Lo que Renzo Piano no va a hacer en Santander

En el siglo XIX, cuando se definió el plan de reformas de Haussmann que gentrificaría París de un modo tan brutal como eficaz, el antiguo barrio medieval de Beaubourg, en el corazón de la ciudad, recibió la cartesiana denominación de conjunto urbano insalubre n°1. Sin embargo, mientras el racionalismo imperial se desarrollaba a su alrededor, la única intervención durante casi un siglo consistió en demoler las casas en ruinas y convertirlo en un solar que sería utilizado como aparcamiento de servicio para el gran mercado de Les Halles, señalado por Zola como el vientre de la ciudad-luz, órgano digestivo-lucrativo que fue trasladado a finales de los años 60 a las afueras en lo que se llamó “la mudanza del siglo”. Casi al mismo tiempo, el presidente de la República, Georges Pompidou, decidió crear un Centro Nacional de Arte y Cultura que reuniera el Museo Nacional de Arte Moderno y Creación Industrial, el Instituto de Investigación y Coordinación Musical y la Biblioteca Pública de Información. Era una idea ambiciosa y requería un lugar céntrico de la capital. El antiguo solar parecía apropiado para una recuperación semejante.

Beaubourg

Beaubourg: la plaza antes de la construcción del Centro Pompidou

El proyecto fue presentado en 1969. Para la construcción del edificio se convocó un concurso internacional de bases muy poco restrictivas al que se presentaron 681 estudios de arquitectura. El jurado escogió el proyecto nº 493, obra de tres artistas, dos italianos y un inglés: Renzo Piano, Gianfranco Franchini y Richard Rogers. Eran muy jóvenes y habían construido muy poco.

No creo necesario detallar aquí por qué el Centro Pompidou, una entidad pública, se convirtió en un espacio artístico con una fuerte integración en el medio, muy bien asentado en el entorno urbano que vino a recuperar y no sólo a ocupar. Audacia, funcionalidad y rupturismo son las características que se le atribuyen hasta convertirlo en una forma de ortodoxia de la arquitectura contemporánea, lo cual, en mi opinión, posee la virtud de evitar el dogma mediante la paradoja. Si tienen oportunidad, incluso aunque detesten “este tipo de arte”, gocen de un paseo por los alrededores del Centro, asistan a las actividades de la plaza inclinada que por sí sola, jugando con los planos, define su ambiente y se diferencia del paisaje urbano sin necesidad de robarle nada, y mírenlo desde distintos ángulos. Es probable que les desagrade esa estructura rodeada de tubos (hay quien lo llama Nuestra Señora de las Tuberías): convengamos que toda evaluación estética es subjetiva e indiscutible (afirmación esta, en mi opinión, tan discutible como el enunciado contrario). Pero dudo que muchos puedan sustraerse a la sensación de estar en un lugar que se ha ganado el espacio que ocupa y creado un entorno social que va más allá de un simple sitio para exponer arte y dar prestigio. El propio Renzo Piano dijo que la intención del proyecto era demoler la imagen de un edificio cultural solemne que asustara a las personas, y que habían pensado en buscar una relación libre entre los visitantes y el arte en la que, además, se respirase la ciudad. Creo que lo consiguieron. El aliento, por supuesto, lo pusieron la ciudad y la cultura, pero el edificio supo atraerlos sin imposiciones.

Más de cuarenta años después, una entidad privada ha elegido sin concurso a Renzo Piano para edificar un Centro de Arte en un muelle de Santander que necesita ser recuperado y reparado, pero no ocupado.

Antes de que alguien corra a señalarlo, diré que no trato de establecer una comparación entre la ciudad más visitada del mundo por motivos artísticos y culturales y una pequeña ciudad del norte de España que ni siquiera tiene un Museo Municipal en condiciones aceptables; tampoco entre una administración pública capaz de invertir en patrimonio artístico y mantenerlo incluso en tiempos de supuesta crisis y otra que se limita a entregar a una fundación privada un valioso terreno junto al mar para que construya allí un museo-mirador. Son obstáculos dialécticamente difíciles de rodear, lo sé, y es innegable que en el origen del problema están las diferencias insalvables entre las dos ciudades que, más allá de la idoneidad o no de los espacios elegidos (en el primer caso se recupera un solar arruinado y en el segundo se invade un muelle histórico y se ocupa un paisaje), han establecido la demanda o indiferencia sociales.

Puede que tampoco sea lícito comparar al Renzo Piano de los 70 con el actual (aunque, con haber visto mucho menos de él que de Piano, me gusta más la evolución de Rogers que la del genovés). Pero, como peatón del lugar de los hechos, tengo derecho a apuntar la decadente deriva que, en mi opinión, implican esas actuaciones.

Renzo Piano no va a hacer en Santander algo parecido a lo que hizo en Beaubourg. En lugar de siquiera recordar (no estoy diciendo imitar ni copiar) el evidente rupturismo de la obra inaugurada el 31 de enero de 1977, el Centro Botín de Santander, en nombre de una hipotética limpieza lumínica (no entiendo tanta pasión repentina por la pureza de quien colaboró en la expulsión a la intemperie de conductos de servicio alegremente coloreados), se une a tendencias tornasoladas y cerámicas ya probadas y se sube a una onda sin choque que, pasado el primer descorche de champán, caerá, sospecho, en las manos del aburrimiento. Consecuencia, claro, de la dedicación del estudio del señor Piano a la satisfacción del modelo imperante: sobre todo, nada de sobresaltos, lema de la banca mientras exige rescates; se trata de ofrecer un espacio bonito, actual y señero en las peores acepciones de los tres términos. Porque el Centro Botín no es una obra pública, sino el resultado de un acto de vasallaje, y eso nunca va a ser obviado ni social ni estéticamente.

En mi pedestre opinión, Renzo Piano es un gran arquitecto (curiosamente, autor de un tercio de su obra cumbre) de trayectoria desigual que ha devenido una especie de resumen venerable de sí mismo y ha venido a resolver un encargo fácil en el que no ha podido evitar la intromisión en el paisaje impuesta por el contratante, pero tampoco ha optado por la ruptura (quizá si se hubiera atrevido a ser más radical hubiera activado nuestro amor al arte en conflicto incluso convenientemente clasificado y con su níhil óbstat) ni ha sabido forzar una audaz integración: me resulta hasta simpático ver en la presentación del proyecto sus esfuerzos por sostener que el edificio apenas se vería.

Me gustaría, por ejemplo, que no hubiera renunciado a unir sus módulos con el antiguo edificio del Banco de Santander (la historia de su construcción es muy similar) mediante una vía aérea. No creo que haya que ocultar las evidencias, y un paso elevado sobre los restos pintados de azul de los jardines quizá hubiera aportado un disparate naíf y necesario. Claro que, al otro lado, impacta aún más el paisaje la antorcha patriarcal del banco al que nuestra ciudad debe su renombre. El caso es que, en lugar de divertirnos, ha acatado un simple sobrevuelo de la bahía.

Ahora que, ya crecida la estructura, se confirma su visibilidad (no han podido el arquitecto ni su contratante con las leyes de la Física), los medios fieles insisten en su condición de mirador del paisaje olvidando que usurpa sin añadir gran cosa. El problema de erigir tal mirador-museo es que se suma como un emblema asfixiante al entorno de una ciudad-fachada y al poder retórico de una bahía de postal aportando escasa diversidad a tanto adorno superpuesto.

Espero sinceramente que los salones sean funcionales y aptos para el uso expositivo y que los visitantes puedan disfrutar de algo más que del paisaje y su separación de la ciudad mediante la elevación del punto de vista, ese lujo antropocéntrico para mentalidades de gaviota que siempre me recuerda al vedutismo dieciochesco y que de todos modos permitirá que quienes no acudan por amor al arte (sospecho una inauguración cuasi circense de Carsten Höller) lo hagan por ver la bahía desde este belvedere interpuesto entre la ciudad y su libertad de mirar como se entromete un gran cartel publicitario en la mirada del paseante incitándolo a abrir una cuenta o un plan de pensiones en la entidad de guardia.

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Haring siempre

Salir de la exposición “Keith Haring, the political line” en el MAM de París y encontrarse con la llegada del Tour bajo una ola de calor.

Skaters tatuados surfeando en las inmediaciones del Palacio de Tokio.

Ver pasar un bote gigante de Redbull ante los policías atados al cordón umbilical de cemento, cerca del pasadizo de Alma, donde, como todo el mundo sabe, Lady Diana fue entregada por la monarquía a los perros de la plebe.

En los cuadros de Haring, las figuras más humanas bailan ladridos.

Coches-marionetas empujando versiones tecno de musettes para que la Francia deportivo-jacobina se siente en los bordillos a esperar el acto de entrega de la capital, multicolor y sin misa, bajo palio de sospechas de dopajes.

Nada desentona con la ceremonia de los que salimos del museo. El calor reduce a dos dimensiones los camiones con plataformas llenas de danzantes anaranjados. Los vehículos de asistencia llevan coronas de ruedas de bicicletas. Se las han robado a Marcel Duchamp.

Los muñecos de piel de fósforo han felado resortes tubulares y vomitan serpentinas.

Todo encaja con el Pop Art recién visitado, musical, peleón y, ahora, llegado el momento de las grandes exposiciones antológicas, con una gran carga de melancolía. El éxito, por supuesto, está garantizado.
El iconógrafo iconogénico Haring paseaba por París como mandan los cánones, pero dibujaba mapas de Brasil trabando cuerpos que doraban la arena.

Fue formado en la mercadotecnia y el arte callejero seducido por los grandes temas del ser, la guerra y la muerte, pero cultivaba los signos heredados de los capiteles medievales, las máscaras, las tallas, los sarcófagos, las cerámicas y tejidos primitivos, y los animaba con los recursos del cómic.
Envolvía los mitos en onomatopeyas mudas dejando sólo alrededor trazos radiales para destacar las líneas en fuga de los gritos, las diatribas de los simios predicadores, el amontonamiento de cuerpos en cópulas, el ídolo-televisor rodeado de fieles.

Llevaba frisos y paradojas visuales dignas de Escher al terreno de la autosodomía, la autofagotización y la autodefecación.

Criticaba al poder. Qué feo es el orden social, que pone las cosas en su sitio: que no deja que se mezclen pecados con oraciones.

Un día se encontró con el sida y se alistó en los ejércitos de las pinturas negras de Goya y los esqueletos de Ensor.

No había, como en el Tour, controles al final de cada fiesta. Los espermatozoides tenían cuernos de diablo. A la defensa del sexo libre, orgiástico si fuera menester, había que añadir la pincelada de látex de lo seguro. Los esqueletos inseminaban flores.

En la tienda del museo se venden camisetas impregnadas de una profunda alegría que alberga toda la rabia y el miedo de los ochenta.

Dos cuadros

Una década y el fallecimiento de Modigliani separan estos cuadros(1)Comentario sobre la exposición (en francés).. Los unen la coincidencia biográfica de sus autores y la nostalgia de los iconos acogidos al monte de los mártires. Soutine, personaje atormentado, jugaba con cierta ventaja. Una ventaja dolorosa: el recuerdo del amigo y de su cuadro con el mismo tema debió unirse a la ternura de la niña para representar con sus pinceladas habituales, gruesas e inquietas, y en colores más cálidos, lo que Amedeo, el epítome de la bohemia autodestructiva, había representado en forma aparentemente más serena. La Historia del Arte parece ir exigiendo cada vez más letra cursiva.

¿Podríamos jugar a que los dos cuadros son del mismo autor? El arte no es un proceso individual; el individualismo a veces atroz de los artistas parece surgir de una lucha contra las fuerzas colectivas, contra la presencia de la historia y de los cuadros que han visto. Pasiones del yo contra la razón del tiempo. Podemos jugar a pensar que Soutine pintó diez años después a una niña que sin duda tenía en la memoria, engarzada a la pérdida de Modigliani, en colores más envolventes, con trazos más densos y con los ojos más abiertos que su antecedente. Sólo será un juego, como el arte, porque sólo son dos cuadros, demasiado cercanos entre sí, del conjunto-río-panorama de ángeles, pastorcillas, mendigas, huérfanas, lecciones de música, cerilleras, diábolos…

Oro de artista

Les conté a un par de amigos sin relación con el mundo del arte ni afición a las artes la historia de las latas de mierda de artista de Piero Manzoni y, cuando supieron que una de ellas fue vendida el 23 de mayo de 2007 en la casa de subastas Sothebys’s por 124.000 €, su percepción del asunto pasó de la inicial fase de “qué chorrada” a la indignación contra el artista y, por fin, comprendiendo quizá la pícara inocencia del vendedor avispado, a la estupefacción ante los mecanismos del comercio del arte, es decir, los mecanismos del comercio.

Si alguna virtud tiene el arte es la de servir como ejemplo de que la economía es un gran malentendido (o, mejor dicho, un sobrentendido inexplicable) de una simplicidad que, en el ámbito contemporáneo, oscila entre lo exasperante y lo hilarante: todo depende del espectador. Un tipo envasa sus excrementos (o dice que lo ha hecho), los expone y los vende. Las latas pasan de mano en mano y su precio va aumentando. Las primeras las vendió al precio de su peso en oro según la cotización oficial. La relación no puede ser más evidente. El precio del oro es tan arbitrario como el precio de la mierda. Manzoni hizo lo mismo con su aliento contenido en un globo y con su sangre; pero no debió de tener el mismo éxito; tal vez el aire respirado es demasiado poético para entrar tan abruptamente en el mundo de los negocios; y la sangre solo es sangre.

Desde 1961, ejemplos similares no han dejado de sucederse. Con mayor grado de complicación, incluso: me acuerdo ahora de la Cloaca de Wim Delvoye, más atenta al proceso de elaboración de la mierda y más presente ésta, ya que lo que en Manzoni es latencia y duda, en Delvoye es un producto elaborado por una máquina que recrea la digestión humana.

Quizá esa ausencia/presencia del producto enlatado y correctamente etiquetado sea el lazo de unión con la tradición artística en cuanto tiene de sugerencia que conduce a la emoción, el equivalente de la pincelada o el golpe de cincel que resuelven como genial lo que sin ellos sería mediocre. No falta, pues, misterio en ese arte, aunque la anécdota (y el dinero) parezca querer anularlo.

En todo caso, creo que algún millonario debería comprar una de las latas de Manzoni para abrirla y desvelar el misterio. Si es que tal cosa no ha ocurrido ya; en caso de que así haya sido (de vez en cuando, resurgen los rumores), pido que se haga público, aunque creo que su propietario ya lo habría hecho: la ceremonia de apertura de una lata de mierda de artista sería un espectáculo muy bien pagado y un vídeo o secuencia fotográfica (actualización de 2022: o un NFT) podría superar el valor de las originales.

Fotografía manipulada de una de las latas de 'Mierda de artista', expuesta en el Centro 'Pompidou' de París

Un edificio discreto

La ciudad quiere un edificio que atraiga a los visitantes y guste a sus habitantes. Un edificio digno de contener espectaculares muestras de arte contemporáneo. Un edificio espectacular y contemporáneo.

El edificio espectacular y contemporáneo que está llamado a cambiar la pequeña y gran historia, que supondrá un cambio de modelo y la internacionalización de la ciudad, y del cual los ciudadanos se sentirán orgullosos, estará situado en un espacio céntrico y de alto valor paisajístico. Apegado al mar, iluminado, casi(?) levitante.

Porque el nuevo y atractivo edificio no debe impedir la contemplación del entorno, que ha sido elegido para alojarlo por sus valores únicos.

Este respeto a una idea atemporal del espacio tantas veces contemplado puede ser un problema, ya que la arquitectura estelar, espectacular, llamativa y atractiva suele ser incompatible con el paisaje preexistente. Suele reemplazar al paisaje. Se hace paisaje. Ocupa el espacio donde antes había otras cosas o no había nada, donde nadie miraba o donde nadie quería mirar o donde todos estaban acostumbrados a mirar o a mirarse. Incluso cuando se hace mirador, interviene en el panorama.

El espacio elegido (casi en el sentido religioso del verbo, casi como una revelación de lo sagrado) no es un lugar desocupado ni de estética tradicional ni de historia.

El edificio además va a estar ahí porque debe entrar en relación con otros edificios y otros usos y ser parte del centro urbano. O más bien de la esencia urbana: en una ciudad alargada como Santander, la idea de centro urbano tiene más de esencia inefable que de situación geográfica. Y, como el casco viejo desapareció en 1941 sin que ninguna planificación tuviera el valor de reemplazarlo, tampoco sirven la historia ni la Historia. Sólo la prehistoria (la bahía) y la firmeza inevitable de los muelles. El edificio en proyecto tendrá que ser parte de esa primigenia tradición sin dejar de ser nuevo y novedoso.

Es una labor difícil, pero la arquitectura actual tiene soluciones para todo. Y la genialidad impone una solución sencilla. El nuevo edificio será invisible. Déjenme que lo matice en negrita. El nuevo edificio será o al menos tenderá a ser invisible. Será a la vez espectacular e invisible.

El centro cívico cultural proyectado para Santander por Renzo Piano contiene, pues, un valor inesperado: la ausencia. Será atractivo, innovador, audaz, lúdico expositor de arte contemporáneo… y discreto. Existirá, será funcional, estará repleto de emociones estéticas y no ocupará el espacio visual que las leyes de la óptica suelen otorgar a los objetos, incluso a los objetos translúcidos o transparentes, incluso a los objetos flotantes.

No va a parecer una corola cromada saliendo de la bruma, ni una ciudad de cómic espacial, ni un huso tornasolado de uso tópico, ni siquiera el esqueleto fósil de un monstruo marino o un sombrero oriental o un falso error de tuberías de colores sobre una explanada hendida que reúna sin cesar farándulas y bohemios. Parecerá más bien un edificio que no quiere estar ahí.

En un futuro -aunque este proyecto ya pertenece al futuro- la solución quizá hubiera sido construirlo en otra dimensión (lo cual tampoco sería raro ni en el presente ni en el pasado de estos pagos) y que en lugar de flotar sobre la bahía lo hiciera con aún mayor elegancia sobre el tiempo y el espacio. Pero quizá no alcancen los presupuestos para tanto.

Algunos piensan que hay serio peligro de que al final no disfrutemos ni del edificio (que no surja como una sorpresa en el horizonte, que no nos sorprenda, que no nos divierta, incluso que nos aburra) ni del paisaje, y que todo resulte un borrón insulso, como cuando se mezclan colores complementarios.

Hay quien sostiene que la arquitectura debe buscar la integración con el paisaje, pero este concepto parece un tanto evasivo. Integrar, hacer que alguien o algo pase a formar parte de un todo, suena aquí a medias tintas, a suplantación de lo bello por lo bonito, de lo intenso por lo mediocre. Y si el objetivo es que la urbe huya mediante la arquitectura de la medianía, del aburrimiento, habrá que elegir entre el edificio y el paisaje. O suprimir el dilema cambiando la ubicación. Trasladar la bahía, de momento, no parece viable.

De todos modos, en medio del anuncio del advenimiento del espectáculo invisible, con fuerte tendencia al tedio divertido, la premonición crucial es la aparición, como un OVNI entre las nubes, de un edificio panacea que, con energía inusitada, impulsará la estética y la economía de la ciudad.

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La máquina de los deseos humildes

metz mus 17-09-10 004En la instalación playera de Martial Rayse en el centro Pompidou-Metz, la estrella es un juke-box mucho más luminoso y curvo que los que había en los bares de nuestra adolescencia, que eran cuadrados y grises, pero éstos también concedían un par de minutos de alegres deseos a cambio de una moneda. Creo recordar que Peter Handke escribió un ensayo sobre esos aparatos. Lo apunto como lectura pendiente, otra de tantas. Nunca vi ningún juke-box en la playa; no sé si lo imaginé alguna vez. Es posible que en algún chiringuito, por la noche. ¿En qué película o novela alguien ponía canción tras canción en un bar vacío mientras esperaba algo o a alguien bajo la mirada aburrida del camarero que sacaba brillo a los vasos? No me acuerdo. Pero me estoy acordando de los cuadros de Edward Hopper. ¿Estaré contando un cuadro suyo?

“Left behind” de Jim Shaw en el CAPC de Burdeos

entrepotgransalle03El Centro de Artes Plásticas Contemporáneas (CAPC) de Burdeos está situado en un antiguo almacén de productos coloniales, un espacio de grandes dimensiones que por sí solo merece la visita. Conserva el aire, el sonido y los grafitis de su misión original. Es un lugar lleno de ecos mercantes con tintes de templo laico donde las piezas de la exposición Left behind, de Jim Shaw, se acomodan sin contradicciones. Sigue leyendo