Ensayo para desvelar a unas venus dormidas

Entre las atrocidades, deformidades, disecciones y teratogenias expuestas en el Gran Museo Anatómico-Etnológico del Doctor Pierre Spitzner, la efigie de cera de una mujer joven de cabellos oscuros, vestida de blanco, dormida sobre un falso pedestal, respiraba suavemente.

Paul Delvaux pintó varios cuadros inspirados por sus visitas a aquella barraca de la feria de Bruselas. A la Venus dormida, contrapunto de la despiezada Venus anatómica, le dedicó cuatro. En todos ellos, la desnudó y transformó en una imagen de referencias clásicas que enseguida fue atrapada por las vanguardias.

Los tres últimos (uno de 1943 y dos de 1944) sitúan la figura en un escenario onírico o metafísico, lo que prefieran: no hay por qué sustraerse de los tópicos descriptivos asentados en el estilo de Delvaux desde aquellos principios con una afrodita no nacida de la espuma del mar, sino de las atracciones populares. En esas versiones, a la evocación del maniquí se sumó la experiencia del pintor durante un bombardeo nocturno: eso explica -quizá con demasiada facilidad- la sublimación de la desnudez ensimismada y desvalida.

Sin embargo -porque me apetece jugar a retroceder en el tiempo para plantear respuestas en busca de nuevas preguntas-, mi versión predilecta es la primera, de 1932, ajena a un bombardeo que todavía no se había producido en una Europa abigarrada, frustrada y dirigida por hipócritas y criminales (cualquier parecido con la actualidad será mera coincidencia).

Descubrí ese primer lienzo, mucho menos famoso que los otros (incluso se llegó a creer que había sido destruido), en el Centro Bellevue de Biarritz, cuando, huyendo de un sol que parecía ir a fundir el homenaje de Jorge de Oteiza al caserío vasco, caímos en una sala helada por chorros de aire acondicionado.

En la estampa, el ambiente ferial, plano, sin largas perspectivas, está muy presente. Al fondo, un cartel que parece reinterpretar el propio cuadro anuncia el espectáculo: VENGAN A VER A LA VENUS DORMIDA. A la izquierda, una mujer de rosa atiende un mostrador; a su lado, un portero luce gorra, bigote y uniforme. Más allá, se vislumbran una vitrina con un esqueleto y otras anatomías. A la derecha, un saxofonista de chistera y una trompetista rizosa aportan un matiz cabaretero al gabinete de curiosidades con vocación de morgue.

En primer término, la mujer, boca arriba, la mano derecha en la cintura, la cabeza apoyada en el antebrazo izquierdo, la cara y el pecho elevados -¿los labios entreabiertos?- como para confirmar que respira, se extiende ante la fila de espectadores que, en actitud de velatorio (pero ella sólo duerme), ocupa la mayor parte del cuadro.

Un hombre se inclina apoyado en el catre, quizá incrédulo; una mujer gruesa sostiene un bolsito; otra, delgada, cruza las manos sobre el vientre; un hombre se ha destocado en actitud de -falso, desalentado- duelo; una anciana con unos zorros y otro hombre con bombín y guantes contrastan con la piel desnuda. Las miradas dispares comparten una solemnidad que mezcla tristeza, asombro y homenaje, y también una calma rara, un paréntesis en el peregrinaje por los dramas grotescos, los crímenes morbosos, las injusticias éticas y estéticas, racistas, clasistas, sexistas y aporofóbicas predominantes en la feria. Los rostros, los peinados, las ropas y accesorios, los zapatos que asoman por debajo del lecho con la variopinta normalidad de los pies en la tierra, expresan la búsqueda de sensaciones sucedáneas para no matar el tiempo con aburrimiento.

En las interpretaciones posteriores, los testigos desaparecieron de la escena (antes, en un boceto, la venus levitó sobre ellos), fueron expulsados y suplantados por figuras y arquitecturas enigmáticas (el vocabulario de los suplementos culturales dicta que todo en la obra de Delvaux es oficial y epicéntricamente enigmático), distantes en espacios vacíos, que en muchas opiniones constituyen un hallazgo surreal (a propósito de distancias: el pintor siempre las mantuvo con el surrealismo) fundamental para la carrera del artista.

Delvaux sacrificó en el altar de su genialidad la expresiva, todavía expresionista realidad de la barraca, renunció al espectáculo del espectáculo, al reflejo de los mirones en la ventana, eliminó la posibilidad de que los espectadores de fuera del cuadro se intuyesen a sí mismos en el espejo translúcido, en el cristal empañado de la caseta de feria. Con la legitimidad de su ambición, extremó la pulsión de profundizar y traducirlo todo a un estilo absoluto consagrando las imágenes seductoras que lo definen como gran artista.

Si creyera en los espíritus de la historia, pensaría que el devenir del arte arroja los iconos que triunfan al torbellino actual de la saturación de imágenes para castigar a los artistas por su narcisismo. Por suerte, mi escepticismo me pone a salvo -creo, pretendo- de mi narcisismo de espectador y me permite recuperar la primera tela, apreciar su primitivismo después de recorrer el itinerario del artista por el tema y su época, que es -con un ‘casi’ burlón- la nuestra, reponerla en su proximidad de muñeca articulada (¿podría la pintura hacer olvidar el movimiento de la camisa blanca?) y devolverle al público ausente el valor que tenía antes de la glorificación de la hipótesis del misterio.

 

Uvas de rara luz

En la exposición de obras de la colección del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander (MAS), dos cuadros de Johann Conrad Eichler (1688 – 1748, conocido como Wollust) me producen una fascinación inesperada.

Están en un rincón discreto, rodeados de imágenes sacras de sus contemporáneos y cerca del paisaje desde el que Josefa de Óbidos se despide del corazón volador(1)Para ser justos, también está cerca un anónimo flamenco en el que la familia sagrada, gris, aparece rodeada de una corona de flores multicolores y … Continue reading. Son dos ventanas pequeñas abiertas en un ambiente de confesionario entre ruinas, dolores y admoniciones.

Creo que no merecen ese entorno, esa presencia del peso insoportable de la historia, ni la fúnebre denominación romance de naturalezas muertas(2)En cuanto al término bodegón, me produce una sinestesia de vinazos, plumas, pellejos, mohos, labores de taxidermistas y escopetas arrinconadas, y … Continue reading. Pertenecen a la vida quieta germánica (still life, stilleben…), la calma que permitía al barroco nórdico introducir en la exuberancia vegetal instantáneas de ruiseñores copulando(3)Una pregunta ociosa: ¿las mesas de Cézanne se inclinaban por la síntesis de puntos de vista y las de Cornelis de Heem lo hacían por el peso de la … Continue reading. Wollust, por cierto, significa lujuria, aunque aquí no recurre a ningún movimiento explícito y muestra los vegetales a la rara luz de las uvas mientras la ausencia de escenario (pero, ¿no hay al fondo vislumbres de paisajes tormentosos?) permite establecer relaciones sin excusas exteriores.

Libres del peso de loas, alegorías o solemnidades explícitas, a salvo de figuras humanas, mitos, héroes, oficios y pasiones, esos lienzos hacen aflorar el alimento elemental de la mirada en la experiencia -no exenta de desafíos, como ese inquieto esplendor en la espesura- de la materia pictórica.

A la vez, parecen sonreír ante la pompa (¿quién pagará el rescate si estalla la burbuja?) dominante en el arte actual, grandilocuente, ensimismado, mixtificado, mixtificante y absorto en la retórica acrítica y la mercadotecnia de fachadas e iconos fugaces autoenfocados.

Galería

Notas

Notas
1 Para ser justos, también está cerca un anónimo flamenco en el que la familia sagrada, gris, aparece rodeada de una corona de flores multicolores y me sugiere interpretaciones que prefiero dejar aparte para no caer en mi propia trampa.
2 En cuanto al término bodegón, me produce una sinestesia de vinazos, plumas, pellejos, mohos, labores de taxidermistas y escopetas arrinconadas, y no puedo tomármelo en serio por hermoso que sea el cardo de Sánchez Cotán o dramáticos los escorzos de las piezas de caza de Mariano Nani.
3 Una pregunta ociosa: ¿las mesas de Cézanne se inclinaban por la síntesis de puntos de vista y las de Cornelis de Heem lo hacían por el peso de la abundancia burguesa?

María Blanchard, un desnudo y un vestido

María Blanchard. Desnudo femenino de pie (Eva). Óleo sobre lienzo. 197,5×82,5 cm. 1912. Von der Heydt-Museum. Wuppertal.

María Blanchard.La comulgante. 1914. Óleo sobre lienzo. 180×124 cm. Museo Reina Sofia. Madrid.

Sólo dos años separan estos cuadros de María Blanchard. El primero, ‘Desnudo femenino de pie (Eva)’, lo pintó en París en 1912 y osó exhibirlo en 1915 en Madrid, donde obtuvo sobrados motivos para no volver a exponer en España. Entonces ya había pintado el otro, ‘La comulgante’, de 1914, pero no lo expondría hasta 1920, en el Salón de los independientes de la capital francesa, cuando el mundo proclamaba uno de tantos falsos regresos a la normalidad y ella estaba preparada para afrontarlo retomando la figuración sin olvidar lo aprendido en la vanguardia.

Durante seis años, se había centrado en el cubismo, pero ya antes estaba ahí esa reinterpretación del desnudo por antonomasia (casi siempre unido al de Adán, claro, excepto en la escena crucial de la serpiente) en el expansivo ámbito judeocristiano, que parecía destinado a borrar todos los desnudos paganos y acabó reforzándolos. Con ella, el arte integró la paradoja de multiplicar el instante en que el nudismo fue expulsado del paraíso. Eva y su contexto: la culpable, el marido engañado y los últimos desnudos del Edén. El ángel con la espada puede adquirirse por separado.

Esta Eva es una suma de ausencias. No parece arrepentida. Es una Eva exultante y preadanita. Al verla rodeada de oscuridad, sabemos que no hay nadie agazapado en un rincón masculino de ese supuesto espacio ajeno a la Creación mayúscula. En el universo del cuadro, la mujer se ha adelantado; Adán no ha sido modelado; ella pisa el barro y no parece echarlo en falta. Aquí no cabe plantear una inversión del interesado y nada convincente mito de la costilla.

El desnudo se perfila con la refracción de una belleza sumergida. Los trazos característicos de la autora remarcan y vibran a la vez. Las manos largas, primitivas, contradicen las de la María real que tanto gustaban a Diego Rivera -Adán desmesurado-, y se abren paralelas a los pies nudosos mientras la torsión del cuerpo niega el equilibrio. El rostro ha recogido las lecciones de Van Dongen y de las máscaras africanas que aquella horda de Montmartre convirtió en arte para apropiárselas.

Me había propuesto esquivar la evidencia del autorretrato, pero he decidido cumplir con la obligación de mencionar la discapacidad física de María Blanchard para burlar el tópico de su presunta debilidad. Se repite demasiado su deseo frustrado de pintar muchas flores. Sin embargo, debió de celebrar con humor más o menos negro las caricaturas de Fresno y Bagaría y las casi caricaturas literarias de Gómez de la Serna y García Lorca (para eso están lo amigos) y desdeñar sin complejos la muy española crítica que tachaba de monstruosa la obra de la extraña mujer que triunfaba en la disoluta Europa. ¿Autorretrato? Pues sí, pero salvaje y desnudo, de cuerpo entero, abierto; despiadado, y no sólo consigo misma.

Superado este remanso, visitemos a la comulgante en su dudoso recogimiento:

Su rostro descolorido está pintado con arrebol, desbordado por mechones negros. Mira con seriedad y aprieta el carmín. ¿No lleva demasiado maquillaje para recibir una hostia consagrada? Alrededor hay un palio-rebaño de ángeles-nubes, un cortinón púrpura, un reclinatorio a juego, un altar blanco como el vestido. El vestido: esa exageración de blondas, velos -obscenamente abiertos-, lazos, esa inflación de enaguas. Y ese pañuelo, ese misal, esa especie de cetro florido: esas armas que empuña con las mismas manos que Eva. Los pies están enfundados en hielo cerrado con corchetes, pero también son los mismos.

No encuentro otra explicación: Eva se ha soñado a sí misma como comulgante. El disfraz ritual es una pesadilla de la verdad desnuda. El cuerpo blindado con el hiperbólico envoltorio matrimonial de la ceremonia de deglución del sacrificio recuerda con rabia la osadía del origen. Parece estar diciendo: sólo soy deforme cuando me vestís con vuestros dogmas; después del espectáculo, buscaré un espejo y volveré desnuda al paraíso.

Esbozo sobre un cuadro de Ricardo Bernardo

Ricardo Bernardo expuso esta naturaleza muerta en 1930. El público de Santander, su ciudad, consideró este y otros cuadros una traición al espíritu de José María de Pereda con el que había identificado al pintor hasta entonces. Había viajado demasiado; se había topado con las vanguardias. No siguió el ejemplo de María Blanchard, que sólo volvía de visita. Menos mal que en otros sitios encontró más cómplices y espectadores. Aún así, lo pasó mal. Mejoró durante la República, pero hubo un golpe de estado. Tuvo que huir y falleció en Marsella en 1940 (1)Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987..

No es uno de sus cuadros más conocidos. Dependiendo del catálogo, se le atribuye como título Tres objetos, Veramon y lata de aceite o, simplemente, Naturaleza muerta, aunque creo que el autor, que amaba la vida a pesar de todo, prefería Naturaleza quieta. Ignoro su paradero y sólo he conseguido esa imagen borrosa en blanco y negro. Podemos intuir la paleta de colores por otras obras y textos de la época, y espigar algunos objetos similares callejeando por internet.(2)El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección … Continue reading

El centro lo ocupa una mujer o un maniquí de rostro transido y cabellos de medusa con los brazos apresados en una caja del medicamento Veramon como si ésta fuera un bloque de cemento. El diseño es similar al de los anuncios de la época, pero parece que se ha forzado el escorzo. ¿Alude a la doble cautividad del dolor y a la dependencia del producto? El Veramon era una mezcla de Veronal, el hipnótico de moda durante años entre insomnes y suicidas, y amiropidina, muy eficaz contra el dolor, pero también muy peligrosa. La lata de lubricante para motor Atlantic y el pájaro de madera, ¿son precauciones contra la tentación de la interpretación en que este párrafo acaba de caer?

Nada nos impide elegir simbologías: la nada (hay mucho vacío en la mesa, que también es espejo), el vértigo, la fiebre de la mecánica lubricada; de nuevo, al fondo, la nada… ¿Nos tranquiliza más ver una buena representación acaso premonitoria de un mundo en guerra por la energía con las aves lignificadas como pretexto? Todas las relaciones, por supuesto, son probables.

Pero prefiero pensar que Bernardo no buscaba ni más ni menos que lo que Guy Davenport llamó desorden armonioso o, respetando la cronología (por no decir los fantasmas del momento), afirmar la omnipotencia del artista a la manera de los surrealistas, que consiguieron que los encuentros casuales dejaran de serlo, es decir, encararon la eterna mediación del arte y le dieron categoría de máxima sólo expresable con la frase de Ducasse (bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas) y sus ilimitadas variaciones.

Durante la exposición, Bernardo publicó un artículo(3)Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930. en el que trataba de explicar sus intenciones y justificar su vanguardismo desde el punto de vista del derecho a la innovación de temas y objetos a la vez que apelaba a su atracción por la pintura renacentista. No hay referencia al surrealismo, como quizá deberíamos esperar. Imagino que se dejó muchas cosas en el tintero porque intentaba ser apreciado en su tierra no sólo por sus amigos y artistas cómplices. Luego vinieron la intensa ilusión republicana y la derrota.

Notas

Notas
1 Véase Ricardo Bernardo. Biografía de un pintor (1897 – 1940), de Esther López Sobrado. Ediciones Tantín, 1987.
2 El investigador Fernando Vierna me ha proporcionado la imagen en color del cuadro y la ficha técnica (óleo sobre lienzo, 120 x 80 cm., colección particular), obtenidas del folleto que conserva de la exposición que tuvo lugar en el Museo de Bellas Artes de Santander en 1997. Aprovecho esta nota para expresarle mi agradecimiento.
3 Autocrítica, diario La Región, marzo de 1930.

Abaño y Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa

Grafitis en el Fuerte de Jesús de Mombasa (Fuente: Wikipedia)

Entre 1631 y 1895, el Fuerte de Jesús, construido por los portugueses en Mombasa (Kenia) para reforzar su imperio colonial en África frente a los sultanatos del mar Arábigo, fue conquistado y recuperado nueve veces. Durante los largos meses de asedio, los soldados dibujaban barcos en las paredes. Uno de los primeros libros de arte que leí mostraba una imagen de esos dibujos y los consideraba la expresión de un anhelo de rescate. Esa es una de las funciones de las artes aunque muchas veces no nos atrevamos a decírnoslo: necesitamos que nos liberen de los cautiverios cotidianos o, al menos, nos permitan recreos de locos desencadenados.

En las paredes de lo que queda del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera, Cantabria) hay barcos del siglo XIII pintados por manos más oficiales, heráldicas, pero mucho peor conservados.

Pinturas del lazareto de Abaño (San Vicente de la Barquera) – Fuente: Lista Roja de Hispania Nostra.

Según el investigador José Luis Casado Soto, son “un testimonio único de las tipologías navales que protagonizaron la expansión oceánica ibérica”. Entiendo que la intención era loar los antecedentes náuticos de los soñados en África (Portugal pertenecía al imperio español cuando se construyó el fuerte), pero se están borrando y puede que lo haga el edificio entero. Se difumina el orgullo de los colonizadores pese a los esfuerzos y las impetraciones de los cruzados de la Historia sin historias, pero también se esfuma -y eso es lo que me molesta- el recuerdo de un lazareto que sin duda estuvo lleno de locura y deesesperación aunque en este caso no se cumplió el relevo de marginados que describió Michel Foucault: desaparecida la lepra, las leproserías albergaron, primero, a los enfermos de venéreas; sin embargo, enseguida demostraron ser más útiles como encierros de pobres, vagabundos, jóvenes de correccionales y “cabezas alienadas”. La Casa de la Orden de Lacerados Malatos de San Lázaro de Abaño siguió un recorrido más trivial, pasó a manos privadas y permanece abandonada. Sus barcos fletados como emblemas están más cerca del naufragio que los africanos de las glorias imposibles.

No recuerdo en qué libro descubrí los grafitis de Mombasa. Internet permite regresar a muchas cosas y reafirmar el olvido de otras. El fuerte es ahora un museo. Las paredes siguen llenas de navíos entrelazados que quizá nunca llegaron. Los gobiernos postcoloniales los respetaron porque explican cómo se forjó el mundo a base de guerras por los mercados de cosas y personas. En Abaño, la casa, la capilla, los barcos y el sentido del pasado, pero también de la sanidad y la pobreza, se hunden en un mar sin matices: nada de eso parece caber en el parque temático.

Sotileza y el color de la botabomba

En cuanto a Sotileza pregunto si el autor «jugaría del vocablo».
BORGES: «¿Por qué?».
BIOY: «Creo que sotileza no es sutileza sino algo del orden de carnada para la pesca».
Mi padre y Borges se muestran sorprendidos y yo me pregunto si no tendré un falso recuerdo.

Adolfo Bioy Casares. ‘Borges’.

Sotileza, la novela de José María de Pereda, ambientada a mediados del siglo XIX, cuenta el periplo de la huérfana Casilda por muelles, familias y clases sociales de la entonces muy portuaria ciudad de Santander.

Por si alguien presiente un cuento edulcorado, diré que más bien sigue la brutalidad de los cuentos primigenios, encargados de rectificar el mundo cuando éste tiende al caos.

Ese mundo, por supuesto, está delimitado por las palabras. Pero los puertos eran fronteras superpobladas y permeables. La mar amaba la variedad y la imprimía en el litoral.

Una novela portuaria puede jugar sin trabas (Pereda, como buen reaccionario, era a veces muy audaz) con las palabras, someterlas al resalsero y crear retroneologismos. El apodo de Casilda procede del carácter del personaje (no es mujer, es una pura sotileza…), pero, además, el autor -costumbrista- se permite añadir un sentido material asociado al trabajo de la pesca, que es la esencia más fuerte del libro: sotileza es el nombre que dan las gentes de la mar al bajo de línea, el hilo -impregnado de sangre y salitre- más tenue del aparejo.

La conversión de lo sutil en sotil no es nada nuevo, pero no he enontrado esa acepción en ningún sitio antes de 1895, año en que se publicó la novela. Que yo -un diletante- no lo haya encontrado no significa nada, por supuesto, pero de momento tengo que hacer como que no ha ocurrido. Estaré encantado si alguien me corrige.

Sotileza, el personaje, con su estática, sublime, casi obscena naturalidad, es una anomalía que vuelve a ser Casilda cuando deja de ser una suerte de metáfora ajena al mundo y acepta los designios de Pereda y la sociedad de su época.

Los símbolos, escisiones e intercambios entre nombres y apodos dan para mucha literatura, pero en esa obra hay otra palabra que, aunque juega un papel más trivial (pero muy expresivo: involucra al arte, las diferencias de ocios, la educación…), siempre me ha atraído porque sabía, o por lo menos intuía, que era cierta: botabomba.

La tenía subrayada en una especie de carnet de enigmas desde que me dio por hacer un logo-rally con el vocabulario de Sotileza.

Pereda la menciona tres veces en la novela y la define en el glosario como “droga muy barata que, desleída en agua, da el color amarillo claro”. Aunque la llama droga, no entra en detalles porque el interés está en la pintura. Uno de sus protagonistas la utiliza en sus cuadros para recrear “una mar borrascosa con cuatro descargas de añil, un velamen de polacra con una inundación de botabomba, y un casco y su aparejo con dos docenas de rayas”.

Han pasado años hasta que un tratado de Philip Ball sobre la invención de los colores y las similitudes fonéticas y descriptiva me han revelado que la botabomba es la gutagamba. Parecen palabras sacadas de historias de Hergé o Salgari: hechos coloniales pasados por la criba popular ultramarina.

Me hubiera bastado un poco más de perseverancia para averiguar mucho antes que, ya en el siglo VIII, en el sureste asiático, se utilizaba la resina desecada de los árboles gutíferos para obtener un producto de triple uso: veneno, medicamento diurético y purgante, y pigmento amarillo. Llegó a Europa en el siglo XIII y, desde las boticas, compitió en el arte con el amarillo indio, que se obtenía de la orina de vacas alimentadas con hojas de mango y era mucho más caro.

Los británicos llamaron a la resina gamboge (deformación de Cambodia); los franceses, gomme-gutte; los alemanes, gummigutta… Los españoles optaron por gutagamba, pero en el puerto de Santander se convirtió en botabomba.

Hoy es, digital y aproximadamente, el color del margen de este texto.

La ironía de Eros

Sarah Goodridge. Autorretrato, 1828. Acuarela sobre marfil (9.52 x 6.73 cm). Museum of Fine Arts, Boston.

Esa acuarela sobre marfil de 9,52 x 6,73 cm es para mucha gente una obra maestra del erotismo. Me cuento entre sus incondicionales.

Abundan los elogios por la luminosidad del material translúcido que, para desgracia de los elefantes, soporta la esencia de la pintura al agua y el envoltorio de tules propio de un regalo concebido para elevar la percepción a ese grado en que la memoria busca las repeticiones del deseo: un marco volátil que amplía el marco real. Cuando, además, sabemos que esa imagen de unos pechos juveniles es el autorretrato de una mujer madura surgido en una sociedad puritana, la discreta transgresión incita al éxtasis.

Es la miniatura que Sarah Goodridge envió al senador Daniel Webster en 1828. Lo había retratado varias veces; su correspondencia (sólo se conserva la escrita por él) da indicios de una intimidad intermitente a lo largo de los años. Webster estaba casado. Cuando enviudó, Sarah le obsequió el cuadro de sus senos desnudos, quizá para atraerlo al matrimonio, aunque él decidió casarse con otra.

La obra fue bautizada, no sé por quién, como Belleza revelada. Me inclino a afirmar que, más que una revelación o una provocación, se trata de un recordatorio.

Sarah GoodridgeSarah Goodridge era una miniaturista de éxito en una sociedad de símbolos ordenados en la que los pequeños retratos cumplían un papel de reconocimiento del arte de lo sutil, una especie de tímida ostentación que parecía (o simulaba) excusarse por no renunciar al lujo de los iconos privados cuando las imágenes todavía eran bienes escasas. La ausencia de erotismo manifiesto era otro componente del estado de los deseos. En uno de los textos más celebrados sobre la obra, The Revelated and the Concealed, John Updike señala: No hay nada parecido en las miniaturas estadounidenses, ni tampoco en la pintura estadounidense de la época. El desnudo, para los escasos e inhibidos artistas de la América del Norte colonial, era una cuestión de doncellas indias y deidades clásicas copiadas rígidamente de grabados europeos. Hasta mucho después de la Revolución (…), no hubo ninguna academia estadounidense donde los modelos en vivo posaran desnudos.

Es fácil aludir al disgusto o la decepción de la presunta amante, pero creo que hay más ironía que rabia en el regalo. Tampoco encuentro relación con las dogmáticas lágrimas del sexo que glosaron los psicoanalistas. No hay espacio para las solemnidades sadomasoquistas recreadas en el temor al vacío.

Para colmo, en el interior de la pieza aparece un detalle que reafirma lo diminuto: el lunar que ofrece a la vista el seno derecho. La mácula, una muestra de impecable realismo, insiste en la tentación para disipar o distraer la moral dominante; además, libera al conjunto de la abrumadora perfección y desvela y anticipa en un espacio mínimo la paradoja que el tiempo ha impuesto en los desnudos de William Bouguereau o Alexandre Cabanel: las venas azuladas de frío que busca la mente en La ola y la no menor frialdad casi urticante de El nacimiento de venus y otros defectos o excesos nos permiten hoy, corregidos por la memoria hedonista imposible de omitir, disfrutar del arte académico reconociendo las obscenidades que nunca quiso tener o la lascivia que quiso disimular.

La sinécdoque de la belleza rebelde de Sarah Goodridge, una expresión genial de ironía erótica, no necesita más profundidad que la de la piel ni más luz que la de 53,6 centímetros cuadrados para revolucionar los sentidos.