John Dos Passos y lo inolvidable

Poco antes de que los militares derechistas y monárquicos perpetraran el golpe de estado contra la II República Española, John Dos Passos asistió en Santander a un mitin socialista. Lo contó en su libro Años inolvidables. No puedo evitar poner tres párrafos que discurren por la ciudad desde la alegría al miedo. Mientras el sentido relato mantiene la historia en su tozudez insensible, las comisiones municipales de expertos fingen hacer lo imposible: recuperar la memoria sin renunciar al olvido.

En Santander, camino de vuelta, escuchamos al primo de Pepe Giner, Fernando de los Ríos, que era diputado en las Cortes por Granada, cuando pronunció un discurso en un mitin socialista en la plaza de toros. Fue un gran acontecimiento. Los miembros de los sindicatos se presentaron con sus banderas con letras rojas y doradas, con sus mujeres, con sus hijos, con las cestas de la comida y con botellas de vino. Niñas de las escuelas, con trajes blancos y lazos rojos, cantaron la Internacional. Escuchando el discurso de don Fernando, era un placer poder apreciar su dominio del condicional y del futuro de subjuntivo, pero bien poco de todo aquello debía resultar de interés práctico a los atentos mineros, mecánicos y agricultores que habían venido de todo el norte de España para oírle, en autobuses, en carros tirados por mulas, en bicicletas o a pie.
Fue recibido con gritos de «Vivan los hombres honrados». Alguien soltó palomas blancas con lazos rojos en el cuello. Teóricamente tenían que volar hacia las esferas celestes para simbolizar el reino de paz y buena voluntad que se aproximaba, pero hacía mucho calor y las pobres palomas debían de haber pasado demasiado tiempo encerradas. Durante todo el discurso de don Fernando, una de ellas revoloteó trabajosamente por el centro del redondel. Durante aquel verano no hice otra cosa que ver signos y presagios por todas partes.
Un signo y un presagio que no era en absoluto imaginario fue el odio en los rostros de las gentes elegantemente vestidas, sentadas en las mesas de los cafés de la calle más importante de Santander, mientras contemplaban a los sudorosos socialistas volviendo de la plaza de toros con sus hijos y sus cestas y sus banderolas. Si los ojos fueran ametralladoras, ni uno solo hubiera sobrevivido aquel día. En mi bloc de notas apunté: Socialistas tan inocentes como un rebaño de ovejas en un país de lobos.