Ensayo para desvelar a unas venus dormidas

Entre las atrocidades, deformidades, disecciones y teratogenias expuestas en el Gran Museo Anatómico-Etnológico del Doctor Pierre Spitzner, la efigie de cera de una mujer joven de cabellos oscuros, vestida de blanco, dormida sobre un falso pedestal, respiraba suavemente.

Paul Delvaux pintó varios cuadros inspirados por sus visitas a aquella barraca de la feria de Bruselas. A la Venus dormida, contrapunto de la despiezada Venus anatómica, le dedicó cuatro. En todos ellos, la desnudó y transformó en una imagen de referencias clásicas que enseguida fue atrapada por las vanguardias.

Los tres últimos (uno de 1943 y dos de 1944) sitúan la figura en un escenario onírico o metafísico, lo que prefieran: no hay por qué sustraerse de los tópicos descriptivos asentados en el estilo de Delvaux desde aquellos principios con una afrodita no nacida de la espuma del mar, sino de las atracciones populares. En esas versiones, a la evocación del maniquí se sumó la experiencia del pintor durante un bombardeo nocturno: eso explica -quizá con demasiada facilidad- la sublimación de la desnudez ensimismada y desvalida.

Sin embargo -porque me apetece jugar a retroceder en el tiempo para plantear respuestas en busca de nuevas preguntas-, mi versión predilecta es la primera, de 1932, ajena a un bombardeo que todavía no se había producido en una Europa abigarrada, frustrada y dirigida por hipócritas y criminales (cualquier parecido con la actualidad será mera coincidencia).

Descubrí ese primer lienzo, mucho menos famoso que los otros (incluso se llegó a creer que había sido destruido), en el Centro Bellevue de Biarritz, cuando, huyendo de un sol que parecía ir a fundir el homenaje de Jorge de Oteiza al caserío vasco, caímos en una sala helada por chorros de aire acondicionado.

En la estampa, el ambiente ferial, plano, sin largas perspectivas, está muy presente. Al fondo, un cartel que parece reinterpretar el propio cuadro anuncia el espectáculo: VENGAN A VER A LA VENUS DORMIDA. A la izquierda, una mujer de rosa atiende un mostrador; a su lado, un portero luce gorra, bigote y uniforme. Más allá, se vislumbran una vitrina con un esqueleto y otras anatomías. A la derecha, un saxofonista de chistera y una trompetista rizosa aportan un matiz cabaretero al gabinete de curiosidades con vocación de morgue.

En primer término, la mujer, boca arriba, la mano derecha en la cintura, la cabeza apoyada en el antebrazo izquierdo, la cara y el pecho elevados -¿los labios entreabiertos?- como para confirmar que respira, se extiende ante la fila de espectadores que, en actitud de velatorio (pero ella sólo duerme), ocupa la mayor parte del cuadro.

Un hombre se inclina apoyado en el catre, quizá incrédulo; una mujer gruesa sostiene un bolsito; otra, delgada, cruza las manos sobre el vientre; un hombre se ha destocado en actitud de -falso, desalentado- duelo; una anciana con unos zorros y otro hombre con bombín y guantes contrastan con la piel desnuda. Las miradas dispares comparten una solemnidad que mezcla tristeza, asombro y homenaje, y también una calma rara, un paréntesis en el peregrinaje por los dramas grotescos, los crímenes morbosos, las injusticias éticas y estéticas, racistas, clasistas, sexistas y aporofóbicas predominantes en la feria. Los rostros, los peinados, las ropas y accesorios, los zapatos que asoman por debajo del lecho con la variopinta normalidad de los pies en la tierra, expresan la búsqueda de sensaciones sucedáneas para no matar el tiempo con aburrimiento.

En las interpretaciones posteriores, los testigos desaparecieron de la escena (antes, en un boceto, la venus levitó sobre ellos), fueron expulsados y suplantados por figuras y arquitecturas enigmáticas (el vocabulario de los suplementos culturales dicta que todo en la obra de Delvaux es oficial y epicéntricamente enigmático), distantes en espacios vacíos, que en muchas opiniones constituyen un hallazgo surreal (a propósito de distancias: el pintor siempre las mantuvo con el surrealismo) fundamental para la carrera del artista.

Delvaux sacrificó en el altar de su genialidad la expresiva, todavía expresionista realidad de la barraca, renunció al espectáculo del espectáculo, al reflejo de los mirones en la ventana, eliminó la posibilidad de que los espectadores de fuera del cuadro se intuyesen a sí mismos en el espejo translúcido, en el cristal empañado de la caseta de feria. Con la legitimidad de su ambición, extremó la pulsión de profundizar y traducirlo todo a un estilo absoluto consagrando las imágenes seductoras que lo definen como gran artista.

Si creyera en los espíritus de la historia, pensaría que el devenir del arte arroja los iconos que triunfan al torbellino actual de la saturación de imágenes para castigar a los artistas por su narcisismo. Por suerte, mi escepticismo me pone a salvo -creo, pretendo- de mi narcisismo de espectador y me permite recuperar la primera tela, apreciar su primitivismo después de recorrer el itinerario del artista por el tema y su época, que es -con un ‘casi’ burlón- la nuestra, reponerla en su proximidad de muñeca articulada (¿podría la pintura hacer olvidar el movimiento de la camisa blanca?) y devolverle al público ausente el valor que tenía antes de la glorificación de la hipótesis del misterio.

 

La situación del mundo y los días tan señalados

El planeta que habitamos gira sobre sí mismo a 21,25 kilómetros por segundo (en Cantabria; en el ecuador, a 27,77) y a un promedio de 29,8 alrededor de un sol que se desplaza a 2.150 y tarda 225 millones de años en orbitar (apenas ha dado veinte vueltas y media desde que existe) el centro de una galaxia que viaja con ruta no muy clara a 600 km/s y con la que mantiene una relación que algunos consideran poco armónica.

Siempre esperamos acordes, paralelismos y coros celestiales, y tendemos a pintarlo todo siguiendo un orden suspicaz porque tememos los baños de realidad de las perspectivas y preferimos los temores ideales.

Cuenta Thomas S. Kuhn en La revolución copernicana que, durante siglos, sintiéndose obligados a mantener a la Tierra en el centro del universo, los astrónomos y astrólogos concibieron cálculos y disposiciones cada vez más alucinadas (enfatizaban los razonamientos con vocablos tan efectivos como epiciclos y deferentes) para explicar las anomalías de sus observaciones. Pero debía de haber un presentimiento entre humilde y pagano pugnando por salir a flote para poner al sol en el foco adecuado de las elipses y, cuando lo consiguió, tuvieron que comprender que todo el conjunto es viajero y que más allá puede no haber ni siquiera monstruos. Sin embargo, eso no impidió que continuara el fervor por las explicaciones arbitrarias.

La astrología se fue al abismo, aunque sigue siendo rentable y seguimos funcionando con fijaciones zodiacales. En cuanto a las religiones, cuando no pueden hacerlo en la fe, se amparan en las tradiciones para continuar certificando los calendarios. A lo cual se unen los deseos generalizados de calma chicha mental. Hace poco, por cierto, la Tierra pasó por el punto de inclinación máxima que algunos, sin precisión alguna, se empeñan en imponer como Navidad mientras se burlan de los que hablamos de solsticio.

En fechas tan señaladas, además de recordar la situación del mundo, me apetece invocar a Joseph Juste Scaliger, que en 1583 se permitió sustraerse de la dictadura de los calendarios ideando una datación que sintetiza los ciclos lunar, solar y de indicción (periodo administrativo bizantino de quince años) para empezar a contar los días desde el mediodía del primero en que se sabe que confluyeron los tres: el 1 de enero del año 4713 a. C.

Scaliger estableció en esa fecha el comienzo de una era con caducidad: acabará o, mejor dicho, habrá que renovar el método el 1 de enero de 3268 (1)El calendario llamado de cuenta larga, empleado por los mayas y otros pueblos, que seguía un método similar, terminaba en 2012 sin que ello … Continue reading. Es bueno no eternizar los paradigmas y 7980 años parece un plazo sensato. A esa datación, perfeccionada en 1849 por John W. F. Herschel, se le dio el nombre de día juliano aunque no tiene con el calendario homónimo otra relación que el cálculo de partida.

El día juliano tiene varias ventajas: sus adaptaciones son muy útiles para la astronomía, carece de las irregularidades de los años, meses y semanas, facilita la conversión entre calendarios, la cuenta de plazos, el establecimiento de periodos y la programación informática, e incluso expresa la hora en decimales. Por ejemplo, estoy escribiendo esto el día 2460675,07847, es decir, el 30 de diciembre de 2024 a las 13:53.

Además, ayuda a tratar de jugar sin liturgias a comprender este baile de tiempo, ciclos y órbitas para el que no se necesitan invitaciones.

Notas

Notas
1 El calendario llamado de cuenta larga, empleado por los mayas y otros pueblos, que seguía un método similar, terminaba en 2012 sin que ello implique que creyeran en el fin del mundo.

Uvas de rara luz

En la exposición de obras de la colección del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander (MAS), dos cuadros de Johann Conrad Eichler (1688 – 1748, conocido como Wollust) me producen una fascinación inesperada.

Están en un rincón discreto, rodeados de imágenes sacras de sus contemporáneos y cerca del paisaje desde el que Josefa de Óbidos se despide del corazón volador(1)Para ser justos, también está cerca un anónimo flamenco en el que la familia sagrada, gris, aparece rodeada de una corona de flores multicolores y … Continue reading. Son dos ventanas pequeñas abiertas en un ambiente de confesionario entre ruinas, dolores y admoniciones.

Creo que no merecen ese entorno, esa presencia del peso insoportable de la historia, ni la fúnebre denominación romance de naturalezas muertas(2)En cuanto al término bodegón, me produce una sinestesia de vinazos, plumas, pellejos, mohos, labores de taxidermistas y escopetas arrinconadas, y … Continue reading. Pertenecen a la vida quieta germánica (still life, stilleben…), la calma que permitía al barroco nórdico introducir en la exuberancia vegetal instantáneas de ruiseñores copulando(3)Una pregunta ociosa: ¿las mesas de Cézanne se inclinaban por la síntesis de puntos de vista y las de Cornelis de Heem lo hacían por el peso de la … Continue reading. Wollust, por cierto, significa lujuria, aunque aquí no recurre a ningún movimiento explícito y muestra los vegetales a la rara luz de las uvas mientras la ausencia de escenario (pero, ¿no hay al fondo vislumbres de paisajes tormentosos?) permite establecer relaciones sin excusas exteriores.

Libres del peso de loas, alegorías o solemnidades explícitas, a salvo de figuras humanas, mitos, héroes, oficios y pasiones, esos lienzos hacen aflorar el alimento elemental de la mirada en la experiencia -no exenta de desafíos, como ese inquieto esplendor en la espesura- de la materia pictórica.

A la vez, parecen sonreír ante la pompa (¿quién pagará el rescate si estalla la burbuja?) dominante en el arte actual, grandilocuente, ensimismado, mixtificado, mixtificante y absorto en la retórica acrítica y la mercadotecnia de fachadas e iconos fugaces autoenfocados.

Galería

Notas

Notas
1 Para ser justos, también está cerca un anónimo flamenco en el que la familia sagrada, gris, aparece rodeada de una corona de flores multicolores y me sugiere interpretaciones que prefiero dejar aparte para no caer en mi propia trampa.
2 En cuanto al término bodegón, me produce una sinestesia de vinazos, plumas, pellejos, mohos, labores de taxidermistas y escopetas arrinconadas, y no puedo tomármelo en serio por hermoso que sea el cardo de Sánchez Cotán o dramáticos los escorzos de las piezas de caza de Mariano Nani.
3 Una pregunta ociosa: ¿las mesas de Cézanne se inclinaban por la síntesis de puntos de vista y las de Cornelis de Heem lo hacían por el peso de la abundancia burguesa?

Diorama de epístolas (una lectura de Pereda pintado por sí mismo, de Salvador García Castañeda)

Salvador García Castañeda ha recopilado en tres volúmenes mil trescientas cincuenta y tres cartas de José María de Pereda y las ha publicado en pdf en el sitio web de la Sociedad Menéndez Pelayo. Es la consecuencia del trabajo de años de uno de esos especialistas de los que dependemos los lectores comunes (gracias, Virginia Woolf) para tratar de entender un poco mejor el mundo. El estudio que precede a las cartas sería motivo suficiente para saturar la zona de descargas, pero los que no somos estudiosos -y, además, tendemos al hedonismo- no debemos dejar pasar la oportunidad que nos ofrece la publicación electrónica de vagar por itinerarios de búsquedas y referencias desordenadas, reordenadas o disparatadas, es decir, de una lectura lúdica: a cada uno la libertad de su desorden.

No descubro nada nuevo si digo que en la distancia entre los libros que se leen y los que se consultan caben muchas desviaciones. Al fin y al cabo, aunque nuestras evocaciones del pasado se quieren lineales, el acceso a los recuerdos tiene mucho de aleatorio. La navegación informática ha consagrado ese reino del azar en el que todos confiamos cuando le damos al botón ‘buscar’ para ver qué sale.

Estas propuestas son injustas, lo sé: algunos se curran las investigaciones y publicaciones mientras otros nos divertimos sin pudor con ellas desde el vértigo de la postmodernidad, sea eso lo que sea, incluso pretendiendo reflexionar sobre las paradojas de la lentitud y los desafíos contra los ritmos impuestos… Pero será mejor que volvamos al juego, es decir, al epistolario:

Conviene leer atentamente la citada introducción para saber a qué nos enfrentamos. Esa ortodoxia prepara la heterodoxia: a partir de ahí, cualquier búsqueda conducirá a una sucesión de párrafos que podemos poner en abismo o conectar con otros rastreos. De todos modos, además de facilitar las huidas hacia delante, la experiencia no impide (incluso incita a ello) volver atrás para recuperar la cronología de las misivas y el ciclo de sus mareas: las fugas y regresos prolongan la lectura y las páginas se recorren como fractales. Soy consciente de que lo que sigue es (¿escandalosamente?) irracional.

Tal devaneo por un compendio monumental me hace creer que Pereda no se manifiesta en sus cartas como una personalidad extraordinaria. Sus débiles intentos de impostura (inmodestas declaraciones de modestia, negaciones de ambición, autojustificaciones innecesarias), sus momentos de furia, desdén, ironía, sarcasmo o pena no lo muestran, en mi opinión, demasiado humano ni demasiado beato. Aunque a veces se ponga en el papel de santo varón matadragones (ahí está el apelativo que dedica en varias ocasiones a Emilia Pardo Bazán: “tarasca”, acompañado de un rotundo “mujer al fin”), esperaba encuentros más transgresores, tanto en lo personal como en lo literario. Una esperanza absurda, por supuesto.

Me atrevo (aquí el lector común enarbola su osadía) a seguir coincidiendo con los que, ya desde su época, han tachado la obra de Pereda de carente de matices (entre ellos, doña Emilia: “¡qué tarasca de mujer”). Lamento también que su calidad descriptiva tropiece muchas veces con la estiba de un mundo de valores rígidos y deudas morales. Las hipótesis más audaces, si se plantean, concluyen como leves erupciones pasajeras. Sotileza cede en su empeño interclasista, de amor imposible, pero no condenable (¿existe el deseo venial?), y retoma su condición de Casilda porque “entra en razón”: la persuasiva Providencia mantiene el orden. Con esas reglas, toda sublevación está abocada al fracaso. Cuando uno de sus mentores le reprochó haber relatado un beso, el autor se excusó diciendo que lo hizo para mostrar el camino de la perdición.

Si bien disfruto leyéndolo, el universo perediano no me ha parecido nunca muy complejo y, como debí suponer, la recopilación, tras varios vuelos, no me ha cambiado esa percepción, quizá determinada por el alcance de mi interés y por mi apego a la maldición proustiana, según la cual la vida del artista no explica su obra: más bien, ocurre lo contrario. Lo cual me obliga a concluir con una pregunta: la correspondencia privada de una persona, ¿ocupa una suerte de limbo entre su vida y su obra?


María Blanchard, un desnudo y un vestido

María Blanchard. Desnudo femenino de pie (Eva). Óleo sobre lienzo. 197,5×82,5 cm. 1912. Von der Heydt-Museum. Wuppertal.

María Blanchard.La comulgante. 1914. Óleo sobre lienzo. 180×124 cm. Museo Reina Sofia. Madrid.

Sólo dos años separan estos cuadros de María Blanchard. El primero, ‘Desnudo femenino de pie (Eva)’, lo pintó en París en 1912 y osó exhibirlo en 1915 en Madrid, donde obtuvo sobrados motivos para no volver a exponer en España. Entonces ya había pintado el otro, ‘La comulgante’, de 1914, pero no lo expondría hasta 1920, en el Salón de los independientes de la capital francesa, cuando el mundo proclamaba uno de tantos falsos regresos a la normalidad y ella estaba preparada para afrontarlo retomando la figuración sin olvidar lo aprendido en la vanguardia.

Durante seis años, se había centrado en el cubismo, pero ya antes estaba ahí esa reinterpretación del desnudo por antonomasia (casi siempre unido al de Adán, claro, excepto en la escena crucial de la serpiente) en el expansivo ámbito judeocristiano, que parecía destinado a borrar todos los desnudos paganos y acabó reforzándolos. Con ella, el arte integró la paradoja de multiplicar el instante en que el nudismo fue expulsado del paraíso. Eva y su contexto: la culpable, el marido engañado y los últimos desnudos del Edén. El ángel con la espada puede adquirirse por separado.

Esta Eva es una suma de ausencias. No parece arrepentida. Es una Eva exultante y preadanita. Al verla rodeada de oscuridad, sabemos que no hay nadie agazapado en un rincón masculino de ese supuesto espacio ajeno a la Creación mayúscula. En el universo del cuadro, la mujer se ha adelantado; Adán no ha sido modelado; ella pisa el barro y no parece echarlo en falta. Aquí no cabe plantear una inversión del interesado y nada convincente mito de la costilla.

El desnudo se perfila con la refracción de una belleza sumergida. Los trazos característicos de la autora remarcan y vibran a la vez. Las manos largas, primitivas, contradicen las de la María real que tanto gustaban a Diego Rivera -Adán desmesurado-, y se abren paralelas a los pies nudosos mientras la torsión del cuerpo niega el equilibrio. El rostro ha recogido las lecciones de Van Dongen y de las máscaras africanas que aquella horda de Montmartre convirtió en arte para apropiárselas.

Me había propuesto esquivar la evidencia del autorretrato, pero he decidido cumplir con la obligación de mencionar la discapacidad física de María Blanchard para burlar el tópico de su presunta debilidad. Se repite demasiado su deseo frustrado de pintar muchas flores. Sin embargo, debió de celebrar con humor más o menos negro las caricaturas de Fresno y Bagaría y las casi caricaturas literarias de Gómez de la Serna y García Lorca (para eso están lo amigos) y desdeñar sin complejos la muy española crítica que tachaba de monstruosa la obra de la extraña mujer que triunfaba en la disoluta Europa. ¿Autorretrato? Pues sí, pero salvaje y desnudo, de cuerpo entero, abierto; despiadado, y no sólo consigo misma.

Superado este remanso, visitemos a la comulgante en su dudoso recogimiento:

Su rostro descolorido está pintado con arrebol, desbordado por mechones negros. Mira con seriedad y aprieta el carmín. ¿No lleva demasiado maquillaje para recibir una hostia consagrada? Alrededor hay un palio-rebaño de ángeles-nubes, un cortinón púrpura, un reclinatorio a juego, un altar blanco como el vestido. El vestido: esa exageración de blondas, velos -obscenamente abiertos-, lazos, esa inflación de enaguas. Y ese pañuelo, ese misal, esa especie de cetro florido: esas armas que empuña con las mismas manos que Eva. Los pies están enfundados en hielo cerrado con corchetes, pero también son los mismos.

No encuentro otra explicación: Eva se ha soñado a sí misma como comulgante. El disfraz ritual es una pesadilla de la verdad desnuda. El cuerpo blindado con el hiperbólico envoltorio matrimonial de la ceremonia de deglución del sacrificio recuerda con rabia la osadía del origen. Parece estar diciendo: sólo soy deforme cuando me vestís con vuestros dogmas; después del espectáculo, buscaré un espejo y volveré desnuda al paraíso.

Hipótesis de la autodelación

No ha trascendido cómo llegaron las unidades policiales a sospechar que en las actividades que llevaba diez años realizando el funcionario del servicio de carreteras ahora acusado de corrupción había algo turbio.

Entre las hipótesis que se barajan predomina la de una denuncia anónima que desencadenó una investigación cuyas evidencias parecen abrumadoras. Las imágenes y conversaciones grabadas muestran al acusado y su familia llevando una vida de lujo y manejando una red de cohechos para adjudicaciones de obras, todo tan descarado que resulta increíble que el asunto no estallara antes. Es como si el método de ocultamiento a la vista de la carta robada de Poe hubiera multiplicado sus dimensiones. El engaño tuvo éxito durante tanto tiempo que incluso podemos pensar que cayó en manos de los investigadores por una suerte de inercia o casualidad. Y surge la paradoja: después de años de silencio clamoroso -sea por consentimiento, asentimiento o deliberado desconocimiento- casi sorprende que haya sido descubierto.

Pero se me ocurre una hipótesis con más juego literario que el azar o la denuncia. Me refiero a la autodelación. Es decir, que el encausado se denunciara sí mismo de forma anónima.

Esas cosas pasan, por absurdas que parezcan, o precisamente por eso: porque son absurdas y el absurdo es motor de realidades.

No me refiero a la confesión involuntaria, el lapsus o el desvelamiento semejante al de aquel relato del Heptamerón en cuyo final la irrupción de la primera persona desmantela el estereotipo de las cosas propias atribuidas a terceros. La pulsión de la culpa hacia la liberación es un buen recurso dramático, a veces jocoso, a veces trágico. Pero me refiero a algo menos enturbiado por las oscuras labores del psicoanálisis y más próximo a la maquinaria del sarcasmo que todos llevamos dentro como un destello rebelde contra nuestra propia moral o antimoral. Algo que quizás algunas personas imaginen como próximo al suicidio, pero yo prefiero asociar a un acto extremado de autoburla, una autobroma -no sólo una broma privada, sino una broma de la que uno es su propia víctima- llevada al límite para reírse de sí mismo a carcajadas silenciosas e invisibles.

Algo, además, por supuesto, inconfesable como una adicción: el sujeto nunca lo admitiría ante nadie, ni el juez, ni los amigos, ni la familia, porque entonces caería en lo grotesco o en el arrepentimiento y dejaría de ser el espectador privilegiado del espectáculo del que es también actor y, sobre todo, autor: un autor que tiene que serlo también del final y que se exige seguir las convenciones (no deja de ser un presunto funcionario corrupto convencional), con exposición, entreactos, nudo y desenlace, pero sin recurrir al torpe deus ex machina de la denuncia ajena o el hallazgo policiaco. Y todo para representarse a sí mismo como un mito que nunca se le podría escapar.

Quizá es una hipótesis descabellada, pero seguro que puede ser una pieza más del modelo para armar este asunto.

Un daguerrotipo (écfrasis abierta)

Saca de la caja una placa de cobre bañada en plata. La pone en el doblador de bordes. Hace palanca. Desenfunda la barra de pulido. Restriega con fuerza la placa con la superficie abrasiva para eliminar las imperfecciones. El otro lado de la barra es de piel (¿venado, corzo, gamuza?) y ahí extiende polvo mineral. Asegura la placa en el soporte de pulido y sujeta éste mediante un tornillo a la mesa de trabajo. Ahora se detiene para evocar una carpintería de rivera. En la infancia, paseaba por el muelle entre los calafates que fumaban tabaco y brea, cepillaban cuadernas con garlopas enormes y se sentaban en rollos de esparto. Deja que para un patache y pule la placa durante media hora hasta que obtiene el espejo en el que se reflejarán sus pretensiones, la esencia de la demora y quizá una ilusión de velocidad en la que intuye un salto de casi un siglo hasta el momento en que alguien obtuvo por error una foto de medio coche de carreras (el número 6) y algunos espectadores que para mucha gente representa el vértigo brutal y feliz del siglo XX. (Preferimos decirlo así, pero sabemos que la imagen de Lartigue muestra lo evidente: todo se precipita hacia el futuro; inaugura una fuga mecánica, eso es todo. Pero eso vendrá mucho después. Hoy, en este pasado, ese pequeño espejo de 165 x 215 mm se obstinará en inmovilizar la luz de una imagen elegida.) A continuación, vierte una capa de cal en una bandeja de vidrio, luego una de bromo, y la deja en espera. Desliza la placa pulida en una caja con una solución de yodo. Hay una carta postal pegada a la pared mostrando el reverso: “El universo empezó a complicarse cuando un crepúsculo desveló la idea de la lentitud”. No recuerda la estampa. La mira fijamente mientras cuenta veinte segundos antes de comprobar que la plata se ha vuelto amarilla. Traslada la placa a la bandeja de bromo y, a los diez segundos, se vuelve de color rosa. Ahora apaga el quinqué que otorgaba tenebrismo al laboratorio, un decorado que parece querer reunir el arte del sueño y la ciencia del instante, las disciplinas oscuras, subterráneas, que remiten a la alquimia y la herejía. En la casi oscuridad (hay un tragaluz diminuto, apenas un respiradero), pone de nuevo la placa en yodo durante unos segundos y entonces supone que ya está sensibilizada. La inserta en un portaplacas de vidrio y guarda este en un estuche opaco. Se pone el trípode en bandolera, se cuelga del hombro la bolsa de lona con el cajón de la cámara y sus utensilios, abre la puerta adornada con una acuarela plagada de gaviotas, sube los escalones, recorre el pasillo (a la derecha, retratos de militares; a la izquierda, clérigos), sale a la calle y busca un coche de punto. Es una mañana pálida que quizá requiera más de la media hora teórica de exposición. Por lo menos, ya no son las largas horas del boulevard del Temple y su limpiabotas milagroso. Va a contracorriente: se acerca la hora de comer y las calles comienzan a despoblarse. Ya ha elegido un lugar en los muelles. Inevitablemente pictórico, académico. Brisa ligera, pero masteleros desafiantes atados al núcleo del planeta y mecidos por el imán de la luna. Despliega el trípode y monta la cámara. Quita la tapa de la lente. Abre las trampillas superiores. Inserta el vidrio de observación. Teoría y práctica de la composición rimada. Encuadre ortodoxo, regla áurea. Objetos sobre piedra. Bolardos, norays, cornamusas, cables encapillados. ¿Pueden los bultos portuarios en tránsito ser considerados una naturaleza detenida (que no muerta)? Hay tabales de arenques (saliva salazón) y un montón de carpanchos que esperan la pesca. Al fondo, vergas con velas recogidas que, aunque la mar está calma, vaticinan una cortina nebulosa en la toma. Pero las pocas personas visibles no amenazan con convertirse en sombras errantes. Vuelve a tapar la lente y reemplaza el cristal con el portaplacas. Retira la tapa de nuevo. Es una mirada fija. Falta mucho para la obturación más veloz que un parpadeo. Espera. Las gaviotas circulan sólo interesadas en el olor de los arenques. Después de media hora de esciografía invisible, tapa el objetivo, encaja una lámina oscura sobre la placa, la retira y la guarda. De nuevo en el sótano, vierte mercurio en una caja de hierro con forma de pirámide truncada invertida y la pone sobre la llama de una lámpara de alcohol. No debe aspirar los gases. Ha dejado la puerta abierta para que corra el aire y tendido una cortina negra contra la luz. La pirámide tiene un termómetro. Cuando llega a los 80⁰, pone la placa boca abajo para que el vapor venenoso haga su trabajo. Ahora juega la intuición. ¿Dos o tres minutos? Dos y medio. Sumerge el objeto del deseo en una bandeja con hiposulfato para detener la impresión. Luego la baña en agua destilada. No: no ha terminado. Hay otro soporte con otra lámpara. Ahora la placa va boca arriba sobre la llama, pero no quiere mirarla ni siquiera de reojo en la penumbra. Sueña con la escena imaginada. Vierte suavemente sobre ella cloruro de oro para perfilar los trazos, purificar los tonos, ahuyentar las pesadillas. Enciende el quinqué conteniendo el aliento.


Entradas relacionadas: