Demérito

Por muchas banderas que desplieguen las identidades metafísicas, nuestros miedos sólo se alivian con presencias materiales.

Recuerdo un día de viento y lluvia, y no debo de estar muy equivocado porque los archivos meteorológicos señalan que el viento alcanzó una velocidad máxima sostenida de 64,8 km/h y se midieron 33 mm de agua por metro cuadrado. La temperatura media fue de 14,7 °C. Según el algoritmo de Zeller, era martes. Según la tradición, era el Día de Difuntos, el siguiente a un lunes festivo de Todos los Santos conocidos o no.

Pero sólo recuerdo la lluvia y, sobre todo, el viento y remolinos de hojas secas mojadas, quizá por culpa del mismo mecanismo emotivo que quiere que los hospitales tengan un poder de permanencia digno de las mejores catedrales góticas, en las que, por otra parte, también se cuidaba a los apestados y se daba pan blanco a los ardientes.

Bajé del autobús -no sé de dónde venía- y paré en el quiosco habitual. Todavía compraba periódicos de papel. Los remolinos levantaban de las páginas noticias atrasadas. Una mujer las borró todas de golpe. Hablaba con el quiosquero: “Que se caigan los hospitales es lo último”, dijo. “¿Qué ha pasado?”, preguntó otro recién llegado como yo. Y supimos que se había derrumbado el ala noroeste del edificio de Traumatología: cuatro trabajadores muertos y quince heridos.

Yo era todavía tan ingenuo que veía en ese hospital una de las pocas entidades realmente sólidas que constituían la región. Le pasaba a más gente. Lo decían, cada uno a su manera, con más desánimo que rabia.

Aunque había informes técnicos que advertían de desperfectos, no se encontraron responsables.

Desde aquel derrumbamiento de hace catorce años, el hospital ha permanecido demediado entre el ladrillazo, la especulación y esa crisis pintada con tintas milenaristas por quienes la han provocado al y para enriquecerse. Y ahora va a pasar a ser gestionado por manos privadas a cambio de completar la reconstrucción. La Comunidad que permitió que llegara a derrumbarse ha decidido no mantenerlo entre sus propiedades. Parece ser que no se va a destinar dinero público a reconstruirlo y hay que ceder al chantaje ya tópico de la privatización.

Sin embargo, ¿habrá dinero de todos para rescatarlo (la palabra idónea en estos casos de secuestro) cuando los gestores privados estimen que sus beneficios no son suficientes? Evidentemente, ya no será un servicio público, sino un negocio de una empresa que obtendrá sus beneficios de un servicio público. Especulará con un derecho fundamental y hará toda suerte de maniobras para ganar dinero, lo cual nada tiene que ver con el ahorro ni con la eficiencia sanitaria. Se moverá siempre en una tensión trilera entre las demandas sociales, la capacidad de los súbditos para exigir calidad, el ansia de riqueza de los propietarios y el servilismo de los políticos y gestores. La mano invisible liberal que amaña la partida pondrá cada cosa en su sitio: los pobres en las listas de espera y los ricos en los consejos de administración que gestionan impuestos y repagos.

Por lo visto, aquel 2 de noviembre de 1999, Cantabria dejó de merecerse un hospital público con el prestigio y la historia del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla.

Cultural City

Minientrada

Ahora que dicen cosas de la cultura en Santander y se habla del no-verano, me he acordado de este número de la primavera de 2010 de la revista Anémona.

En pdf: Portada Anemona 5.

Stieglitz 291 1915

El entrepuente (The Steerage)(1)1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor. Alfred Stieglitz (Hoboken, New Jersey, EEUU, 1864 – Nueva York, 1946). Fecha: 1907, imprimida en 1913 aprox. Medio: Fotograbado. Dimensiones: 32.2 x 25.8 cm. Museo Metropolitano de Nueva York – Alfred Stieglitz Collection, 1933.

En 1907, el fotógrafo Alfred Stieglitz tomó esta fotografía durante un viaje trasatlántico. Entonces era mucho mayor el intervalo entre el acto de la instantánea (que, dada la velocidad del obturador, lo era menos que ahora; las láminas en que se podía dividir el tiempo eran más gruesas) y la contemplación del resultado. La carencia de técnicas inmediatas producía una demora que ahora sólo pueden disfrutar y temer las personalidades procrastinadoras o amantes de la incerteza. En aquella época comenzaba a perfilarse la ambigua existencia del gato de Schrödinger(2)2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con … Continue reading, que no entraría en su caja de pesadilla hasta 1935, pero los fotógrafos, con cámaras cada vez más fáciles de transportar, percibían de un modo muy directo la sospecha común de ser habitantes de lo probable. Stieglitz publicó por primera vez en 1911 esa foto donde los espacios de los viajeros se ordenan según el cloisonismo de sus clases, que sigue la estructura del buque, mientras una pasarela y una escalera, modos de intercambio y movilidad social, permanecen vacías, como la tierra de nadie en las fronteras. Sigue leyendo

Notas

Notas
1 1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor.
2 2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con fortuna al lenguaje común, al menos en ciertos niveles, y al mundo del humor existencial, sea eso lo que sea, si bien algunos (como Stephen Hawking) han expresado cierto aborrecimiento.

Oro de artista

Les conté a un par de amigos sin relación con el mundo del arte ni afición a las artes la historia de las latas de mierda de artista de Piero Manzoni y, cuando supieron que una de ellas fue vendida el 23 de mayo de 2007 en la casa de subastas Sothebys’s por 124.000 €, su percepción del asunto pasó de la inicial fase de “qué chorrada” a la indignación contra el artista y, por fin, comprendiendo quizá la pícara inocencia del vendedor avispado, a la estupefacción ante los mecanismos del comercio del arte, es decir, los mecanismos del comercio.

Si alguna virtud tiene el arte es la de servir como ejemplo de que la economía es un gran malentendido (o, mejor dicho, un sobrentendido inexplicable) de una simplicidad que, en el ámbito contemporáneo, oscila entre lo exasperante y lo hilarante: todo depende del espectador. Un tipo envasa sus excrementos (o dice que lo ha hecho), los expone y los vende. Las latas pasan de mano en mano y su precio va aumentando. Las primeras las vendió al precio de su peso en oro según la cotización oficial. La relación no puede ser más evidente. El precio del oro es tan arbitrario como el precio de la mierda. Manzoni hizo lo mismo con su aliento contenido en un globo y con su sangre; pero no debió de tener el mismo éxito; tal vez el aire respirado es demasiado poético para entrar tan abruptamente en el mundo de los negocios; y la sangre solo es sangre.

Desde 1961, ejemplos similares no han dejado de sucederse. Con mayor grado de complicación, incluso: me acuerdo ahora de la Cloaca de Wim Delvoye, más atenta al proceso de elaboración de la mierda y más presente ésta, ya que lo que en Manzoni es latencia y duda, en Delvoye es un producto elaborado por una máquina que recrea la digestión humana.

Quizá esa ausencia/presencia del producto enlatado y correctamente etiquetado sea el lazo de unión con la tradición artística en cuanto tiene de sugerencia que conduce a la emoción, el equivalente de la pincelada o el golpe de cincel que resuelven como genial lo que sin ellos sería mediocre. No falta, pues, misterio en ese arte, aunque la anécdota (y el dinero) parezca querer anularlo.

En todo caso, creo que algún millonario debería comprar una de las latas de Manzoni para abrirla y desvelar el misterio. Si es que tal cosa no ha ocurrido ya; en caso de que así haya sido (de vez en cuando, resurgen los rumores), pido que se haga público, aunque creo que su propietario ya lo habría hecho: la ceremonia de apertura de una lata de mierda de artista sería un espectáculo muy bien pagado y un vídeo o secuencia fotográfica (actualización de 2022: o un NFT) podría superar el valor de las originales.

Fotografía manipulada de una de las latas de 'Mierda de artista', expuesta en el Centro 'Pompidou' de París

Un edificio discreto

La ciudad quiere un edificio que atraiga a los visitantes y guste a sus habitantes. Un edificio digno de contener espectaculares muestras de arte contemporáneo. Un edificio espectacular y contemporáneo.

El edificio espectacular y contemporáneo que está llamado a cambiar la pequeña y gran historia, que supondrá un cambio de modelo y la internacionalización de la ciudad, y del cual los ciudadanos se sentirán orgullosos, estará situado en un espacio céntrico y de alto valor paisajístico. Apegado al mar, iluminado, casi(?) levitante.

Porque el nuevo y atractivo edificio no debe impedir la contemplación del entorno, que ha sido elegido para alojarlo por sus valores únicos.

Este respeto a una idea atemporal del espacio tantas veces contemplado puede ser un problema, ya que la arquitectura estelar, espectacular, llamativa y atractiva suele ser incompatible con el paisaje preexistente. Suele reemplazar al paisaje. Se hace paisaje. Ocupa el espacio donde antes había otras cosas o no había nada, donde nadie miraba o donde nadie quería mirar o donde todos estaban acostumbrados a mirar o a mirarse. Incluso cuando se hace mirador, interviene en el panorama.

El espacio elegido (casi en el sentido religioso del verbo, casi como una revelación de lo sagrado) no es un lugar desocupado ni de estética tradicional ni de historia.

El edificio además va a estar ahí porque debe entrar en relación con otros edificios y otros usos y ser parte del centro urbano. O más bien de la esencia urbana: en una ciudad alargada como Santander, la idea de centro urbano tiene más de esencia inefable que de situación geográfica. Y, como el casco viejo desapareció en 1941 sin que ninguna planificación tuviera el valor de reemplazarlo, tampoco sirven la historia ni la Historia. Sólo la prehistoria (la bahía) y la firmeza inevitable de los muelles. El edificio en proyecto tendrá que ser parte de esa primigenia tradición sin dejar de ser nuevo y novedoso.

Es una labor difícil, pero la arquitectura actual tiene soluciones para todo. Y la genialidad impone una solución sencilla. El nuevo edificio será invisible. Déjenme que lo matice en negrita. El nuevo edificio será o al menos tenderá a ser invisible. Será a la vez espectacular e invisible.

El centro cívico cultural proyectado para Santander por Renzo Piano contiene, pues, un valor inesperado: la ausencia. Será atractivo, innovador, audaz, lúdico expositor de arte contemporáneo… y discreto. Existirá, será funcional, estará repleto de emociones estéticas y no ocupará el espacio visual que las leyes de la óptica suelen otorgar a los objetos, incluso a los objetos translúcidos o transparentes, incluso a los objetos flotantes.

No va a parecer una corola cromada saliendo de la bruma, ni una ciudad de cómic espacial, ni un huso tornasolado de uso tópico, ni siquiera el esqueleto fósil de un monstruo marino o un sombrero oriental o un falso error de tuberías de colores sobre una explanada hendida que reúna sin cesar farándulas y bohemios. Parecerá más bien un edificio que no quiere estar ahí.

En un futuro -aunque este proyecto ya pertenece al futuro- la solución quizá hubiera sido construirlo en otra dimensión (lo cual tampoco sería raro ni en el presente ni en el pasado de estos pagos) y que en lugar de flotar sobre la bahía lo hiciera con aún mayor elegancia sobre el tiempo y el espacio. Pero quizá no alcancen los presupuestos para tanto.

Algunos piensan que hay serio peligro de que al final no disfrutemos ni del edificio (que no surja como una sorpresa en el horizonte, que no nos sorprenda, que no nos divierta, incluso que nos aburra) ni del paisaje, y que todo resulte un borrón insulso, como cuando se mezclan colores complementarios.

Hay quien sostiene que la arquitectura debe buscar la integración con el paisaje, pero este concepto parece un tanto evasivo. Integrar, hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo, suena aquí a medias tintas, a suplantación de lo bello por lo bonito, de lo intenso por lo mediocre. Y si el objetivo es que la urbe huya mediante la arquitectura de la medianía, del aburrimiento, habrá que elegir entre el edificio y el paisaje. O suprimir el dilema cambiando la ubicación. Trasladar la bahía, de momento, no parece viable.

De todos modos, en medio del anuncio del advenimiento del espectáculo invisible, con fuerte tendencia al tedio divertido, la premonición crucial es la aparición, como un OVNI entre las nubes, de un edificio panacea que, con energía inusitada, impulsará la estética y la economía de la ciudad.

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Ruido (Santander velada de pantallas)

El Ayuntamiento de Santander instaló hace unos meses pantallas en los autobuses del Servicio Municipal de Transportes (TUS, sin ningún rubor por el tuteo). La bahía, los parques, los barrios, el tráfico, lo bello y lo feo se sirven en imágenes unificadas bajo un predominio azulado. La ciudad se muestra filtrada y su historia como obra de la voluntad municipal. Y a la monocromía se suma un montaje monódico; el mismo color, el mismo pensamiento, el mismo aburrimiento de diseñadores acomodados en esa corrección con que han aprendido a teñir los logos animados.
Al principio, nada más ser instaladas con esa nocturnidad de los autobuses urbanos, cuyas novedades casi siempre nos sorprenden durante los bostezos de las primera horas, las pantallas no emitían sonido. Pero ahí estaban, tapando el paisaje. El ruido sólo era visual. Ahora, las pantallas emiten ruido en el sentido estricto. Quizá tengan algo que ver las elecciones; los trucos electorales son cada vez más burdos. Ya no solo se entrometen los pseudodocumentales del consistorio en la contemplación de las figuras urbanas y humanas. Ahora también estorban en las conversaciones y obligan a subir el volumen de los reproductores musicales. Da igual que los viajeros (aunque hace tiempo que sólo somos usuarios) prefieran llevar su propia música y escoger el sentido de sus miradas. Esos lienzos atorrantes persisten en suplantar los exteriores, la intemperie de la ciudad desurbanizada a golpes de autocomplacencia.
El ruido y la intromisión visual, la saturación de sonidos e imágenes no deseados (no me convencerán de que ellos saben lo que nos conviene) son agentes tóxicos incluso en un país de ruidosos habituales como el nuestro. En otros pagos que consideramos modélicos, los transportes públicos tienden a la transparencia: hay ciudades que en buena hora (porque sus ciudadanos se han hartado antes y ciertos usos democráticos han conseguido imponerse, además de otras evidencias más científicas) van expulsando los enjambres de coches que las agobian y los reemplazan con tranvías silenciosos. Aquí los encerramos (cobrando por ello) en en el centro urbano y, cíclicamente, en horas fijas y fechas delirantes, los soltamos como avispas azuzadas. Y llamamos carriles-bici a aceras mal pintadas.
Las pantallas de los autobuses tan frecuentemente atascados tratan de volver opacos los espacios de tránsito y atraer las miradas y las ideas hacia una falsificación de los espacios cotidianos. No hay mas remedio que recordar a Orwell, en irónica inversión: el Gran Hermano exige que lo mires. Y es capaz de aburrir a las piedras.

“Left behind” de Jim Shaw en el CAPC de Burdeos

entrepotgransalle03El Centro de Artes Plásticas Contemporáneas (CAPC) de Burdeos está situado en un antiguo almacén de productos coloniales, un espacio de grandes dimensiones que por sí solo merece la visita. Conserva el aire, el sonido y los grafitis de su misión original. Es un lugar lleno de ecos mercantes con tintes de templo laico donde las piezas de la exposición Left behind, de Jim Shaw, se acomodan sin contradicciones. Sigue leyendo