Ratas

El partido Cantabristas ha convertido una rata gigante de cartón en emblema de Santander. La ciudad -mi ciudad- se lo merece. La rata es un animal a la vez infecto y simpático (en los dibujos animados, los malos suelen ser los gatos), hay muchas por todas partes (la proliferación les permite obviar las gentrificaciones) y animan mucho las terrazas.

Hace años, trabajé en una cuadrilla encargada de liquidar una nave en ruinas que había sido almacén de granos. Quedaban montones de sacos de cebada. Algunos tenían etiquetas de cuando la guerra, aunque no habían gozado de una transición que las fijara. La arpillera se deshacía al tocarla y, aunque emanaban vapores que debían de ser alucinógenos, las ratas que surgían de los costales deshechos eran reales, enormes y abundantes. Las matábamos a palazos. Si no caían al primer golpe, se revolvían rabiosas o escapaban por agujeros increíbles.

En un cuarto que hacía de oficina del almacén, había un escritorio macizo, oscuro, con muchos cajones, tres tinteros con restos petrificados de tintas roja, verde y azul, plumas, un vade roído, y un florero de vidrio con un puñado de insectos secos en el fondo.

Los cajones estaban llenos de papeles reducidos a virutas muy finas. Cosa de las ratas, sin duda. “A saber qué contabilidad han destruido estas cabronas”, comentó el capataz, que venía de muy lejos y decía tener la misión de borrarlo todo del mapa.

Cuando acabamos de cargar el camión, al arrancar, sonó un ruido extraño (lo recuerdo macabro, de guillotina) y se paró el motor. El conductor se apeó y abrió el capó. El ventilador había decapitado a una rata. No nos pusimos de acuerdo sobre si se había oído un grito.

Me pregunto si una batería de infografías en cientos de pantallas urbanas y una campaña edulcorante en el periódico de referencia podría convertir las ratas de Santander en reclamo turístico y fuente de votos.

Perspectiva de la basura

Las variaciones en los algoritmos que rigen las redes sociales más extendidas y, sobre todo, por más evidentes, los mensajes y apoyos políticos de sus propietarios están provocando el traslado de bastantes usuarios a servicios más respetuosos con sus publicaciones. La igualdad de trato y la neutralidad son, desde luego, argumentos suficientes para largarse de Meta (Facebook, Instagram) y (e)X(twiter) a Bluesky, Mastodon o lo que vaya surgiendo. Ninguna solución será completa ni única, pero hay que empezar a comprender cosas como el fediverso y aceptar que es mejor federar plataformas que someterse a unas pocas.

Sin embargo, pasadas las primeras oleadas de evasiones, me parece observar que muchos de los contactos que han abierto cuentas alternativas siguen no sólo compaginando, sino priorizando el uso de los engendros. Me refiero, por supuesto, a mis contactos en las redes, con la mayoría de los cuales he compartido desde hace tiempo la crítica de éstas. Es decir: se trata de una percepción que expongo sin ninguna pretensión científica o extrapolable y que deriva de unas relaciones establecidas en los medios contra los que se pretende actuar. Es una triste paradoja, cierto, pero, para saber quién escribió La galaxia Gutenberg, hay que buscarlo en internet.

Supongo que en la renuencia ante la ruptura intervienen a la vez un reflujo de las ilusiones perdidas (pero, ¿de verdad creímos que se abría una puerta gratuita al escenario del paraíso de la información?), un temor elemental a perderse algo (cualquier cosa puede volverse hechizo), el peso de los automatismos habituales (parece que cuesta cambiar el icono de la pantalla principal), la necesidad de mirar atrás para comprobar cuántas personas siguen la nueva onda (esa gran falacia del individualismo exacerbado por reenvíos y megustan) y el simple escepticismo (¿será tan nuevo lo nuevo si la raíz es la misma?).

Por otro lado, gracias al estímulo del doble pensamiento o el atractivo del abismo, ya casi no hay concepto que no viaje igualado con el lastre de su contradicción y, en cuanto alguien afirma que la probabilidad de que el blanco sea negro hace que todo sea gris, la adoración a la idea pseudocientífica de la relatividad absoluta se hace punto de encuentro para los egos maltratados por la ignorancia seudoigualitaria.

Los redefinidores de la verdad, tecnificados sastres de la memoria, aprovechan toda la experiencia acumulada para acelerar la adaptación a la publicidad en que hemos crecido los parias de la sociedad del espectáculo (somos la gran mayoría: no se crea a salvo). No niegan la verdad ni la mentira: lo importante para ellos es que no se resuelvan las dudas, en especial las que atañen a su legitimidad. Cualquier ontología sobre el poder resulta ociosa por decreto.

Puede que la aceleración mediática y financiera impulsada por los gigantes corporativos no llegue a borrarlo todo y que el porcentaje de usuarios sensibles a los recientes motivos de cambio sea mayor que en los llamados medios tradicionales (por lo visto, es más fácil pasar de X a Bluesky que cambiar de Antena 3 o El Diario Montañés… ¿a qué?), pero me resulta difícil ser optimista. La saturación que provoca el hábito de vivir rodeados de basura hace difícil clasificarla (aunque nos han hecho fieles de un reciclaje que no sirve de gran cosa contra la destrucción ambiental) y, si hacemos limpieza, nos apresuramos a llenar el falso vacío que queda con lo que pronto serán nuevos residuos. Es como si la higiene portara un desequilibrio impredecible y hubiera que postergar ese asombro traumático.

Nos acostumbramos a la mierda en las calles y nos deslumbra un barrido superficial programado, generalmente anterior a unas elecciones. Nos habituamos al ruido, al parloteo, a millones de pantallas no buscadas, y aceptamos que el silencio, el discurso razonado y los paisajes libres de estorbos son fenómenos extraordinarios. El ocio barato es ruido. La quietud real es cara y, como todos los lujos, tiene reservado el derecho de admisión. Los simulacros asequibles son sucedáneos hipnóticos. Pero, a pesar de todo, seguimos pensando en la fuga siquiera de vez en cuando.

No obstante el panorama desolador, creo que hay que mantener el símil sartreano de la apuesta sin esperanza y envidar en la ruleta de los vertederos con todas las distancias y prevenciones que se nos ocurran. Siempre será mejor experimentar con la basura que caer en las escombreras de la propaganda sin derecho a réplica.


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Variación inesperada del tamaño de un arma

La mayoría de las bolsas de basura grandes son negras. Las hay también azules o verdes, pero emplean tonalidades mates que delatan su condición. Parece que alguien se sintió obligado a quitarles viveza a los colores para contener la basura. Las negras, curiosamente, son más brillantes.
El otro día estaba a la puerta de la oficina principal de un banco procurando no parecer un atracador a ojos de un vigilante provisto de un revólver más grande que él (de hecho, el arma no dejaba ver a la persona), cuando salió una empleada de limpieza arrastrando una de esas bolsas negras y brillantes repleta de cosas. La mujer dio los buenos días a la mano que acariciaba el arma y se detuvo un momento para dejar pasar a una clienta que llevaba bajo el brazo un bolsito granate tubular.
La clienta, de pronto, sorprendida, señaló la bolsa y preguntó: Pero, mujer, ¿qué lleva usted ahí?.
La empleada respondió con firmeza: ¿Qué quiere que lleve? Lo único que puedo sacar de un banco: basura.
La dama del bolsito tubular se perdió en la oscuridad interior y el revolver redujo ostensiblemente su tamaño.