Una pérdida de tiempo (Hippe)

Mientras buscaba una palabra que no quería salir de la punta de la lengua, me he acordado de Pribislav Hippe.

Había olvidado cómo se escribe el nombre y he tenido que liberar el tomo cautivo de ‘La montaña mágica’; de paso, Thomas Mann me ha recordado que se pronuncia «Pchibislav».

El personaje aparece en la novela primero como un recuerdo y después como un fantasma que se presenta cuando afloran la inquietud de Castorp, las sospechas sobre sí mismo, la tentación de la autoinculpación (pero no de la autodelación) provocadas por la salvaje monotonía del mundo.

Las mismas sospechas alcanzan, por supuesto, al narrador omnisciente, que respeta el deseo del protagonista de no buscar un nombre para definir lo que sentía respecto al compañero de instituto, admirado siempre a distancia y con el que habló una única vez: fue para pedirle que le prestara un lápiz; sólo lo tuvo una hora; iba envuelto en un estuche de plata con un mecanismo para liberar la punta; freudianos abstenerse.

Hans Castorp no se preocupaba demasiado en justificar racionalmente sus sensaciones y, menos aún, del nombre que hubiera podido dárseles. De amistad no podía hablarse, puesto que ni siquiera «conocía» a Hippe. Pero, en primer lugar, nada obligaba a dar un nombre a aquellos sentimientos cuando ni siquiera se planteaba que pudieran verbalizarse. (…) Hans Castorp estaba inconscientemente convencido de que algo tan íntimo como aquello debía guardarse de una vez por todas de las definiciones y las clasificaciones. Justificados o no, aquellos sentimientos tan alejados de un nombre y cualquier forma de articulación, eran de una fuerza tal que Hans Castorp llevaba casi un año (…) alimentándolos en silencio.

La renuncia de Castorp a la palabra que se obstina en seguir oculta se traiciona con una precisa descripción de la belleza de Hippe. El narrador es más que cómplice, apenas una máscara, un velo tenue. También podemos pensar que Mann fue un gran bromista nada heroico, sin valor suicida para sucumbir en Venecia, un maestro del humor negro, quizá el más contemporáneo de los contemporáneos de Kafka.

Hippe es rubio, mestizo de germano y wendoeslavo, de ojos oblicuos y pómulos pronunciados (lo apodan «el Tártaro»), voz ronca pero agradable, alumno modelo, poseedor de una mirada con futuro y multigénero:

Aquellos ojos de Clavdia que le habían contemplado de muy cerca con una mirada indiscreta y oscura, y que, por la forma, el color y la expresión se parecían de una manera sorprendente y escalofriante a los de Pribislav Hippe (…), más bien eran los «mismos» ojos, como también la anchura de la mitad superior del rostro, aquella nariz un poco chata…, todo, hasta la blancura rosácea de la piel, aquel color sano de las mejillas que en Madame Chauchat, sin embargo, no era sino una mera ilusión (…), y así le había mirado [Hippe] cuando se cruzaban en el patio de la escuela.

Aquello era estremecedor en todos los aspectos. Hans Castorp estaba entusiasmado ante tal coincidencia y, al mismo tiempo, sentía algo parecido al temor, a una angustia creciente y similar a la que le producía saberse encerrado en un lugar exiguo en las circunstancias más propicias. (…)

Madame Chauchat también se rió de aquella escena, y sus ojillos se cerraron y su boca permaneció abierta, exactamente igual —pensó Hans Castorp— que cuando Pribislav Hippe reía.

A base de renuncias y de incertidumbres, la solución parece estar en una normalidad soporífera, la curación de un mal que no padece:

Pribislav Hippe ya no se le aparecía en carne y hueso como sucediera once meses atrás. La aclimatación de Hans Castorp había terminado, ya no tenía alucinaciones, ahora no estaba tendido e inmóvil sobre el banco mientras su «yo» se alejaba de su cuerpo y flotaba por regiones lejanas. Ya no ocurrían tales incidentes. La limpidez y la viveza de ese recuerdo, cuando lo evocaba, se mantenía en los límites normales y sanos.

Ese recobrado conformismo (Europa se prepara para la guerra y la novela lo cuenta desde la postguerra y Castorp no puede o no quiere llamar a sus sentimientos por sus nombres y, sin embargo, desde el íncipit, no hemos dejado de considerarlo un joven agradable y una buena persona aunque también desde el principio sepamos que las buenas personas no impedirán la catástrofe) tropieza una y otra vez con el lenguaje y los géneros, esas fábricas de malentendidos:

¿Cómo voy a devolverle a Clavdia Chauchat el lápiz de Pribislav Hippe? En francés se dice “son crayon” porque “crayon” es masculino, y da igual si el poseedor también lo es o no, pero entonces no se sabe si es “suyo de él” o “suyo de ella”, aunque tampoco se le puede devolver “a ella” lo que es “de él”… ¡Pero qué galimatías! ¡Cómo puedo perder el tiempo con cosas así!.

Reconstruir una lengua

Si tuviera que elegir una lengua perdida para que fuera reconstruida, estudiada y utilizada, creo que escogería el sabir o lingua franca del Mediterráneo.

Era el idioma vehicular que desarrollaron los navegantes, mercaderes, soldados y habitantes de los puertos. Está documentado su uso desde el siglo XI hasta el XIX, pero es muy probable que empezara a formarse mucho antes, a partir del latín vulgar, el griego y las lenguas de la costa asiática, hasta que el avance de las lenguas romances ocupó el núcleo principal, compuesto primero por las lenguas del norte de la península italiana y occitano-romances, a las que se añadieron después elementos españoles, portugueses, árabes (con fuerte influencia en la sintaxis), bereberes, turcos, y llegó a ser empleado ampliamente para el comercio y la diplomacia, y también entre los esclavos de los baños (según Cervantes, en toda la Berbería, y aun en Constantinopla, cautivos y carceleros se entendían en una lengua que era mezcla de todas las lenguas), los piratas y los renegados europeos del norte de África precolonial.

En 1662 apareció en Bruselas la Relación del cautiverio y libertad del señor Emanuel d’Aranda, antiguo esclavo, donde se muestran ejemplos y datos sobre el uso vulgar y diplomático del idioma. Se sabe que Rousseau lo usó en Suiza para entenderse con un otomano. Goldoni y Molière lo citan en sus obras. Daudet retrató a un turco, combatiente de la Comuna, que apenas hablaba el sabir: “esa jerga argelina compuesta de provenzal, de italiano, de árabe, hecha de palabras abigarradas recogidas como conchas a lo largo de los mares latinos”.

En 1830, cuando los franceses empezaron a colonizar Argelia, publicaron un Diccionario de lengua franca o morisca seguido de algunos diálogos familiares y de un vocabulario de las palabras árabes más útiles, para uso de los franceses en África. Pese a esa impresión, el impulso colonial de las distintas potencias, con la introducción masiva y reglada de las lenguas europeas, provocó el declive de la lingua franca, que había alcanzado su máxima extensión en el siglo XVII.

Sin embargo, abundan los rastros de este idioma impuro. A través de los portugueses, llegó a América, Asia, África y Oceanía: se enfrentó a las lenguas autóctonas y perdió la mayor parte de su vocabulario, pero a algunos filólogos les sirve para explicar las similitudes entre las lenguas pidgin y criollas. En Inglaterra formó parte de la farándula y se unió a las jergas de los ladrones y marginados (polari). También se refugió en el argot urbano del Magreb.

Ya en el siglo XX, Blaise Cendrars afirmaba que el sabir lo hablaban todos los marineros de Levante. Poco antes, en 1893, Pierre Loti escribía así de una joven griega: “Con una sonrisa, se detenía, le daba alguna flor, una brizna de naranjo (…), a veces le decía dos o tres palabras en una mezcla de francés y sabir”.

Si alguna forma de emotividad intelectual (o el simple aburrimiento) nos llevara a hacer el esfuerzo de rehacer un idioma olvidado, definir su gramática nunca escrita, dotarlo de neologismos, pragmática, literatura, hablarlo y, en suma, usarlo como instrumento de comunicación (sin desdeñar, por supuesto, constricciones potencialmente liberadoras y simples diversiones), ¿encontraríamos labor más bella que vivificar una lengua de marineros, saltimbanquis, esclavos, soldados, filósofos, mercaderes, bufones, putas, piratas y ladrones?

Diccionario para uso de los colonos franceses en Argelia - 1830.

Diccionario para uso de los colonos franceses en Argelia – 1830.

Llibro de Emanuel d'Aranda - siglo XVII

Libro de Emanuel d’Aranda – siglo XVII

Página del Diccionario de 1830

Página del Diccionario de 1830

Ardua labor de Quignard

Siempre he querido mostrar algo diferente del lenguaje. Evocar lo que está más cerca del nacimiento, más cerca del origen, cerca de la desorientación. De hecho, lo que me atrae es lo que se encuentra antes del aprendizaje de la lengua. Intento hacer surgir algo más antiguo que lo culto, lo civilizado, lo bien dicho.

Pascal Quignard. Entrevista en Le Monde por Raphaëlle Rérolle