La noche se mueve (y desborda los paréntesis)

Después de la fiesta - contenedor de vidrio

Artículo publicado en eldiarioesCantabria

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El bien intencionado y razonable defensor del orden, la limpieza y el silencio ha estado a punto de dejarse llevar por el primer impulso al informarse o creerse informado de los hechos que se producen en Cañadío y otros lugares de reunión nocturna. (Todo esto se complica desde el principio, puesto que se habla de intenciones, raciocinio, higiene, calma, información, sistema y noche. Demasiados conceptos para una introducción). Ha estado a punto de dejarse atrapar por la criminalización del bajo poder adquisitivo (no quiero hablar de pobreza, aunque debería), el prejuicio sobre las taras sociales de los que no son pudientes o no les da la gana ejercer de tales, pero tratan de participar de un espacio de ocio público que parece (ahí ha descubierto la trampa) pertenecer a un mercado privado (el de los bares, en este caso). Lo que se dice una súbita activación de los estereotipos. En agosto, el calor y la referencia a la noche hace que cualquiera pueda caer, desprevenido, en los sesgos más burdos. Sin embargo -creo que es el hecho básico-, las plazas son de la gente: de toda. El llamamiento a la juerga lo reciben todos los oídos.

Resulta que hace décadas que la plaza se llena de gente las noches de verano y que los vecinos protestan por el ruido y la suciedad. Sin embargo, cuando las protestas arrecian, los hosteleros se quejan del botellón y le atribuyen todas las culpas. Los bienpensantes más autojustificativos, esos que odian pagar impuestos, pero reclaman lo que sea en nombre de ellos, han introducido como supositorio propagandístico la asociación botellón-vandalismo, y nuestro bondadoso ciudadano tiene que realizar un esfuerzo para sustraerse a la identificación del consumo en la vía pública de bebidas adquiridas en supermercados o tiendas, es decir, fuera de los establecimientos hosteleros, con esa útil etiqueta culpabilizadora.

Vamos que, si usted adquiere un cubata en un bar y lo pasea con sus colegas por la plaza, eso no es botellón ni aunque abandone el vaso en las escaleras de esa iglesia que es una segunda catedral (a algunas fuerzas todavía muy vivas no les bastaba la primera), tire confettis y bengalas o cante himnos esperantistas de exaltación noctámbula acompañado de vuvuzelas. (Por cierto, las celebraciones de victorias deportivas no cuentan como vandalismo ni contaminación acústica: que se sepa). Pero, si se trae su bebida, es usted un incívico. Molesta lo mismo que los que poseen un ticket de consumición (si se lo han dado en la barra o son tan poco compinches que lo han exigido), pero el estatus de comprador homologado determina el ser social, y el cargador de litronas, aunque comprador también, es un indeseable. Los marginados por los precios (estudiantes, obreros precarios, parados y/o rebeldes con o sin causa reconocida o reconocible) no se resignan a no integrarse (ya sé que suena a paradoja hacerse marginal para integrarse, pero es que creo que los que se quejan de los paréntesis deben asumir la alternancia de planos del pensamiento porque, si no, no vamos a ninguna parte) en el modelo veraniego que defiende esta ciudad. La noche es joven, móvil y caliente, afirma la publicidad (el día es más de yincanas “emocionales” en los jardines de Botín); pero hay que pasar por la caja indicada, claro.

El caso es que, al ver las imágenes del espacio público (ese que todos pagamos) lleno de basura, el honrado espectador ha estado a punto de indignarse con los sujetos pasivos del periodismo oficial, pero de pronto ha recordado que las calles peatonalizadas han sido en realidad privatizadas como terrazas de café y postureo y en algunas de ellas era más fácil para los peatones circular cuando había tráfico de vehículos porque, al menos, se sabían dueños de las aceras. Ahora, difuminada la frontera entre clientes y viandantes (hay ciudades civilizadas [aquí vale la redundancia aunque una ciudad incivil no debería ser ciudad] en las que las terrazas se separan con estrictas vallas, celosías, etc., y el porcentaje de terreno ocupado se somete a la transparencia), las dudas sobre el espacio urbano delatan su condición de espacio comercial donde se solapan condiciones de sede de ceremonias y promociones amplificadas, parque infantil, solaz de mascotas, restaurante y, con perdón, abrevadero. Recuerda además nuestro ciudadano la institución del caseteo, de discutible calidad sanitaria, pero intocable por aplaudida (tengo que retomar a Canetti), y que las salidas y entradas de toros y fútbol suelen dejar un rastro que también limpian las tasas del común.

Un día de estos, los comerciantes y hosteleros se quejarán de que todavía transita por sus calles mucha gente que no consume consuficiente constancia y pedirán soluciones a las autoridades. En el caso de los bares de las zonas de éxito, el botellón les viene muy bien para echarles la culpa del deterioro y exigir que se acabe con esa perniciosa libre iniciativa. El movimiento de cámaras de los reporteros y las fotos fijas de la prensa suele mostrar a los botelloneros como incontrolados en zona de guerra, pero nuestro hombre razonable ha asistido a veces al preludio (la logística en las tiendas chinas y supermercados, sobre todo los viernes, aunque en agosto todo se amplía) y reconoce en esos chavales bien organizados, maqueados como figurantes entre el mobiliario urbano de mercadillo, a los vecinos, amigos e hijos habituales que buscan desmadrarse (que también es socializarse) transportando la parafernalia festiva desde el espacio comercial que pueden permitirse hasta el espacio común que todavía no han podido quitarles. Consideran o intuyen que tienen el mismo derecho que cualquiera a hacer sucio, ruidoso e inhabitable ese espacio. La ley es igual para todos, ¿no? Comentan en la cola del súper la jugada de la tarde anterior mientras los que ya tienen 18 se ocupan de la compra y los demás hacen de porteadores. Cerveza, refrescos de naranja, limón y cola, vodka y ginebra, chips, galletas saladas… Camino de la cita comprarán hielo en un kiosco estratégico, para que no se derrita. Luego se sumarán, puede que de un modo un tanto esquinado, al bullicio de los que se pagan sus copas como la Asociación de Hosteleros manda. Si les expulsan, cambiarán de sitio.

El mundo es así. Unos orinan entre los contenedores de basura diseñados para luxar a los ancianos (esos contenedores que iban a ser inteligentes) y otros hacen cola para entrar a un retrete quieroynopuedo inundado. En eso, actores de botellón y clientes de bares son intercambiables. Hay quien dice que los segundos mean más garrafón que los primeros. Pero éstos serán segregados como lo están siendo las clases bajas en este proceso extremo de conversión de las calles y plazas de la vieja ciudad burguesa vertical en secciones especializadas y uniformadas. Lo que de verdad molesta a los generadores de clichés es la mezcla de categorías: enseguida les duele la cabeza.

Nuestro hombre ha decidido no dejarse embaucar: el origen del problema, una vez más, está en otros ámbitos.

Pícnic PGOU


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Artículo publicado en eldiario.esCantabria – Pícnic PGOU

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1. La novela ‘Pícnic junto al camino’, o ‘Pícnic extraterrestre’, de Arkadi y Borís Strugatski (publicada en 1971, Tarkovski hizo en 1979 una película que, en mi opinión, y pese a su excelencia, estropeó la historia con misticismo), cuenta las consecuencias de una acampada alienígena en nuestro planeta. Grandes zonas quedan contaminadas, llenas de radiación, materia alterada y basura de propiedades desconcertantes. Algunos de los objetos abandonados por los viajeros, que por lo demás han ignorado olímpicamente a la humanidad, son de gran valor para la ciencia, la industria y el mercado negro. Así que los stalkers, cazadores furtivos de deshechos maravillosos, se juegan la vida -y casi siempre la pierden o la arruinan- adentrándose en las zonas y compitiendo para hurtar algún hallazgo que los saque de la pobreza. La presa más codiciada, el producto comercial absoluto, es, por supuesto, un aparato que concede todos los deseos, y que tiene forma de bola de oro.

2. Gracias a las conferencias que está organizando la Plataforma Deba sobre el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Santander, sabemos que las actuaciones urbanísticas municipales están imbricadas en una trama no celeste, sino prosaicamente azul gris, de ese color financiero del asfalto. Por ejemplo, sabemos que las viviendas sociales están siendo (mal) construidas para satisfacer de antemano el mínimo del 10% de las edificadas y así garantizar los planes de conversión de la ciudad en un disparate balneario, la distopía inevitable si siguen en el poder los interesados en la dislocación del territorio urbano en un espacio blindado para residentes ricos y una periferia donde dormir para los vecinos sirvientes. También nos dicen que la extensión del Parque Litoral (por cierto que la Senda Costera ya estaba ahí y nadie la vio, y ahora es la interrupción de una orgía de cemento) sirve para cubrir con su nombre no resuelto el 5% de espacio verde requerido por habitante (el PGOU está delirado para pasar de 175.000 a 270.000), oxígeno que no tiene por qué ser mejor repartido porque el que hizo la ley sabía cómo hacerla. Que el Centro Botín supone la privatización del único espacio público que los santanderinos consiguieron reservar de los ensanches del muelle. Que pretenden la demolición de 3.000 viviendas sin realojo para los vecinos. Que surgirán nuevos y más marcados guetos. Que después de toda la destrucción, inversión, liquidación de lo público, es muy probable que la burbuja esta vez no llegue ni a inflarse y venga un nuevo abandono de los que se apresurarán a exigir que todos paguemos sus barbaridades y salvemos sus beneficios.

3. Mientras los que disfrutaron del pícnic anterior (esos eventos siempre han sido fuentes de negocios) preparan el siguiente contemplando el panorama desde sus paraísos, los buscadores de esperanza tienen cada vez más difícil creerse el guiñol de la igualdad de oportunidades que les venden los predicadores del emprendimiento y empiezan a intuir que acabarán entre la gran mayoría que renuncia a los derechos laborales, compite para turnarse en la precariedad laboral, se vigila entre sí por las propinas, acepta horas no remuneradas y que le descuenten del sueldo las herramientas y las ropas de trabajo o se derrumba en las colas de las miniayudas sociales, unos con esa dignidad de los que después de tantas estafas no aceptan la culpa de sus derrotas y otros con el autoengaño de echársela a cosmonautas incontrolados o, más patético todavía, a los inmigrantes y marginados, porque la miseria vuelve a mucha gente miserable. Parece que la defensa de un urbanismo civilizado (una civilización es una cultura de/con ciudades, pero el pleonasmo tiene excusa), unida a los movimientos contra desahucios y expropiaciones frente a la falacia de la gentrificación (‘gentry’: ‘hidalguía’, como si no supiéramos de esos cuentos por estos pagos), puede ser el factor antiletárgico que necesita esta abochornada ciudad. Ya superan la decena las asociaciones coordinadas para denunciar el PGOU. Cuando los stalkers se convenzan de que la zona tiene que ser de todos por imperativo no hipotético, sino categórico, habrá que empezar a retirar la basura, reciclar la chatarra, construir sin ladrillazos una ciudad integradora y dejarse de mitos de libre mercado. Porque no es solución matarse por los espejuelos digitales que tiran los excursionistas.

Anfitrión prisionero

HOY
Los días empiezan a hacerse más cálidos. Un ligero efecto foehn vacía de razones la ladera desde la costa hasta el barrio. En el café-bar de la esquina, el vecino Anfitrión García (su nombre facilita las cosas), pide un café con hielo y dice: “Han llamado los madrileños”. Es el aviso del comienzo del ciclo. “Ahora, la bronca”, añade tras una pausa irreflexiva.

El hombre que se llama como el bar de toda la vida se ve obligado a preguntarle por qué al cliente de toda la vida. “Los críos no quieren irse”. Los llama críos, pero ya están crecidos. Habrá discusión familiar, lo habitual en los últimos años. “Pero que se aguanten; igual con el tiempo les toca a ellos”.

Vendrá el cuñado de la furgoneta, cargarán con todo lo que necesiten y con todo lo innecesario que pueda molestar a los veraneantes, y se irán a la casa de los suegros, que hace tiempo cambiaron la vivienda del pueblo, muy pequeña, pero en un entorno no blindado, por un adosado sólo un poco más grande en el extrarradio, cerca de una zona intermareal biológicamente rica, casi inaccesible y sin interés playero.

“Los chavales y mi mujer se aburren. No sé de qué se quejan, si me paso el verano haciendo de taxista. Y no hay ni una mala tasca en cinco kilómetros. Hay que tirar de coche para todo”. Seguirá pasándose por allí casi todas las tardes, en los huecos que le deje la servidumbre del nudo estacional que le hace sentirse antiguo y viene a añadir un lastre al paso del tiempo por si el calor asurado fuera poco peso.

Y alguna vez aparecerá con el inquilino, aunque éste es más de zona cara (se lo puede permitir, con lo que se ahorra de hotel) y tiene ya sus tertulianos, algunos de los cuales proceden, como sus veranos en la ciudad, de hace tres generaciones, y vienen también de regiones interiores. “Somos salida al mar, qué vamos a hacerle. Pero sólo para los baños, por lo visto. Bueno, han dicho de buscarle un trabajo al mayor, pero la cosa tampoco está fácil allí…”.

Al dueño del bar, que lleva algún tiempo siendo parte de la ceremonia, le da entre pena y miedo esa santa unión de las dos estirpes, sobre todo desde que oyó una vez a Anfitrión, al recibir el aviso, pensar en voz alta: “¿Hasta cuándo se deben mantener esos acuerdos?”. Y no dijo más, pero después de la interrogación quedó el eco de una irreverencia. ¿Lazos sagrados?, ¿compromisos asentados?, ¿contratos que no pueden romperse porque no son de papel y fueron subproductos de una derrota irreversible?

Ahora, mientras el cliente se entristece mirando cómo se deshace el hielo, el del bar murmura que igual por eso somos tan como somos, y enseguida se siente obligado a cambiar de tema, pero tampoco acierta: “¿Qué tal en la fábrica?”, pregunta. “Se avecina otro ERE”, responde García. “Otro motivo para seguir alquilando el piso”.

AYER
Cuando el padre de Anfitrión no tenía teléfono, los madrileños llamaban al bar, entonces en manos de un ex legionario devoto de la Virgen del Pilar, dejaban recado y luego confirmaban las fechas desde el mismo aparato tragaperras colgado en la pared al final de la barra, entre una fotografía que mostraba a un grupo de gente muy seria a los pies del monumento a Pereda y una postal del Valle de los Caídos. Pronto, los madrileños aceptaron una subida a cambio de instalar teléfono en el piso, y ayudaron a comprar el televisor alemán federal en blanco y negro, porque ya no podía ser un veraneo sin tele. Los programas dominantes eran de promoción mediterránea. Pero no había competencia. La gente que venía aquí era distinta, tanto la rica como la que empezaba a creerse clase media. Con el tiempo, venir a Santander de veraneo (lo de turismo era más cosa del sur) se convertiría para muchos en una actitud casi militante. Quizá se veían destinados a ahondar el cortafuegos del Norte, como continuadores de una cruzada en una retaguardia tranquila.

Las dos familias apenas tenían relación. Sin embargo, compartieron un par de momentos de obligada comparecencia. En julio de 1964 (XXV Año Triunfal) asistieron a la erección de la estatua ecuestre de Franco en la plaza del Ayuntamiento. En 1968, visitaron los acorazados de la Semana Naval. Ambas contaban ya con abuelos, hijos y nietos, y se hicieron fotos cuadradas con una instamatic traída de la capital (1.490 pesetas con estuche), como mandaban las convenciones desarrollistas aunque no hubiera cámaras ni Seat 600 para todos.

Tener veraneantes era una suerte. Y no sólo por los ingresos extra. Daba prestigio y envidia, valores ambos positivados en la mezquindad oficial, etimológicamente pura, del régimen, y proporcionaba favores. El hijo del primer inquilino, su sucesor, ocupaba una jefatura en el Ministerio de Industria. El padre de Anfitrión estaba flamante con el mono de trabajo de la fábrica de cables.

El viejo primer anfitrión rozaba la senilidad cuando alguien mencionaba la República.

ANTEAYER
El barrio fue construido después del incendio del 41. Los abuelos García habían perdido su hogar y tuvieron algún problema para la adjudicación de la vivienda de la Obra Sindical porque él había estado en el frente incorrecto. Los informes eran favorables, la catástrofe le garantizaba el trabajo y hacía chapuzas gratis para quien hiciera falta, pero en algún rincón quedaban dudas que disipar.

El fundador de la dinastía de veraneantes, sargento en el Cerro de los Ángeles, había encajado un tiro de un garibaldino, lo cual le había proporcionado un ascenso rápido y un buen puesto. Era teniente de oficinas cuando lo enviaron para comprobar las actas de la reconstrucción. Su labor principal consistía en ignorar retranqueos. Alguien los presentaría.

Era un mundo hambriento en todos los sentidos. Las colas de racionamiento eran largas y lentas y las autoridades se exasperaban por la situación de los frentes en Europa. Los periódicos todavía alababan los motores DEMAG y en los tranvías, que circulaban entre ruinas, solares y casetas, quedaban absurdos carteles de matarratas Biberkopf, desconocido en las droguerías.

En este escenario a medias onírico y expresionista, de caras pálidas y carne prohibida, el escribano de uniforme resolvió algún papeleo e ingresó en la tradición mesocrática (la aristocrática y la burguesa le quedaban muy lejos) de los veraneantes de la ciudad, envidiados en la Corte desde 1847. Acababa de casarse. Se alojaba en el cuartel del Alta. Su esposa languidecía en Madrid, aunque destacaba en las labores de la Sección Femenina para olvidar que había estudiado en una escuela laica. Por suerte, el piso no estaba en uno de los barrios que habían expulsado a las afueras. El cerro lo abrigaba del viento del norte y quedaba a dos pasos del centro.

“Tengo una idea que nos conviene a los dos; seguro que llegamos a un acuerdo”. Por aquel entonces, las cosas eran muy simples.

Quedaba bien en la vecindad, con su esposa del brazo, aquel joven de uniforme que iba ganando estrellas. A veces los recogía un vehículo de gobernación para llevarlos a la playa. Cogían color, pagaban sin demoras, cumplían todos los estereotipos de belleza del régimen y hablaban mucho de destino, justicia y patria.

Y, total, un mes de hacinamiento en casa ajena no era para tanto.

Artículo publicado en eldiario.esCantabria.
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Años de hipódromo

La Primera Guerra mundial convirtió la neutral Santander en refugio veraniego de aristócratas y burgueses. No corrían en sus países peligros mucho mayores que el aburrimiento, pero las retaguardias siempre son incómodas. Aquí había baños de ola, casetas rayadas fijas y rodantes, buenas pesca y caza, casino, timbas, casas de citas con entradas por detrás y por delante según el viento que soplara… Además, desde septiembre de 1917, gozaron de la hípica en el hipódromo de Bellavista.

Durante los desayunos, los ilustres residentes veían en los mapas de los periódicos la trincheras cada vez más quietas. La propaganda destinada a la plebe hablaba de victorias inminentes, pero aquello iba para largo y ellos lo sabían. Cada grado en la escala social supone un nivel más alto de acceso a la información. Había que matar el tiempo sin descuidar los negocios. Dilataban los baños sujetos a maromas atendidos por bañeros y buscaban emoción apostando sobre la velocidad de los caballos. Y, de paso, se relacionaban, despachaban, abrían mercados. Austrohúngaros (¡viva Berlanga!), británicos, prusianos y franceses se miraban de reojo, pero sin negarse del todo el saludo porque tampoco era cuestión de dejar que las disputas por el orden mundial se entrometieran en los cánones de la elegancia financiera.

El hipódromo estaba en Cueto, pedanía que dejó de serlo hace poco y que siempre ha visto imponer nombres aparentes en las parcelas que interesaba sacar de la ruralidad. Regentaba la sociedad propietaria Monsieur Marquet, experto belga en negocios homologados por la unión europea del ocio. Los reyes de España de entonces, ella inglesa y él matador de pichones, obraban de anfitriones de rima fácil durante sus estancias, alternadas con las de San Sebastián, la eterna rival: el regalo del palacio de La Magdalena en 1913 no había sido suficiente para conseguir el monopolio.

Hay muchas fotos de la época. Los príncipes en canotier departen con militares apoyados en la baranda de la tribuna real. Sus majestades pasean. El rey fuma. La reina conduce un alazán por la brida. Al rey le da fuego un lord para indignación mal disimulada de los germanófilos. La reina se acomoda detrás de unos prismáticos. Largas panomáricas muestran grupos dispersos de apostadores, jockeys, carruajes, mozos de cuadra. Todos los empleados eran de confianza, pero es muy difícil reconocer a alguien que no sea figura grave y levitante en el espacio intemporal del hipódromo o por lo menos un secundario de lujo: amas de llaves, señoritas de compañía, esforzados secretarios, quizá un mayordomo torpe que no acertó a hacerse invisible. Son gentes de telón de fondo de paréntesis histórico.

Los idiomas marcan la frontera de los estamentos tanto como la apariencia. Predomina el francés, aunque Verdún queda lejos. Bellavista, trasposición del abundante Bellevue, enlaza con imaginarios situados en limbos semejantes al Davos de Mann, pero tardíos, sin lugar para las reflexiones. Los prados son césped y se llaman Pelouse; el galpón de la báscula se llama Pesage. Todo el tiempo es preterición, limonada, helados (ya traerá la noche las ostras y el champán) y, a veces, algo de estudiada beneficencia.

Esta guerra, repetían los calmos lectores de periódicos, acabará con todas la guerras. A alguno le daría la risa. Los refugiados selectos se complacían con los esclavos equinos y sus pequeños jinetes mientras en Europa eran desplazadas ocho millones de personas y veinte millones eran masacradas. Luego vendrían guerras peores, y en todas se proclamó que sería la última. Habían asesinado a Jean Jaurés por oponerse a la barbarie. El asesino salió impune. Aquí se habían adelantado fusilando a Ferrer i Guardia para mejor hacer una larga guerra en África, pero España se vendía como neutral.

La ciudad que hoy sigue impetrando “economía del ocio” alcanzó entonces un característico éxito inestable gracias a la oferta de estas costas y la demanda de los pudientes, pero la autocomplacencia, entonces como hoy, hacía parecer que el único desequilibrio era culpa de las intermitencias del aburrimiento. Las pescaderas que luego, brevemente, serían republicanas hacían gracias a Sus Majestades. Muchos pobres se creían ricos, incluso cuando lo que se les ofrecía no se parecía en nada a los artículos de lujo de sus empleadores. La mímesis de las cosas caídas al raque del servilismo siempre será mejor que acabar embarrado en el Chemin des Dames. Es lo que hay: viva la neutralidad; pasen y compren; abastecemos submarinos de todos los bandos.

El hipódromo permaneció activo hasta finales de agosto de 1921, dos años después del armisticio, cuando Europa ya gozaba de la normalidad que la empujaría a la segunda guerra mundial después del ensayo español. Los periódicos lamentaron el cierre. Hablaban de oportunidad perdida, como si hubieran visto en aquel episodio la consagración del proceso comenzado en 1847 con un anuncio en la prensa madrileña que buscaba trascender la harinocracia aprovechando el descubrimiento del lujo litoral.

Parece que desde entonces quedó en los estamentos dominantes de la ciudad y en los estereotipos populares la sensación de que tenían un paraíso perdido que recuperar. Imaginaban el mundo ideal como un inmenso hipódromo, pero los caballos fueron perdiendo fuelle. Ahora tratan de convencer a ciertas clases de que paguen por sentirse aristócratas y cultas en un entorno de infografías pintadas de azul sucio. Un videojuego aburrido lleno de remiendos proagandísticos, senderos de costa destrozados y reflejos de cerámica viscosa. Pretextos para expulsar a los pobres, especular, poner dinero fácil en movimiento desde el patrimonio público al privado. Los que mandan en el hoy de Santander, con el apoyo de una gran mayoría de su población y del gobierno regional, están aprovechando la ofensiva de los ricos contra los pobres que llaman crisis para vender la ciudad con el envoltorio de un oasis blindado contra la intraquilidad del mundo.