Santander, 1906: un episodio violento

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Una tirada de dados
nunca
aunque se lance
en circunstancias
eternas
desde el fondo de un naufragio
abolirá
el azar

Stéphane Mallarmé

Las crónicas locales suelen presentar los llamados “crímenes del juego” o “del Huerto del Francés” como consecuencia de una época de matonismo, un encuentro violento entre gentes de mala vida que resolvieron sus rivalidades en un enfrentamiento que “se quiso politizar”. La política, en ese contexto, se define como una actividad ritualizada y ajena a incidentes que puedan desbordar el escenario y delatar el desorden del mundo oficialmente reconocido. Así, cuando los hechos iluminaron la escena, aunque la prensa más asentada en la normalidad criticó la tolerancia de las autoridades con los garitos y antros de vicios diversos, e incluso señaló, a raíz del incidente, que “medio Santander anda armado por la calle” y que no era la primera vez que bienpensantes ciudadanos habían expresado su preocupación, enseguida se procedió a la reducción del problema a una anomalía producida por un submundo desatado cuya vigilancia hubo que reforzar, por lo menos durante un tiempo. Casi con la misma cadencia que los actuales focos mediáticos, pasó la cosa y no hubo nada más allá de la represión inmediata y de algunos correctivos administrativos a la negligencia policial. Las consideraciones sociales quedaron, con un característico horror al análisis, fuera del marco habitual de exhibición de la ciudad, y así seguirían, tanto en aquel presente como en el futuro de autopromoción del promontorio de veraneo que ha llegado a nuestra época sin rupturas.

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Rogelio de Egusquiza, amigo de Richard Wagner.

Mírenlo donde quieran. Hay unanimidad. Rogelio de Egusquiza, expuesto ahora en/a(e)l MAS(1)MAS: Siglas inexplicables del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria. Enlace a la página de la exposición., era amigo de Wagner; no admirador, ni devoto: amigo. Y Wagner sólo tenía dos amigos españoles, tres a lo sumo, aunque uno era crítico musical, y no sé si eso cuenta. La amistad y la pasión eran conceptos laxos en aquellos tiempos postrománticos. Al fin y al cabo, ya hacía tiempo que Lord Byron había dejado de nadar. En el presente local, por otra parte, creo que se prefiere llamar amistad a lo que en otras circunstancia sería un seguidismo sectario.

Wagner. 1883. Aguafuerte. 45,8 x 35,3 cm

R. de Egusquiza. Wagner. 1883. Aguafuerte. 45,8 x 35,3 cm.


Alexandre Séon. Retrato de Joséphin Péladan (hacia 1892).

Alexandre Séon. Retrato de Joséphin Peladan (hacia 1892).

Egusquiza y Wagner se vieron en cuatro ocasiones. No consta que Egusquiza llegara al extremo de su gurú Péladan, que peregrinó a la casa del compositor vestido de sumo sacerdote o similar y la viuda, desconsolada pero enérgica, se negó a recibirlo de tal guisa. Pero fue a través de éste ocultista católico rosacruz, fundador de su propia secta y de su propio salón de exposiciones, como Egusquiza llegó a Wagner.

Me topé hace años con el retrato que le hizo Alexandre Séon al autonombrado en asirio Sâr Mérodack Joséphin Péladan. No sabía que estaba en aquel museo. No hubo nada deliberado en ello. Fue una aparición, una hierofanía, y suscitó en mí una reflexión profunda: “¡Le manda cojones!”, exclamé. La lectura de algunos fragmentos de su obra confirmó mi hipótesis. Pero no lo menospreciemos, ya que consiguió influir y reunir en sucesivas exposiciones a pintores de la talla de Khnopff, Moureau, Roualt, Bourdelle…, es decir, una parte muy significativa de lo que sería el movimiento simbolista. Todo en el santón encajaba con la tendencia de aquellos artistas a la grandilocuencia, la exaltación de una belleza deificada, sus islas pobladas por gárgolas y gigantes, sus pesadillas y sus tormentas. Su arte ha entrado en la iconografía de nuestro tiempo sin ningún problema y ha influenciado a los nuevos soportes y géneros: el cómic, el cine, los videojuegos, la fantasía y las formas más ligeras de ciencia ficción… La galaxia Marvel está lleno de Kundrys y Wottanes con dobles o triples vidas. Otra cosa es su soporte ideológico: “El hombre es un animal artístico al servicio de Dios; no hay otra belleza que Dios”, decía Péladan mientras capitaneaba la oposición al realismo y al naturalismo: Zola, narrador de luchas de clases, mercados, burdeles y banqueros, era uno de sus demonios principales, la antítesis de sus preceptos sobre la naturaleza del artista verdadero, que, según él, “es el que posee la facultad de sentir, mediante la contemplación, el influjo celeste del verbo creador con el fin de hacer de ello una obra de arte”.

Luis II de Baviera. 1893. Aguafuerte. 47,5 x 36,8 cm

R. de Egusquiza. Luis II de Baviera. 1893. Aguafuerte. 47,5 x 36,8 cm.

Todo parece indicar que Egusquiza se planteó alcanzar ese objetivo tanto como vender cuadros, pero decidió hacer ambas cosas a partir de los sonidos y la escenografía de un tercero. No parecía llamado a crear un universo propio, así que se convirtió en amigo de Wagner, un amigo extremo y distante, lo cual quizá aumente el mérito de ambos, aunque no sé si incrementa la universalidad del sajón tanto como la dependencia estética del santanderino. Creo que Wagner es impermeable a esas cosas, pero, como muchos no iniciados, no me atrevo a hablar de él en serio ni siquiera desde que Coppola, con ayuda de Conrad (esto empieza a parecerme un name-droping detestable), puso la cabalgata de las valkirias en el lugar que le corresponde: un helicóptero oliente a napalm. No sé si aquí hay valkirias (en este paréntesis hagan si quieren los chistes sexistas y raciales que consideren oportunos, sin olvidar rendir homenaje a Woody Allen y la invasión de Polonia), pero, en esta tierra de torcas, los nibelungos musgosos parecen salir de sus minas cíclicamente coreando “Egusquiza era amigo de Wagner” y “Luis II de Baviera no estaba loco”. Creo que lo segundo es más cierto que lo primero. Luis II aparece en los grabados y pinturas de Egusquiza mucho más delgado que en la fotografía de Joseph Albert, quizá porque un rostro rollizo sugiere un mejor destino.

Luswig II de Baviera fotografiado por Joseph Albert en 1886.

Luswig II de Baviera fotografiado por Joseph Albert en 1886.

Se me ocurre que no fue bueno para el arte de don Rogelio su descubrimiento de Wagner. Claro que no podía descubrir a Aline Masson, a la que retrató, porque ésta ya ocupaba el corazón, el lecho y los cuadros de Raimundo Madrazo, pero nada le impedía seguir por ese camino. También tenía a la acuarelista de abanicos. En la exposición casi se enfrentan ésas dos mujeres (de las que la pátina romántica deja vislumbrar una carnalidad que, sospecho, no gustaría a los ideólogos que influyeron al autor) a la supuesta “vida” de Tristán e Isolda. Ni la modelo de moda ni la artesana fatigada parecen ir a sucumbir en un arrebato a la vez heroico, erótico y, llámenme loco, asexuado con veladuras inverosímiles y el mecanicismo de un Zeus aburrido. La pareja brumosa, por el contrario, aparece muy distante, pese al abrazo, como en plena decepción postcoital, presta sin embargo a emplear toda su pasión en convertirse en cadáveres mediante una ostentosa, crepuscular, tonante entronización de las leyes de la termodinámica (el horror, lo irreversible) que entonces debía de significar la complicidad absoluta del sino. Ese amor, sospecho, no buscaba el placer real, sino los relámpagos y trompeteos ansiosos que preceden a un acto tan preterido que sucumbe a la tristeza de la eyaculación precoz, lo innombrable, entre el atrezzo del paisaje atormentado con purpurina.

Acuarelista de abanicos. 1880. Óleo sobre lienzo. 75 x 50 cm

R. de Egusquiza. Acuarelista de abanicos. 1880. Óleo sobre lienzo. 75 x 50 cm.


Aline Masson. 1878. Óleo sobre lienzo. 78 x 63 cm

R. de Egusquiza. Aline Masson. 1878. Óleo sobre lienzo. 78 x 63 cm.

A pesar de su calidad como pintor y sus luces fluidas, el simbolismo wagneriano de Egusquiza nos resulta a algunos demasiado mimético de la impostura operística. Así que preferimos las pequeñas pasiones, alegrías y fatigas del pintor burgués, academicista todavía, tocado por el romanticismo, pero aún no embriagado por Parsifal. Puede que el wagnerismo lo salvara de la decadencia, pero me da la impresión de que recurrió a él como recurso para cumplir con las consignas de peladanes y rosacruces, profetas de la espiritualidad empeñados en desmaterializar el mundo y sumirlo en la belleza descarnada de los héroes. Como un hábil embajador del autocastrado Klingsor en su valle-trampa de tramoya.

Notas

Notas
1 MAS: Siglas inexplicables del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria. Enlace a la página de la exposición.

Una pequeña lección de asepsia en torno a la Escuela de Altamira

Está teniendo lugar en el Palacete del Embarcadero de Santander la exposición “En torno a la escuela de Altamira”. El matiz del título es sin duda oportuno si tenemos en cuenta que la escasa producción de la citada “escuela” ha hecho necesario ampliar el ámbito y el periodo con obras de movimientos relativamente próximos del mismo coleccionista y de una entidad pública cuya simple marca se postula como una panacea.

Según lo comunicado a la prensa, la exposición “pretende documentar el acercamiento al ‘arte nuevo’ internacional propuesto y estudiado en los encuentros de Santillana del Mar promovidos por Mathias Goeritz en 1949 y 1950, así como su vinculación con la cultura santanderina, el surrealismo y la abstracción hispana”. La muestra presenta las actividades que reunieron a un grupo de artistas, escritores y músicos(1)Alejandro Ragel, Alejandro Ferrant, Beltrán de Heredia, Ricardo Gullón (que ejerció de portavoz), Lafuente Ferrari, Sebastià Gasch, Rafael Santos … Continue reading como un esfuerzo por abrir una ventana estética que refrescase el viciado ambiente del franquismo. Sin embargo, tal perspectiva padece en mi opinión de la inmaculada concepción de la historia de “su” arte que suele caracterizar a esta región, con la capital al frente, por supuesto(2)Nótese por cierto la profesión de santanderinidad que hace la presentación del invento: Santillana y Altamira como adornos del salón capitalino; … Continue reading.

Hay una primera omisión que casi resulta anecdótica: a Mathias Goeritz lo pusieron fuera de España antes de que se produjera el primer encuentro, un mes después de haber presentado la declaración de principios de la “Escuela de Altamira”. En marzo de 1949, había dado un discurso de aceptación como miembro de la Academia Breve de Críticos de Arte que le había llevado a chocar con los expertos de periódicos y revistas de Madrid. Le retiraron el permiso de residencia y se fue a México(3)Resumen de la trayectoria de Mathias Goeritz.. Eso no impidió que su trabajo previo de síntesis definiera lo que luego sería la “Escuela”. Goeritz había aparecido en España en 1941, tras ejercer como delegado cultural del Consulado Alemán en Tetuán. Años después, los muralistas de izquierdas mejicanos, quizá dolidos por el éxito de su “arte sin conflicto”(4)Creo que merece mención la actualidad y rentabilidad del adjetivo “emocional” que aplicaba a su arquitectura., lo acusarían de tener un pasado filonazi(5)La relación de Goeritz con figuras destacadas del nazismo parece evidente: “Nuestro común amigo Goeritz”, en El Heraldo de Aragón.. Era un pintor y escultor de pulsiones cósmicas y doradas, espiritualista, que enseguida se había unido a los artistas españoles del interior (el inconsciente me impone recordar aquí a Max Aub y sus comentarios sobre “los que se quedaron”) para reivindicar un arte de vanguardia libre de elementos ajenos, fueran políticos o sociales. En las pinturas de Altamira veían un estado de pureza esquemática y dinámica que las liberaba de los traumas que habían lastrado el arte durante su viaje de milenios. Aunque tanto idealismo pueda parecernos beatífico, no fue difícil encajar esa visión esencialista en la actualidad de la postguerra española, de pronto afectada por una postguerra europea que exigía del franquismo un cambio de imagen.

El arte, según la Escuela, debía liberarse de las ataduras de los aconteceres mundanos y someterse a un proceso de “esencialización”, el mismo que podía encontrarse en los signos simples pero profundos que poblaban aquellas cuevas. Se abogaba por una plena limpieza de lo superfluo para ir “al grano” de las cosas, pero, por encima de todo, se hacía un llamamiento al ensimismamiento del artista, algo que debía sonar estupendamente en los oídos de la clase dirigente(6)Marzo, Jorge Luis. Arte Moderno y Franquismo. 2006..

Los falangistas Vivanco y Rosales estaban de acuerdo, por supuesto, y Ricardo Gullón, aunque expresaba su temor al “surrealismo comunista y anticristiano”, comprobó aliviado que sólo se aceptaba en sus versiones abstractas y aligeradas. El mismo Gullón puede servirnos para introducir otro asunto cuya consideración oficial parece no haber cambiado desde aquellos tiempos:

Gracias al mecenazgo de don Joaquín Reguera Sevilla, Gobernador civil de Santander, persona en quien artes y letras encuentran constante protección y amistad, pudo celebrarse la primera reunión de la Escuela(7)Gullón, Ricardo. Primera reunión de la Escuela de Altamira.

Aunque las cosas siempre pueden contarse de otro modo:

La Escuela de Altamira, en realidad, hubiera pasado probablemente sin pena ni gloria a las páginas de los libros de arte si no fuera por un hecho de gran trascendencia(…): despertó el interés del poder. Más en concreto, de determinadas figuras dentro de él: personajes que, a la postre, tendrían un papel fundamental en la legislación sobre la vanguardia y en la capacidad del sistema de sacarla adelante. El grupo de Altamira pudo desarrollar sus jornadas gracias a un cierto respaldo económico y, sobre todo, a la buena disposición de Reguera Sevilla, entonces gobernador civil de Santander. Estamentos poderosos daban cierta carta de naturaleza a pesquisas artísticas, con claras vinculaciones internacionales y con un ánimo de proyección más allá del estricto círculo de interesados. La participación, entre otros adeptos al régimen, del poeta falangista Luis Felipe Vivanco, dio una cobertura en los medios culturales oficiales que no pasó desapercibida en órbitas de más altura política (…).
[Fue pues] un nuevo paso en la escalada del régimen por ofrecer apoyo a aquellas iniciativas culturales que pudieran transformar tanto la imagen externa del país, como las posibles reticencias de una clase burguesa demasiado hipócrita con las ñoñerías del academicismo franquista(8)Marzo, Jorge Luis. Op. Cit..

La “Escuela” tuvo, eso sí, un encaje útil en un evento propagandístico de mucho más calado y duración: el llamado “Avance Montañés”, una exposición que recogió y magnificó los logros de la reconstrucción de la provincia de Santander desde la guerra, con un tratamiento especial para la de la capital desde el incendio del 41. El apartado cultural del gran libro ilustrado que se publicó al año siguiente está dedicado al texto triunfal de Ricardo Gullón sobre el primer encuentro, y en él plantea sus objetivos de crear un museo para exponer las obras de los miembros y una residencia de artistas. Todo lo cual, como se sabe, quedó en nada. Dan ganas de pensar que el apoyo entusiasta de Reguera Sevilla estaba en función de su utilidad para el “Avance” y que, pasado éste, el interés se disolvió(9)El Avance Montañés. Libro sobre la exposición del mismo nombre. Gobierno Civil de la Provincia de Santander. Editorial Gráficas Valera. … Continue reading.

Lo que fue una actividad oportunista desarrollada dentro de un panorama de gobernadores civiles consignados (similares actividades tendrían lugar en muchos otros recién descubiertos “promontorios culturales”) tuvo, pues, escaso éxito. La entonces provincia no daba mucho de sí; sus aportaciones no justificaban los viajes de figuras reconocidas que ascendían en otros sitios. Poco después vendría Fraga a poner en marcha con mayor eficacia una política de iguales intenciones, centralizada, asociada al desarrollismo y en mejor coyuntura internacional.

Ante este panorama, no deja de ser significativo que algo de tan poca entidad tenga tanto predicamento: se cuentan tres exposiciones muy parecidas en cinco años, sin contar múltiples actividades relacionadas. Se explica en parte, claro está, por la querencia ideológica de los que detentan el poder en las instituciones implicadas de nuestro incomparable páramo, pero más aún por la necesidad de justificar con un contenido sobrevalorado un continente surgido sin ninguna demanda social de una red de relaciones personales (los gurús y la burocracia culturales que preconizan el advenimiento del Archivo Lafuente necesitan visibilizar su epifanía más allá del no muy popular marchamo del Museo Reina Sofía) y, todavía en un nivel más alto, la de ambientar ese gran proyecto de ” economía del ocio” que, sostienen, tan bien complementará la política hostelera y gentrificadora (en su versión más injusta por depredadora y clasista) que ya tenemos encima y que, sospecho, tiende a la conversión de la fachada de la ciudad en una vitrina de metacrilato.

Pequeña lección de asepsia, pues, en la tradición de prestigiar un régimen (o, en este caso, la rancia vocación de una capital que parece empeñada en separarse de su hinterland y ser autosuficiente con un espectáculo anular sin ciudadanos) mediante la elaboración de un mito artificial, elitista y tan edulcorado como el pseudoprimitivismo de aquellos escolásticos.

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Miembros de la Escuela de Altamira en el balcón del Ayuntamiento de Santillana del Mar. La fotografía no está en la exposición. La Escuela de Altamira. Gobierno de Cantabria, Santander, 1998, D.L. SA-503-1998

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Notas

Notas
1 Alejandro Ragel, Alejandro Ferrant, Beltrán de Heredia, Ricardo Gullón (que ejerció de portavoz), Lafuente Ferrari, Sebastià Gasch, Rafael Santos Torroella, Luis Felipe Vivanco, Pancho Cossío, Llorenç Artigas, Joan Miró, Willie Baumeister, entre otros.
2 Nótese por cierto la profesión de santanderinidad que hace la presentación del invento: Santillana y Altamira como adornos del salón capitalino; un salto de gigante por encima de toda la historia regional, que debe de ser otra historia.
3 Resumen de la trayectoria de Mathias Goeritz.
4 Creo que merece mención la actualidad y rentabilidad del adjetivo “emocional” que aplicaba a su arquitectura.
5 La relación de Goeritz con figuras destacadas del nazismo parece evidente: “Nuestro común amigo Goeritz”, en El Heraldo de Aragón.
6 Marzo, Jorge Luis. Arte Moderno y Franquismo. 2006.
7 Gullón, Ricardo. Primera reunión de la Escuela de Altamira.
8 Marzo, Jorge Luis. Op. Cit.
9 El Avance Montañés. Libro sobre la exposición del mismo nombre. Gobierno Civil de la Provincia de Santander. Editorial Gráficas Valera. Santander, 1950. Sobre la trayectoria política de Joaquín Reguera Sevilla: Sanz Hoya, Julián, La construcción de la dictadura franquista en Cantabria: instituciones, personal político y apoyos sociales (1937-1951), Santander: PUbliCan, Ediciones de la Universidad de Cantabria; Torrelavega: Ayuntamiento de Torrelavega, 2009.

El Ateneo Popular de Santander vuelve a la historia

Acaba de aparecer el libro Ateneo Popular de Santander(1)Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses., de Fernando de Vierna. Se trata del resultado de un largo trabajo de investigación sobre la que fue, como señala el autor, la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria.

La idea de que un libro venga a llenar un vacío intolerable está aquí totalmente liberada del carácter tópico que suele tener en este tipo de presentaciones. No se trata de un vacío simbólico; carece del atenuante de la metáfora fácil: el borrado de las huellas y la suplantación del Ateneo Popular son fenómenos tangibles que resultan del protocolo de olvidos y ninguneos tramado primero con tosquedad cuartelera por el franquismo y luego adaptado a las maneras suaves con que la llamada Transición (nombre de un período deliberadamente inacabado) apartó todo lo incómodo.

Portada

Ya durante la dictadura se elaboró la leyenda de Santander como un promontorio cultural de excepción que con el tiempo los cronistas con audiencia oficial han querido exculpar como moderado e incluso liberal. Ese diseño falaz no ha perdido actualidad; sigue encaramado al escenario político y social mientras la experiencia cultural republicana que de verdad vino a implicar a las bases sociales quedó sepultada por la fuerza física y por el decorado que las élites militarmente dominantes crearon a imagen y semejanza de la ciudad imaginada. Décadas de miedo y adoctrinamiento sin réplica (o, ya en tiempos recientes, con las réplicas marginadas por unos medios herederos y otros acomodados) fijaron en la sociedad santanderina la idea de que el periodo republicano fue un lapso estéril. El libro de Vierna viene a contrarrestar esa perpetuación del olvido mediante una minuciosa investigación que recoge y analiza la historia de la entidad.

Logotipo del Ateneo Popular de Santander

En la calle Gómez Oreña, esquina a Pedrueca, estuvo la última sede (y la única propia, inaugurada en febrero de 1937) del Ateneo Popular de Santander (1925-1937). El edificio, planeado por el arquitecto republicano Deogracias Mariano Lastra, fue construido con las aportaciones de los socios. Los obreros trabajaron gratis. En un período histórico en el que las fuerzas del trabajo empezaban a confluir con las de las ciencias y las artes, eso no resultaba sorprendente: era la respuesta a una necesidad creada por el propio funcionamiento de una institución surgida para corregir las desigualdades culturales y educativas generadas por las injusticias sociales, es decir, por las desigualdades económicas, un ateneo de amplio espectro en el que colaboraron en mayor o menor medida todas las personalidades del panorama sociopolítico que, tras haber creado las condiciones para la instauración de la II República, habían dado lugar al Frente Popular. Un buen número de intelectuales y profesionales y la parte más avanzada de la burguesía, asfixiada por décadas de revolución liberal pendiente, se unieron al proyecto con entusiasmo. El hecho de que fuera una asociación que rehuía el activismo político directo y no tenía una definición política específica dice mucho del trasfondo social que lo había puesto en marcha: no era un órgano de creación de conciencia, sino la consecuencia de las demandas de una sociedad en ebullición. La cantidad de materias educativas y actividades que abarcaba y de participantes en ellas, y los criterios científicos y avanzados con que eran tratadas, todo ello detallado en la obra de Vierna, lo demuestra.

Saqueado en agosto de 1937 cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad, fusilados, encarcelados o exilados sus impulsores, el edificio fue despacho del falangismo, pasó años de abandono y fue ocupado por el Ateneo de Santander, ente desprovisto de popularidad que había competido desde la reacción con el Ateneo Popular (a pesar del poder adquisitivo de sus socios, exigía las mismas subvenciones públicas) hasta que los golpistas consiguieron acabar con la democracia. Allí sigue el Ateneo ultraconservador (si a alguien le parece fuerte el término, lo invito a repasar su programa de actividades, de consumo interno para élites profesionales y confesionales cuando no puramente propagandístico) como emblema autocomplaciente del movimiento que liquidó por la fuerza el proyecto de ilustración popular.

Por suerte, a veces aparecen trabajos como este para mostrar qué sedimentos asfalta la tupida fachada local.

Notas

Notas
1 Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses.

Santander Littoral City (o La falsificación de la costa)

Entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, en muchas ciudades costeras europeas, el litoral dejó de ser para la burguesía y la nobleza un vacío arenoso, cenagoso o rocoso, o un espacio de trabajo para la plebe, siempre fétido y malsano, y se convirtió en un ámbito codiciado, un lugar donde cultivar el cuerpo, la estética y las relaciones sociales y poner en escena una exhibición de clases en ejercicio de poder y de ocio saludable.
Los lugares de labor siguieron en sus márgenes productivos, machinas, arrabales y tendederos de redes, pero otros planos urbanos y rurales del fin de la tierra firme empezaron a llenarse de paseantes, sombrillas, bañistas, tertulianos, orquestillas, barquilleros, vapores de paseo, casinos, bailes con carnés, concursos de poesía premiados con una flor natural y reseña en los semanarios de estío…
Los pudientes se hacía llevar en casetas con ruedas al baño para remojarse agarrando maromas bajo la entregada supervisión de apuestos bañeros profesionales. Cuando fue necesario expulsar de los muelles céntricos a pescadores y estibadores, se hizo sin miramientos, y por lo general, a menos que las lagunas históricas se llenen con nuevos datos, el pueblo de nuestras costas asistió sumiso a la intromisión de las clases altas en un territorio que él había disfrutado tanto como sufrido. Con sentido práctico, los pejinos apreciaron enseguida el valor de intercambio del litoral y empezaron a emplearse en los nuevos servicios estacionales. El veraneo regio (Leopoldo Rodríguez Alcalde lo contó muy bien desde su simpatía con el régimen) aportaba populismo además de dinero.
Los balnearios se complementaban con hipódromos, campos de tenis, tiro al pichón, restaurantes. Todo ello supuso una fuerte modificación del paisaje, pero las minorías pudientes no necesitaron, en aquel primer estadio de lo que el historiador Alain Corbin llamó “la invención de la playa”, llevar a cabo un asalto brutal a la orografía. Sus valores no estaban dominados por la pulsión de convertir el espacio en un estereotipo infográfico. La demagogia no nadaba en un cenagal mediático. Los mecanismos de incremento de la riqueza de los privilegiados no necesitaban las burdas tautologías políticas de la ingeniería financiera actual.
Los miembros más aventureros de las clases con derecho a la reinterpretación del litoral como ocio no eran demasiado exigentes. Aceptaban ciertos riesgos. Aprendieron a deambular por los acantilados sorteando los peligros del viento y las torcas. Algunos descubrieron tristemente que los caballos de paseo son sensibles a la furia del mar, como atestigua el Panteón del Inglés que en Santander rinde homenaje a William Rowland.
Más tarde, con la industrialización y el consumo, el veraneo se hizo turismo de masas y ocupó con distintas categorías de urbanismo los espacios disponibles. Aunque los ricos no perdieron posiciones y se siguieron reservando las mejores calas, la masificación de las clases medias asaltó la costa y adaptó el espacio a la ideología del ocio consumista. La evolución de ese desarrollismo, y en gran medida su declive, ha conducido a una reelaboración que tiene mucho de huida hacia adelante o de fracaso premeditado y que, si una sociedad cada día más cabreada no lo impide, cumplirá su función de desplazar dinero y patrimonio públicos hacia manos privadas con una excusa simple: puesto que lo multitudinario no puede ser lujoso (el lujo al alcance de todos es una falacia que aleja a los multimillonarios hacia destinos más exclusivos, exóticos o artificiales), debe ofrecer un espejismo de cemento y ruido, abundante en neón y exhibiciones de aerobic, que simule el ideario vacacional de la propaganda televisiva. Y eso, por supuesto, incluye al paisaje, que no suele valorarse como tal, sino como una pantalla que hay que llenar de estereotipos.
Así, entre hoteles y campos de golf, los paseos deben ser asépticos, regulares, fáciles. Eso no quiere decir que antes fueran difíciles. Todo es mejorable, pero la senda litoral que justifica este artículo ha sido transitada sin problemas desde hace siglos por todo tipo de gentes.
En la misma zona donde el autor de libretos de zarzuelas José Jackson Veyan perdió a su amigo Rowland, que también contiene la playa de El Bocal y lo que queda del Puente del Diablo, el Ayuntamietno de Santander y las autoridades marítimas con competencias para ello se han empeñado en hacer del camino de Cabo Mayor una especie de paseo-mirador, para lo cual, sin contemplaciones, se han destruido las piedras, cementado los caminos y expulsado a la vegetación, supongo que porque, en el modelo turístico imperante, todo lo que no sea ortogonal, esférico y, en general, regular, es un estorbo indigno de formar parte del paisaje o de los accesos a su visión, independientemente de que el paisanaje lleve siglos haciendo un uso continuado del lugar.
Ya que los pobres cada vez son más pobres y los ricos son demasiado ricos, podemos pensar que el estereotipo de turista medianamente acomodado que presentan como coartada los gestores abanderados del bien común es fundamentalmente imbécil y alérgico a las formas naturales. Curiosamente, es el modelo ideal para justificar las obras y el gasto público previo a la privatización de terrenos costeros con la excusa de un desarrollo probablemente inviable por falta de clientela, pero eso no importa mucho, ya que el riesgo económico lo asumimos todos y la supuesta iniciativa privada puede adaptar las condiciones de las concesiones mediante los chantajes habituales. Me estoy acordando del superpuerto de Laredo, pero no quiero salirme de la senda de Cabo Mayor, que ha sufrido a toda prisa (aceleraron las obras en cuanto empezaron las protestas) un proceso planificado de homogeneización, es decir, de destrucción, aplastamiento, anulación de la diversidad geográfica y estética, para adaptarla al funcionalismo sin matices de las finanzas. De este modo, el mantenimiento posterior se reduce al mínimo, se evitan los desequilibrios del medio e incluso se enmienda la erosión, esa técnica escultórica equivalente a una verdadera escritura automática, que tanto molesta cuando, por ejemplo, hace desparecer las pruebas de las llegadas de barcos de piedra cargados con cabezas de mártires.
A la vista de los planes expuestos, es de esperar que se produzcan nuevos y mayores actos de vandalismo institucional, siempre en la misma línea de considerar que las piedras no son geografía, para hacer de los lugares isotipos de la fachada litoral (la autoridades dicen “frente”, como en un lapsus militar que delatara la agresión) que apenas empezó a prefigurarse en los tiempos de los jinetes de los acantilados y que hoy desdeña la ciudad interior y la mar de los marineros con la misma intensidad con que busca convertirse en una postal digitalmente manipulada. Ya saben: puro emblema suplantando su propio paisaje.

Dos fotografías (una sencilla cuestión de tiempo y de distancia)

jacques-henri-lartigue_voiture

La fotografía del coche número 6(1)El vehículo, un Théodore Schneider, era uno de los participantes en el Gran Premio del Club del Automóvil de Francia de 1913, en el circuito de de … Continue reading fue tomada en 1913 por el adolescente Jacques-Henri Lartigue. A pesar del gran desarrollo tecnológico de la época, todavía faltaba mucho para que se produjera la ruptura que suprimió la espera entre la captura y el revelado. El vehículo salió truncado, los espectadores movidos, las ruedas adquirieron formas elípticas. Lartigue, dicen, se llevó un disgusto. Guardó la foto y no la hizo pública hasta los años 50.

Desde entonces, muchos consideran esa imagen una de las más representativas del siglo XX porque contiene velocidad, distorsión, impulso, dinamismo, formas incompletas, elementos por lo visto constituyentes del canon que metaforiza la época que parece inaugurar. Está tomada muy poco antes de la inmersión de mundo en la primera barbarie altamente tecnificada, en un momento en que los creadores de las vanguardias todavía asistían aturdidos al abismo futuro. Pero su efecto se hizo esperar dos guerras.

Premio WFS

La otra foto es de nuestro contemporáneo Michel Quijorna(2)Sitio web del autor. La foto fue una de las premiadas en los Wedfotospain Awards., que ya me parecía un gran fotógrafo antes de que, por esa y otras cualidades, nos hiciéramos amigos. Es una fotografía de género, un encargo para una boda, un acto comercial que, por supuesto, no excluye la creatividad.

Entre ambas imágenes hay cien años de distancia, pero, al traerlas aquí como si doblásemos por la mitad una larga hoja de papel con un gradiente cronológico en cuyos extremos se hubieran fijado, con haluros de plata una y con una impresora láser la otra, al coincidir en el tiempo y el espacio, dialogan sin ningún problema de comprensión ante nuestras miradas saturadas de diaporamas. Es casi demasiado evidente que se expresan en el mismo lenguaje. Sería demasiado fácil decir que se trata de la grandeza atemporal del arte; y, en mi opinión, también sería una falacia.

La foto de Lartigue ya provoca en la incierta comunidad de amantes de la fotografía el efecto de sublimidad que le solemos atribuir al concepto de obra clásica. Digo esto sin matizarlo para no tener que pegarme con el diccionario.

La foto de Michel Quijorna no es clásica; no ha entrado en la clase exclusiva de la emoción estética porque ésta se ha diluido por la proliferación de imágenes y la facilidad de reproducción que caracteriza nuestra época; lo tiene tan mal como cualquier otra excelente fotografía actual para situarse en la historia del arte, que ya no puede ofrecer modelos, sólo ejemplos de uso didáctico. (Por cierto, una pregunta fuera de campo: sin modelos que subvertir, ¿dónde queda la vanguardia?)

Entre ambas imágenes hay millones de fotos. En la primera, las leyes de la velocidad impusieron sus sólidas distorsiones; pasaron décadas hasta que el embrujo de la realidad se apoderó de los buscadores de nuevas estéticas. En la segunda, aparecen o se sugieren todos los enemigos de la fotografía: la sombra, el movimiento, la distancia imprecisa, y además se permite jugar con la idea (errónea, claro) de que un reportaje de boda debe responder a ciertas convenciones más bien estáticas y uniformadas. Ha obviado la saturación de imágenes de nuestra época para recrear con la técnica de la actualidad la espontaneidad de la vanguardia. Lo cual, por supuesto, es una contradicción flagrante, pero efectiva: las sombras azarosas han sido capturadas con precisión científica por alguien que estaba atento a los indicios de lo casual.

No es ninguna novedad afirmar que todas las reflexiones felices sobre el arte se resuelven en paradojas esenciales; es decir, nunca se resuelven del todo.

La imagen de Lartigue fue producto del azar manejado por manos inquietas, del disparo de un joven fotógrafo contra los primeros movimientos desorbitados del siglo XX; tenía todo a su favor, pero en contra de su voluntad: el obturador de cortinilla horizontal, la velocidad angular del movimiento de la cámara intentando encuadrar el coche, la velocidad de éste.

La habilidad de combinar técnicas precisas para mostrar la aleatoriedad del mundo de una manera creativa (la sombra de una grupa, el contraluz de un vestido blanco, la fuga de un paisaje) salió de los hallazgos de los que encontraron lo mismo mientras buscaban ver el mundo esquivando el azar.

Notas

Notas
1 El vehículo, un Théodore Schneider, era uno de los participantes en el Gran Premio del Club del Automóvil de Francia de 1913, en el circuito de de Picardía, en Amiens. Iba pilotado por René Croquet, a quien acompañaba el mecánico Didier. La velocidad era de unos 112 km/h cuando se capturó la imagen. Quedó el décimo de los once vehículos que llegaron a la meta, a 1 hora, 16 minutos, 0 segundos y 3/5 de segundo del ganador.
2 Sitio web del autor. La foto fue una de las premiadas en los Wedfotospain Awards.

Lo que Renzo Piano no va a hacer en Santander

En el siglo XIX, cuando se definió el plan de reformas de Haussmann que gentrificaría París de un modo tan brutal como eficaz, el antiguo barrio medieval de Beaubourg, en el corazón de la ciudad, recibió la cartesiana denominación de conjunto urbano insalubre n°1. Sin embargo, mientras el racionalismo imperial se desarrollaba a su alrededor, la única intervención durante casi un siglo consistió en demoler las casas en ruinas y convertirlo en un solar que sería utilizado como aparcamiento de servicio para el gran mercado de Les Halles, señalado por Zola como el vientre de la ciudad-luz, órgano digestivo-lucrativo que fue trasladado a finales de los años 60 a las afueras en lo que se llamó “la mudanza del siglo”. Casi al mismo tiempo, el presidente de la República, Georges Pompidou, decidió crear un Centro Nacional de Arte y Cultura que reuniera el Museo Nacional de Arte Moderno y Creación Industrial, el Instituto de Investigación y Coordinación Musical y la Biblioteca Pública de Información. Era una idea ambiciosa y requería un lugar céntrico de la capital. El antiguo solar parecía apropiado para una recuperación semejante.

Beaubourg

Beaubourg: la plaza antes de la construcción del Centro Pompidou

El proyecto fue presentado en 1969. Para la construcción del edificio se convocó un concurso internacional de bases muy poco restrictivas al que se presentaron 681 estudios de arquitectura. El jurado escogió el proyecto nº 493, obra de tres artistas, dos italianos y un inglés: Renzo Piano, Gianfranco Franchini y Richard Rogers. Eran muy jóvenes y habían construido muy poco.

No creo necesario detallar aquí por qué el Centro Pompidou, una entidad pública, se convirtió en un espacio artístico con una fuerte integración en el medio, muy bien asentado en el entorno urbano que vino a recuperar y no sólo a ocupar. Audacia, funcionalidad y rupturismo son las características que se le atribuyen hasta convertirlo en una forma de ortodoxia de la arquitectura contemporánea, lo cual, en mi opinión, posee la virtud de evitar el dogma mediante la paradoja. Si tienen oportunidad, incluso aunque detesten “este tipo de arte”, gocen de un paseo por los alrededores del Centro, asistan a las actividades de la plaza inclinada que por sí sola, jugando con los planos, define su ambiente y se diferencia del paisaje urbano sin necesidad de robarle nada, y mírenlo desde distintos ángulos. Es probable que les desagrade esa estructura rodeada de tubos (hay quien lo llama Nuestra Señora de las Tuberías): convengamos que toda evaluación estética es subjetiva e indiscutible (afirmación esta, en mi opinión, tan discutible como el enunciado contrario). Pero dudo que muchos puedan sustraerse a la sensación de estar en un lugar que se ha ganado el espacio que ocupa y creado un entorno social que va más allá de un simple sitio para exponer arte y dar prestigio. El propio Renzo Piano dijo que la intención del proyecto era demoler la imagen de un edificio cultural solemne que asustara a las personas, y que habían pensado en buscar una relación libre entre los visitantes y el arte en la que, además, se respirase la ciudad. Creo que lo consiguieron. El aliento, por supuesto, lo pusieron la ciudad y la cultura, pero el edificio supo atraerlos sin imposiciones.

Más de cuarenta años después, una entidad privada ha elegido sin concurso a Renzo Piano para edificar un Centro de Arte en un muelle de Santander que necesita ser recuperado y reparado, pero no ocupado.

Antes de que alguien corra a señalarlo, diré que no trato de establecer una comparación entre la ciudad más visitada del mundo por motivos artísticos y culturales y una pequeña ciudad del norte de España que ni siquiera tiene un Museo Municipal en condiciones aceptables; tampoco entre una administración pública capaz de invertir en patrimonio artístico y mantenerlo incluso en tiempos de supuesta crisis y otra que se limita a entregar a una fundación privada un valioso terreno junto al mar para que construya allí un museo-mirador. Son obstáculos dialécticamente difíciles de rodear, lo sé, y es innegable que en el origen del problema están las diferencias insalvables entre las dos ciudades que, más allá de la idoneidad o no de los espacios elegidos (en el primer caso se recupera un solar arruinado y en el segundo se invade un muelle histórico y se ocupa un paisaje), han establecido la demanda o indiferencia sociales.

Puede que tampoco sea lícito comparar al Renzo Piano de los 70 con el actual (aunque, con haber visto mucho menos de él que de Piano, me gusta más la evolución de Rogers que la del genovés). Pero, como peatón del lugar de los hechos, tengo derecho a apuntar la decadente deriva que, en mi opinión, implican esas actuaciones.

Renzo Piano no va a hacer en Santander algo parecido a lo que hizo en Beaubourg. En lugar de siquiera recordar (no estoy diciendo imitar ni copiar) el evidente rupturismo de la obra inaugurada el 31 de enero de 1977, el Centro Botín de Santander, en nombre de una hipotética limpieza lumínica (no entiendo tanta pasión repentina por la pureza de quien colaboró en la expulsión a la intemperie de conductos de servicio alegremente coloreados), se une a tendencias tornasoladas y cerámicas ya probadas y se sube a una onda sin choque que, pasado el primer descorche de champán, caerá, sospecho, en las manos del aburrimiento. Consecuencia, claro, de la dedicación del estudio del señor Piano a la satisfacción del modelo imperante: sobre todo, nada de sobresaltos, lema de la banca mientras exige rescates; se trata de ofrecer un espacio bonito, actual y señero en las peores acepciones de los tres términos. Porque el Centro Botín no es una obra pública, sino el resultado de un acto de vasallaje, y eso nunca va a ser obviado ni social ni estéticamente.

En mi pedestre opinión, Renzo Piano es un gran arquitecto (curiosamente, autor de un tercio de su obra cumbre) de trayectoria desigual que ha devenido una especie de resumen venerable de sí mismo y ha venido a resolver un encargo fácil en el que no ha podido evitar la intromisión en el paisaje impuesta por el contratante, pero tampoco ha optado por la ruptura (quizá si se hubiera atrevido a ser más radical hubiera activado nuestro amor al arte en conflicto incluso convenientemente clasificado y con su níhil óbstat) ni ha sabido forzar una audaz integración: me resulta hasta simpático ver en la presentación del proyecto sus esfuerzos por sostener que el edificio apenas se vería.

Me gustaría, por ejemplo, que no hubiera renunciado a unir sus módulos con el antiguo edificio del Banco de Santander (la historia de su construcción es muy similar) mediante una vía aérea. No creo que haya que ocultar las evidencias, y un paso elevado sobre los restos pintados de azul de los jardines quizá hubiera aportado un disparate naíf y necesario. Claro que, al otro lado, impacta aún más el paisaje la antorcha patriarcal del banco al que nuestra ciudad debe su renombre. El caso es que, en lugar de divertirnos, ha acatado un simple sobrevuelo de la bahía.

Ahora que, ya crecida la estructura, se confirma su visibilidad (no han podido el arquitecto ni su contratante con las leyes de la Física), los medios fieles insisten en su condición de mirador del paisaje olvidando que usurpa sin añadir gran cosa. El problema de erigir tal mirador-museo es que se suma como un emblema asfixiante al entorno de una ciudad-fachada y al poder retórico de una bahía de postal aportando escasa diversidad a tanto adorno superpuesto.

Espero sinceramente que los salones sean funcionales y aptos para el uso expositivo y que los visitantes puedan disfrutar de algo más que del paisaje y su separación de la ciudad mediante la elevación del punto de vista, ese lujo antropocéntrico para mentalidades de gaviota que siempre me recuerda al vedutismo dieciochesco y que de todos modos permitirá que quienes no acudan por amor al arte (sospecho una inauguración cuasi circense de Carsten Höller) lo hagan por ver la bahía desde este belvedere interpuesto entre la ciudad y su libertad de mirar como se entromete un gran cartel publicitario en la mirada del paseante incitándolo a abrir una cuenta o un plan de pensiones en la entidad de guardia.

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