Expulsados del paraíso (Santander, felices años 20)

Josef Schulze no aceptó de buen grado que Santander fuera su último refugio: optó por el crimen y el suicidio. Emmy Holz no pudo elegir. Ya había intentado abandonarlo en París, pero siguió acompañándolo hasta llegar a la habitacion de lujo del sanatorio de Peñacastillo, donde, el 31 de octubre de 1923, amanecieron sus cadáveres. El de ella estaba arropado en la cama y el de él, dependiendo de la versión, sentado al escritorio con una pistola de pequeño calibre en la mano o caído en el lecho. La investigación estableció que Schulze había disparado a Emmy mientras ésta dormía y a continuación se había suicidado.

Las fotografías de Samot en El Pueblo Cántabro muestran un evidente contraste entre la expresión desesperada del hombre y la de sueño apacible de la mujer. Los testigos no dejarían de insistir en la increíble belleza de la fallecida con la misma unanimidad con que los que se cruzaron con ella en vida evocaban su risa imparable. Algunos periodistas llegaron al delirio necrófilo de pedir detalles a los forenses. Querían confirmar que se trataba de un crimen previo al suicidio de un hombre enfermo que temía perder el amor de una mujer de inagotable vitalidad. Pero, aunque tal vez había algo de cierto en ello, se trataba de un asunto más complejo.

El chófer y la dama de compañía del supuesto matrimonio, que se alojaban en pensiones de la ciudad, no pudieron dar más datos. Ambos habían sido contratados en San Sebastián por la pareja, que disfrutaba de una suite del hotel María Cristina y se había hecho notar por su animado tren de vida hasta que Schulze empezó a tener problemas de salud y alguien le recomendó una estancia en la clínica regentada por el doctor Morales(1)El sanatorio fundado por el doctor Mariano Morales Rillo en 1908 y ya desaparecido es hoy más recordado porque allí estuvo ingresada (desde el 23 … Continue reading.

En el escritorio había un montón de documentos en varios idiomas(2)La aparición en el sumario de una mujer polaca políglota (Weronie Berchtold), que se encontraba de paso por la ciudad y se ofreció como … Continue reading, cheques y fajos de billetes de distintas divisas, y una nota de Schulze ordenando el pago de algunas deudas y de los salarios de sus empleados. En la mesita de Emmy había pocas joyas, pero de buena calidad.

La noticia excitó la imaginación de la ciudad y suscitó un breve revuelo de interpretaciones ensoñadoras que pronto apaciguó un baño de tibia realidad. Ni siquiera mereció un jarro de agua fría.

El viajero había dicho que era judío, nacido en Rusia y con doble nacionalidad sueca y también argentina. El consulado argentino no pudo confirmarlo, pero la policía española descubrió que Suecia había emitido, hacía meses, una petición de búsqueda internacional contra su súbdito Josef Schulze por fraude y estafa.

Emmy Holz no era su esposa -él tenía mujer e hijos en Suecia-, sino una bailarina que de inmediato quedó señalada como el ángel del deseo alucinado que impulsó al macho emprendedor a cometer delitos financieros. Acaso no sea apropiado decir que esa valoración injusta, al despojarla del aura de la inocencia, intensificó la realidad de su atractivo, pero siempre es bueno remover los cánones de la fantasía.

Schulze se había establecido en Estonia en mayo de 1922 y ya era un estafador antes de conocer a Emmy en Tallin, quizá paseando por los muelles donde la flota soviética se asomaba de vez en cuando. Tenía 42 años. Era alemán -algunos dicen que alsaciano- de origen judío, pero entonces ya tenía la nacionalidad sueca. Una de sus primeras imposturas consistió en hacerse pasar por cónsul de Argentina falsificando unas acreditaciones holandesas para conseguir mercancías a crédito. No tuvo éxito, pero enseguida se presentó como intermediario comercial de productores de mantequilla estonios ante varias empresas suecas, que le adelantaron mucho dinero en concepto de garantías de importación, y viceversa: ante los productores estonios como representante de los importadores suecos.

Compraba la mantequilla con los anticipos al precio habitual y la vendía en Suecia más barata, de modo que los importadores, para asegurarse envíos futuros, le concedían adelantos cada vez mayores, de los que iba sustrayendo el dinero que exhibía sin pudor. Llegó a ser conocido como el rey de la mantequilla. Mantuvo durante meses esa manipulación del mercado, pero, llegado el momento culminante de la estafa, después de recibir un pago de 380000 coronas y sumar más de un millón acumulado, interrumpió los suministros.

En el verano de 1923, cuando las compañías empezaron a sospechar y se pusieron en contacto con las autoridades bálticas, Schulze ya había roto los lazos escandinavos (su familia quedó olvidada en Estocolmo) y huido a París con su amante, 23 años menor que él.

Emmy Holz pertenecía a una familia modesta. A los 15 años, empezó a estudiar en una academia de danza. Después formó parte de la Compañía de Teatro y Ballet de Tallin y, desde 1918, del primer grupo de ballet profesional del Teatro y la Ópera de Estonia. Intervino en óperas, operetas y coreografías de conciertos, y también en números de bailes orientales y espectáculos de cabarets. Disfrutó del éxito y de los ambientes de la bohemia (cuya alegría quizá procedía de la intuición de vivir entre dos guerras) hasta que, tras interrumpir una gira a causa de una lesión, se rindió a Josef Schulze, que llevaba un tiempo tratando de deslumbrarla con su puesta en escena de triunfador y un gran despliegue de recursos económicos.

Primero fueron a Riga. Después atravesaron Alemania hasta Bruselas y luego se establecieron en París. Parece probable que ella no sospechara que se trataba de una huida hasta que descubrió que la policía francesa estaba investigando sus movimientos. Entonces trató de obtener dinero para regresar a Estonia, pero sus padres no disponían de fondos y las puertas de la farándula estaban cerradas.

Las pesquisas policiales los hicieron viajar a España. Recorrieron Levante, Andalucía, Madrid, Castilla, y pararon a descansar en San Sebastián, donde hicieron vida social de alto nivel hasta que Schulze empezó a tener problemas gástricos. Le diagnosticaron una úlcera y, como decidió no recurrir a la cirugía, le recomendaron un tratamiento en el sanatorio de Peñacastillo.

Llegaron a Santander el 17 de octubre de 1923 en un automóvil con la carrocería de aluminio que habían comprado en Donostia, donde además habían contratado a un conductor y a una señora de compañía.

Mientras esperaban que hubiera una habitación libre en el sanatorio, vivieron en el Hotel Europa y se hicieron notar en la ciudad por las constantes idas y venidas del coche relampagueante, las cenas en restaurantes caros, las veladas de casino y juegos ilegales, las tardes de teatro y las noches de espectáculos flamencos, las degustaciones de champán, las generosas propinas y la actitud sofisticada, sobre todo de Emmy, rubia y risueña fumadora de los cigarrillos egipcios que llevaba en un bolsito dorado.

El día 20 se instalaron en la clínica, en una habitación de la planta baja con recibidor, dos camas y cuarto de baño. El establecimiento ocupaba un palacete rodeado por un parque de diez hectáreas con cinco kilómetros de paseos entre flores, palmeras (había sido la residencia de un indiano), naranjos, cedros, pinos, tilos, estanques y esculturas vestidas de enredaderas.

El miércoles 31 de octubre, a media mañana, las enfermeras llamaron a la puerta de la pareja sin recibir respuesta. El director ordenó forzar la cerradura.

En los recuerdos amarillos que dejaron las crónicas de sucesos, la risa cristalina de la muchacha en los palcos se simplificó con crueldad como la loca inmadurez de una buscona asesinada por un caduco aprendiz de Gatsby y ambos fueron expulsados del paraíso en pleno prólogo de los felices años veinte. Más duro y común sería el epílogo.

Galería

Fuentes: 1-4: FOTIS. 5: Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

Notas

Notas
1 El sanatorio fundado por el doctor Mariano Morales Rillo en 1908 y ya desaparecido es hoy más recordado porque allí estuvo ingresada (desde el 23 de agosto hasta el 30 de diciembre de 1940), tratada con espasmódicos y paseada en coche fúnebre de caballos con cascabeles la pintora surrealista Leonora Carrington por encargo de su padre, el potentado Harold Wilde Carrington, tras haber sido agredida sexualmente en Madrid, adonde había llegado huyendo del avance nazi en Europa. En los tiempos que nos ocupan, el establecimiento era famoso entre las clases acomodadas europeas y su propietario, que había empezado con una consulta para clientela selecta en la calle del Muelle, había ocupado cargos oficiales y era asesor habitual de jueces y políticos. Su opinión pesaba en delitos de enajenados, casos de aguas infectadas y crímenes como el cometido en la península de la Magdalena en 1912, un episodio de violencia machista en un entorno destinado a prefabricar un paraíso. No obstante, en el caso de Holz y Schulze, su intervención fue poco significativa, salvo porque el hecho tuvo lugar en su sanatorio y fue él quien descubrió los cadáveres al ser advertido por el servicio del silencio (sí: sepulcral) que imperaba tras la puerta cerrada a cal y canto. El médico pidió a la prensa -y ésta aceptó, aunque sin ocultar el retraso a los lectores- que demorase 48 horas las informaciones del caso para evitar “la sensación irreflexiva de lo inmediato”. En los años treinta, La Región, periódico republicano de izquierdas, se permitió algunas mofas sobre el historial de suicidios de pacientes en el sanatorio. El nivel de la clientela hizo que algunos casos (un profesor de latín, un militar africanista laureado…) produjeran una resonancia no deseada e insinuaciones de que se habían cometido negligencias.
2 La aparición en el sumario de una mujer polaca políglota (Weronie Berchtold), que se encontraba de paso por la ciudad y se ofreció como traductora, me inspiró hace algún tiempo esta ficción de expatriados que no sé si atreverme a considerar una obra en marcha y abierta: evadida. (Por cierto, lo mismo me ocurre con este artículo).

La trampa y la puerta

No hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado.

Henri Martin. La puerta abierta.

La trampa de moda (aunque el término fue acuñado por intelectuales católicos en los años 90) consiste en llamar “ideología de género” a la defensa de medidas contra las discriminaciones y agresiones específicas que sufren las mujeres. Supongo que el método también sirve para etiquetar como “ideología de raza” a la lucha contra el racismo o “ideología de clase” a la lucha contra las desigualdades sociales. Pero la violencia machista, la segregación racial o el bajo poder adquisitivo son hechos que afectan a grupos concretos y exigen soluciones concretas, así que el uso del término delata la intención de manipular el concepto de ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, dice el diccionario) para presentar las posibles modificaciones de las situaciones de injusticia -cómodamente instituidas para algunos- como caprichos destructivos y ‘artificiales’ opuestos al orden que se considera ‘natural’. Esa idea de la naturaleza anclada en el diseño patriarcal declara inmutable un orden superior antifeminista, supremacista y asentado en privilegios económicos; un orden que -hay que citar a Hannah Arendt una vez más – impone a sus fieles la banalidad del mal que explica tanto la crueldad de las consignas como la pasividad o el temor a la libertad propia y ajena.

La mayoría de las veces, no hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado. Por ejemplo, ese hombre que ahí veis, con cara de recurso literario, pasó el otro día bajo el arco de leds de la plaza del ayuntamiento, contempló los renos escarchados que pastaban electrones mientras niños de azul y niñas de rosa se dejaban fotografiar y dijo: qué bonito. Después admiró la pantalla gigante que emite anuncios sexistas en la parada del autobús y manifestó: qué maravilla. Luego entró en una cafetería, donde se le unió su señora, que venía de la compra, para mirar hipnotizada el telediario mudo del televisor panorámico alzado al fondo, a la derecha, como las letrinas de la información (‘el ojo es ojo porque te ve, no porque tú lo ves’, decía Machado), mientras él leía y comentaba el periódico.

Hubo un instante en que el titular en papel coincidió con el rótulo que pasaban bajo el carrusel de imágenes: Rebeca Alexandra Cadete abrió la puerta a su asesino para que éste no molestara al vecindario. Un error fatal, decía el periódico. Ya era el motivo recurrente del día la primera víctima de la violencia machista del año en la circunscripción geográfica de referencia obligada. La mujer temía que la bestia alterara la convivencia. ¿Cómo se fio de él? Hablar ahora del peso de la cultura o el arte del amor deslumbrado a medias por el pragmatismo económico y la pasión romántica sería probablemente una pérdida de tiempo. No hay reflexión que valga sin leyes protectoras con efectos cotidianos.

De pronto, ha aparecido el consuelo de la fatalidad. La pena es una cosa muy rara. También la culpa. Una fatalidad. Todo es comparable, aunque duela. También lo incomprensible. El hombre asiente, su señora asiente, el camarero asiente probablemente por principio profesional. El medio ha elegido la anécdota que parece estar ofreciendo una válvula de escape: el error como confirmación de lo inevitable. Seguro que el redactor sólo buscaba un buen título que adornara la noticia; es el viejo problema de las originalidades vacías: que apelan al tribunal del inconsciente.

¿No se pudo evitar? Lo inevitable suele ser un argumento más para los cómplices, un apartado más de la retórica de la sumisión. Antes morían menos mujeres porque aceptaban su destino. El hombre que lee, la esposa que confirma, el periodista que presiente el desequilibrio entre la fugacidad de las imágenes y titulares y la intensidad de ese instante en que alguien abre una puerta (por civismo o por una vergüenza adquirida mediante la culpabilización ante los actos masculinos), todo parece el decorado perfecto de una resaca navideña, cuando azota el solsticio los últimos latigazos de la inversión solar con toda la rabia del invierno de postal.

Los tanques blindados del pensamiento, asustados por el feminismo, tramaron la etiqueta de la ideología de género para negar la perseverancia de una situación de dominio asentada con consignas de prejuicios; entre ellos el de dejar un resquicio para la duda sobre la responsabilidad de la víctima, que quería seguir viviendo sin molestar a los vecinos. Podía haber dejado la puerta cerrada. Podía haberse resistido más. Podía haber elegido a otro hombre. ¿Podía?

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