—Pero es extraño el número de hombres ilustres que sostienen las teorías espiritistas. (…) Hoy el espiritismo está extendido, crece de día en dia. Se multiplican los adeptos, se devoran los libros que exponen sus teorías y se buscan los fenómenos que pueden estar al alcance de todos. Para mí lo bueno que tiene es el ser una religión experimental, puesto que no exige la fé ciega y arbitraria. Todos podemos investigar, buscar. El fenómeno está a nuestro alcance.
—Pero la explicación, no.
—Tratemos de buscarla. (…) El fenómeno existe;
una vez que nos acercamos y lo conocemos nos
incita a seguir buscando. Para muchos llega a ser
una necesidad.
—Para otros un juego, donde encuentran emociones.
—No te lo niego.
— Además no faltan los farsantes que aprovechan la oscuridad de las sesiones y que, para gozarse
en la sorpresa de los otros, fingen fenómenos que no existen.
— ¿En qué religión no encontramos falsos sacerdotes?
— No eleves a religión el espiritismo.
— ¿Qué más da el nombre? El hecho es cierto.Carmen de Burgos (Colombine). El retorno: novela espiritista (basada en hechos reales). 1922.
La vieja idea de que los espíritus pueden interactuar con la materia y expresarse de un modo comprensible para los vivos se actualizó en el siglo XIX con un vocabulario pseudocientífico y ritos extrarreligiosos. En algunos ambientes progresistas, se vio como un modo de combatir en su terreno el dogmatismo de las religiones tradicionales, es decir, una liberalización de la relación con los fantasmas. En otros, menos pretenciosos, se popularizó como un juego de sociedad válido para creyentes y escépticos, a la vez solemne y evasivo.
Poco después de que Colombine publicase la novela citada, se celebró en Santander un juicio relacionado con una pretendida intervención del más allá cuya sentencia, dictada el 7 de diciembre de 1924, apenas mereció una gacetilla:
RESULTADO DE UNA VISTA EN LA AUDIENCIA.
Como recordarán nuestros lectores, hace días se vió en la Audiencia la vista de la causa seguida contra doña Margarita Capdevila Diego, don Eduardo Iñigo Diego, doña Bernarda Neira Calvo, doña Margarita Iñigo Capdevila y la señorita Luisa Caso Casas, por el delito de asesinato, rebajado luego a homicidio en grado de tentativa, y por dos delitos de estafa.
La causa provocó gran interés, interesándose la opinión pública en el desarrollo de las pruebas y mostrando gran curiosidad por saber el fallo que
dictaría el tribunal de Derecho.Este ha sido absolutorio para los tres
primeros, así como tenía que serlo para
las dos segundas, a las que se había
retirado la acusación.
Así se disolvió la burbuja creada el 15 de noviembre de 1922, cuando Antonio Caso Casas, de 29 años, denunció a sus suegros, a su esposa y a una sirvienta por secuestro, torturas e intento de asesinato.
Según la acusación, los hechos ocurrieron en el número 21 de la calle Ruamayor. Allí, en el segundo piso, vivían Francisco Caso Capó, comerciante viudo, sus tres hijos y dos hijas, Pedro, Carolina, Antonio, Guillermo y Luisa Caso Casas. Y en el tercero, Margarita Capdevila Diego y su esposo Eduardo Íñigo Diego, su hija Margarita, su hijo Eduardo, su sobrino Alonso Rodríguez Capdevila y la sirviente Bernarda Neira Calvo.
Las dos familias mantuvieron durante años una relación que Capdevila, la principal encausada, definió -¿enigmáticamente?- como “de trato cotidiano, pero de santa amistad”. También dijo -y muchos testimonios confirmaron- que ella era la columna matriarcal que soportaba toda la estructura.
Los Íñigo Capdevila y los Caso Casas tenían edades similares. Crecieron juntos y compartieron pérdidas: Eduardo falleció en la adolescencia; lo mismo ocurrió con Guzmán. Guillermo quizá emigró a Barcelona y nunca volvió. En cuanto a Carolina y Pedro, apenas aparecen en los registros.
Antonio Caso emigró a México con apenas veinte años. Le iban bien las cosas, pero se vio envuelto en una reyerta, recibió un balazo, perdió una pierna y regresó convaleciente. La pesadumbre de los indianos fracasados (un color local poco visible en la complacientes crónicas de la ciudad) no le impidió seducir o ser seducido por Margarita Íñigo o, simplemente, aceptar, como ella, un acuerdo entre las dos familias.
La boda se celebró el 21 de marzo de 1922 en la iglesia de El Cristo. En la foto de rigor, Antonio, erguido, se apoya en un bastón y en una mirada entre firme y alucinada mientras Margarita, los ojos muy abiertos y un rosario atado a la muñeca, lo agarra del brazo con las dos manos.
Los novios fijaron su residencia en la casa de los Iñigo-Capdevila. Francisco Caso falleció poco después. La herencia de Antonio, una asignación de 500 pesetas anuales, quedó garantizada bajo la administración de sus tíos, Pedro y Rafael Caso Capó, que nunca habían visto con buenos ojos la relación de su hermano con sus vecinos y mucho menos la boda de su sobrino. Los Caso eran prósperos e influyentes, y en sus declaraciones aseguraron que habían acordado con Francisco blindar el legado porque Margarita Capdevila había intrigado siempre para sacarle dinero a su hermano.
Según la denuncia de Antonio, desde el principio de su matrimonio se vio sometido por su familia política a humillaciones y vejaciones. Lo obligaban a permanecer encerrado en un cuartucho sin ventanas, apenas lo alimentaban y sólo lo dejaban salir para forzarlo a participar en sesiones de espiritismo, dirigidas por su suegra y Bernarda Neira, en las que toda la familia, incluida su hermana Luisa, lo maltrataba física y moralmente.
Las oficiantes utilizaban una variante sonora de la güija: cantaban el alfabeto hasta que, al llegar a la letra adecuada, el espíritu invocado daba un golpe.
Entre luces vacilantes, penumbras volubles, sombras profundas y movimientos inesperados de objetos desnaturalizados, los fantasmas despiadados reprochaban a Antonio haber vivido en América un pasado criminal, satánico, disoluto, caníbal, nigromante, para satisfacer una escala de vicios que alcanzaba lo indecible. Pese a lo rudimentario del medio de comunicación, enarbolaban contra él todos los adjetivos (véase la disparada acumulación que precede a este paréntesis) capaces de estrechar hasta la asfixia el cerco de la infamia.
Antonio dijo que habían conseguido convencerlo de todas esas culpas y había firmado papeles admitiéndolas y comprometiéndose a cumplir cualquier penitencia. Pero también, en algunos momentos de lucidez, sospechaba que lo estaban sometiendo a un proceso de alienación mental y deterioro físico para incapacitarlo o inducirlo al suicidio.
Sin embargo, no pensó en huir hasta que Alonso Rodríguez Capdevila, el sobrino de Margarita, le reveló que la familia preparaba un plan para acabar con su vida: estudiaban lugares propicios en Ramales, Palencia y Zamora para hacerle caer a un río durante una excursión.
Antonio estaba muy débil y le habían quitado la prótesis de la pierna, pero, con ayuda de Alonso y dos vecinos, consiguió trasladarse a casa de su tío Pedro, que presentó la denuncia.
El juez ordenó primero la prisión preventiva de las dos Margaritas, Eduardo Íñigo y Bernarda Neira. Luego, aunque por poco tiempo, amplió la detención a Alonso Rodrigo y a Luisa Caso, que confesaron haber actuado como cómplices.
La prensa local siguió el proceso con entusiasmo. En cuanto empezaron las audiencias, a pesar de que el informe Picasso y los debates y conflictos por la guerra colonial ocupaban los titulares principales, los periódicos locales rivalizaron en contar, interpretar y ampliar el embrollo.
Primero desfilaron los actores secundarios.
Bernarda Neira negó ser echadora de cartas y espiritista. Eduardo Íñigo dijo que nunca había practicado el ocultismo y que sólo tenía libros sobre el tema por curiosidad. Alonso admitió que había hecho de carcelero y le había administrado a la víctima lavativas tóxicas obligado por su tía. Varios vecinos no dejaron claro si Antonio estaba en la casa en contra de su voluntad.
Después fueron apareciendo las figuras principales.
Luisa Caso, la hermana de Antonio, sorprendió como un contrapunto místico, pero locuaz. Cuando la convocaron, se encontraba en un convento de Castro Urdiales, donde se preparaba para tomar el hábito después de estudiar en el colegio de la Compañía de María (La Enseñanza) de Santander. Acudió acompañada por el sacerdote Domingo Sisniega, que había sido párroco de Soto de la Marina antes de ocupar la capellanía de las monjas.
Llegaron en tren, como oscuros iconos: el cura una sombra protectora y diplomática, ella en actitud ausente, enlutada, con el rostro, una máscara pálida, velado en negro por una escafandra de pudor quizá -todo hay que decirlo- algo esperpéntica, gutierrezsolanesca a destiempo.
La comparecencia desveló un relato lleno de culpabilidad y arrepentimiento, y también de nuevas acusaciones.
Según Luisa, Margarita Capdevila Diego dirigía los ritos. A oscuras, invocaba a los fantasmas mediadores, que solían hablar en nombre de los familiares difuntos. En cuanto manifestaban su presencia, la retahíla de letras y golpes iba formando las palabras. De fondo, se oían ruidos de piedras de afilar, cadenas, caídas de monedas y roturas de cristales. Cuando las revelaciones alcanzaban el clímax, los aparecidos abrían puertas o ventanas y les daban patadas y bofetadas a Antonio y a ella. Sostuvo que las dos Margaritas y Bernarda la habían persuadido de que el espíritu de su difunta madre la reprendía y exigía que obligase a su hermano a tomar una solución de láudano para anular su voluntad de asociarse con el diablo. Confesó que le había echado el brebaje en el agua sin que él lo supiera y que ella había tratado de suicidarse con el mismo producto porque Margarita la culpaba de la muerte de su hijo Eduardo.
El turno de Capdevila fue el eje del espectáculo. El público se dividió entre quienes la consideraban culpable, manipuladora, ambiciosa o despótica y los que veían en ella a una mujer honrada rodeada de imbéciles desagradecidos. Exhibió una presencia rotunda y elegante (levantó hipérboles: imponente, inquietante, fascinante, distante, penetrante…) y mantuvo su inocencia sin fisuras. Acusó a los Caso de haber urdido un plan para hundirla porque nunca habían soportado su amistad con Francisco y tachó a Antonio de loco y estúpido, una marioneta en manos de sus tíos, además de vicioso e inútil. Dijo que, en efecto, consciente de la vesania de su yerno, había tratado de obtener certificados médicos para inhabilitarlo y que lo había hecho por el bien de su hija, a la que consideraba en peligro. También creía que Luisa, a la que decía haber criado como a una hija, era demente, e intuía que había tenido alguna culpa en la muerte de su hijo Eduardo.
Comparecieron los médicos que habían tratado a Eduardo Íñigo y afirmaron que el fallecimiento se debía sin duda a una tuberculosis congénita.
El doctor Jesús Mata, nombrado por Capdevila en una de las sesiones, publicó una carta en los periódicos. Antes de la boda, decía, la acusada se había presentado en su consulta con Antonio y le había pedido que lo examinara. Tras descubrir que padecía una dolencia secreta, había recomendado que el matrimonio no se consumase hasta que él u otro médico lo aprobara. Meses después, comprobó que no le habían hecho caso: ambos cónyuges estaban enfermos. Por suerte, no tardaron en curarse. Pasaron de puntillas entre el público, sin afectar al tribunal, sospechas de incesto y de venéreas.
También se supo que Mata y otros dos médicos se habían negado a firmar la inhabilitación de Antonio solicitada por su suegra. Margarita insistió en que el comportamiento de Antonio no tenía otra explicación que la demencia o la pura maldad.
Los forenses que examinaron a Antonio explicaron que era un joven débil, apocado y de reacciones torpes, pero no podían considerarlo alienado ni fuera de lo normal. Sí lo veían sugestionable: quiza bastara decirle que estaba recluido para que se convirtiera en su propio carcelero. Era discapacitado, pero no padecía enfermedades y no habían encontrado en su organismo pruebas de que hubiera sido intoxicado o torturado.
Habló el mundo material con una sencillez apabullante y la absolución dio al traste con el drama. No se habló más del asunto.
En 1935, acogiéndose a la ley promulgada por la II República en 1932, Margarita y Antonio se divorciaron.
Cada vez que paso por la calle Ruamayor, me gusta imaginar que la farándula espiritista ha vuelto al tercer piso de un portal que ya no existe para representar de nuevo el galimatías judicial. Ahora es una de esas cuestas que apenas sirven para indicar que fueron otras, pero entonces nacía en la catedral y mantenía un carácter discreto, entre clerical, noble de poca altura y medio burgués, aunque, hacia la mitad de su recorrido, el callejón del Infierno la unía con Ruamenor, donde la plebe que se obstinaba en dominar el margen central de la ciudad no escatimó chanzas sobre el evento.