Post postnuclear 1945

Shigeko había dejado los pepinos en un cubo de agua junto al estanque del jardín, y el estallido de la bomba los había puesto negros.
-Es curioso -dije-, cuando volví a casa desde el campo de deportes de la universidad, las larvas estaban comiéndose las hojas de azalea. El pepino se había quemado, pero los insectos aún estaban vivos.
(…)
Al echar un vistazo al estanque mientras hundía la mosquitera en el agua, me fijé en que estas larvas de estuche se afanaban en devorar los nuevos retoños de la azalea que salía del agua. Agité las ramas y volvieron a sus estuches, pero cuando volví de recoger algunos trozos de ladrillo con los que sumergir la mosquitera, habían vuelto sobre ellas con avidez. Los retoños no estaban descoloridos ni tampoco se habían quemado los estuches de las larvas, lo que indicaba que la luz y el calor causaban algún tipo de transformación química cuando se encontraban con materiales de metal. ¿O es que la casa o algún otro obstáculo habían servido de protección a las larvas de estuche y a la azalea cuando estalló la bomba?; la plantación de arroz en los campos parecía haber sido afectada por el resplandor, así que era probable que también se hubieran puesto negras a la mañana siguiente.
Lavé mi pequeña toalla en una zanja, a un lado de un cañaveral de bambú; humedecí mi mejilla derecha y los tendones del cuello; luego, enjuagué una y otra vez la toalla, escurriéndola y enjuagándola, repitiendo el mismo procedimiento sin fin alguno. Escurrir la toalla era, según me parecía, lo único que podía hacer a mi antojo en ese momento. El escozor de la mejilla izquierda me mortificaba. Un cardumen de pececillos de agua dulce se movía en el agua de la zanja y en un remanso de agua estancada crecían lirios en abundancia. Parecían querer decir: aquí está la sombra, esto es territorio seguro.

Masuji Ibuse. Lluvia negra.