Santander, 1906: un episodio violento

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Una tirada de dados
nunca
aunque se lance
en circunstancias
eternas
desde el fondo de un naufragio
abolirá
el azar

Stéphane Mallarmé

Las crónicas locales suelen presentar los llamados “crímenes del juego” o “del Huerto del Francés” como consecuencia de una época de matonismo, un encuentro violento entre gentes de mala vida que resolvieron sus rivalidades en un enfrentamiento que “se quiso politizar”. La política, en ese contexto, se define como una actividad ritualizada y ajena a incidentes que puedan desbordar el escenario y delatar el desorden del mundo oficialmente reconocido. Así, cuando los hechos iluminaron la escena, aunque la prensa más asentada en la normalidad criticó la tolerancia de las autoridades con los garitos y antros de vicios diversos, e incluso señaló, a raíz del incidente, que “medio Santander anda armado por la calle” y que no era la primera vez que bienpensantes ciudadanos habían expresado su preocupación, enseguida se procedió a la reducción del problema a una anomalía producida por un submundo desatado cuya vigilancia hubo que reforzar, por lo menos durante un tiempo. Casi con la misma cadencia que los actuales focos mediáticos, pasó la cosa y no hubo nada más allá de la represión inmediata y de algunos correctivos administrativos a la negligencia policial. Las consideraciones sociales quedaron, con un característico horror al análisis, fuera del marco habitual de exhibición de la ciudad, y así seguirían, tanto en aquel presente como en el futuro de autopromoción del promontorio de veraneo que ha llegado a nuestra época sin rupturas.

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El Ateneo Popular de Santander vuelve a la historia

Acaba de aparecer el libro Ateneo Popular de Santander(1)Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses., de Fernando de Vierna. Se trata del resultado de un largo trabajo de investigación sobre la que fue, como señala el autor, la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria.

La idea de que un libro venga a llenar un vacío intolerable está aquí totalmente liberada del carácter tópico que suele tener en este tipo de presentaciones. No se trata de un vacío simbólico; carece del atenuante de la metáfora fácil: el borrado de las huellas y la suplantación del Ateneo Popular son fenómenos tangibles que resultan del protocolo de olvidos y ninguneos tramado primero con tosquedad cuartelera por el franquismo y luego adaptado a las maneras suaves con que la llamada Transición (nombre de un período deliberadamente inacabado) apartó todo lo incómodo.

Portada

Ya durante la dictadura se elaboró la leyenda de Santander como un promontorio cultural de excepción que con el tiempo los cronistas con audiencia oficial han querido exculpar como moderado e incluso liberal. Ese diseño falaz no ha perdido actualidad; sigue encaramado al escenario político y social mientras la experiencia cultural republicana que de verdad vino a implicar a las bases sociales quedó sepultada por la fuerza física y por el decorado que las élites militarmente dominantes crearon a imagen y semejanza de la ciudad imaginada. Décadas de miedo y adoctrinamiento sin réplica (o, ya en tiempos recientes, con las réplicas marginadas por unos medios herederos y otros acomodados) fijaron en la sociedad santanderina la idea de que el periodo republicano fue un lapso estéril. El libro de Vierna viene a contrarrestar esa perpetuación del olvido mediante una minuciosa investigación que recoge y analiza la historia de la entidad.

Logotipo del Ateneo Popular de Santander

En la calle Gómez Oreña, esquina a Pedrueca, estuvo la última sede (y la única propia, inaugurada en febrero de 1937) del Ateneo Popular de Santander (1925-1937). El edificio, planeado por el arquitecto republicano Deogracias Mariano Lastra, fue construido con las aportaciones de los socios. Los obreros trabajaron gratis. En un período histórico en el que las fuerzas del trabajo empezaban a confluir con las de las ciencias y las artes, eso no resultaba sorprendente: era la respuesta a una necesidad creada por el propio funcionamiento de una institución surgida para corregir las desigualdades culturales y educativas generadas por las injusticias sociales, es decir, por las desigualdades económicas, un ateneo de amplio espectro en el que colaboraron en mayor o menor medida todas las personalidades del panorama sociopolítico que, tras haber creado las condiciones para la instauración de la II República, habían dado lugar al Frente Popular. Un buen número de intelectuales y profesionales y la parte más avanzada de la burguesía, asfixiada por décadas de revolución liberal pendiente, se unieron al proyecto con entusiasmo. El hecho de que fuera una asociación que rehuía el activismo político directo y no tenía una definición política específica dice mucho del trasfondo social que lo había puesto en marcha: no era un órgano de creación de conciencia, sino la consecuencia de las demandas de una sociedad en ebullición. La cantidad de materias educativas y actividades que abarcaba y de participantes en ellas, y los criterios científicos y avanzados con que eran tratadas, todo ello detallado en la obra de Vierna, lo demuestra.

Saqueado en agosto de 1937 cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad, fusilados, encarcelados o exilados sus impulsores, el edificio fue despacho del falangismo, pasó años de abandono y fue ocupado por el Ateneo de Santander, ente desprovisto de popularidad que había competido desde la reacción con el Ateneo Popular (a pesar del poder adquisitivo de sus socios, exigía las mismas subvenciones públicas) hasta que los golpistas consiguieron acabar con la democracia. Allí sigue el Ateneo ultraconservador (si a alguien le parece fuerte el término, lo invito a repasar su programa de actividades, de consumo interno para élites profesionales y confesionales cuando no puramente propagandístico) como emblema autocomplaciente del movimiento que liquidó por la fuerza el proyecto de ilustración popular.

Por suerte, a veces aparecen trabajos como este para mostrar qué sedimentos asfalta la tupida fachada local.

Notas

Notas
1 Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses.

Un comerciante del Santander de casi siempre

Es una de las pocas personas que conozco que todavía usan la palabra “raquero” como insulto. Debe de ser atávico. Los chavales les hurtaban a sus antepasados miserias de abarrotes en plena descarga de los pataches de cabotaje o directamente del mismísimo colmado de “ultramarinos y coloniales” en los tiempos en que todo era tan transparente que el horizonte coincidía con la memoria y los muelles con la calle de la Ribera. Son relatos familiares que imprimen carácter, aportan circunspección, añaden tipismo y vocabulario a las coordenadas de la autohistoria que hay que establecer nada más acabar el primer párrafo.
En la subcápsula espacio-temporal medianamente inmediata de la ciudad las cosas ocurren antes o después del incendio del 41. En una subsección un poco más amplia habría que referirse al antes y al después del intercambio atlántico de la harina, lanas y algo de hierro por productos de las colonias (ron, azúcar, cacao, café, palo campeche…), un comercio nada vergonzoso si lo comparamos, por ejemplo, con el triángulo de oro de la esclavitud.
-Nos hemos pasado la vida perdiendo oportunidades a propósito -dice-, y lo tenemos a mucha honra.
Pero en el ámbito prosaico del presente ya no hay lugar ni para renunciar a la aventura, pese a esa retórica que quiere hacer a los parados autónomos y a éstos protagonistas de una epopeya emprendedora. Las pantallas superpuestas de las grandes superficies, las franquicias, las marcas y el consumo popular de bibelots asiáticos (donde los pobres pueden comprar a lo loco, como nuevos ricos) empañan la salida de escena de una clase de pequeños y no tan pequeños comerciantes que, como la nada sufrida clase media, pero con más propiedades, hasta hace poco se creía rica o, por lo menos, acomodada hipótesis de equilibrio social. La salida del escenario es real; no hay metáfora: se privatizan las calles, se encarece el suelo, se controlan los precios de los suministros, los clientes se blindan en sus coches a las horas que les da la gana; sólo los grandes o los muy unidos pueden competir.
Es momento de un respiro. Nuestro hombre despliega el periódico parroquial. Afuera pasa El Sardinero de verano. Las casetas azules y blancas evocan chistes de velocípedos. Él es un comerciante del centro, pero la jubilación lo ha alejado (en todos los sentidos) de lo que fue su territorio.
-Siguen haciendo murallones.
Señala una foto a toda página del nuevo centro de exposiciones, todavía en construcción. A pesar de los esfuerzos del fotógrafo, oculta la parte principal de la bahía y parece caído sobre un lamedal azul cemento.
-Y da mucha sombra.
-Y han puesto unos montajes con letras grandes: CULTURA, ARTE… Se nombra la cultura y viene sola. Había más cultura en la guantería de mi abuelo de la calle de la Blanca que en toda la ciudad actual.
Si le pregunto qué entiende por cultura, nos desviaremos del tema. Mejor lo dejo. Dicen que la tal Blanca fue una prostituta del siglo XVIII. Estamos de acuerdo en que nunca debió desaparecer del callejero. Había en esa calle varias tiendas de complementos, y algunas competían por organizar tertulias. Hablaban de próceres, amores y naufragios y trataban de dirimir si alguna de las sombras de mendigos que merodeaban entre los bultos de estiba de las machinas era la del capitán del Machichaco, quien, como todo el mundo sabe, sobrevivió a la catástrofe y se volvió loco porque nadie quiso reconocerlo. Tampoco conviene discutirle eso a nuestro hombre.
-La mayor preocupación de mi abuelo cuando vendió el almacén y se volvió tendero elegante era que en el muelle no estibasen cerca de los tabales de arenque los pedidos de cabritilla, que son pieles muy delicadas y cogen olor, como las personas. Contaba que de joven le había dejado una novia por culpa de las salazones. Digan lo que digan, en esta ciudad no gustan los aires demasiado portuarios, me refiero a los de verdad, no a los de la literatura. Ciudad náutica, puede; ciudad portuaria, por necesidad, y cada vez menos, hasta llegar a lo de ahora, o sea, taponar los muelles. Y, en cuanto se perdió Cuba, se perdió todo lo exótico, los últimos en desaparecer fueron los loros, que son longevos. A mi padre le gustaba la palabra “ultramarinos” y enseguida empezó a echarla de menos en las muestras: si no vendemos lo producido aquí ni lo que traemos de otros sitios, ¿qué vendemos?, decía. Hasta se compró un libro titulado “Ultramarina”, de un borracho llamado Malcolm Lowry, sólo por el título. Lo leía con dificultad: “es de un chico rico que quiere ser querido por la tripulación de un mercante y no sabe si ir de putas”, decía, “no se si lo entiendo: desde luego, no es Pereda.”
Ahora ha llegado al final del periódico y mira con desprecio los cotilleos de la contraportada.
-Lo que quería decir -tabletea sobre el peinado demasiado liso de Su Majestad la Reina como si le pesara haberle regalado un palacio- es que la venta parecía hacerse sola. Mientras los novelistas, poetas, pintores, médicos y abogados discutían en la trastienda, sus señoras encargaban aderezos. Y, cuando los complementos perdieron clientela, el abuelo contrató sastres y aprendices y se puso a vender camisas a medida. No te voy a decir que no fuera algo negrero, la tradición familiar lo sostiene, pero pasó por todas las broncas del siglo sin problemas, con una neutralidad apabullante, incluida la guerra civil, durante las dos ocupaciones siguió con su vida como si nada, y ninguno de los bandos se ocupaba de él, los dos pensaban que era de los suyos, o sea que siguió ganando dinero incluso cuando había hambre, no mucho, nunca se hizo rico, somos pequeños comerciantes, no valemos para más. Y después del incendio tampoco le fue mal en la barraca provisional hasta que recuperó su local y consiguió, consiguieron, que todo siguiera igual, un igual diferente, pero era igual, yo ya me entiendo, y tú también. El negocio llegó a mis manos en los 70. No tuve que hacer gran cosa. Como se habían ido reduciendo los encargos, me pasé a la manufactura, de calidad, eso sí, y sólo necesité hacer ampliar las solapas para aquellos hippies del Río… Ya ves, pasamos de los abastos a una tienda cara y luego a vestir a la clase media, que entonces incluía también a los obreros, o era que no había pobres, no sé cómo era eso…
Se mueve en el tiempo como un personaje de Vonnegut: cuando algo lo hiere, huye. Creo que nunca se ha detenido tanto en el pasado, pero tiene una colección de recortes. Los semanarios de principios del siglo XX nombran el establecimiento como patrocinador de las Fiestas Patronales y lo destacan en los faldones de las páginas derechas con un recuadro de bordes modernistas primero, luego decó, luego nada; aquellos semanarios liberales (insistía Simón Cabarga en pleno franquismo que aquí éramos, somos, en esencia, liberales) se hicieron humo y hubo que recurrir a sobrios anuncios en la prensa del Movimiento y en la ultracatólica e insistir en que los rojos no llevaban sombrero.
Hay cuestiones en las que pierde esa pátina tolerante; la tolerancia tiene eso, que no posee la fuerza de la tinta roja de campeche. Desde que se jubiló, pasa poco por el negocio, que ahora está en liquidación de existencias, lleno de carteles a rotulador con los precios de antes tachados y los de ahora resaltados con fosforescencias. Lo llevan su hija y su yerno. Están en tratos con una franquicia de alimentación. Pretenden venderles delicatessen a los turistas, es decir, han aceptado las instrucciones del alcalde, que quiere superar el veraneo tradicional y basar la economía de la ciudad en escalas técnicas de cruceros, campeonatos de vela, aficionados al arte contemporáneo sin conflictos y visitantes de fin de semana. El problema es que muchos han tenido la misma idea y ya abundan los locales con latas de anchoa preparadas para regalo en cestas de falso mimbre envueltas en film, botellas de aceite con lazos, tajadas de bacalao rodeadas de tarros de pasta de choricero, aceitunas demasiado verdes… Otros, simplemente, venden donuts de colores. Nuestro comerciante de casi siempre ha tenido que replegarse a las cafeterías de las inmediaciones del casino para no enredar sus días en una escala temporal que las autoridades llaman revolucionaria, señera, de progreso…
-Y una mierda -dice-. Pura decadencia. Sólo ganarán los grandes.
El centro de la ciudad ya no le gusta ni en invierno ni en verano. No es una cuestión de exilio interior. Él no es de esos, él no perdió ninguna guerra. Durante décadas, él y otros como él se ocuparon de que no vinieran cambios bruscos ni desde arriba ni desde abajo. Los comercios abrían a sus horas, la gente compraba cuando tenía que comprar, las plazas públicas servían para pasear. Y últimamente, en caso de apuro, siempre había subvenciones; pero el caudal ha sido desviado: ellos no pudieron alcanzar el poder fáctico suficiente para modificar el lenguaje y hacerlas llamar rescates. La clase política nacida de ese silencio rentable se ha hecho devota de la planicie aséptica de las grandes superficies, las marcas que son también tiendas, las devoluciones con reembolso sin problemas, los dependientes proletarios que nunca tendrán la oportunidad de llegar a ser “casi de la familia”. Quién le iba a decir a él que la ley natural de la acumulación del capital iba a llegar hasta este remanso para imponer una brutal libertad de horarios. El gran trasvase los ha alcanzado.
-Canallas. En cuanto han aparecido esos predicadores financieros, nos han dejado tirados. Se han puesto a liquidarlo todo. Lo gracioso, y yo no me meto en política, es que todos esos que mandan son obra nuestra. Dicen que esta es una ciudad muy inmovilista, pero de eso nada; en pocos años se ha revuelto como el mundo desde lo del muro, ladrillazo, especulación, franquicias, turismo a lo bestia. Os quejabais de nosotros porque nos creíamos algo, pero por lo menos vendíamos cosas de verdad, el dinero se movía con prudencia y nuestros intereses coincidían con nuestras ideas, pero ahora las ideas van por un lado y las cosas van por otro, y no hay manera de saber de quién es la cosa porque el que tiene las ideas y cobra no da la cara. Todo es turbio. Cuanto más legal, más turbio. Todos van al raque, y a lo grande, provocando naufragios.
-Pero la mano invisible que regula el mercado…
-¿Me estás tomando el pelo?
-…

De la longitud de los siglos

Eric Hobsbawm consideraba que los siglos debían ser definidos como unidades históricas superpuestas a la datación matemática. Así, el siglo XVIII fue un “siglo largo” que empezó con la Revolución Francesa en 1789 y acabó con la derrota de Napoleón en 1815; el XIX acabó al estallar la I Guerra Mundial y el XX sólo duró de 1914 a 1991(desaparición de la URSS). Llevamos, pues, más de dos décadas del XXI y, en efecto, tengo la sensación de que este siglo ha comenzado alargando el íncipit como un relato sobre un durmiente que despierta y tarda en reunir valor para desperezarse. A la manera humorística de Kafka, por supuesto.

Triste (historia de la) Historia

Me dice X que el desprestigio de la Historia explica el éxito de la novela histórica. O viceversa. X es historiador y se está planteando pasarse a la novela. Durante un tiempo se especializó en la recopilación de testimonios de fuentes orales, pero alguien le dijo que lo que hacía era recolectar ficciones ajenas. X suele hacer demasiado caso de lo que le dicen. La gente es cruel. Desde aquel día, sólo utiliza fuentes bibliográficas, lo cual tampoco le supone un gran consuelo, y a veces se deprime y dice que tendría que haber sido arqueólogo o astrónomo. “¿Por qué no arqueoastrónomo?”, le propongo. Pero se lo toma a broma. El autobús recorre la ciudad bajo la lluvia. Hay en las calles más mendigos que nunca. “Tendrán muchas historias que contar”, dice X. Y añade: “Es una pena que sean ficciones”.

Stieglitz 291 1915

El entrepuente (The Steerage)(1)1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor. Alfred Stieglitz (Hoboken, New Jersey, EEUU, 1864 – Nueva York, 1946). Fecha: 1907, imprimida en 1913 aprox. Medio: Fotograbado. Dimensiones: 32.2 x 25.8 cm. Museo Metropolitano de Nueva York – Alfred Stieglitz Collection, 1933.

En 1907, el fotógrafo Alfred Stieglitz tomó esta fotografía durante un viaje trasatlántico. Entonces era mucho mayor el intervalo entre el acto de la instantánea (que, dada la velocidad del obturador, lo era menos que ahora; las láminas en que se podía dividir el tiempo eran más gruesas) y la contemplación del resultado. La carencia de técnicas inmediatas producía una demora que ahora sólo pueden disfrutar y temer las personalidades procrastinadoras o amantes de la incerteza. En aquella época comenzaba a perfilarse la ambigua existencia del gato de Schrödinger(2)2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con … Continue reading, que no entraría en su caja de pesadilla hasta 1935, pero los fotógrafos, con cámaras cada vez más fáciles de transportar, percibían de un modo muy directo la sospecha común de ser habitantes de lo probable. Stieglitz publicó por primera vez en 1911 esa foto donde los espacios de los viajeros se ordenan según el cloisonismo de sus clases, que sigue la estructura del buque, mientras una pasarela y una escalera, modos de intercambio y movilidad social, permanecen vacías, como la tierra de nadie en las fronteras. Sigue leyendo

Notas

Notas
1 1. Tanto la versión inglesa como la francesa de la Wikipedia tienen amplios estudios de la imagen y su autor.
2 2. El gato en cuestión parece ser fenómeno cultural que, importado de la ciencia más enloquecedora para los que somos profanos, ha saltado con fortuna al lenguaje común, al menos en ciertos niveles, y al mundo del humor existencial, sea eso lo que sea, si bien algunos (como Stephen Hawking) han expresado cierto aborrecimiento.

Los peligros del desempleo

En 1945 Hannah Arendt escribió en Culpa organizada y responsabilidad universal:

(…) La sociedad de cada época, a través del desempleo, frustra al hombre humilde en su actividad normal diaria y en su autorrespeto, le prepara para ese último estadio en el que asumirá sin rechistar cualquier función, incluso la de verdugo.

Arendt contaba una historia: un miembro de las SS es reconocido por un antiguo compañero judío del instituto cuando éste es liberado de Buchenwald. El judío se queda mirando a su antiguo amigo, y el de las SS dice: “Debes comprenderme, he estado cinco años en el paro. Pueden hacer lo que quieran conmigo”.

Greil Marcus. Rastros de Carmín (1989).