Aunque la mitología dice que nació de la castración de Urano y que su respiración era la del volcán Etna, el Encélado de los astrónomos es una luna de Saturno. La sonda Cassini-Huygens ha descubierto allí géiseres que lanzan al espacio chorros de hielo pulverizado a varios cientos de metros por segundo.
En la galaxia NGC 1275 un agujero negro produce un monstruo magnético (así lo han llamado los científicos) que construye ríos de gases orlados de esos rayos denominados X, probablemente el nombre mejor puesto de la física.
La ciencia ficción está dando paso a la realidad; se aparta humildemente para dejar sitio a la evidencia. El lamento del replicante (naves en llamas más allá de Orión… rayos C brillando cerca de la puerta Tannhäuser…) alcanza el clímax de la conjetura cuando se observan las fotografías tomadas por el Hubble del choque de las galaxias Antennae, que se devoran entre sí como lo harán dentro de unos millones de años nuestra Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda.
Mientras tanto, el Gran Colisionador de Hadrones, que no es una máquina desenterrada por los astroarqueólogos en Venus, sino un invento del Consejo Europeo para la Investigación Nuclear para crear bosones de Higgs y saber de dónde sale la masa, está a punto de llegar a lo más pequeño, aun a sabiendas de que siempre hay algo más pequeño todavía y de que quizá, superado el límite que acaso no haya, reaparezca por una esquina el resplandor de las nebulosas. Para celebrarlo, arracimarán globos de grafeno de 250 nanómetros de lado por 3 micrómetros de longitud.
Y lo más curioso es que, según dicen sin asomo de dogma, todo eso pudo quedar definido en tres segundos, el tiempo necesario para fijar las leyes del Universo. El génesis bíblico estableció siete días porque sólo podía referirse a fracciones del ciclo lunar. O, dicho de otro modo, el universo era entonces más pequeño, y no es metáfora. Tenían la excusa de la infancia, pero sus descendientes no tienen justificación para la perseverancia. Por cierto que Plutón, el dios de la los infiernos, ha dejado de ser un planeta de nuestro sol, y no se sabe si se ha llevado con él a Caronte. Triunfa, pues, Heráclito: todo fluye. El viaje de la religión ha sido en vano; sus exploraciones, tras intentar consolar desde el desconsuelo, sólo alcanzaron un desierto sin oasis. Triunfa Demócrito: el mundo vuelve a estar hecho de átomos magníficos y bellos en su combinatoria y de subpartículas atómicas (da igual si también o a veces son ondas) con nombres que suenan a broma: quarks (arriba, abajo, encantado, extraño, cima, fondo), leptones (cargados o neutrinos), bosones de gauge (fotón, W, Z, gluón, gravitrón, de Higgs, axión), mesones (piones, kaones…), bariones, sin olvidar a las compañeras supersimétricas: squarks, sleptones, gauginos.
Sólo falta un honrado capitán Heechee reordenando soles para esconderse de un paseante indeseable…
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De Villon y la Abadesa
Decía Rabelais: Haz lo que quieras.
Decía Epicuro: El cuerpo, en lances de amor, es parte indispensable del alma.
Decía Georges Brassens que, en la Edad Media, los monjes de París, encontrando que cuatro Evangelios no eran demasiados, se inventaron un quinto: el Evangelio según Venus, lo cual testimonia la abadesa de Pourras, que fue, es y será la puta más gloriosa de los frailes del Barrio Latino.
El hermanito François Villon sabía mucho de la abadesa, promovida al cargo en 1454, encarcelada por conducta desviada en la abadía de Pont-aux-Dames, reintegrada a la dignidad y definitivamente cesada en 1463, el año en que el poeta desaparece de la historia. ¿Una coincidencia sospechosa?
Villon componía poemas que hacían llorar a los santos y a los humanos de piedad y de risa, fornicaba, asaltaba a los caminantes, huía y hacía recuento en la Taberna de la Piña con el mismo entusiasmo de su lirismo, sus peleas y sus fonicaciones. Ante su pariente el obispo, se arrepentía, pero la vida en él era una marea incontenible.
Sólo se contuvo -es de suponer- durante su estancia en el calabozo del castillo de Meung. Hoy pueden visitarse esos sótanos. Los iluminan con luces rojizas, los ambientan con ruidos de cadenas, los han decorado con instrumentos de tortura de la época del poeta; pero no hay ni una rata, y tampoco huele a humedad o miedo. El acceso es un túnel estrecho con una escalera muy empinada: parece el vacío de un falo, es decir, un útero. Quizá sea esa perspectiva la única que se conserva como era.
Dicen que el buen François fue el único prisionero que consiguió salir vivo del lugar. Decían que lo encerraban por sedicioso, salteador, blasfemo, pendenciero, fornicador, y lo liberaban porque lanzaba su sensibilidad al alma de los demás con la certeza del mejor arquero. Jean de la Pagaille sostiene que, aunque desterrado y perdido en la noche, el autor de la Balada de las Contradicciones, consiguió evitar que su cuello supiera lo que pesaba su culo.
¿Iba solo?
¿Huyó con la abadesa?
Oulipo y urbe
Este artículo de Vicente Gutiérrez me ha recordado la vieja cuestión de la perspectiva, un desafío para geómetras y, por inercia, la triste situación del paisaje urbano.
Daniel Arasse, un hombre que miraba cuadros, decía que la perspectiva elegida depende del encuadre. La cosa parece simple, pero una segunda reflexión (es decir, cuando se levanta la vista del primer punto de fuga) nos pone en la tesitura de enfrentarnos a la tremenda pulsión ideológica que encierra la elección del encuadre. El cine japonés ya mostró la humildad de una cámara puesta a la altura de la mirada de una persona sentada a la oriental, algo que, al parecer, los occidentales no habíamos descubierto por una cuestión, seguramente, de pura soberbia.
Es el encuadre urbano lo que me preocupa, los lienzos de la ciudad que quieren que veamos y los que quieren ocultarnos.
Hubo un tiempo en que las vías principales de las ciudades se llamaban perspectivas y diagonales y compartían el poder con las plazas y los paseos. Sigue leyendo
Algunas consideraciones sobre el Prisionero de la Máscara de Hierro, sus guardianes y los testigos
Cuenta Voltaire no sé dónde que el Prisionero de la Máscara de Hierro lanzó cierto día desde la ventana de su calabozo en la isla de Santa Margarita un plato metálico en el que había arañado unas palabras. Un pescador encontró el plato entre sus redes, reconoció las armas de la fortaleza y lo llevó al alcaide, quien le preguntó si había leído el mensaje. El pescador se declaró analfabeto y, después de algunas averiguaciones, fue liberado.
Otra versión sostiene que lo que el prisionero arrojó por la ventana fue una camisa de fino lienzo que había cubierto de palabras usando su propia sangre como tinta y que fue encontrada por un barbero de los guardianes. El hombre creyó ganar méritos al delatar las palabras que sin duda hubieran proporcionado a la posteridad datos valiosos sobre la identidad del enmascarado. Pero era notorio que sabía leer, y al día siguiente apareció muerto en su litera. Otros, más conocedores sin duda de los métodos del poder, sostienen que el testigo desapareció sin dejar rastro.
Desde los relatos más antiguos (ahora me acuerdo de Acteón y Diana, pero me parece que me estoy dejando llevar por lo sensual), la historia de alguien que profana por error o azar los secretos del poder está presente para señalar, denunciar y disuadir a la vez. La idea de que el poder siempre tiene algo que ocultar a cualquier precio (y la vida de los peones se tiene por un precio barato) procede de experiencias contrastadas, y la difusión del hecho real del Prisionero de la Máscara de Hierro en la cultura popular no es sino una crónica, más o menos adornada para las representaciones y los relatos públicos, de lo que de verdad acontecía.
La narración muestra la presencia de una prueba a la que no se puede hacer desaparecer, que no puede ser aniquilada con la contundencia habitual, a causa precisamente de su relación con el propio poder que la oculta. Alguien caído en desgracia, pero ajeno a la plebe y, por tanto, merecedor de distinto destino. Alguien que no debe hablar con nadie porque puede decir lo que sabe o porque puede decir quién es, y dotado por ello mismo, por lo que sabe o por lo que es, de un aura protectora. El escudo lo establece el propio enigma.
Para muchos se trataba de un hermano gemelo o bastardo del rey, es decir, una mancha sobre la singularidad del monarca. Parece lógico que sólo el respeto a la sangre por la que fluía la excusa del derecho a gobernar pudiera impedir la aniquilación y poner en marcha una maquinaria de ocultación que se prolongó durante décadas.
Sin embargo, cuando no se puede eliminar la evidencia, nada impide a los alfiles de la singularidad eliminar a los peones. La anécdota del mensaje peligroso muestra que implicarse en los asuntos de estado no es bueno para los humildes. Hay cosas que no conviene recoger del suelo. De las ventanas de las prisiones reales no puede caer nada bueno. Tampoco de las ventanas de los palacios.
Jatrofa, coltan, bananas
A John Wyndham no sólo debemos bellos párrafos en los que describió a Santander invadida por monstruos marinos. También es el descubridor de los trífidos, plantas carnívoras producidas por la ingeniería humana para obtener aceites baratos. El paso de un cometa o astro de características inexplicadas provocó la ceguera de la humanidad y una mutación en las plantas, de modo que la historia del mundo comenzó a resolverse en una feroz competencia entre los creadores, debilitados y en tinieblas, y los creados, que de pronto comenzaron a depredar cada palmo del terreno.
Me parece que la historia de “El día de los Trífidos” podría servir como representación del monocultivo. No me había acordado de ella hasta que supe de la jatrofa. Esa planta de nombre horrible seguramente es inocente en origen, pero resulta que su cultivo es barato, se adapta bien en diferentes terrenos y, mediante un proceso de transesterificación, se convierte en biodiésel. Estas características han hecho que la industria se fije en ella y empiece a proponerla como monocultivo en los países del tercer o cuarto mundo, ya he perdido la cuenta.
Todo parece indicar que, dadas las maneras con que el primer mundo suele aconsejar a los sucesivos, el asunto de la jatrofa puede convertirse en nueva fuente de conflictos y de empleo para militares y blackwaters. Por supuesto, en medio de las masacres, los medios de comunicación hermanados explotarán el lado inhumano del conflicto mientras ocultan cuidadosamente los orígenes del mismo, del mismo modo que pudimos asistir a la aniquilación de los habitantes de África central sin oir nunca en un telediario la palabra coltan, y aún hoy, mientras se mantiene una guerra sorda en la zona, la mayoría de la población occidental está convencida de que lo que se dirime allí son oscuras rencillas tribales. ¿Será que la gestión del mundo sigue las mismas pautas que en los tiempos de la United Fruit Company, cuando todas las repúblicas tenían que ser bananeras?