Evocación de la audaz idea de una cultura sin mercado

A principios de los años 90, el sociólogo Pierre Bourdieu y el artista Hans Haacke mantuvieron una conversación en la que ocupó una parte principal el estado (es decir, las contradicciones) de la libertad de expresión en el arte, cuyas producción y exhibición son necesariamente dependientes del dinero institucional, del dinero privado o de ambos en colaboración.

Señalaban una paradoja esencial. Si el arte no quería someterse a la censura de los patrocinadores privados, a los que no se podía exigir respeto a una -supuesta- autonomía de la creación, la única solución era que las instituciones se vieran obligadas por la presión del público y de los artistas a respetar la libertad de expresión incluso cuando ellas mismas y sus entidades colaboradoras, públicas o privadas, fueran cuestionadas.

Hans Haacke es conocido por desarrollar su labor bajo los presupuestos de una crítica institucional del arte, algo muy en concordancia con la disección de la sociedad que realiza Bourdieu para comprender las construcciones de las tendencias, los gustos y los intereses.

La cada vez más complejas relaciones entre mecenazgos, galerías y macrogalerías, marchantes, comisarios, críticos, museos y fundaciones, ingenierías fiscales del coleccionismo, etc., hacen del arte un mercado como cualquier otro (pese a la especificidad del lenguaje y los rituales destinados a otorgar el “aura” benjaminiana o al menos el simple prestigio a la designación de un objeto como obra artística) y dirigir al público hacia el fetichismo de la mercancía y a los negociantes hacia las argucias financieras. Todo ello, además, con el interés propagandístico de una actividad que es esencialmente comunicacional. Todas las artes lo son del espectáculo.

No pretendían los dialogantes descubrir nada nuevo; la crítica del grado superior del capitalismo financiero ya tenía entonces relato de sobra. Ya era dogma de la política neoliberal proporcionar beneficios a manos privadas apoyándose en las entidades públicas para intervenir en las reglas de la compraventa. Aunque tropezaban con más oposición que hoy, ya dominaban el uso del sector público: traspasar dinero al sector privado hasta privatizarlo del todo acusándolo de ser una rémora para el libre mercado.

Los intentos de teóricos del arte y artistas actuales por explicar la situación parecen unir a la reiteración la asunción de la derrota. Hay excepciones, por supuesto, pero la autojustificación de los sectores y agentes culturales precarizados está en consonancia con su forzosa sumisión (los espíritus libres también tienen cuerpos que alimentar) a la evolución de un capitalismo sin cortapisas que se amplia y solaza girando en una puesta en abismo de ingresos vertiginosos.

Entre la libertad liberal de la censura económica (eres libre de vender lo que te compro), censura directa política (oculta en la falacia del conflicto politización/despolitización) y la apreciación social teledirigida, las contradicciones que ya mostraban el artista Haacke y el sociólogo Bourdieu (ambos señalados en más de una ocasión como provocadores profesionales) se han hecho tan evidentes como confusa la vida cotidiana del arte, sus negocios y sus políticas. Confusión que, por otra parte, desaparece -igual que las del mercado laboral y la economía política- en cuanto se enfoca la situación subsidiaria del arte, la citada precariadad de la mayoría de los artistas, equiparable a la de los camareros temporeros, pero más acomplejada y deslumbrada por los apóstoles del éxito, el culto a la minoría de triunfadores y los mantras del emprendimiento. La ilusión del triunfo en la falsa libre competencia de las redes de la genialidad les impide constatar su papel de (muy honorables obreros) artesanos mal pagados en un mundo repleto de imágenes y saturado de noticias de inauguraciones.

La falta de activismo entre los artistas es tan estética como política (son inseparables) y la audaz propuesta de un activismo que aproveche lo institucional para reivindicar un arte sin mercado, aunque siga dejándose querer poética e históricamente entre contradicciones y autorrefutaciones, parece cosa de nostálgicos. La radicalidad depende del contexto y las instituciones y sus patronos y mecenas son tan poderosas que hasta se permiten alentar oportunas irreverencias para insistir en que el arte es apolítico y la publicidad no tiene color.

Ya sé que para introducir el encuentro Bordieu-Haacke no hacía ninguna falta la anterior sarta de prolegómenos, pero me he permitido sin escrúpulos el placer de contribuir con un panfleto al marasmo reinante.

No he encontrado traducción al castellano de Libre-échange. Hay ediciones inglesa y francesa. El archivo adjunto recoge una traducción parcial publicada por la revista A parte rei en 2002:

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Una pérdida de tiempo (Hippe)

Mientras buscaba una palabra que no quería salir de la punta de la lengua, me he acordado de Pribislav Hippe.

Había olvidado cómo se escribe el nombre y he tenido que liberar el tomo cautivo de ‘La montaña mágica’; de paso, Thomas Mann me ha recordado que se pronuncia «Pchibislav».

El personaje aparece en la novela primero como un recuerdo y después como un fantasma que se presenta cuando afloran la inquietud de Castorp, las sospechas sobre sí mismo, la tentación de la autoinculpación (pero no de la autodelación) provocadas por la salvaje monotonía del mundo.

Las mismas sospechas alcanzan, por supuesto, al narrador omnisciente, que respeta el deseo del protagonista de no buscar un nombre para definir lo que sentía respecto al compañero de instituto, admirado siempre a distancia y con el que habló una única vez: fue para pedirle que le prestara un lápiz; sólo lo tuvo una hora; iba envuelto en un estuche de plata con un mecanismo para liberar la punta; freudianos abstenerse.

Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles. De amistad no podía hablarse, puesto que ni siquiera «conocía» a Hippe. Pero, en primer lugar, nada obligaba a dar un nombre a aquellos sentimientos cuando ni siquiera se planteaba que pudieran verbalizarse. (…) Hans Castorp estaba inconscientemente convencido de que algo tan íntimo como aquello debía guardarse de una vez por todas de las definiciones y las clasificaciones. Justificados o no, aquellos sentimientos tan alejados de un nombre y cualquier forma de articulación, eran de una fuerza tal que Hans Castorp llevaba casi un año (…) alimentándolos en silencio.

La renuncia de Castorp a la palabra que se obstina en seguir oculta se traiciona con una precisa descripción de la belleza de Hippe. El narrador es más que cómplice, apenas una máscara, un velo tenue. También podemos pensar que Mann fue un gran bromista nada heroico, sin valor suicida para sucumbir en Venecia, un maestro del humor negro, quizá el más contemporáneo de los contemporáneos de Kafka.

Hippe es rubio, mestizo de germano y wendoeslavo, de ojos oblicuos y pómulos pronunciados (lo apodan «el Tártaro»), voz ronca pero agradable, alumno modelo, poseedor de una mirada con futuro y multigénero:

Aquellos ojos de Clavdia que le habían contemplado de muy cerca con una mirada indiscreta y oscura, y que, por la forma, el color y la expresión se parecían de una manera sorprendente y escalofriante a los de Pribislav Hippe (…), más bien eran los «mismos» ojos, como también la anchura de la mitad superior del rostro, aquella nariz un poco chata…, todo, hasta la blancura rosácea de la piel, aquel color sano de las mejillas que en Madame Chauchat, sin embargo, no era sino una mera ilusión (…), y así le había mirado [Hippe] cuando se cruzaban en el patio de la escuela.

Aquello era estremecedor en todos los aspectos. Hans Castorp estaba entusiasmado ante tal coincidencia y, al mismo tiempo, sentía algo parecido al temor, a una angustia creciente y similar a la que le producía saberse encerrado en un lugar exiguo en las circunstancias más propicias. (…)

Madame Chauchat también se rió de aquella escena, y sus ojillos se cerraron y su boca permaneció abierta, exactamente igual —pensó Hans Castorp— que cuando Pribislav Hippe reía.

A base de renuncias y de incertidumbres, la solución parece estar en una normalidad soporífera, la curación de un mal que no padece:

Pribislav Hippe ya no se le aparecía en carne y hueso como sucediera once meses atrás. La aclimatación de Hans Castorp había terminado, ya no tenía alucinaciones, ahora no estaba tendido e inmóvil sobre el banco mientras su «yo» se alejaba de su cuerpo y flotaba por regiones lejanas. Ya no ocurrían tales incidentes. La limpidez y la viveza de ese recuerdo, cuando lo evocaba, se mantenía en los límites normales y sanos.

Ese recobrado conformismo (Europa se prepara para la guerra y la novela lo cuenta desde la postguerra y Castorp no puede o no quiere llamar a sus sentimientos por sus nombres y, sin embargo, desde el íncipit, no hemos dejado de considerarlo un joven agradable y una buena persona aunque también desde el principio sepamos que las buenas personas no impedirán la catástrofe) tropieza una y otra vez con el lenguaje y los géneros, esas fábricas de malentendidos:

¿Cómo voy a devolverle a Clavdia Chauchat el lápiz de Pribislav Hippe? En francés se dice “son crayon” porque “crayon” es masculino, y da igual si el poseedor también lo es o no, pero entonces no se sabe si es “suyo de él” o “suyo de ella”, aunque tampoco se le puede devolver “a ella” lo que es “de él”… ¡Pero qué galimatías! ¡Cómo puedo perder el tiempo con cosas así!.

John Dos Passos y lo inolvidable

Poco antes de que los militares derechistas y monárquicos perpetraran el golpe de estado contra la II República Española, John Dos Passos asistió en Santander a un mitin socialista. Lo contó en su libro Años inolvidables. No puedo evitar poner tres párrafos que discurren por la ciudad desde la alegría al miedo. Mientras el sentido relato mantiene la historia en su tozudez insensible, las comisiones municipales de expertos fingen hacer lo imposible: recuperar la memoria sin renunciar al olvido.

En Santander, camino de vuelta, escuchamos al primo de Pepe Giner, Fernando de los Ríos, que era diputado en las Cortes por Granada, cuando pronunció un discurso en un mitin socialista en la plaza de toros. Fue un gran acontecimiento. Los miembros de los sindicatos se presentaron con sus banderas con letras rojas y doradas, con sus mujeres, con sus hijos, con las cestas de la comida y con botellas de vino. Niñas de las escuelas, con trajes blancos y lazos rojos, cantaron la Internacional. Escuchando el discurso de don Fernando, era un placer poder apreciar su dominio del condicional y del futuro de subjuntivo, pero bien poco de todo aquello debía resultar de interés práctico a los atentos mineros, mecánicos y agricultores que habían venido de todo el norte de España para oírle, en autobuses, en carros tirados por mulas, en bicicletas o a pie.
Fue recibido con gritos de «Vivan los hombres honrados». Alguien soltó palomas blancas con lazos rojos en el cuello. Teóricamente tenían que volar hacia las esferas celestes para simbolizar el reino de paz y buena voluntad que se aproximaba, pero hacía mucho calor y las pobres palomas debían de haber pasado demasiado tiempo encerradas. Durante todo el discurso de don Fernando, una de ellas revoloteó trabajosamente por el centro del redondel. Durante aquel verano no hice otra cosa que ver signos y presagios por todas partes.
Un signo y un presagio que no era en absoluto imaginario fue el odio en los rostros de las gentes elegantemente vestidas, sentadas en las mesas de los cafés de la calle más importante de Santander, mientras contemplaban a los sudorosos socialistas volviendo de la plaza de toros con sus hijos y sus cestas y sus banderolas. Si los ojos fueran ametralladoras, ni uno solo hubiera sobrevivido aquel día. En mi bloc de notas apunté: Socialistas tan inocentes como un rebaño de ovejas en un país de lobos.

Marcel Duchamp hastiado de los artistas

Marcel Duchamp, artista al que tenemos por iniciador de las vanguardias, escribió esta carta a su amiga Katherine Dreier, con la que había fundado la primera asociación de arte contemporáneo, llamada Societé Anonyme Inc. (es decir, Sociedad Anónima, S. A.).

Creo que basta echar un vistazo a la biografía del autor para comprender que, si alguien conocía el asunto del que trata la misiva, era él.

5 de noviembre de 1928.

Sus dos cartas anunciando un posible cese de las actividades de la Sociedad Anónima Inc. no me han sorprendido. Cuanto más frecuento a los artistas, más me convenzo de que son unos impostores desde el momento en que tienen el menor éxito.

Eso quiere decir también que todos los perros que rodean al artista son unos estafadores. Si observa la asociación entre los estafadores y los impostores, ¿como puede usted estar en condiciones de conservar alguna especie de fe (y en qué)?

No me sirve que mencione algunas excepciones que justificarían una opinión más clemente a propósito de todo el “jueguecito del arte”.

Al final, se dice que una pintura es buena sólo si vale “tanto”. Incluso puede ser aceptada por los “santos” museos, y en la misma medida por la posteridad.

Por favor, ponga los pies en la tierra y, si le gustan algunos cuadros, algunos pintores, contemple su trabajo, pero no intente convertir a un timador en honrado o a un impostor (fake) en faquir.

Esto debería darle una indicio del humor que tengo. Estoy revolviendo viejas ideas de hastío.

Pero sólo lo hago por usted. He perdido de tal modo el interés (todo el interés) en el asunto que no sufro por ello. Usted todavía sufre.

(…)

Ver Nueva York es siempre un placer, pero demasiado caro, incluso si pagan por ir.

Volveré a escribir pronto.

Afectuosamente,

Marcel Dee.

Un viajero del otoño de 1894

El escritor francés René Bazin, agrarista, católico y tradicionalista, se dio una vuelta por Santander en septiembre de 1894. En Bilbao, el padre Coloma le había aconsejado visitar a Galdós y a Pereda. Encontró al primero en su residencia (“un sitio maraviloso desde donde la mirada puede vagar por toda la bahía”) y don Benito, que admiraba a Pereda y su obra, y quizá conocía las afinidades de Bazin, insistió en que lo visitara en Polanco. Lo hizo. Le entusiasmaron la sabiduría literaria de Pereda y su defensa del medio y la cultura rurales, y parece que se sintió algo desconcertado por su carlismo militante. Se despidieron “como dos personas que empiezan a quererse y no van a volver a verse”.
Anécdotas de escritores aparte, el recorrido de Bazin por Cantabria no le proporcionó una actividad social muy intensa, pero le permitió a cambio escribir algunos párrafos con descripciones y sensaciones que, creo, merecen una lectura. Si algo me ha sorprendido de ellos, es el raro acuerdo entre un desconocido desconocedor y un imaginario asumido en estas tierras. Pero no se trata ahora de entrar en profundidades.

La mejor manera de ir de Bilbao a Santander es por mar. El ferrocarril da un gran rodeo, y baja hasta Venta de Baños para luego volver a subir hacia el norte. Una línea de vapores, que, por desgracia, sólo funciona durante los meses de verano, sigue la costa cantábrica y pone las dos ciudades a cinco horas la una de la otra.
(…)
Doblamos una serie de cabos con acantilados enormes, desnudos, desmoronados, hendidos por las olas, y, de repente, se abre una bahía lo bastante profunda para que no se vea su fin, y las montañas que cortaban el horizonte se alejan en menudos encajes malvas, y la orilla derecha se llena de islotes verdes, de arboledas que rodean pequeños cuadrados blancos que se aproximan, que se mezclan, que se convierten en una ciudad. Avanzamos lentamente; hay tanta luz, tanto cielo, tanta bruma fina sobre las cosas, que pienso en los dos escritores, y comprendo.
Ya pueden ustedes suponer que, con semejante suavidad en sus costas, una ciudad no puede dejar de adormecerse. Santander es menos activa que su rival Bilbao; tiene lagos muelles donde amarran algunos navíos a vapor, veleros, dos grandes steamers que calientan motores para algún destino lejano; tiene casas de baños, artistas, ricos comerciantes, todo en la costa elevada que bordea el golfo y que acaba en un espolón de rocas de un amarillo ardiente flanqueado por dos playas.
(…)
Si quieren saber, amigo mío, lo que he hallado de novedoso en estas leguas de campo recorridas al trote lento de mi coche, le diré que, primero, la propia carretera, llena de baches, polvorienta, bordeada de árboles enfermos; después, los bosques de eucaliptos, que abundan en la costa, bosques muy altos, tupidos sólo en lo alto, olorosos y sombríos como pinares sin brillo en las hojas; una mujer que llevaba sobre su vestido gastado el cordón negro de una orden terciaria; hombres en blusas muy cortas, color salmón con rayas negras o azules con rayas blancas; una caseta de perro, delante de una granja, con la inscripción “guardia jurado”; un tenderete lleno de bonitos cántaros modelados en forma de pájaros con círculos de pintura roja alrededor de los cuellos; casas pobres que parecen abandonadas y dejan colgar junto al camino sus ristras de cebollas rojas y de maíz dorado.
(…)
En el muelle de Santander, donde compro un cigarro, la vendedora me saluda con esta expresión de despedida encantadora: “¡Vaya usted con Dios!”. Un aduanero se pasea por el lugar donde se produjo la explosión. Se envuelve en un abrigo escarlata y negro que le da un falso aire de turco. De la terrible catástrofe del 4 de noviembre de 1893, apenas quedan algunos rastros: un agujero en el muele de carga al que estaba amarrado el buque repleto de dinamita; barras de hierro retorcidas, dispersas por la calle o en los jardines descuidados de la catedral. Las veintitrés casas destruidas por el incendio han sido reconstruidas más bellas que antes. Los muertos han sido olvidados. Hace una noche luminosa, templada, de una paz casi demasiado grande, por encima de este teatro de tantas agonías. Los muelles se pierden hacia la mar; la mirada los sigue por el reguero de luces de gas cada vez más cercanas y brumosas; la bahía, de un azul irreal, transparente, sin una arruga, aclarada por la luna, refleja los barcos, las luces de a bordo, las estrellas; en la orilla opuesta, se adivinan confusamente montañas con formas de nubes y cimas de plata. Parece uno de esos paisajes románticos, trazados con mosaicos de nácar, de los veladores antiguos. Antes me reía de sus colores inverosímiles. Y ahora encuentro aquí, en esta noche de otoño, el sueño realizado de los artesanos de Nuremberg.

René Bazin. Tierra de España (1895).

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Construcciones ajenas

Cita

Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros. Incluso el acto simple que llamamos “ver una persona a la que conocemos” es en parte un acto intelectual.  Rellenamos la apariencia física del ser que vemos con todas las nociones que tenemos de él, y esas nociones poseen, ciertamente, la mayor parte del aspecto total que nos representamos.
Acaban por inflar tan perfectamente las mejillas, por seguir en una adherencia tan exacta la línea de la nariz, se mezclan tan bien para matizar la sonoridad de la voz, como si ésta no fuera más que un envoltorio transparente, que, cada vez que vemos ese rostro o escuchamos esa voz, son esas nociones lo que encontramos, lo que escuchamos.

Marcel Proust. Por el camino de Swann.
Notre personnalité sociale est une création de la pensée des autres. Même l’acte si simple que nous appelons « voir une personne que nous connaissons » est en partie un acte intellectuel. Nous remplissons l’apparence physique de l’être que nous voyons de toutes les notions que nous avons sur lui, et dans l’aspect total que nous nous représentons, ces notions ont certainement la plus grande part. Elles finissent par gonfler si parfaitement les joues, par suivre en une adhérence si exacte la ligne du nez, elles se mêlent si bien de nuancer la sonorité de la voix comme si celle-ci n’était qu’une transparente enveloppe, que chaque fois que nous voyons ce visage et que nous entendons cette voix, ce sont ces notions que nous retrouvons, que nous écoutons.

Marcel Proust. Du côté de chez Swann.

Ideología y automóvil

Gracias a André Gorz aprendimos que el trabajo asalariado es, como sospechábamos, una tortura. Además, escribió un texto sobre el automóvil que conviene recordar de vez en cuando. He aquí un párrafo:

Paradoja del automóvil: en apariencia, proporcionaba a sus propietarios una independencia ilimitada porque les permitía desplazarse a las horas y por los tinerarios que ellos eligieran a una velocidad igual o superior a la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta autonomía aparente tenía como reverso una dependencia radical: a diferencia del jinete, del carretero o del ciclista, el automovilista iba a depender para sus necesidades energéticas, como por otra parte para la reparación de cualquier avería, de comerciantes y especialistas en carburación, lubrificación, iluminación y cambio de piezas. A diferencia de todos los propietarios anteriores de medios de locomoción, el automovilista iba a tener una relación de usuario y de consumidor -y no de poseedor o amo- con el vehículo del cual, formalmente, era propietario. Dicho de otro modo, el coche le iba a obligar a consumir y a utilizar una gran cantidad de servicios comerciales y de productos industriales que sólo le podían ser proporcionados por terceros. La autonomía aparente del propietario de un automóvil encubría su radical dependencia.

André Gorz. Ideología social del automóvil (1973)