Leer un libro

Los responsables de un foro de Filosofía de secundaria han escogido como colofón del curso 2007/2008 la siguiente frase de un alumno:

No puedo opinar nada malo sobre este libro ya que ha sido el mejor libro de los pocos que he leído (todos mandados en clase), sólo tengo palabras buenas… Creo que voy a empezar a leer algún libro por voluntad propia a a partir de este año, que me he dado cuenta que no hay nada malo en ellos.

Parece ser que la inapetencia infantil procede en ocasiones de algún trauma o defecto de formación que impide apreciar el sabor como una fuente de placer. La comida no resulta atractiva y la alimentación parece un trabajo, es decir, una forma de tortura.
Puesto que el gusto por el arte o la literatura no va unida a una necesidad fisiológica de primer grado, el descubrimiento del placer de leer un texto o contemplar un cuadro se hace aún más difícil, y probablemente no necesite de ningún trauma: basta con la ignorancia o el predominio de otras alternativas. Basta con preferir el aburrimiento a un esfuerzo cuya finalidad no se aprecia. Basta, por otra parte, con dejarse llevar por la corriente dominante en un mundo en el que al tiempo que se exige aprender, se desdeña el aprendizaje de la crítica.
Por desgracia, sentirse atraído por la lectura (de momento el alumno del ejemplo sólo percibe que no encierra nada malo) es algo tan azaroso que parece delatar como inútiles las teorías que pretenden programar en el tiempo y el espacio el instante crucial en que un alumno se interese por la materia que estudia. Para algunos son teorías llenas de definiciones complejas y nombres largos cuya práctica camufla con un manglar de burocracia su renuncia a presentar el mundo como mejorable.
Por suerte, a veces el alumno obligado a leer, como el niño obligado a comer, encuentra un bocado que le gusta y descubre que ingerir alimentos no sólo no es malo, sino que además puede acercarlo a la sensualidad, es decir, a esa mezcla de lo inútil y lo placentero que quizá hasta ese momento consideraba asociada sólo a las cosas vetadas por la ortodoxia académica. Paradójicamente (porque la ortodoxia produce heterodoxia), ese descubrimiento es el que más daño puede hacer a ese mundo acrítico en el que nos movemos, y es probable (aunque no seguro) que conduzca al nuevo gourmet a una suerte de insatisfacción nacida del desarrollo del pensamiento crítico, de la exigencia de calidad literaria y del extraño tedio activo en que a veces se sume el lector habitual que de pronto no sabe qué leer. Pero esa insatisfacción será, por contra, el remedio contra el aburrimiento de los idiotas (definición clásica: ciudadano privado y egoísta que no se preocupaba de los asuntos públicos). O, por lo menos, así lo espero.

Nota. – Después de releer este artículo, se me apareció el espectro de un déjà vu (vulgo paramnesia), pero enseguida encontré alivio, seguramente narcisista, en esta frase del Tratado de Narciso de André Gide:

Todas las cosas ya han sido dichas; pero, como nadie escucha, es preciso repetirlas siempre.