Stieglitz 291 1915

El entrepuente (The Steerage)(1)1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor. Alfred Stieglitz (Hoboken, New Jersey, EEUU, 1864 – Nueva York, 1946). Fecha: 1907, imprimida en 1913 aprox. Medio: Fotograbado. Dimensiones: 32.2 x 25.8 cm. Museo Metropolitano de Nueva York – Alfred Stieglitz Collection, 1933.

En 1907, el fotógrafo Alfred Stieglitz tomó esta fotografía durante un viaje trasatlántico. Entonces era mucho mayor el intervalo entre el acto de la instantánea (que, dada la velocidad del obturador, lo era menos que ahora; las láminas en que se podía dividir el tiempo eran más gruesas) y la contemplación del resultado. La carencia de técnicas inmediatas producía una demora que ahora sólo pueden disfrutar y temer las personalidades procrastinadoras o amantes de la incerteza. En aquella época comenzaba a perfilarse la ambigua existencia del gato de Schrödinger(2)2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con … Continue reading, que no entraría en su caja de pesadilla hasta 1935, pero los fotógrafos, con cámaras cada vez más fáciles de transportar, percibían de un modo muy directo la sospecha común de ser habitantes de lo probable. Stieglitz publicó por primera vez en 1911 esa foto donde los espacios de los viajeros se ordenan según el cloisonismo de sus clases, que sigue la estructura del buque, mientras una pasarela y una escalera, modos de intercambio y movilidad social, permanecen vacías, como la tierra de nadie en las fronteras. Sigue leyendo

Notas

Notas
1 1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor.
2 2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con fortuna al lenguaje común, al menos en ciertos niveles, y al mundo del humor existencial, sea eso lo que sea, si bien algunos (como Stephen Hawking) han expresado cierto aborrecimiento.

Oro de artista

Les conté a un par de amigos sin relación con el mundo del arte ni afición a las artes la historia de las latas de mierda de artista de Piero Manzoni y, cuando supieron que una de ellas fue vendida el 23 de mayo de 2007 en la casa de subastas Sothebys’s por 124.000 €, su percepción del asunto pasó de la inicial fase de “qué chorrada” a la indignación contra el artista y, por fin, comprendiendo quizá la pícara inocencia del vendedor avispado, a la estupefacción ante los mecanismos del comercio del arte, es decir, los mecanismos del comercio.

Si alguna virtud tiene el arte es la de servir como ejemplo de que la economía es un gran malentendido (o, mejor dicho, un sobrentendido inexplicable) de una simplicidad que, en el ámbito contemporáneo, oscila entre lo exasperante y lo hilarante: todo depende del espectador. Un tipo envasa sus excrementos (o dice que lo ha hecho), los expone y los vende. Las latas pasan de mano en mano y su precio va aumentando. Las primeras las vendió al precio de su peso en oro según la cotización oficial. La relación no puede ser más evidente. El precio del oro es tan arbitrario como el precio de la mierda. Manzoni hizo lo mismo con su aliento contenido en un globo y con su sangre; pero no debió de tener el mismo éxito; tal vez el aire respirado es demasiado poético para entrar tan abruptamente en el mundo de los negocios; y la sangre solo es sangre.

Desde 1961, ejemplos similares no han dejado de sucederse. Con mayor grado de complicación, incluso: me acuerdo ahora de la Cloaca de Wim Delvoye, más atenta al proceso de elaboración de la mierda y más presente ésta, ya que lo que en Manzoni es latencia y duda, en Delvoye es un producto elaborado por una máquina que recrea la digestión humana.

Quizá esa ausencia/presencia del producto enlatado y correctamente etiquetado sea el lazo de unión con la tradición artística en cuanto tiene de sugerencia que conduce a la emoción, el equivalente de la pincelada o el golpe de cincel que resuelven como genial lo que sin ellos sería mediocre. No falta, pues, misterio en ese arte, aunque la anécdota (y el dinero) parezca querer anularlo.

En todo caso, creo que algún millonario debería comprar una de las latas de Manzoni para abrirla y desvelar el misterio. Si es que tal cosa no ha ocurrido ya; en caso de que así haya sido (de vez en cuando, resurgen los rumores), pido que se haga público, aunque creo que su propietario ya lo habría hecho: la ceremonia de apertura de una lata de mierda de artista sería un espectáculo muy bien pagado y un vídeo o secuencia fotográfica (actualización de 2022: o un NFT) podría superar el valor de las originales.

Fotografía manipulada de una de las latas de 'Mierda de artista', expuesta en el Centro 'Pompidou' de París

Un edificio discreto

La ciudad quiere un edificio que atraiga a los visitantes y guste a sus habitantes. Un edificio digno de contener espectaculares muestras de arte contemporáneo. Un edificio espectacular y contemporáneo.

El edificio espectacular y contemporáneo que está llamado a cambiar la pequeña y gran historia, que supondrá un cambio de modelo y la internacionalización de la ciudad, y del cual los ciudadanos se sentirán orgullosos, estará situado en un espacio céntrico y de alto valor paisajístico. Apegado al mar, iluminado, casi(?) levitante.

Porque el nuevo y atractivo edificio no debe impedir la contemplación del entorno, que ha sido elegido para alojarlo por sus valores únicos.

Este respeto a una idea atemporal del espacio tantas veces contemplado puede ser un problema, ya que la arquitectura estelar, espectacular, llamativa y atractiva suele ser incompatible con el paisaje preexistente. Suele reemplazar al paisaje. Se hace paisaje. Ocupa el espacio donde antes había otras cosas o no había nada, donde nadie miraba o donde nadie quería mirar o donde todos estaban acostumbrados a mirar o a mirarse. Incluso cuando se hace mirador, interviene en el panorama.

El espacio elegido (casi en el sentido religioso del verbo, casi como una revelación de lo sagrado) no es un lugar desocupado ni de estética tradicional ni de historia.

El edificio además va a estar ahí porque debe entrar en relación con otros edificios y otros usos y ser parte del centro urbano. O más bien de la esencia urbana: en una ciudad alargada como Santander, la idea de centro urbano tiene más de esencia inefable que de situación geográfica. Y, como el casco viejo desapareció en 1941 sin que ninguna planificación tuviera el valor de reemplazarlo, tampoco sirven la historia ni la Historia. Sólo la prehistoria (la bahía) y la firmeza inevitable de los muelles. El edificio en proyecto tendrá que ser parte de esa primigenia tradición sin dejar de ser nuevo y novedoso.

Es una labor difícil, pero la arquitectura actual tiene soluciones para todo. Y la genialidad impone una solución sencilla. El nuevo edificio será invisible. Déjenme que lo matice en negrita. El nuevo edificio será o al menos tenderá a ser invisible. Será a la vez espectacular e invisible.

El centro cívico cultural proyectado para Santander por Renzo Piano contiene, pues, un valor inesperado: la ausencia. Será atractivo, innovador, audaz, lúdico expositor de arte contemporáneo… y discreto. Existirá, será funcional, estará repleto de emociones estéticas y no ocupará el espacio visual que las leyes de la óptica suelen otorgar a los objetos, incluso a los objetos translúcidos o transparentes, incluso a los objetos flotantes.

No va a parecer una corola cromada saliendo de la bruma, ni una ciudad de cómic espacial, ni un huso tornasolado de uso tópico, ni siquiera el esqueleto fósil de un monstruo marino o un sombrero oriental o un falso error de tuberías de colores sobre una explanada hendida que reúna sin cesar farándulas y bohemios. Parecerá más bien un edificio que no quiere estar ahí.

En un futuro -aunque este proyecto ya pertenece al futuro- la solución quizá hubiera sido construirlo en otra dimensión (lo cual tampoco sería raro ni en el presente ni en el pasado de estos pagos) y que en lugar de flotar sobre la bahía lo hiciera con aún mayor elegancia sobre el tiempo y el espacio. Pero quizá no alcancen los presupuestos para tanto.

Algunos piensan que hay serio peligro de que al final no disfrutemos ni del edificio (que no surja como una sorpresa en el horizonte, que no nos sorprenda, que no nos divierta, incluso que nos aburra) ni del paisaje, y que todo resulte un borrón insulso, como cuando se mezclan colores complementarios.

Hay quien sostiene que la arquitectura debe buscar la integración con el paisaje, pero este concepto parece un tanto evasivo. Integrar, hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo, suena aquí a medias tintas, a suplantación de lo bello por lo bonito, de lo intenso por lo mediocre. Y si el objetivo es que la urbe huya mediante la arquitectura de la medianía, del aburrimiento, habrá que elegir entre el edificio y el paisaje. O suprimir el dilema cambiando la ubicación. Trasladar la bahía, de momento, no parece viable.

De todos modos, en medio del anuncio del advenimiento del espectáculo invisible, con fuerte tendencia al tedio divertido, la premonición crucial es la aparición, como un OVNI entre las nubes, de un edificio panacea que, con energía inusitada, impulsará la estética y la economía de la ciudad.

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Ruido (Santander velada de pantallas)

El Ayuntamiento de Santander instaló hace unos meses pantallas en los autobuses del Servicio Municipal de Transportes (TUS, sin ningún rubor por el tuteo). La bahía, los parques, los barrios, el tráfico, lo bello y lo feo se sirven en imágenes unificadas bajo un predominio azulado. La ciudad se muestra filtrada y su historia como obra de la voluntad municipal. Y a la monocromía se suma un montaje monódico; el mismo color, el mismo pensamiento, el mismo aburrimiento de diseñadores acomodados en esa corrección con que han aprendido a teñir los logos animados.
Al principio, nada más ser instaladas con esa nocturnidad de los autobuses urbanos, cuyas novedades casi siempre nos sorprenden durante los bostezos de las primera horas, las pantallas no emitían sonido. Pero ahí estaban, tapando el paisaje. El ruido sólo era visual. Ahora, las pantallas emiten ruido en el sentido estricto. Quizá tengan algo que ver las elecciones; los trucos electorales son cada vez más burdos. Ya no solo se entrometen los pseudodocumentales del consistorio en la contemplación de las figuras urbanas y humanas. Ahora también estorban en las conversaciones y obligan a subir el volumen de los reproductores musicales. Da igual que los viajeros (aunque hace tiempo que sólo somos usuarios) prefieran llevar su propia música y escoger el sentido de sus miradas. Esos lienzos atorrantes persisten en suplantar los exteriores, la intemperie de la ciudad desurbanizada a golpes de autocomplacencia.
El ruido y la intromisión visual, la saturación de sonidos e imágenes no deseados (no me convencerán de que ellos saben lo que nos conviene) son agentes tóxicos incluso en un país de ruidosos habituales como el nuestro. En otros pagos que consideramos modélicos, los transportes públicos tienden a la transparencia: hay ciudades que en buena hora (porque sus ciudadanos se han hartado antes y ciertos usos democráticos han conseguido imponerse, además de otras evidencias más científicas) van expulsando los enjambres de coches que las agobian y los reemplazan con tranvías silenciosos. Aquí los encerramos (cobrando por ello) en en el centro urbano y, cíclicamente, en horas fijas y fechas delirantes, los soltamos como avispas azuzadas. Y llamamos carriles-bici a aceras mal pintadas.
Las pantallas de los autobuses tan frecuentemente atascados tratan de volver opacos los espacios de tránsito y atraer las miradas y las ideas hacia una falsificación de los espacios cotidianos. No hay mas remedio que recordar a Orwell, en irónica inversión: el Gran Hermano exige que lo mires. Y es capaz de aburrir a las piedras.

“Left behind” de Jim Shaw en el CAPC de Burdeos

entrepotgransalle03El Centro de Artes Plásticas Contemporáneas (CAPC) de Burdeos está situado en un antiguo almacén de productos coloniales, un espacio de grandes dimensiones que por sí solo merece la visita. Conserva el aire, el sonido y los grafitis de su misión original. Es un lugar lleno de ecos mercantes con tintes de templo laico donde las piezas de la exposición Left behind, de Jim Shaw, se acomodan sin contradicciones. Sigue leyendo

Raqueros

Monumento a los raqueros en Santander, por José Cobo

Hasta mediados del siglo XX era frecuente en Santander la figura del raquero, pero es probable que lo único exclusivo, en esa acepción, sea la palabra. El DRAE la recoge con un sentido más amplio, en referencia a los ladrones de los puertos o como un tipo de embarcación, y la supone derivada del gótico rakan (recoger con rastrillo). Otros sostienen que el origen está en el término inglés wrecker (desguazador), que también aludía a los saqueadores de naufragios y a los ladrones portuarios. Éstos abundaban por toda la costa cantábrica, pero esa, aunque próxima, es otra historia. El caso es que tampoco sorprende que viniera a designar a los niños que deambulaban por las machinas (otra palabra propia que rastrear: los muelles de maderas salitrosas y resbaladizas), vivían de lo que podían, nadaban en las dársenas y constituían una atracción para el turismo, como las mujeres que, desde tiempos muy antiguos, fueron en Santander las encargadas de los carga y descarga de los barcos: las crónicas y las guías de viaje del XIX consideran su trabajo un espectáculo digno de verse, tanto por la fortaleza y habilidad que demostraban al transportar los fardos sobre las pasarelas como por sus gritos y su vocabulario.
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Durante los atraques de barcos de pasajeros, éstos lanzaban monedas por las bordas para que los niños buceasen en su búsqueda. Parece que siempre sacaban el tesoro.

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Se ha escrito bastante sobre estas actividades portuarias. José María de Pereda hizo un buen retrato en sus Escenas montañesas y en Sotileza.

André Gide, con una perpectiva más lejana y a la vez muy próxima, también trató el asunto, claro que más brevemente, al describir una de estas esperas del pasaje en su Viaje al Congo. De paso, nos entregó lo que me parece una estampa certera de la época colonial:

Imaginamos tiburones de juguete, pecios de juguete, para naufragios de muñecas. Los negros desnudos gritan, ríen y se pelean enseñando dientes de caníbales. Las embarcaciones flotan sobre [la mar de color d]el té, al que arañan y labran con pequeños zaguales en forma de patas de palmípedos, rojos y verdes, como se ven en los números náuticos de los circos. Unos buceadores atrapan las monedas que les lanzan desde el puente del Asia e hinchan con ellas las mejillas. Esperamos que las chalupas estén llenas; esperamos que el médico de Grand-Bassam venga a entregar no sé qué certificados; esperamos tanto tiempo que los primeros pasajeros, descendidos demasiado pronto a las barquillas, y los funcionarios de Bassam, demasiado presurosos en recibirlos, balanceados, sacudidos, molestados, caen enfermos. Los vemos inclinarse a izquierda y derecha para vomitar.

On imagine des joujous requins, des joujous épaves, pour des naufrages de poupées. Les nègres nus crient, rient et se querellent en montrant des dents de cannibales. Les embarcations flottent sur le thé, que griffent et bêchent de petites pagaies en forme de pattes de canard, rouges et vertes, comme on en voit aux fêtes nautiques des cirques. Des plongeurs happent et emboursent dans leurs joues les piécettes qu’on leur jette du pont de l’Asie. On attend que les barques soient pleines ; on attend que le médecin de Grand-Bassam soit venu donner je ne sais quels certificats ; on attend si longtemps que les premiers passagers, descendus trop tôt dans les nacelles, et que les fonctionnaires de Bassam, trop empressés à les accueillir, balancés, secoués, chahutés, tombent malades. On les voit se pencher de droite et de gauche, pour vomir.

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senegal04Creo que esa labor de recolección de monedas de turistas convierte a los nadadores portuarios pobres en una hermandad universal. Aunque en nuestro ufano Norte han desaparecido de las aguas de los muelles los buceadores mendigos (pero no hay capital de este lado del espacio de Schengen sin niños mendigos y sospecho que la tendencia a cerrar y videovigilar los espacios portuarios es la causa de esa desaparición), sigue presente en los macropuertos del Sur, que han ido atrayendo poblaciones desesperadas del interior de los continentes.
Un dato inquietante: en los tiempos de Gide (el texto es de 1927), Konakry, Dakar, Bathurst o Brazzaville eran en muchos aspectos más habitables que ahora.

 

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En este excelente almacén de fotos antiguas, encontré esta de lo que en inglés llaman sea urchin (golfillo marino, pero también erizo de mar). Fue tomada en 1909 en el puerto de Boston por Lewis Wicked Hine. El pie dice más o menos: haciendo novillos entre los barcos (truant hanging around boats in the harbor during school hours), pero uno se pregunta si la escolarización había alcanzado a este niño o se trata de una ironía.

seaurchin1909

La Segunda Ucronía Mundial

Las utopías me suelen parecer demasiado beatíficas, aunque, por respeto a Eduardo Galeano, admito que pueden servir para seguir avanzando. Prefiero las distopías, por su carga crítica y su tendencia al humor amargo. Y lo que más me gusta es el tercer plano de los mundos improbables, las ucronías, es decir, los relatos obtenidos por métodos contrafactuales aplicados a periodos de hechos más o menos homologados por los medios correctores.
Ya sé que la reescritura de la Historia y de nuestras pequeñas historias es una tentación para todos. Supongo que incluso los historiadores más honrados tienen que luchar contra el deseo de abolir el dato que no encaja en el prejuicio o el descubrimiento que esclaviza la confirmación de la hipótesis. Los profesionales de la política lo hacen constantemente por motivos obvios y los súbditos lo hacemos para soñar que aquella plaza de aparcamiento estaba libre o que nunca cogimos un autobús equivocado. Quizá sólo los locos no lo hacen, porque sienten que su mundo siempre es verdadero; pero esa sí que es una historia alternativa a esta.
Sin embargo, dejando aparte las grandes mentiras y los pequeños autoengaños, cuando intervenimos sobre el pasado con ánimo crítico y creativo, a veces conseguimos que surja del juego una mejor comprensión del presente. O por lo menos pasar un buen rato.
Dentro del género, hay una tradición que ha puesto el foco sobre el tema de la Segunda Guerra Mundial y el ascenso de los movimientos fascistas. Me vienen ahora a la memoria las novelas El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, La conjura contra América, de Philip Roth, El sueño de hierro, de Norman Spinrad, o el proyecto cinematográfico Iron Sky, que merecería un artículo propio. Pero hoy toca hablar de Quentin Tarantino.
Hace poco vi Inglourious Basterds y me pareció tremenda y maravillosa. En ella se cuenta cómo la Segunda Guerra Mundial tuvo otro final gracias a los caminos convergentes de una chica judía y un grupo de guerrilleros de métodos muy sucios reclutados entre la escoria (valga la palabra de raro homenaje al yiddish Isaac Bashevis Singer) que suelen dejar a su paso los comienzos de las guerras. Los soldados, judíos nada regulares en busca de venganza, están a las órdenes de un teniente mestizo de Tenessee cuyos discursos antirracistas predican una guerra santa contra los nazis y recuerdan aquella parrafada bíblica (falsa, por cierto) de Samuel L. Jackson en Pulp fiction.
Pero eso es sólo una pequeña parte del elenco y un pobre retazo de una película que homenajea al cine mientras señala el turbio papel del séptimo arte como excitador de los más bajos sentimientos patrióticos al servicio del propagandista Goebbels, las exquisitas maneras de los jerarcas de la Gestapo (que parecen ir a comerse el mundo como comen strudel cubierto de nata en un restaurante de lujo) y, de paso, con salvaje frescura, introduce una reflexión sobre la memoria histórica y sobre las marcas indelebles que, de hacer caso al teniente Aldo Apache Raine, deberían delatar a los criminales y sus cómplices.
Y además es una película bella y divertida. Y, sobre todo, es buen cine.