Aquel, ese, este tiempo

El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales.

Ferdinand Hodler | El toro (1878).

Douglas Adams -a quien no me canso de citar porque por él no pasan los años- estableció, sentado en el bar del fin del universo, la categoría estética del infinito (plano y sin interés) y la simultaneidad de la práctica de los viajes en el tiempo (cuando se construya la primera máquina que los permita, ocurrirá a la vez en todas las épocas y habrá existido siempre). Podría haber añadido que tal viaje, se produzca como se produzca y pese a la parafernalia en que lo envuelve la mayor parte de la ciencia ficción, será -es- circular, tedioso y sin consecuencias. Kurt Vonnegut también apuntaba por ahí: su ‘alter ego’ lo usaba en ‘Matadero 5’ como vía de escape desde situaciones dolorosas (el bombardeo de Dresde, un tren cargado de prisioneros…) hacia lo ya sabido o por saber; nada diferenciaba las cosas sucedidas de las venideras y lo realmente dramático era su vida de marioneta de la historia, no los desplazamientos.

Pero ahora viene la ciencia en ayuda de la literatura. Los físicos dominan las leyes que les permiten perdonarme interpretar desde la ignorancia, y es más lírico agarrarse a lo cuántico que a la paramnesia, el vulgar ‘déjà vu’ o la manida magia. Un ruso, Igor Nóvikov, afirma que es muy difícil crear paradojas destacables yendo al pasado y pisando una flor incipiente, matando una mariposa improbable, poniéndole una zancadilla a un magnicida o mejorando la puntería de un tirador rifeño. El peligro de alterar la historia retrocediendo en su curso es mínimo porque algo parecido a un timón tenaz mantiene las rutas principales. Que haya taquiones que llegan a su destino antes de salir del origen no parece cambiar nada. Todo lo demás corresponde a la voluntad humana, que produce una amalgama involuntaria de probabilidades e incertidumbres y sólo se ejerce desde el presente, lo cual -no cantemos victoria- incluye cambiar el relato del pasado (creo que los científicos prefieren permanecer en silencio sobre esto, aunque los sociólogos y economistas usan disciplinas científicas no se sabe bien para qué).

Como todo lo local cuenta en el universo, tomemos por ejemplo el regreso de una leyenda de condena cumplida a la política activa de Cantabria, a la que no me apetece nombrar porque, sin querer conflicto con los nominalistas, es más un universal que un ego desatado y así tiene usted excusa para deambular por internet (la procrastinación es arte y cultura). Fue alcalde, luego presidente y luego fue condenado por corrupción. Creo que nunca sucumbió en las urnas, y eso le da argumentos para la vuelta: muchos admiradores se quedaron sin líder y la reescritura que no funciona como fantasía funciona como disfraz.

Los retornos, igual que las permanencias excesivas, acaban volviéndose chistes hasta para los electores más fieles, porque la repetición hace la farsa. Sin embargo, los emblemas del que fue a la vez súcubo e íncubo no se han ido nunca, así que el regreso puede ser más exitoso que la tozudez de la bola de billar usada por Nóvikov como símil, sujeta a un número ilimitado de tensiones previas que, si no hay ruptura, la conducen inexorablemente al mismo sitio a donde llegó en el futuro por mucho que repitamos el día de la marmota con variaciones impotentes.

Hay factores que, no obstante el peso de la ley, soportan la hipótesis, y de pronto puede salir de un agujero de gusano el esperpento montado en un semental de un millón de dosis y dólares, un patrimonio invisible, pero no inmaterial, que se renueva con los lamentos por la dilapidación del paraíso vacuno, si bien es sin duda superado por objetos más sólidos y rentables (la rentabilidad suele ser una desgracia para los pobres), como el territorio cercado donde los camellos bractianos miran pasar caravanas de emisores de CO2 o el Palacio de lo Sobrecostos Marmóreos inaugurado por un socialista (esta palabra tiene una supervivencia inusitada) que gobernó seis meses, compró una quinta para crear una pequeña Moncloa con sus recepciones culturales y todo, y luego, tras ratificar el poder del paradigma, fuese. La quinta está en venta, y creo que barata. El palacio fue reinaugurado por su gestador. Después, como en una película de los Monty Python, llegó la policía y mandó apagar la cámara.

Aunque más elaborado y tecnificado, el modelo permanece, salvo las vacas, y nadie ha implantado con éxito otras banderas ni conseguido votos por métodos diferentes. Los regionalistas, que colaboraron en la ascensión de la leyenda desde los tiempos municipales, triunfan haciendo de la imagen de su líder el emblema, siempre en coalición consigo mismo (ese juego macabro de la sucesión) y con otros (esa dulce flexibilidad autonómica) y luchando contra el tiempo por la victoria final. Otras presidencias pasadas –y, por desgracia, sus efectos- parecen fáciles de olvidar incluso en sus arrebatos antitabaquistas.

En cuanto a los que nunca han gobernado, la nueva izquierda ha envejecido tan deprisa que está rejuveneciendo a la vieja, y las nuevas derechas no lo son en absoluto y merecen artículos más siniestros que este, aunque el ensayo de anuncio del regreso quizá tenga mucho que ver con ellas.

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Cabildo de Arriba

No es la pérdida de lo antiguo lo que más me importa, sino la ausencia de rastros que puedan definirse en la memoria y la huida hacia adelante basada en imitaciones de folletos turísticos y burbujas culturales amaneradas.

Santander a finales del siglo XVI (detalle), por Joris Hoefnagel. Grabado del Civitates Orbis Terrarum.

Están derribando las últimas ruinas del Cabildo de Arriba. No voy a hacer un lamento por el impacto inexistente de la caída de lo viejo ni siquiera en su respetable acepción de antiguo y memorable. No voy a llorar por Sotileza, que nunca existió, porque prefiero a Casilda, de la cual pocos se acuerdan por su lastre de prisionera de su clase.

La historia de Santander es una descripción de derribos y abandonos. Eso no impide que la propaganda suela referirse a un pasado glorificado por la catástrofe. Quizá el aprecio al recuerdo del incendio vaya más allá de la conmemoración de un día trágico para mucha gente y parte de la querencia se deba a que produjo un espacio en blanco que enseguida se llenó con especulaciones y retranqueos y permitió clasificar aún más a la población en los barrios de la obra sindical vertical. No se recuerdan con el mismo énfasis los abundantes motines por la escasez e insalubridad del agua aunque el PGOU haya sido tumbado (de momento) por olvidarse de ese suministro en un futuro que se sueña masificado.

El Cabildo de Arriba fue barrio pesquero, como mucho antes lo fue el Arrabal (que el grabado de Joris Hoefnagel muestra junto a las redes tendidas en la playa) y luego también el Cabildo de Abajo, en Puerto Chico y San Martín y mestizado con obreros de astilleros y fábricas de gas, azúcar y betunes. Cuando los pescadores y descargadoras fueron expulsados de la ciudad (un viejo anhelo de la burguesía de olfato y oídos hipersensibles a las tripas de sarda y al idioma pejino), esa parte arcaica de la calle Alta y las calles y callejas que rodeaban la catedral (entre las que hubo incluso un callejón llamado, como muchos pasos inferiores, del Infierno) tuvo el privilegio contradictorio de quedar como extrarradio interior durante décadas mientras el centro se iba conformando como el preludio del parque temático tópico con que hoy intentan elevar la ciudad a la excelencia turístico-hostelera-cultural.

Parece que Santander nunca favoreció la construcción de una hipótesis sobre sí misma. Me da la sensación (los expertos lo discutirán) de que este territorio y sus gentes estuvieron siempre en permanente transición hacia sí mismos, lo cual, por supuesto, no significa nada, pero queda bien para expresar mi desconcierto.

Se ha señalado que el crecimiento del XVIII llenó la ciudad de inversores inmigrados, muchos de los cuales no procedían de lugares tan lejanos como para romper los lazos con sus orígenes ni siquiera tras los cambios generacionales. Pero resulta evidente que los harineros castellanos, consignatarios vascos, hosteleros franceses, prospectores británicos o tranviarios belgas aprendieron de los hidalgos y banqueros autóctonos a autoproclamarse santanderinos de toda la vida con el mismo desapego irónico, ferviente y felizmente sardineril. A ellos se sumaron las aristocracias trashumantes en un triunfo vacacional y muy rentable debido en parte a pestes y guerras ajenas. La Ilustración entró lo justo para moderar los hábitos con permiso del obispado, pero la revolución industrial no consiguió un buen ensanche y el puerto comercial y pesquero fue empujado sin reparos hacia las marismas interiores.

Cuando la propiedad pasó de vertical a horizontal, el mundo siguió siendo el mismo, pero los negocios aumentaron y la especulación tomó las formas que hoy son ortodoxas, benditas e irrefutables, aunque los poderes (que sin embargo lo eran) no pusieran mucho empeño en imaginar una ciudad separada de la postal de casinos y baños de ola en playas alejadas, de modo que el núcleo urbano se estableció como el desván cultural de un banco (al otro lado de la bahía está el poder verdadero del búnker de datos), su logo, espacio de exhibición en terrazas y poco más.

La plebe, mientras, estaba y está a lo suyo: sobrevivir en los huertos y vaquerías asediados por la urbe, los talleres, las lindes portuarias (donde, como dice el tango, llegan almas de todos los vientos del mundo), los andamios, la hostelería y el precariado habitual. Y a veces, pero sólo cuando el desastre se hace alucinante y cotidiano (TUS), pelea contra el intento municipal de aislar la periferia humilde y blindar la pudiente.

El cabildo-margen se fue volviendo una anomalía enclaustrada en un centro que paradójicamente lo salvaba de la especulación inmediata -cosas del calendario de la ocupación del suelo-, así que cayó lentamente para acomodarse a otros planes, como el del litoral de San Martín, ya prefigurado en cemento, la ladera sur del cerro, de honrosa, pero ya vencida resistencia, y la continuación por el norte y el nordeste de un impersonal paraíso litoral.

No creo que lo que desaparece deba ser conservado; ni por una idea de belleza ni por cuestiones emotivas. Creo que la estética y sus emociones deben ser desacralizadas. No es la pérdida de lo antiguo lo que más me importa, sino la ausencia de rastros de evoluciones y revoluciones que puedan definirse en la memoria. Es la decadencia consentida y aprovechada lo que me molesta, la construcción de una huida hacia adelante basada en el modelo que repite los ciclos de crisis e ignora la evidencia de una ciudad cuyos habitantes huyen para dejar huecos que vender replicando vídeos de promoción turística y burbujas culturales amaneradas.

Ya lo dijo Bernardo de Morlaix: sólo quedan del origen nombres vacíos. Espero que del Cabildo de Arriba permanezca el nombre. Así, al menos, alguien podrá preguntar de dónde viene.

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Bocartes

Recorrían la ciudad dando gritos para ofrecer a otras mujeres hombres a tanto el número.

Pescado (1921). Chaim Soutine

Pescado (1921). | Chaim Soutine

El 11 de mayo de 1884, La Voz Montañesa publicaba esta noticia:

Anoche se personó en nuestra redacción un pacífico ciudadano a quien molesta la añeja costumbre de las pescaderas que pregonan ‘hombres’ a voz en cuello cuando venden bocartes.

(…) Venía a que dijésemos -y dicho está- que encontramos reprensible y altamente perturbador el hecho de que se dé el nombre del rey de la naturaleza a unos ruines pescadillos.

Cuatro décadas después, Esteban Polidura Gómez, el periodista que le puso maretazos de realidad al costumbrismo, entró en detalles en El Cantábrico, aunque entonces ya hacía mucho que las autoridades habían intervenido para amordazar a las vendedoras:

Cuando les dio por llamar ‘hombres’ a los bocartes (anchoas), costó Dios y ayuda abolir aquella mala costumbre.

-¡Llevar hombres, abajar! -gritaban por las calles.

-¿A cómo son, sardinera?

-A dos reales el ciento.

-No quiero más que dos docenas.

-Con dos docenas de hombres no tienes tú ni para empezar.

Una serie de equívocos intencionados, que llegó a rayar en verdadero escándalo, obligó a un alcalde -republicano por cierto- a cortar por lo sano aquel mal.

Recorrían la ciudad dando gritos para ofrecer a otras mujeres -éstas asomadas a los balcones para el ritual del regateo entre las ropas tendidas al sol del tiempo de las costeras- hombres a tanto el número, un dato preciso que probablemente a muchos parecía una etiqueta barata. Seguro que además era una pequeña venganza. Los hombres ‘de verdad’ se quedaban con la gloria y la tragedia de las navegaciones. Si venían galernas y arrasaban la flota (ahora quiebran el mito del turismo: el drama deviene bufo), las mujeres lloraban en los muelles; si llegaban barcos repletos, ellas los descargaban, se echaban los carpanchos a las cabezas y se ponían a vender por las calles. Los hombres contaban la epopeya del enésimo paso de la barra y las mujeres se pegaban con la policía, los inspectores de consumos, las vecinas y entre ellas.

Aunque se arriesgue a que le digan que no se ha defendido lo suficiente, cada una se rebela como puede o sabe. Por ejemplo con el silencio o con los desplazamientos semánticos, cuanto más radicales, mejor. A veces, el lenguaje de los sometidos sólo es consuelo, pero cuando se hace consciente o crea consciencia, pasa a ser revuelta. Aproximar cosas sin relación es la audacia de la que surgen las libertades. A veces tropiezan dos palabras en una calle pindia y un vocablo merece un cambio de objetivo. Un alcalde republicano en plena monarquía acabó por prohibir aquel uso de la palabra ‘hombre’ en vano. En el poder, todo se mistifica.

El lenguaje es norma y delación: según quien lo imponga, denunciará el mundo o lo describirá como inamovible; y el habla, el texto y los gestos se debaten siempre entre la sumisión y la resistencia. Por suerte, contiene también los mecanismos de la subversión. Las sardineras percibían lo que muchas veces se olvida: que la pobreza y la discriminación por oficios, y las diferencias de consuelos, méritos e ingresos, se refuerzan con las cárceles del género.

Aquellas mujeres eternamente embarazadas (decía Polidura que parecían llevar un chinchorro añadido en la proa) subían y bajaban de los muelles a los barrios para gritar la mercancía y jugaban con las palabras, se dejaban llevar a la juerga de los pareados, tendían dobles sentidos sobre el abismo de la precariedad y dedicaban metáforas al género que vendían y a los roles del que soportaban solapado con el clasismo. Lo de los bocartes es sólo una muestra que trajo consecuencias, pero dicen que muchos paseantes de canotier celebraron la ocultación del espectáculo y sus desafíos cuando desapareció la venta ambulante y los muelles pesqueros fueron segregados del centro de la ciudad.

Las pescaderas llamaban hombres a los bocartes. Y lo pregonaban. Cuando una mofa se airea, aparecen los ofendidos y, si tienen poder, prohíben. Los actos administrativos, judiciales y periodísticos de la selección cultural (ahora camuflada bajo el epígrafe contradictorio de ‘creatividad subvencionable’) se complementan con la lista de grupos, castas e instituciones que tienen derecho a ser atendidos si se duelen al sentirse cuestionados desde abajo. Al quejoso del XIX le faltó añadir una denuncia por delito de odio de las mujeres a los hombres. Hoy, los oradores orgánicos siguen en ello, mezclando toxinas con oportunismo, pero, después de la gran movida feminista del 8 de marzo, y aunque no ha tenido consecuencias salariales ni legislativas, hasta las anchoas presienten que algo ha empezado a no ser lo mismo.

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De mecánicos consuelos

Sobre La tecnología del orgasmo, de Rachel P. Maines

Mientras indagaba sobre la tecnificación de la costura, Rachel P. Maines descubrió un campo sin explorar (a ella no le molesta que la gente sonría al decir ‘orgasmo’ o ‘vibradores’) y, en 1999, publicó este libro que contiene, además de un estudio riguroso del tema, la historia de una investigación muchas veces incomprendida. La traducción al castellano y su edición se deben a Jesús Ortiz y la Editorial Milrazones, que ahora expone una muestra de su labor en la Biblioteca Municipal de Santander.

En el origen está, como suele ocurrir, la historia de un ocultamiento muchas veces revelado, una maleta demasiado llena que insiste en abrirse porque ha sido cerrada por sus dueños sentándose encima en una postura envarada buscando no despertar sospechas pese a las convulsiones del contenido.

Todo parece indicar que, desde tiempos inmemorables, hay un orgasmo maldito, innombrado o negado (el clitoridiano) y otro aceptado y promovido, pero inexistente (el vaginal). El segundo fue conveniente desde la primitiva organización de lo correcto: además de gozar del privilegio de lo productivo, satisfacía al patriarca y su cuadrilla. La falacia para tapar al primero con una idea preconcebida seguro que se elaboró por la prisa perezosa del macho y su demanda de exclusividad y satisfacción sin contrapartidas. Ya saben: el poder tiende a ocuparse sólo de lo que puede hacer suyo de inmediato. No sabe lo que se pierde, claro; y, cuando lo sabe, culpa a las víctimas.

La historia del placer es sobre todo la historia de la privación del mismo y también la de los paliativos de las molestias que produce al poder su negación. Cuando las mujeres buscaban el placer donde oficialmente no lo había, además de culpabilizarlas con toda la retórica, los muchos factores del orden, el pensamiento y la neurosis patriarcal (esos miedos a perder el control del mundo) determinaron según las épocas si las actividades lúbricas se toleraban como margen (en el harén, el convento o el lavadero) o se prohibían y se trasladaban sus demandas al terreno de las enfermedades espasmódicas del cuerpo y del alma.

El orgasmo real quería ocupar su espacio. Lo que se reprime se desborda. La medicina y la tecnología tuvieron que encarar el asunto para consolación de quienes podían permitírselas. Para las que no, estaban los manicomios. La primera creó enfermedades a medida del deseo insatisfecho y la segunda se puso al servicio de los profesionales que se ocupaban de solucionar el engorro provocando clímax en sesiones cuidadosamente planificadas y justificadas.

La técnica venía acompañando al problema de la falta de orgasmos desde la antigüedad. La paradoja de anular la necesidad del placer sexual (esa cosa improductiva, genitalmente dislocada, de sonoridad delatora y llena de efluvios culpables) como una realidad autónoma y luego aliviar los problemas que produce la insatisfacción obliga a considerar esos efectos como una patología alejada de las actividades sexuales homologadas y buscar medios y mecanismos para provocar las crisis (palabra que lo mismo vale para un alarido incontenible que para un robo manifiesto) necesarias para liberar la energía de las obstrucciones de la familia propietaria-reproductiva y evitar el desafuero. Casi como se provoca la eclosión de un grano molesto. Un grano en el culo llamado sobre todo histeria, pero también clorosis, anemia, varias formas de locura que había que vigilar, castigar y curar, tres palabras que el incómodo Foucault asoció sin miramientos.

Los médicos y terapeutas se enfrentaban, pues, a una labor tediosa, reiterativa y vergonzosa originada por un montón de prejuicios envueltos en aparentemente sesudos diagnósticos. Sólo se librarían de la facilitación de orgasmos cuando llegó el lujo electrodoméstico y la sociedad pudo enviarla a la intimidad con los recursos del consumo (que hace, como expresó gráficamente Richard Hamilton en 1956, “que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos “), pero entretanto se desarrolló una tecnología variopinta al servicio de la estabilidad familiar y la moral.

Los pequeños o grandes achaques de mujeres que acababan por inquietar los biorritmos de los maridos acomodados en los ciclos sociales (negocios, casino, café, burdel, paseos con la familia, ceremonias de socialización de la apariencia y el prestigio) hicieron necesarios los servicios de profesionales de confianza que, obligados a masturbar (palabra nunca usada) tediosamente a las damas (un amplio abanico de casadas, doncellas, monjas…) en sus gabinetes, acudieron enseguida en busca de soluciones industriales que, sin dañar el mito de la penetración como fuente indiscutible del placer y sin poder ser considerados encuentros sexuales, provocaran los paroxismos prescritos para alivio de las pacientes con una mecánica que recuerda los coitos de muñeco de cuerda con que Fellini representó los triunfos de coleccionista de Casanova.

La reacción de la masculinidad prepotente al abismo de los otros sexos (las fronteras nunca están claras) suele ser reducirlo a un vacío cultivado por el utilitarismo o, si se tamiza mediante la autoridad científica en pleno éxtasis paradigmático, suele ser una actitud despectiva u ofendida.

Pero también está ese asunto de las clases sociales, por supuesto. Dice Maines: “Casi todas mis fuentes se refieren a miembros de la clase media alta, de mujeres blancas de EE. UU. y Europa, y sería impertinente generalizar a otras culturas, clases o razas.”

En efecto, para las señoras de postín había masajeadores y artilugios e instalaciones más o menos complejas, salas de duchas a presión, conjuntos de vibradores, sillas especiales, pero las mujeres de las clases bajas no tenían esos arreglos y muchas veces recibían la consideración de endemoniadas o locas y eran pasto de las instituciones más terribles.

No podemos evitar una imagen de los burgueses en las ‘casa de tolerancia’, en salones caros, atendidos por los estereotipos de la Belle Époque, rodeados de cuadros de Renoir mientras sus esposas se aliviaban en casa de la torpeza y dejadez de sus maridos. Al mismo tiempo, los asilos se hacían cargo de los excesos histéricos (ahí están las fotos de La Salpreterie), que no tenían nada que ver con las clínicas de reposo ni aún en los casos en que éstas rendían culto al cardiazol.

Maines repasa la historia del problema y la evolución de las soluciones tecnológicas. Es un viaje maravilloso a un aspecto de la tecnología del que se suele hablar poco. Luego ha seguido investigando los usos hedonistas de las máquinas. En su momento, tuvo que aguantar la incomprensión y estupefacción de bastantes círculos académicos por una investigación que nadie parecía esperar ni desear, de modo que los prejuicios que habían provocado la producción de orgasmos sin nombrarlos volvieron a llover sobre el estudio del desarrollo de la técnica para facilitar un trabajo que nadie quería. Pero se salió con la suya y, puesto que el tema es inseparable de la metodología, la lectura del libro es un auténtico gozo.

Turbio aniversario

Empezaba el siglo XX, aunque algunos sostienen que el XIX no acabó en Europa hasta la guerra de 1914 y que la España neutral pasó a un universo paralelo por un agujero negro.

Caravaggio. Tahúres, 1594.

Caravaggio. Tahúres, 1594.

No es un recuerdo muy útil. No es metáfora de nada. Es casi un guiñol en día de lluvia.

Este mes no se celebra -ni ningún otro- el aniversario de la muerte de Teodosio Ruiz, alias el Piloto, director del semanario El Descuaje, caído en 1906 en un salón de juegos ante un pistolero cuya microhistoria acabaría al servicio del golpe de estado franquista.

He escrito sobre Ruiz para sacarlo o por lo menos hacerlo asomar del reducto de incidente aislado en que lo suelen meter los cronistas. Pero no es cuestión de exculparlo de nada. Exhibe en los retratos bombín sospechoso, mirada torcida y bigote poco carismático, y me resulta improbable que buscara redimirse en la autodestrucción. Parece un tipo con cicatrices por dentro y por fuera al que una mezcla de ideología, demagogia, adicciones e intereses condujo a ser jaleado como líder de garitos portuarios para caer en la trampa de la verdad, un asunto peligroso, por supuesto, como bien saben todos los periodistas, los honrados y los otros.

Quizá se han cargado los tinteros con absenta al hablar del ilustrado de folletón que presumía de haber roto el bloqueo yanqui en sus tiempos de marino. Todos lo señalan como histérico, narcisista, violento y aquejado de venéreas, alcoholismo y ludopatía. Sus enemigos afirman que su férrea voluntad de contar estaba sometida a las reglas del chantaje y sus amigos no ponen mucho entusiasmo en negarlo. Como el silencio no paga, se puso a denunciar los juegos prohibidos, los burdeles ilegales (pero había versiones legales y lujosas de ambas cosas) y la corrupción policial. Y, además de trampear, gozaba con los aplausos de la ciudadanía tabernaria, agradecida por las míseras catarsis que les proporcionaba.

El Descuaje era un semanario que no sé si calificar de amarillo porque ese concepto implica desde sus orígenes un gran negocio (Pulitzer y Hearst ponían los dramas para propiciar las guerras y la Casa Blanca los atentados de falsa bandera) y aquí hablamos de un intento de supervivencia. El panfleto del Piloto, sin embargo, a veces agotaba las tiradas; una pequeña burguesía lectora, llena de contradicciones que envolvía en aburrimiento, hacía bullir la bronca impresa cargada de razones turbias y hechos ciertos, y convertía al mensajero en noticia y al lector en replicante del escándalo. Eso sí: denunciaba por igual el amancebamiento del Inspector Jefe con una joven de las afueras, los abusos que sufrían castañeras y floristas, los robos de joyas recuperadas a comisión y los trasiegos de polizones.

Incluso la prensa formal se vio forzada a sacar a la luz, aunque fuera en crónica de sucesos (esa sección creada para separar los delitos de la sociedad), retazos del poco profundo subsuelo: las bandas rivales, las sanciones gubernativas al periodicucho -pero también a algunos tugurios y a policías dudosos- y otras puntas de icebergs. Ya con retraso, después de la balacera, el muy católico La Atalaya proclamó que medio Santander andaba armado por la calle, afirmación que ya habían hecho Ruiz y su séquito; ellos lo sabían bien: siempre llevaban brownings y bastones.

Las clases bajas y medias se sentían con derecho a tener sus casinos y burdeles a imitación de la aristocracia veraneante. Hay que añadir, como diría el tango, a las pobres almas sin rumbo que, arrojadas por la mar desde los cuatro vientos a los vértigos del azar y de la carne de la Ribera, mezclaban su pasión por el ron y el monte con las pastillas de menta con cocaína, la misma sustancia que -con aprobación papal- alegraba las copitas de Vino Tónico Mariani servidas en las tardes de El Sardinero.

Empezaba el siglo XX, aunque algunos sostienen que el XIX no acabó en Europa hasta la guerra de 1914 y que la España neutral pasó a un universo paralelo por un agujero negro. Todavía sonaban acentos coloniales cubanos y rozaban las pieles deseos de mantones de Manila. En los salones rodaban los dados, amarilleaban los naipes y la papelería oriental de las paredes se coloreaba de opiáceos.

Uno se imagina las resacas de las fiestas navideñas en los ángulos perdidos de Puerta de la Sierra, donde la chirlata brillaba por sus rabias y tristezas. Un poco cutre todo, de un kitsch recién llegado de Alemania para darle empaque barato a lo delictivo pretencioso.

El tiroteo se produjo después de un encuentro acordado. Hubo varios heridos. Fallecieron el Piloto y un jugador sin suerte. La instrucción del caso hizo un inventario de las cosas halladas en la escena: fundas de pistolas y casquillos de la refriega investigada y de otras antiguas (una emboscada puede tapar una celada), un bastón roto, libros, una revista de criminología, objetos surgidos de historias ajenas para mostrar que en la realidad no existe el orden de las ficciones.

No puedo probarlo -ningún testigo accederá a declarar-, pero creo que en las ciudades pequeñas la gente sabe más y la prensa cuenta menos que en las grandes. Una vez oí decir a un periodista curtido, pero poco creíble, que no tiene sentido publicar lo que todo el mundo sabe. Poco después fue noticia porque tenía problemas para justificar sus ingresos.

 
 

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El día del relato

Estuve allí y estoy encantado de ver repetida la foto del balcón, esa estampa de la que no recuerdo ni la pancarta.

Treinta y cinco expresiones. | Honoré Daumier Treinta y cinco expresiones. | Honoré Daumier

Ahora que me lo están contando otros desde la liturgia de una supuesta contrahegemonía (hay que apuntarse al carro léxico) y desde una posición más objetiva (al menos por la distancia) que la mía, me hace gracia haber estado en el evento, aunque puede que asistiera, como el repulsivo genial Ferdinand Bardamu a la escaramuza, desde detrás de un árbol.

Entonces no lo parecía, pero, desde el ahora, es una época confusa y alegre. Ya saben: los 70. Podría decir lo mismo de cualquier otra década y todos asentirían de la misma manera. Hay clichés cuya fuerza asertiva desarma las prevenciones; en eso se basa la política actual cuando no usa la violencia o el chantaje. Digo esto para darles a los lectores ya aburridos en el segundo párrafo la oportunidad de entender que este artículo está escrito con grandes dosis de maldad. Maldad histórica, por cierto, sea eso lo que sea.

El caso es que creo recordar que aquel día de agosto de 1977 acudí, como otros muchos futuros cántabros (entonces no lo éramos oficialmente), a Cabezón de la Sal, impulsado porque alguien me había dicho “coño, vamos” y por algunos deseos poco articulados que me obligo a enumerar siquiera en parte para dejar claras (?) su diversidad y su incoherencia. La diversidad y la incoherencia pueden ser conflictivas, pero son el único patrimonio veraz de los no pudientes ni poderosos; la riqueza y el poder tienen identidades férreas. Me llevaron allí la autonomía, la regionalidad (unos pocos, creo que más que ahora, hablaban de nacionalidad), el federalismo de Proudhon y Pi i Margall, las ganas de bronca, la búsqueda de relaciones interpersonales (por si acaso ligaba), varias sustancias legales, alegales e ilegales, el lenguaje, la poesía, la prosa, el cosmos y, por supuesto, la gran pregunta sobre el sentido de la vida, el universo y todo lo demás (Douglas Adams tardaría un par de años en dar la respuesta: “42”). El aburrimiento del final del bachillerato también estaba muy presente. Y el calor, a pesar de que aquel fue uno de los veranos más fríos del siglo XX.

Y ahora no paran de relatarme aquel día y estoy encantado de ver repetida la foto del balcón, esa estampa de la que no recuerdo ni la pancarta. Creo que, mientras se desarrollaba el acto, yo estaba hacia atrás, y puede que a la vuelta de cualquier esquina, rodeado de gente que saltaba imitando la baila de Ibio y gritaba libertad estatuto de autonomía, Cabuérniga libre, Valderredible (siempre tan al sur) comunista y/o libertario, la ciudad de Torrelavega saluda al pueblo de Santander… (No sé si insertar aquí una indicación sobre la invertebración que señalaban las consignas…; bueno, ya lo he hecho).

Los gritos de nuestra sincera cantabricidad tapaban los discursos de la imagen histórica que enarbolaba un alcalde homologado por el franquismo transicional, a cuyo lado se arracimaba todo el espectro, desde el maoísmo a la socialdemocracia, pasando por el regionalismo hoy hegemónico (cómo me gusta esa palabra), y todos consagraron en torno al hecho diferencial la apariencia de una verdad amable para rupturistas y reformistas.

Recuerdo una tienda de campaña en la que nadie durmió, un grupo de espiritistas que lo tenía todo muy claro y localizado, medio aquelarre sin sapos alrededor de un caldero de orujo. Quizá comimos un cocido. Sin embargo, algunos de los que compartimos viaje al acontecimiento coincidimos hoy en afirmar que aquel día no nos colocamos lo suficiente en ningún sentido.

Hemos tardado mucho en descubrir las fronteras del pasado y la evidencia de los espacios limítrofes. En aquel evento se pedía un concierto económico similar al vasco o al navarro. Pongan por ahí unas admiraciones, que a mí me da la risa. Hoy, reconocidas las compuertas de la competencia, el presidente entra en campaña en el oriente aliado con los herederos de los que primero negaron y luego otorgaron generosamente la autonomía para Cantabria, las atracciones más exitosas siguen siendo las creadas por un político inhabilitado junto a todo su gobierno por corrupción (fuimos pioneros en ello), se insiste en fracasar en superpuertos de recreo y jubileos y la capital intenta disimularse como postal de postvanguardia mientras la población huye.

A todos los emotivos de entonces y ahora les dedico una frase de Sartre: “Llamaremos emoción a una caída brusca de la conciencia en lo mágico”.
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Derivas imperiales

Al lado de la historia de las colonias y los intereses neocoloniales, las islas abandonadas son una anécdota, pero el mal chiste se actualiza, como todo.

Habitantes de la isla de Mapia (antes Güedes) fotografiados en 1903 por una expedición holandesa

Habitantes de la isla de Mapia (antes Güedes) fotografiados en 1903 por una expedición holandesa

Me van a perdonar que empiece hablando de un sitio tan lejano, pero es que acabo de saber, por un breve capítulo del libro de José María de Mena “Los reinos olvidados de España”, de la existencia de Os Guedes o Los Güedes, Coroa, Pescadores y Ocea, cuatro archipiélagos micronesios que fueron portugueses y luego pasaron a manos españolas. En el tratado que entregó a los Estados Unidos las Filipinas y otras islas, los burócratas se olvidaron de ellos y, según algunos, siguen siendo “nuestros”. La afirmación de la soberanía actual es jurídicamente muy dudosa (vean los foros más o menos reivindicativos en internet), pero toda anacronía es más ficción que opinión, así que me la quedo como un esbozo de metáfora.

Perder una colonia por olvido burocrático, por pura pereza o por no pintar nada en eso que llaman el concierto internacional (por todo a la vez en realidad) pese a nombrarse imperio hasta el último palmo saqueado, dice mucho de la vocación de dominar el universo mundo para conformarlo a imagen y semejanza del destino patrio. Perdido el interés, los valores absolutos se disuelven con el primer oleaje o la primera resaca. Aunque, dada la perseverancia habitual de los colonialismos, tal vez debamos pensar que el español (especialmente el del imperio en decadencia y presión interna creciente) era más obstinado hacia adentro que hacia afuera, incluso con difíciles elecciones que apuntan a lo arbitrario del presente. Un día, por ejemplo, hubo que optar entre Portugal y Cataluña, y pudo más la atracción mediterránea.

A propósito de Portugal, cuando Napoleón lo invadió, su rey se estableció en Brasil, igualando esa alucinante extensión de los mapas al pequeño país. En la misma circunstancia, nuestra monarquía podía entonces haber emigrado incluso al océano Pacífico, pero prefirió entregarse al invasor hasta que el pueblo demostró que prefería las cadenas.

Me parece que se mantiene firme el hábito de creer que el nuestro fue un imperio amable o al menos que empezó a serlo cuando perdió las grandes colonias. Es una muestra más de un adoctrinamiento que la democracia de la Transición no ha derrumbado: para eso no sirve, que diría Melquíades arrastrando la armadura de un conquistador.

No sé cómo actuaban en los atolones, pero en Guinea Ecuatorial (provincias de Rio Muni y Fernando Poo), organizaron desplazamientos masivos de la población continental a las islas del cacao y operaciones “de castigo” contra las tribus poco colaboradoras, y se permitieron los abusos de gobernadores sátrapas aplaudidos por la minoría blanca, la corrupción administrativa y todos los etcéteras de los manuales de las ocupaciones. Sin embargo, por ahí aparecen todavía semblanzas que pintan el gobierno español como un período si acaso un tanto rancio y beato, pero grato y, por supuesto, civilizador. Recomiendo como contrapartida la lectura del libro de Gustau Nerín “Un guardia civil en la selva” y dejar de remitirse sólo a las memorias de plantadores y a las revistas claretianas. Y también revisar a toda prisa el concepto de civilización (no es más que una cultura con ciudades) para evitar ese valor exclusivamente positivo que se le suele atribuir.

Pero hay un olvido aún más grave, interesado, manipulado y brutal que sigue muy activo. Es decir, un falso olvido, una omisión deliberada en los despachos de la geopolítica: el del Sahara Occidental, que entregamos al amigo/enemigo marroquí en lugar de darle la independencia a la que tiene derecho.

Al lado de la historia de las colonias y sus derivas de intereses neocoloniales, que siguen produciendo y perpetuando atentados contra los derechos humanos, las islas abandonadas son una anécdota, pero el mal chiste se actualiza, como todo, y en ese marasmo que es la www hay quienes proponen reclamarlas para convertirlas en paraísos fiscales. No sé si unas islas cercanas a territorios papúes tendrán ese atractivo (aunque para eso no hace falta enviar expediciones, sino registrar un dominio de internet; como mucho, poner una bandera mediante un dron; lo demás son algoritmos financieros) ni si los indonesios establecidos en ellas estarán de acuerdo, pero quizá, en alguna oficina bien conectada, alguien que no desaprovecha nada está pensando que no es mala idea. Porque un paraíso fiscal perdido en los mapas es el correlato de muchas situaciones de dominio, coloniales o no.

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