Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

Logo-rally de Sotileza

Un logo-rally o recorrido obligado es una constricción oulipiana que consiste en escribir un texto en el cual aparezcan obligatoriamente, en un orden previamente establecido, una serie de palabras. A modo de esbozo de pastiche en homenaje a José María de Pereda, he elegido el glosario de voces técnicas y locales que añadió al final de su novela Sotileza. Puede consultarse aquí.

Caboteaban arenques. Como abarrotes llevaban mallas de limones y ristras de ajos y cebollas. La mar estaba tan quieta que habían puesto alas en todas las velas. El patrón peroró sobre aligotes y amayuelas como un predicador del Pequod mientras sacaban a las amuras, bajo las arrastraderas, las artes de pescar. Consiguieron unas piezas hermosas que devoraron asadas. Al acercarse a la barra, se cruzaron con varios grupos, los remeros apretados contra las bagras para soportar los bandazos, buscando ganar un espacio tranquilo donde barloventear las barquías y salir del despotismo del barquín-barcón. También alcanzaron buques mayores con pasajeros ociosos en las batayolas y marineros que revisaban parsimoniosos las bitaduras, veleros ufanos de hacer bolinas hasta rozar el agua con las bordas y otros más de agua dulce que enseguida encontraban un pretexto para hacer bota arriba a la banda. Nada nuevo entre la brisa ni bajo el sol, que, a ratos, parecía teñir la calima con botabomba. En cuanto entraron, sin esfuerzo, en la bahía, prepararon las bozas para liberar el ancla. El branque oponía menos resistencia en aquellas aguas civilizadas; arriba, las burdas perdieron tensión.
Acodados al cabel, los tripulantes, con la fachada de la ciudad todavía a varios cables, alimentados por la cacea, pensaban en las cafeteras de ritual. Los reflexivos de los muelles calaban aparejos; algunos buscaban mayor calo lejos de los pantalanes cancaneados de algas y chapapotes; otros capeaban en botes las escasas corrientes del puntal. El groom, que quería aprender, liberó el capón. Cargaron todas las velas. Fijaron los cubos a las carlingas. Había sobrado carnada y las gaviotas lo sabían. Sobre las maderas renegridas del embarcadero, mujeres con carpanchos formaban un carrejo parlanchín, cazaban cabos de bultos de estiba, ceñían viento, luz y neblina con ropajes de mahón y se burlaban de los pescadores que se exhibían ante las más jóvenes ciando como borrachos, cinglando botes entre los pataches o fingiendo querer cobrar a pulso las amarras para trepar a las cofas y apostar sobre coles imposibles contreminándose los unos a los otros. Los recién llegados, pequeños mercaderes y formados en costeras, no eran cubijeros; y, en efecto, sin cubijos ni ceremonias, gritaron a los que dormitaban en las chopas de las lanchas que no estorbasen la maniobra y sacasen los remos de las chumaceras si no querían acabar como chumbaos perdidos.
Esa misma tarde, en la taberna, el patrón contó la deriva torpe que casi les había llevado a desborregar la carga, desguarnida con el buque dormido cuando un cabo se había roto como una driza barata.
La taberna lucía empavesaduras de banderas lejanas, aparejos que nunca habían sido encarnados y grandes espejos. Había que descender tres escalerones desde la calle y, en tiempos de lluvia, todos se burlaban por la ausencia de escobenes. Una gran lámpara, hecha de una rueda de timón, de la que colgaban quinqués sujetos por escotas a las nueve cabillas, iluminaba toda la eslora del salón. Para encenderla, había que bajar la rueda mediante una polea y un cabo que se sujetaba mediante un estrobo a una cornamusa situada detrás de la barra. Era un espectáculo ver al propietario, antiguo bañero, subir el montaje de una sola estropada o hacerlo filar con una sola mano sin que las filásticas le hicieran ni un rasguño. Exhibía en un lugar destacado un retrato veraniego en el que ostentaba músculos, bigote, sombrero de ala ancha y camiseta a rayas apoyado en un bauprés para destacar, bronceado, contra la blancura del foque.
Se hablaba en las tertulias, por supuesto, de galernas y olas que alcanzaban los galopes, de garetes angustiosos, de garreos largos como travesías americanas, de bandazos hasta las guindas y de monstruos marinos que incendiaban las lascas.
Pero también del mal gobierno de los puertos y de privilegiados exentos del limonaje, normalmente navíos enlucidos hasta las lumbres de agua que entraban temiendo las salpicaduras de los macizadores, pero cuyos dueños condecorados no despreciaban unos buenos maganos a la plancha y acudían en manjúas de estío, sin mezclarse con los mareantes, a los restaurantes bien asentados en la costa, siempre a salvo de maretazos, con masteleros de adorno en los jardines, y engullían mediosmundos de sulas y mocejones mientras oteaban con prismáticos germánicos los movimientos del Muelle-Anaos y las inclinaciones de las pedreñeras que sacaban muergos al otro lado de la bahía. Y encima afirmaban sin rubor que eran capaces de orzar un velero como cualquier habitual de las quebrantas.
No hace falta decir que los navegantes de la taberna vestían más bien de pallete, calzaban suelas ásperas para no resbalar en los paneles, limpiaban los pantoques con orgullo por necesidad, y no para presumir, eran en su mayoría parciales, pero sin exageraciones, apreciaban la parrocha fuerte, se hacían llamar pejinos, llevaban siempre un pernal en el bolsillo, sabían geometría porque el pico de cangreja tiene ángulo, respetaban lo mismo una pinaza que un vapor y se hacían respetar a piñas aunque con ello no ganasen ni un fardo de porreto.
Después de la primera noche de arribada, el patrón se sabía obligado a pasear parte de la mañana (era un caluroso tardío, húmedo pero sin lluvias) por las dársenas y careneros; mejor en el momento de la bajamar, para ver las pinturas que descubría la marea.
No faltaban los raqueros. Se aventuraban furtivos hasta los raseles de los buques. Saltaban al agua, entorpecían las remas, hurtaban esquifes y obligaban a las naves a rendir las bordadas antes de tiempo. Pescaban mules de reñales ajenos, se burlaban de las resacas, rodeaban a largas brazadas los resalseros, desplazaban rizones y despreciaban por igual la ropa de agua y la de tierra. Para vivir a la santimperie y escamotear sargüetas no hacían falta sotilezas ni suestes. Y siempre era más bella la plata de una sula que la de una copa de surbia.
Bajo los entoldados de la machinas, trataba de robar tabales, rollos de tanza, lo que fuera. Y casi siempre tenían que huir en tapas para ganar la orilla segura donde escondían el tabaco y allí hacer círculo y apenas meditar, fumando tapándolas hasta la asfixia, que los hubieran apalizado con toletes de trincarlos o que en la fuga podrían haber sucumbido a una troncada y explotar como ufías. También iban a buscar ujana para venderla, pero sólo cuando upar estaba muy difícil porque los carabineros se empeñaban en hacerlos virar por avante y mantenerlos alejados de los zonchos.
Todo lo cual se reflejaba en el pasado de nuestro navegante como las nubes se confundían con la mar.
Hacia el mediodía, la nueva carga estaba apalabrada.
Quizá sólo los marineros comprendan de verdad el clínamen.