Rehuida

Portada - Evasión

De repente, me ha apetecido redifundir este relato de supervivientes, farsantes, exiliados, amantes, migrantes, transformistas, casas de mal reposo, ambigüedades portuarias, diálogos fronterizos, esperas y mareas.

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El sueño de las alambradas

Sueño que un comercial intenta convencerme de instalar alambradas con cuchillas en una propiedad que no tengo. Estamos en los Jardines de Pereda. Han convertido el Centro Botín en un centro de detención de inmigrantes. En el interior, una multitud de todos los géneros pobres se agolpa contra los ventanales. También hay gente acampada en la terraza: “Póngase en nuestro lugar”, gritan. Sé lo que dicen, pero no lo oigo por culpa del ruido de las escamas de cerámica al caer. “No haga caso; considérelo una ‘performance’; son una peste: se comen todas las protecciones”, dice el vendedor, muy serio y uniformado, y vuelve a la carga. Afirma que me han nombrado dueño del mundo y tengo que asumir mis responsabilidades. Se transforma en una imagen del presidente regional y manifiesta que nuestra pequeña autonomía es infinita y debe protegerse del exterior. Es un busto parlante de dos dimensiones. Lleva un escapulario de Nuestra Señora de la Oportuna Ecuanimidad. Parece un personaje de South Park o un colaje de Eduardo Arroyo. Quiero soñar que me despierto entre sudores fríos buscando la definición de biopoder, pero todavía no es una pesadilla. Alguien cuenta un chiste de carniceros: se quejan de la competencia institucional. El presidente se convierte en el de los hosteleros y pide que le sirvan. Acude una legión de autómatas. Ahora lo entiendo: sobran camareros. Vuelve el vendedor. Me doy cuenta de que el uniforme es de baja calidad. Se le despegan los logotipos de tantas subcontratas. Le pagan poco y tiene que poner él la bicicleta. Pero no le importa: cuando llegue el Gran Asalto, tendrá alambradas con las mejores navajas. Lo pone en el convenio. Por eso cree que va vestido de general. En los sueños, se sabe todo. Seguirá esforzándose para que no lo despidan y, aun así, lo harán, porque, aunque hay cercos de sobra (pero no: nunca están de más), llegará un momento en que las alambradas se venderán solas. Rechina un bandoneón desafinado, un tango horrísono: son sus pensamientos. “No estamos hablando de mí -protesta herido en su orgullo-. Salga de mi mente, por favor, y recuerde que esto atañe a la historia de las civilizaciones. Hay que proteger ese patrimonio. Hay que asegurarlo todo en todos los sentidos”. Le pido disculpas y le digo que me lo pensaré. Se va desconfiado después de darme una tarjeta que no consigo tirar a una papelera. Me la devuelve una y otra vez. No me queda más remedio que despertarme.

Lindes

Las lindes difusas provocan controversias. Es absurdo borrar los límites si se mantiene la propiedad, se glorifica la competencia y se segrega a los excluidos por las finanzas.

Paisaje con robles y un cazador (1811). Caspar David Friedrich.

Paisaje con robles y un cazador (1811). Caspar David Friedrich.

Son cosas que se cuentan y que probablemente sean invenciones porque parecen demasiado ciertas y universales.

Pongamos nombres a las variables y dejarán de serlo. Pero sólo a las inmediatas. X será Nel y sus variantes, e Y será Gario; Z se incorpora en Plácido y, aunque es casi el personaje principal, apenas se muestra a contraluz, como un blanco perfecto, pero evasivo.

Por espacio tomemos el agro montañés bastante deforestado y de bárcenas suaves tranquilizadas por la cercanía de las primeras marismas. Paisaje enturbiado por individuos que deben ser filmados en planos muy largos para poder relacionarlos entre sí. Incluso los rituales de comunicación más próximos y familiares tienen largas distancias de pensamiento, como si sobre cada frase pesaran un montón de dudas antes de ser emitidas. Los ríos enseguida se abren en rías de aguas pantanosas.

La historia que nos ocupa como un cuerpo expedicionario aflora cuando una mujer mayor, anónima como muchas, señala el vallado de cuento del campo de juegos infantiles que están construyendo y advierte:

-La de cosas que se hubieran evitado si hubiéramos puesto vallas.

Algunos teóricos de las bondades bucólicas han llegado a tachar de criminales a los empeñados en cercar, pero esa mujer sabe lo que maldice.

Menos mal que Nelón sabía cómo interceptar a Gario en medio de la cambera y asegurar de un vuelo el percutor de la escopeta. Lo aprendió de crío. No le enseñó nadie.

Las lindes difusas provocan controversias. Es absurdo borrar los límites si se mantiene la propiedad, se glorifica la competencia y se segrega a los excluidos por las finanzas. A estas alturas, cuando preguntarse si el colectivismo en cualquiera de sus formas es una opción válida resulta risible, la propiedad privada, la distribución de la riqueza, su acumulación, todas esas cosas regulan la razón del simio ebrio que acuña sinfronterismo de conveniencia en el ordenador trucado que le dio un politólogo como míster Johnson -decía Nicolás Guillén- le regaló al soldado boliviano un fusil para matar a su hermano.

Nel, que parecía un replicante bueno, estuvo como dos lustros desarmando a Gario cada jueves, al mediodía, que era cuando Plácido, rastrillo al hombro, se dejaba ver sobre la loma pelada. Lo primero que asomaba era el madero dentado, luego la boina, el rostro algo adormecido, las manos, el cuerpo, y entonces el emboscado desde la rodada del camino cicatriz, medio mezclado con la maleza mediana, se descolgaba la beretta de dos cañones y dos gatillos, como si hubiera aparecido una liebre por sorpresa y aquello no fuera un ritual primario, y apuntaba al bulto. Y entonces Nelón, que para el tirador era Neluco, salía del bardal inmediato algo aburrido, sujetaba el arma sin encontrar resistencia, pulsaba la palanca, abatía los cañones y tiraba los cartuchos al suelo. El viejo no decía nada. Se colgaba el arma del antebrazo y hacía ademán de seguir el camino, aunque el otro siempre hacía un comentario.

-Usted no quiere matarlo. Estoy seguro.

-¿Cómo lo sabes, si nunca me dejas decidirlo…?

A veces, el pacificador informaba a la esposa anónima de Gario, y ella decía:

-Su abuelo y el mío siempre avisaban que tarde o temprano habría que poner cercos, morios, lo que fuera más quieto que los jitos o las varas o los regatos.

Se resignaba menos que los hijos, que tenían otras respuestas:

-Son cosas de padre.

Alguna bastante desagradable:

-Lo que no sé es qué pintas tú en esto, que no eres de la familia.

-De la familia, no. Pero soy del pueblo.

Están poniendo vallas bajas, de tablas barnizadas, para deslindar el nuevo espacio de ocio.

Vi una vez a un tipo enarbolar un dalle para advertirle a un vecino fronterizo que el regato que marcaba la linde podía variar según las estaciones, pero la propiedad era inmutable e independiente de cómo se adquirió. Hasta las fincas comunales acaban a veces en la historia trágico-rural (los portugueses redactaron la Historia Trágico-Marítima para hacer recuento de naufragios), como cuando un concejo ordenó sacar un carro de un solar común a un vecino que no cabía ni en un panorama circular a vista de dron, fue por la escopeta, se subió a las montañas de la locura (donde los oligopolios no dejan ver las lindes) y no supo bajar.

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Europa: otra vuelta de llave para dormir tranquila

Europa -Rescate
Artículo publicado en eldiarioesCantabria.

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Lo más parecido a la ausencia de noticias es la saturación. Lo más parecido a la censura es el agobio, el collage arbitrario y uniformizador de malas y buenas nuevas en páginas y pantallas. Estas dos primeras frases casi forman parte de lo que denuncian, pero creo que deben ser rescatadas del pantano. Al fin y al cabo, hace siglos que todo es repetido y nuevo a la vez. En Occidente, desde los presocráticos, por lo menos.

Los galos de las historietas presumían de temer solamente que el cielo cayera sobre sus cabezas. Hoy, Francia corre hacia Vichy como una gallina hipnotizada. El escocés Macbeth temía que el bosque asaltara su castillo. Escocia se ha quedado encerrada en Gran Bretaña. Alemania, más reunificada que nunca, sigue siendo la pesadilla de Gunther Grass. Los intelectuales orgánicos pueden tomarse una pausa para hacer sesudos comentarios sobre las metáforas del bosque, de la conciencia, del lenguaje, del silencio, y justificar con disimulo la viscosa, urticante obscenidad de las desigualdades. Nada impide hacer lo mismo a los constatadores de derrotas. Los cómplices locales pueden seguir ensalzando la obediencia debida.

La Comisión Europea, el FMI, los grupos de cabildeo y los gobiernos son expertos en augurios. No hay nada mejor para detener a alguien que llenar sus oídos de malos presagios omitiendo sus orígenes y ocultando actos de personas o clases concretas. O sea, haciendo la culpa colectiva para exculpar a los culpables. Presagios sin solución: todo está muy mal, dicen los tanques de pensamiento (sus portavoces parecen hologramas proyectados por los premonitores de Precrimen), y enseguida advierten que pretender que vaya bien sería empeorarlo.

El mejor somnífero es una lluvia constante de mil y un pedazos de realidad mezclados al azar e igualados en importancia. Un niño ahogado (después de aquel niño, parece que ya no hay más niños ahogados, ni bombardeados, ni hambrientos) es igual que un espantapájaros alardeando de tener muchos votos; niño y fantoche se alternan en el telediario y, aunque el primer caso es infamia y el segundo es farsa, adquieren el mismo valor informativo. La literatura sabe de eso (lo cual demuestra su inutilidad): con cada una de las mil y un historias se olvida la anterior y queda el sedimento de la saturación, la sensación de que todo es un déjà vu, una anomalía de la memoria sin consecuencias. Y, si se disparan las alarmas, aparecen enseguida los tranquilizantes, las garantías de inmovilismo de los traficantes de esperanzas de lenguaje de lugares comunes, esa idiocia comunicativa que todos apreciamos. El debate real es reemplazado por horas de charla sobre quién es más corrupto o más tonto en un país de listos.

Sólo debemos temer que se hunda la bóveda celeste o que los hayedos asalten la ciudad ideal. Otros incordios menores sirven de fondo de pantalla. Hay plagas de medusas porque enriquecemos/arruinamos el litoral con nitratos y han subido las temperaturas. Esos globos irisados se vuelven molestos al proliferar en las aguas y sembrar las zonas intermareales. Molestos como refugiados deshidratados. Las medusas se atiborran de los abonos de la superproducción mientras los huidos del hambre y de la guerra o, simplemente, de diversas tiranías (un buen número de tiranos son nuestros amables proveedores y clientes) se hunden, yacen en las playas, se enganchan en las alambradas o, si tienen suerte y la pleamar piedad, caminan como sonámbulos hacia los campos de detención.

Los autóctonos bien intencionados desfilan con camisas amarillas para pedir caridad y expresar una solidaridad que quizá deje a algunos con la sensación de haber olvidado algo, pero que otros asumirán con beatitud de efecto placebo. Se hace lo que se puede, por supuesto. Las autoridades alaban la iniciativa humanitaria mientras regatean acogimientos y afilan las concertinas barbadas.

El otro día, en Grecia (sí: en la subastada Grecia), la cumbre de la Unión Europea, entre mucha retórica hueca, vomitó dos conclusiones muy sólidas: que el Brexit es una opción respetable del pueblo británico (la UE sólo es firme con los débiles) y que urge reforzar el blindaje de las fronteras y ampliar el universo concentracionario de la periferia.