardeo de Dresde sea el único escritor citado en esta reseña) para huir, después de cada retablo criminal, hacia los remansos de paz y felicidad que hay que reconocer, narrar, extender y defender.

Abran y lean. Déjense llevar.

Aria de Aira

Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son, o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo. Al perder el motivo para evadirse, se les hace innecesario el espacio por donde hacerlo, y sólo les queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden hacer otra cosa que contar las alternativas felices de sus días y, ¡ay! de sus noches, en un relato lineal que es hoy el equivalente indigente de lo que antes era la novela.

Podríamos preguntarnos cómo es posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer irresistible el deseo de contarlas. Porque es evidente que no todas las vidas son tan gratificantes; también hay pobres, enfermos y víctimas de toda clase de calamidades. Pero, justamente, los que no están contentos con sus vidas no escriben novelas, y me da la impresión de que ni siquiera las leen. Es como si se hubiera cerrado un círculo de benevolencia, y no se huye en círculos.

Dicho de otro modo: hubo un proceso histórico que en el último medio siglo fue eliminando todos los problemas y conflictos de un diminuto y muy preciso sector de la sociedad, que ipso facto se dedicó a la producción y consumo de novelas celebratorias. Esto es una simplificación, claro está, pero puede tomarse como un mito explicativo.

Subsidiados, psicoanalizados, viajados y digitalizados, los novelistas viven vidas de cuento de hadas, y aun así escriben novelas (y no cuentos de hadas, lo que sería más honesto). La Historia les jugó una mala pasada al despojarlos de conflictos. Ni siquiera el problema sexual les dejó. Y como si hubiera un especial ensañamiento, la Historia de la Literatura colaboró, haciendo muchísimo más fácil que antes escribir una novela.

César Aira. Evasión y otros ensayos (2017).

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Cerezos de la China

Es que hacía demasiado calor para dormir, la gente era demasiado ruin para amar y había demasiado ruido para relajarse y soñar con piscinas y con las sombras de cerezos de la China.

Chester Himes. Empieza el calor (The Heat’s On, 1966).

Unos 600 agentes de la Policía y la Guardia Civil reforzarán este verano cinco municipios de Cantabria. El refuerzo, abierto a otras poblaciones, se enmarca en el Plan Especial para el Desarrollo del Ocio.

Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones no solían formar parte de dispositivos sofisticados. Se limitaban a sobrevivir en el horno habitado. Eran otros tiempos. La ficción retrataba las miserias y alegrías con modestia y sinceridad, pero no renunciaba a hacer épica y lírica de las calles. La humanidad acalorada tendía al caos y nadie lo negaba, lo aprobara o no. Todo era física, cosas sólidas, sudor real, fuentes de agua, no de datos torrenciales ilegibles. Hoy, la posficción, después del ensayo general de la posverdad (que desapareció de los titulares una vez implantado el concepto en la dermis de la prensa que ningunea a Assange y hace que Biden sea otra cosa y la guerra no sea la guerra), la forman las noticias cotidianas.

Se adelanta y arrecia la canícula y avisan de que va a haber varias seguidas. El viejo solsticio de verano ya no tiene autoridad. Se barrunta que los impases sofocantes durarán demasiado y se aproxima una situación de eternidad pasajera, el triunfo de lo inconcebible. Pero, a pesar de la eficacia del doblepensar, las viejas leyes universales (la gravedad, la entropía, la ley del más fuerte…) siguen inquietando, como si las sociedades que todavía tienen algo que perder debieran preocuparse y conseguir que lo tengan los que tienen poco, casi nada o nada. Es un temor egoísta, por supuesto, a propósito de unas cuantas cosas esenciales (la sanidad, el clima, la pobreza…) y, además, nada novedoso y muy poco convincente: egoísmo de aguafiestas.

El veraneo, placer de ricos disfrutado en limbos litorales o balnearios blindados, se hizo masivo con las vacaciones pagadas, logro de los frentes populares empeñados en que las clases obreras vivieran como burguesas. La felicidad mediante el sucedáneo consumista no era nueva, pero el modelo creció, el ocio se hizo kitsch y habitamos en él como en un callejón sin salida. Los espacios y niveles se multiplicaron sin que burgueses y aristócratas perdieran un ápice de su exclusividad: ellos están libres todo el año, sólo los desplaza el clima, incluso sacan beneficios del calentamiento global y su presunto trabajo es el ejercicio del poder, ese deporte inconfesable.

Ese llamado Plan de Desarrollo del Ocio (mientras Chester Himes sudaba tinta en Harlem, el franquismo propagaba el primero de sus Planes de Desarrollo) es básicamente policial, pero no para reforzar los muros visibles e invisibles, físicos y mentales, y garantizar la segregación de clases, sino para conservar el equilibrio interior en esas masas rentables concentradas en épocas y lugares que se configuran acatando la estudiada espontaneidad de las promociones turísticas. Se movilizan, preparan la explosión del peregrinaje al bochorno, programan las sesiones de autocastigos con descargas en eventos (Canetti lo explicó fríamente en ‘Masa y poder’) y celebran desmadres instituídos. Los objetivos del orden al servicio del progreso turístico consisten en paliar los efectos colaterales en la población autóctona (que tiene que currar al día siguiente mientras en la calle terraceada compiten los chupitos) y garantizar que, si los fiesteros braman “¡menos policía y más diversión!” y quieren pasar a la acción de balcón a balcón, lo hagan en los lugares designados para ello. Refuerzan los dispositivos represivos, pero saben que solo pueden frenar lo imprescindible: otra economía es imposible, afirman, no seamos radicales y conservemos el malestar justo y necesario. El calor fecunda esa manera de entender el mundo como los nitratos de los complejos playeros las medusas.

Johnson y Jones, policías de su tiempo en su barrio estático, sabían que la caldera social explota cuando el calor lo acelera todo y es imposible siquiera soñar con relajarse bajo los cerezos de la China. Y que ellos estaban para tapar grietas.

Viaje al presente

“La navaja de Occam (fragmento)” – ©Jesús Ortiz

Creo que estoy de acuerdo con Umberto Eco en que el viaje en el tiempo es ontológicamente imposible. Hay que ser otro para abandonar la línea propia, la protección (o la tiranía) de Cronos, sin romper el hilo de la conciencia, por flexible que este sea. Ígor Nóvikov dice casi lo mismo de otra manera, aunque lo suyo recuerda más a una partida de billar en un garito. (Eco también dice que traducir es decir casi lo mismo. Más allá, hay paréntesis.) El tiempo es tan simple y complicado que parece un escenario en el que cada uno (cree que) construye su propio laberinto. Es otra manera de decirlo que no cambia nada. Cada definición es un malentendido. Es mejor tomarlo como un juego de juegos. Cada malentendido es una restricción que estimula el gusto por la ciencia ficción injustificable, jocosa, paródica, la más seria, esa que puede recordar por nosotros lo que queramos al por mayor y permite perpetrar momentos y discursos como este íncipit que voy a abandonar enseguida a su suerte, incluso dejándolo sin fronteras, para hacer materia de esas cajas opacas de la fotografía. (¿He dicho opacas? (Un paréntesis es una grieta en el tiempo. Suena la máquina de ‘Doctor Who’.) El mundo cambia muy deprisa. El caso es que, de repente, me parecen más bien translúcidas. Volvamos al presente sin olvidar la actividad inesperada en su interior:) La misma opacidad que las hacía evidentes y vulgares deviene, al ser nombrada, una leve pero suficiente insinuación de transparencia enigmática. (Recuerdan un poco a aquel taimado Prisionero Cero al que solo se podía descubrir mirando de reojo.) Esas cajas cerradas, numeradas y etiquetadas (como si fuéramos a comprobar los datos y aceptar la utopía de la Ley de Protección) están abiertas a todo. Están, sin duda, abiertas a toda la ciudad. El embrollo de cables que generan multiplica las probabilidades. La maraña inalámbrica es aún mayor: es más difícil perfilar la percepción oblicua adecuada. No es necesario ni oportuno hablar de telarañas: las arañas son tejedoras cartesianas; no merecen nuestro miedo. Ni de micelios, que pertenecen al reino de lo fascinante y enteógeno, pero que en esta ciudad solo invocan gnomos de jardín en el extrarradio. La correcta simetría de los miradores con los registros grises lo disfraza todo de inofensivo. Pero el sopor inquieto, pero los sueños, pero los peros… Todo es accesible para todas las personas, pero ¿alguien tiene un plano de los circuitos solapados, interconectados o no? ¿Alguien fue actualizándolo desde el primer trazado, quizá en los tiempos en que la propiedad era vertical y todo estaba muy claro? ¿Mantienen todos los recorridos, activos o no, las funciones y estructuras con que fueron creados o los cruces y encuentros han producido un sinfín de estados latentes, probables singularidades que en un momento dado se toparán con la interrupción adecuada? ¿Oiremos un gran ¡clic! cuando eso ocurra? ¿Será, por el contrario, un hecho silencioso y sin la parafernalia mesiánica de la tecnoficción acomodada? ¿Ha ocurrido ya y no ha pasado nada? ¿Ha sido parasitado por una inteligencia autónoma autogenerada o alienígena a la que importamos un bledo tanto como a los dioses los debates escolásticos sobre su silencio? ¿O tenemos que resignarnos a entender que esa potencia latente de memoria y transmisión (hay 20000 sensores y se van a poner más, pero la gran mayoría solo funcionan como escapularios) proclamada en la última década no es más que la barraca ritual (creadores de contenidos: así se autodenominan los sacerdotes) de las rentas de la especulación que nos ofrece un viaje a su futuro si hipotecamos el nuestro?

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