Coloreando escollos

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques a Okuda San Miguel

‘Túneles de sol’. Nancy Holt, 1976. | Calvin Chu (licencia CC BY 2.0).

Si el Ayuntamiento de Santander hubiera presentado las escolleras de la Magdalena como ‘land-art’, probablemente serían aún menos los pocos ciudadanos que se oponen a la obra. La mayoría muestra indiferencia por las alteraciones del medio o está dispuesta a padecerlas por causas que considera superiores: el turismo, la hostelería, el culto al sol y la arena fina… Quieren playas sin rebajas ni resacas de pleamares y son firmes inmovilistas ante la complejidad de los ciclos oceánicos. Mientras los argumentos a favor de los espigones incluyen su hipotético uso como solarios y terrazas hosteleras, entre los contrarios -soy un hábil encuestador del bar de la esquina- predominan los que se refieren a su supuesta fealdad. Pero esta ciudad tan tolerante consigo misma ama el prestigio cultural y, puesto que los juicios estéticos pesan tanto como los éticos, conviene proponer otros arreglos. Todo puede ser más bonito, si no bello.

Estoy seguro de que no soy el único que piensa que es necesario encargarle la decoración de los diques (se acaben o no, y también si se sumergen) a Okuda San Miguel aunque eso acelere la saturación que, por otra parte, espero, cuando llegue al clímax, superará reinventándose: incluso creo que puede llegar a ser genial en la autoparodia.

No estoy descubriendo nada. En las costas ya hay casi de todo. Agustín Ibarrola pintó con éxito los cubos de hormigón del puerto de Llanes (prefiero que pinte sobre piedras que sobre árboles vivos). Eduardo Chillida peinaba vientos. En los arenales de Emeryville (California, USA), agentes anónimos convirtieron residuos en instalaciones cinéticas. Si tengo que elegir decoradores, soy más de Daniel Buren o de envoltorios a lo Jeanne-Claude & Christo (aunque preferiría adaptaciones del Damien Hirst de los tiburones o del Wim Delvoye de las cloacas y los vitrales obscenos, no veo cómo encajarlos aquí si no es entre paréntesis pretenciosos en medio de una divagación de matices sexuados:), pero nuestros espigones penetran con más fuerza en un mar calmo y piden gradaciones cromáticas triangulares desprovistas de conflicto. Puede que, además, haya que complementar el señuelo con algunas frases sin contexto pintadas por Boa Mistura, cuyo corazón negro de Peña Herbosa me gustaba menos que el bodrio imperialista que lo ha sustituido: sólo por eso merecen una oportunidad de redención.

Quizá este artículo parezca una ’boutade’, pero les aseguro que es sincero y meditado. He decidido aceptar las reglas del juego en esta ciudad donde la defensa del medio ambiente se resuelve en carriles bici que agreden a los peatones para no molestar a los coches. También pretendo dejar de lamentar la debilidad del centro Botín, probablemente uno de los edificios de su género más aburridos del mundo (puede que ni siquiera eso), que, una vez asumida la imposición feudal, debería haber aportado al entorno algo de audacia, de brutalismo incluso; pero no se atrevieron a sobrevolar los jardines con una pasarela como años antes no osaron hacer dos torres cilíndricas enfrentadas en cada punta del paseo costero ya entonces cortado con un murallón de festivales. En una condición escamada de cajón-mirador se ha quedado el pobre centro. Y, encima, tampoco se atreven ahora a reemplazar el TUS por un tubo como el de Futurama, pero esto quizá sea por falta de contratistas a la baja y tal vez su eficacia cyberpunk, aunque la aligeraran con gaseosa, no resultaría apropiada para la burbuja que todo lo vuelve ‘kitsch’ (ya: ya sé que me repito) sin revelar quién va a pagar por las transiciones, reconversiones y transbordos.

La culpa es del ecosistema, claro, maldito engendro de los abismos que no entiende de playas.

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Una cueva en otro mundo

Cantabria encoge su infinitud propagandística y vende entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas.

Detalle de la revista ‘Wonder Stories’ (años 30)

En las fotos marcianas de la NASA, las salidas de los tubos de lava parecen esfínteres de un desierto que los científicos comparan con el salitral de Atacama, donde apenas sobreviven algunas bacterias. Desde luego, no se parece a los territorios del Asón y del Agüera, y me cuesta creer que las cavidades volcánicas extraterrestres se asemejen a las cuevas de esa zona. Pero eso no importa, porque algún estudioso del mercado ha decidido que hay personas dispuestas a pagar 10000 euros por entrenarse durante noventa días para fingir durante cuatro que un agujero de Cantabria está en Marte y sufrir por ello.

La ciencia ficción ha ensayado varias maneras de colonizar el planeta oxidado. Ha probado a transformarlo como quien riega el desierto, a solapar con una nueva Tierra los restos de una civilización extinguida aprovechando sus veleros de las arenas, sus supervivientes telépatas, sus leyendas y sus fantasmas; a poner cúpulas, cavar túneles, disputarlo a otras especies imperialistas, cambiarlo de color con bombardeos de clorofila, iluminarlo con bacterias luminosas, licuar los polos para inundarlo porque allí, como en Cantabria, nunca llueve…

La primera novela de viajeros a Marte que leí fue una traducción en la editorial Cenit de ‘Terrestres en Marte’ (‘The Red Planet’, 1962), de Russ Winterbotham. Los marcianos parecían camellos con antenas en la joroba y tenían la sangre verde. Fieles a las tradiciones colonizadoras, los exploradores descubrían enseguida, a tiros, el color de la hemoglobina.

Poco después, una serie de relatos anterior y más famosa, las ‘Crónicas Marcianas’ (1950) de Ray Bradbury, me aportó una sensatez mucho más alucinante. Bradbury, que, cuando se quedaba en la Tierra, hacía que los bomberos quemasen libros, tomaba distancia para describir desde el cuarto planeta la locura autodestructiva del tercero.

Los textos sobre el planeta rojo abundan como el trióxido en el monte Olimpo. Es lo que tienen la vecindad y que Mercurio y Venus sean pequeños infiernos. Pero, para hablar de experiencias radicales, tengo que citar ‘Homo Plus’ (1976), de Frederik Pohl, que relata la conversión de un individuo en una entidad transhumana capaz de sobrevivir en Marte sin suplementos exteriores a su persona. Le implantan todo lo necesario y le quitan lo superfluo. Lo que para el poder es un estorbo incluye los placeres, pero el tipo lo acepta como un nuevo destino manifiesto. Los futuros clientes de la tecnobarraca cántabra quedan avisados por si los promotores turísticos se han inspirado ahí. Si no es así, la experiencia no me parece tan extrema como dicen. En 1954, Pohl y Cyril M. Kornbluth escribieron ‘Mercaderes del espacio’, de lectura tan útil como cualquier manual de economía, además de amena, y eso también tiene que ver con los simulacros para turistas.

En realidad, la atracción que una empresa ha colocado a las instituciones cántabras (sin que se hayan hecho públicos los detalles, financiación, cesión de patrimonio natural, etc.) se basa en el Proyecto ‘Cuevas de Marte’ del ‘NASA Institute for Advanced Concepts’ (NIAC), cuyas conclusiones se publicaron en 2004. El NIAC lleva un par de décadas estudiando propuestas de experimentos similares. Como no creo que en la cueva de Cantabria se apliquen a rajatabla los protocolos de los científicos ni las condiciones del planeta por muchos descargos de responsabilidades que firmen los paganos, malpienso que la cosa quedará en una mezcla de ‘Gran Hermano’ y ‘Aventura en Pelotas’, pero con trajes de diseño post-Star Trek, oxígeno racionado y aires de secta de élite, todo ello no sé si exhibido en directo o en diferido, a lo que se añadirá, anuncian, un supuesto seguimiento con efectos educativos -¿cómo no?- en el PCTCAN, quizá para justificar subvenciones. La publicidad habla además de prepararse para no sé qué viaje de dentro de unas décadas.

De pronto, da la sensación de que Cantabria encoge su infinitud propagandística de cocido, borona, cachones, anchoas, artes, letras, costas y cumbres, exagera el fetiche de las cuevas (pero hay líneas que no deben sobrepasarse: Altamira fracasó en el cine con toda justicia) y se pone a vender entradas para aprender a guarecerse de las inclemencias alienígenas, pero sin exponerse a ataques romulanos.

Me parece que la obsesión por crear ocio de lujo conduce a promover un reclamo tecnificado que podría estar en cualquier sitio más parecido a un desierto de verdad. Estamos en la era de la sospecha: creo que nuestros gobernantes aceptan el territorio vacío y renuncian a ponernos en ningún mapa del paisaje del cosmos al tamaño natural y con todas las dimensiones, no sólo las turísticas. Han pasado de decirnos que somos muy grandes -infinitos- a ofrecer agujeros como entretenimiento para narciso-masoquistas emprendedores que sueñan con terraformar Marte como ahora martirizan la Tierra: gentes que prefieren castigarse en una cueva-burbuja a disfrutar del paisaje, hablar con los autóctonos y degustar unas buenas berzas.

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Apócrifo del cobre

Siempre hay alguien que conoce a alguien que habló una vez con alguien que estuvo allí y no sabe volver.

Marcel Duchamp. Con ruido secreto (1916). Philadelphia Museum of Art.

Entra el buscador con el casco color fuego bajo el brazo. Pide un blanco; lo liquida de un viaje. La moto espera fuera, paciente, potente, negra. Vuelve a ella, monta, la arranca. Es silenciosa, demasiado silenciosa. Se aleja entre susurros del motor.

-Esa burra vale un pastón.

-Más de 10.000 euros, seguro.

-Es para buscar el cobre. Está loco.

-Si tiene esa máquina, ya lo ha encontrado.

Una descripción del bar no nos llevará a ninguna parte. Está cuidado, sirve un café decente, enfría correctamente la cerveza y a los habituales no parece molestarles la calidad del vino. La tortilla y las rabas son aceptables. El dueño no se complica la vida.

-Os digo que sabe donde está el cobre-. Suena a afirmación mayúscula. La fonética tiene razones que el sonido no comprende.

La tertulia de un domingo de invierno al final de la mañana, poco poblada, permite mantener las ideas en el aire el tiempo necesario para saborearlas. No es comparable a una tertulia televisiva. De hecho, el televisor embrutece lo mínimo con vídeos retro latinos a volumen moderado. Lambada de invierno. Batucada helada.

-Si ya lo hubiera encontrado, no andaría por aquí.

-Tiene que sacarlo sin prisas. Disimulando.

Se cuenta hace tiempo que cientos de bobinas gigantes esperan el rescate en un almacén secreto del extrarradio. Circula una descripción del sitio homologada por la repetición, como las de las utopías, las islas con tesoros o los encuentros de los tres tipos. En todo caso, siempre hay alguien que conoce a alguien que habló una vez con alguien que estuvo allí y no sabe volver. Quizá también exista uno de esos planos sin coordenadas por los que se mata la gente.

Dicen que está en una de las muchas urbanizaciones que fueron empezadas y abandonadas durante la crisis, cuando hicieron explotar una burbuja de cemento invisible y no había refugios para la mayoría.

-¿Por qué no en un polígono industrial? Hay muchas naves vacías.

-Eso díselo al que lo guardó.

No faltan detalles. El lugar ideal es una especie de páramo con los comienzos de varios edificios, algunos con el esqueleto de ferralla completo, otros que se frustraron a diversas alturas. Pero del que importa apenas se distingue la base de hormigón, que forma una explanada perimetrada por penachos de cables embutidos en tubos de plástico y rodeada de yerbas de la pampa. El cubo enterrado guarda un sótano inmenso al que se accede por una escotilla. Luego, una cornisa sobre un abismo lleva a una escalera con peldaños de metal y sin barandilla.

-Claro. Sin barandilla. Ni normas de seguridad ni hostias -dice el jubilado-. Con menos motivo hacíamos lanzapetardos con tubos de radiador…

Al bajar, los escalones vibran con resonancia de película de miedo y, aunque se lleve una buena linterna, el fondo tarda en aparecer. Cada paso da una nota más grave que el anterior hasta que, de repente, surgen sombras de bobinas de cobre de un metro de altura alineadas como huevos de alien. Todos los mitos guardianes, incluido el de la puerta de la Ley, se hablan entre ellos con los primeros destellos rojizos.

-Y eso, ¿quién coño lo ha visto?

-Las escondieron para especular. Eran stocks desviados. Aprovecharon el hueco.

-Pues, para ser un secreto, lo sabe todo el mundo.

-¿Qué más da? No se sabe dónde están. Para el transporte trajeron camioneros polacos. Les quitaron los gps y los guiaron de noche.

-Serían rumanos. El cobre lo curran los rumanos. Les subvenciona el gobierno las furgonetas y las usan para robar cables.

-Eso es mentira y tú eres un racista- dice el albañil transilvano.

-Y facha -afirma el jubilado-. Además, hablamos de cobre industrial.

-Los de por aquí que supieron algo del asunto, a veces se emborrachan y hablan; luego lo niegan; pero, si saben pistas sobre el sitio, no lo dicen ni con orujo en vena. Los untaron bien y tienen miedo. O piensan encontrarlo ellos algún día.

Según algunos, el almacén está vigilado por patrullas de matones a sueldo. Ex yugoslavos sin escrúpulos. Hay que tener cuidado con las gentes desesperadas de estados desaparecidos.

-Pues anda, que no hay gorilas aquí… Ponme una caña.

-Si alguien pillara eso, no se conformaría con una moto. Y no se quedaría paseando por el barrio.

-Creo que ha comprado un piso. Y se le escapó una vez que lo buscaba. Tiene que sacarlo poco a poco. Y no veas cómo viste la mujer.

-Lo dijo de broma. Y la mujer se apaña bien con cuatro trapos, como yo.

-Ella va ahora con una furgoneta blanca.

-Tiene una lavandería en negro.

-Qué chorradas dices. Antes me creo lo del cobre.

-Sí: van de noche por las bobinas en una furgona blanca. Para camuflarse, no te jode…

Todas las leyendas dialogan entre sí esperando hacerse verdaderas. El inquietante Borges señaló que ‘apócrifo’, antes de servir para tachar de falsos los evangelios no aceptados por el canon, sólo significaba ‘oculto’.

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La trampa y la puerta

No hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado.

Henri Martin. La puerta abierta.

La trampa de moda (aunque el término fue acuñado por intelectuales católicos en los años 90) consiste en llamar “ideología de género” a la defensa de medidas contra las discriminaciones y agresiones específicas que sufren las mujeres. Supongo que el método también sirve para etiquetar como “ideología de raza” a la lucha contra el racismo o “ideología de clase” a la lucha contra las desigualdades sociales. Pero la violencia machista, la segregación racial o el bajo poder adquisitivo son hechos que afectan a grupos concretos y exigen soluciones concretas, así que el uso del término delata la intención de manipular el concepto de ideología (“conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, dice el diccionario) para presentar las posibles modificaciones de las situaciones de injusticia -cómodamente instituidas para algunos- como caprichos destructivos y ‘artificiales’ opuestos al orden que se considera ‘natural’. Esa idea de la naturaleza anclada en el diseño patriarcal declara inmutable un orden superior antifeminista, supremacista y asentado en privilegios económicos; un orden que -hay que citar a Hannah Arendt una vez más – impone a sus fieles la banalidad del mal que explica tanto la crueldad de las consignas como la pasividad o el temor a la libertad propia y ajena.

La mayoría de las veces, no hace falta un fanático doctrinario para confirmar la solidez de ese mundo tan acomodado. Por ejemplo, ese hombre que ahí veis, con cara de recurso literario, pasó el otro día bajo el arco de leds de la plaza del ayuntamiento, contempló los renos escarchados que pastaban electrones mientras niños de azul y niñas de rosa se dejaban fotografiar y dijo: qué bonito. Después admiró la pantalla gigante que emite anuncios sexistas en la parada del autobús y manifestó: qué maravilla. Luego entró en una cafetería, donde se le unió su señora, que venía de la compra, para mirar hipnotizada el telediario mudo del televisor panorámico alzado al fondo, a la derecha, como las letrinas de la información (‘el ojo es ojo porque te ve, no porque tú lo ves’, decía Machado), mientras él leía y comentaba el periódico.

Hubo un instante en que el titular en papel coincidió con el rótulo que pasaban bajo el carrusel de imágenes: Rebeca Alexandra Cadete abrió la puerta a su asesino para que éste no molestara al vecindario. Un error fatal, decía el periódico. Ya era el motivo recurrente del día la primera víctima de la violencia machista del año en la circunscripción geográfica de referencia obligada. La mujer temía que la bestia alterara la convivencia. ¿Cómo se fio de él? Hablar ahora del peso de la cultura o el arte del amor deslumbrado a medias por el pragmatismo económico y la pasión romántica sería probablemente una pérdida de tiempo. No hay reflexión que valga sin leyes protectoras con efectos cotidianos.

De pronto, ha aparecido el consuelo de la fatalidad. La pena es una cosa muy rara. También la culpa. Una fatalidad. Todo es comparable, aunque duela. También lo incomprensible. El hombre asiente, su señora asiente, el camarero asiente probablemente por principio profesional. El medio ha elegido la anécdota que parece estar ofreciendo una válvula de escape: el error como confirmación de lo inevitable. Seguro que el redactor sólo buscaba un buen título que adornara la noticia; es el viejo problema de las originalidades vacías: que apelan al tribunal del inconsciente.

¿No se pudo evitar? Lo inevitable suele ser un argumento más para los cómplices, un apartado más de la retórica de la sumisión. Antes morían menos mujeres porque aceptaban su destino. El hombre que lee, la esposa que confirma, el periodista que presiente el desequilibrio entre la fugacidad de las imágenes y titulares y la intensidad de ese instante en que alguien abre una puerta (por civismo o por una vergüenza adquirida mediante la culpabilización ante los actos masculinos), todo parece el decorado perfecto de una resaca navideña, cuando azota el solsticio los últimos latigazos de la inversión solar con toda la rabia del invierno de postal.

Los tanques blindados del pensamiento, asustados por el feminismo, tramaron la etiqueta de la ideología de género para negar la perseverancia de una situación de dominio asentada con consignas de prejuicios; entre ellos el de dejar un resquicio para la duda sobre la responsabilidad de la víctima, que quería seguir viviendo sin molestar a los vecinos. Podía haber dejado la puerta cerrada. Podía haberse resistido más. Podía haber elegido a otro hombre. ¿Podía?

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Feliz Año Nuevo

Autobús regional (palabras cruzadas)

Fotografía de Jack Delano (detalle). 1941.Fuente: Shorpy – Historic Foto Archive. Imagen original.

¿Qué emisora ha puesto este hombre? El papa Francisco ha visitado al papa Benedicto. El otro día habló de lobos homosexuales, creo. Ahora mismo la llamo. No pasa nada. Nueve años justos vivimos ahí, y me pegaba. Ni un euro. Hijos de puta en doble fila; piense en los demás, no te jode. Francisco y los motivos del lobo. ¿Me puede avisar cuando vayamos a llegar? El beato este no es amable. Veinticinco años trabajando para la monjas. Son así. No me habían asegurado. Parece mentira que fueran. No lo denuncio porque mi hija me dice que no lo denuncie pero si le denuncio va a la cárcel y por eso me dice mi hija que no lo denuncie que es su padre. Y tú su madre. Ya sabes. No sé. ¿Dónde estabas? Eso pasa pocas veces. Desde Esteban VI y Formoso: un chiste de mal gusto. Escucha lo que te digo que tengo poca batería y te tengo que decir que vamos a hablar muy en serio. Una homilía subversiva donde el arzobispo ha explicado que el hecho indiscutible de la eucaristía es el acto más revolucionario de la historia. ¿Que no lo sabes? Te has estado morreando ayer en el patio. Dice la maestra que te controlemos más. Mi abuela me llevó de niña. No es plato de gusto. Parece mentira, con el corazón grande que yo tengo. Es imposible que haya puesto ese programa al azar. Conduce rezando: no hace daño a nadie. Paz, piedad, perdón. Fe, esperanza, caridad. No me extraña. Un San Cristóbal. Se pone las albarcas para parecer más alto. San Cristóbal era un gigante portainfantes. Ya nadie se acuerda de aquel cuadro del ecce homo. Ecce lobo, ecce homosexual. No digas tonterías que rozan la blasfemia. Ahora se las ponen todos. Parece verano en Navidad. Revilla revilluca. Son todos iguales. Un mundo bajo sospecha, se titula la novela y es como una película de Capra, pero con más mala leche. Las novelas son como películas. Ya no cobro paro. No sé con quién, pero te han visto desde la ventana de clase y ya está bien como se entere espera no cuelgues tu padre ya verás qué gracia. Ese no sabe para dónde va. Iguales, te digo. Pimientos rellenos. Fíjese que yo trabajo desde los nueve años. No me digas que no hay que ser mala persona con el corazón que yo tengo que nunca pido nada. Es un problema teológico que siempre vuelve en estas fechas. Turrón blando o duro. Pero picaban mucho. Yo le digo la parada pero depende donde vaya usted. Ahí, pasando la curva, hay dos bares cerrados, ya verás, con lo que era esto. Con lo que yo he sido. Y todavía eres, no disimules. Un cuarto de hora de retraso. Es que es su padre. Tú me vas a decir con quién te lo hacías en el patio porque igual también hablo con su madre. ¿Cómo que no lo sabes? Medidas cautelares, lo llaman. Ya ves: nada amable. Ni un euro, me da. Chalecos amarillos. Todo el jurado tenía negocios con el acusado, digo el premiado. Ya nadie cree en nadie. Mira, un dron. Parece que va hacia el cabárceno jurásico.

Mujer con teléfono móvil

Los reporteros suelen fotografiar esos intentos desesperados de alcanzar las redes de la sociedad postindustrial, un espectáculo que viene muy bien para completar los telediarios.

Valla de cuatro metros de altura en el Puerto de Santander para impedir el paso de inmigrantes polizones | RPLl.

He visto a una mujer negra que salía de un edificio oficial con una bolsa llena de documentos y me he acordado de la mujer con alcuza de Dámaso Alonso (la burocracia es densa como el aceite, pero poco nutritiva), y he pensado que se llama Fatou Albertine Diakhoumpa y que, cuando salió de Tambacounda, llevaba consigo dos teléfonos móviles. Uno lo vendió en Boutilimit mientras se confiaba a las promesas de un camión en el desierto junto a una veintena de fugitivos. Un tercio de los viajeros se quedarían por el camino. Con eso ya cuentan los apalabradores de cayucos. Las mujeres se apiñaban a un lado de la caja para no ser violadas. Fatou (dicen que su nombre es el que los señores coloniales dieron a las criadas) tiene la ventaja de no ser muy atractiva, pero tampoco posee una vulgaridad desagradable, sino un aire a la vez apacible y diligente que la hace apreciada para el servicio doméstico de los hogares blancos.

El móvil que se quedó era un modelo que ya no se vende en Europa. Para cargarlo durante la travesía del desierto, llevaba un par de artilugios formados por pilas atadas con cinta aislante a un cable. Durante la noche, los viajeros alzaban las manos para coger cobertura. Los reporteros suelen fotografiar esos intentos desesperados de alcanzar las redes de la sociedad postindustrial, un espectáculo de figuras oscuras, estilizadas y dispersas entre las dunas, contra el crepúsculo, que viene muy bien para completar los telediarios.

Fatou tuvo suerte: pudo hablar un par de veces con su familia mientras esperaban a que los mafiosos del transporte decidieran qué ruta era la más segura, y una más en la patera, aunque eso fue una despedida (la mar se había revuelto; creían que no iban a llegar a tierra) y sólo se entendían las lágrimas. Ahora está en la cola del paro después de tres meses de un verano de sótanos, suelos y cocinas. A la asfixia de las jornadas intensivas sucede una laxitud de incertidumbre que, sin embargo, nunca es peor que el miedo del origen que empuja a la huida.

Cerca de ella conversan dos tipos. Compiten por fingirse airados, subrayan el aire con los dedos y marcan signos de admiración con las cejas. Ella no sabe sus nombres, pero, como ellos, nada más verla, ya le han asignado un estereotipo del que tiene pocas probabilidades de escapar (mujer negra, fea, gorda y con un cansancio interpretado por los blancos como embrutecimiento), nada nos impide asignarles, respectivamente, los de Juan Español y Nel Montañés y definirlos como rutinarios en el ocio, el trabajo y el desempleo, y evidentemente próximos al umbral de la pobreza. Español tiene ojeras y Montañés echa largas miradas de desconfianza a la cola y al mostrador de los funcionarios. Si ustedes no me entienden, no lo sé explicar mejor: miren a su alrededor.

Fatou le oye decir a Juan Español que los inmigrantes tienen más subvenciones que él, gastan más asistencia sanitaria, tienen preferencia para los trabajos y usan móviles de lujo. Su colega lo ratifica todo. Quizá creen que no los entienden, ni ella ni otros inmigrantes que hay en la cola. La mujer habla wólof, francés, español, algo de árabe y bastante inglés. No sabe qué móvil tienen esos tipos, pero el suyo (ha decidido mantenerlo oculto durante toda la espera) es un android normal, ni caro ni de los más baratos. Fue la primera adquisición que hizo con el primer sueldo y lo cuida con mimo. Le permitió independizarse de los locutorios, los cuelgues del Skype, las angustias repentinas, y le otorga el poder de enviar imágenes cotidianas, inmediatas, a su familia y amistades de su país o la diáspora, y eso puede con todas las sombras del corazón de las tinieblas.

Empleado de las potencias coloniales, Joseph Conrad percibió que Occidente estaba creando una barbarie por la que algún día tendría que responder con algo mejor que mandar tropas o, definitivamente, enloquecer y autodestruirse entre delirios de avanzadas del progreso. Era un hombre triste incluso antes de pasar su línea de sombra. Había intuido algo en el abigarramiento de los puertos de su época. Quizá alguna vez arribó a Santander, cuando las machinas de madera rezumaban salitre y resbalaban igual las descargadoras blancas que los arponeros polinesios, los grumetes jamaicanos o las mucamas de todo el mundo. Ahora hay una valla nueva, muy alta, situación provisional hasta que el soborno a gobiernos que comercian con sus fronteras obligue a cambiar las rutas o se envíe la estación marítima a un lugar más discreto. La mayoría de las quejas por el enrejado de cuatro metros de altura han sido estéticas, parecidas a las que recibió el Centro Botín, que mira el muelle desde su orgullo de obstáculo opulento y escamado.

El blindaje tiene el aplauso de la inmensa minoría y les parece escaso a los que vigilan a la inmigrada para verificar que tiene un móvil mejor que el suyo. El juicio ya está hecho. Si descubren que el de Fatou es peor, dirán que seguro que tiene otro en casa, sin saber que el otro lo cambió por comida o agua en un territorio representado en los mapas ideológicos (en los militares y mineros está bien detallado) por un espacio en blanco con avisos de monstruos, leones y caníbales, pero también de oro y diamantes, petróleo, uranio y coltán, de modo que los blancos que se adentran en ellos para traer riqueza figuran como héroes, locos geniales o emprendedores. Pero los autóctonos que los atraviesan en sentido contrario huyendo del hambre, la guerra y la peste son mirados aquí como usurpadores de nuestra liberal libertad. Y como codiciosos tecnológicos cuando usan aparatos que nuestro mundo ha hecho imprescindibles.

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