El perdón de las pecadoras (o La sombra de una fuga)

Las congregaciones religiosas que gestionaron los reformatorios del Patronato de Protección de la Mujer desde 1941 hasta 1985 han decidido pedir perdón a las mujeres internadas por el trato que sufrieron. Sin embargo, la institución, que primero se llamó Patronato Real para la Represión de la Trata de Blancas, fue creada en 1902 y las órdenes concertadas ya venían desarrollando su labor desde mucho antes. La República intentó poner fin a ese entramado de control y represión de los cuerpos basado en el poder que la Iglesia Católica se atribuía sobre las almas. El franquismo (con diez años de santa transición) sirve así como un fenómeno histórico oportunamente acotado para poner en escena los arrepentimientos y los perdones autoconcedidos sin explicar un antes ni un después que emborronen el panorama.

Las agraviadas supervivientes podrán, por supuesto, aceptar o rechazar la disculpa, pero sospecho que la opinión generalizada en nuestra plácida democracia considerará suficiente el trámite simbólico sin estimar otras demandas colectivas o individuales. En cuanto a las que ya no están, la mayoría permanecerán en la oscuridad o, si acaso, en la niebla de noticias efímeras como la que recupero a continuación, de la que sólo puedo pretender extraer los indicios coincidentes atribuidos a presuntos testigos y las opiniones declaradas en los pocos ecos que tuvo en los medios de la época(1)Tres décadas antes, en 1884, la prensa había amagado otro debate originado por una madre que consiguió que le devolvieran a su hija, pero no he … Continue reading.

Poco después del amanecer del 4 de noviembre de 1915, una mujer de veintipocos años, despeinada y mal vestida, huyó del convento de monjas oblatas del Santísimo Redentor de Santander saltando el muro de seis metros de altura que daba a la calle de Monte.

El impacto la hizo rodar por el suelo y durante un momento quedó conmocionada, pero enseguida se levantó y echó a correr hacia la calle de la Concordia. (La calle de Monte conserva su nombre; la de la Concordia pertenece hoy al cardenal Cisneros.)

Atraído por los corrillos de la vecindad, un guardia preguntó qué pasaba.

–Otra pobre muchacha de las que ahí hay encerradas acaba de tirarse por el muro del convento.

-No es la primera vez y no me extraña.

-Corría como una loca.

-Dentro de esa casa de Dios pasan cosas oscuras.

-Ha sido un milagro que no se mate.

Entonces se abrió una puerta en el muro y surgió doña Leonor, autoridad seglar del convento, toda sofocada. Quería saber hacia dónde había ido la fugada.

–Hacia abajo -respondió alguien de mala gana. Y la indagadora, tras dudar un poco, volvió a enclaustrarse.

El coro recuperó el protagonismo:

–Esa señora hace trabajar a las mozas como perras. El otro día, las tuvo horas transportando cestos de escombros bajo la lluvia con todo embarrado.

–Una llamó a mi puerta una noche de hace tres o cuatro años. Me dijo: “Abran, que no soy una ladrona; soy una escapada del convento”. Yo le dije que se marchara porque no quiero líos.

–Los conventos son como una especie de féretro. Nadie sabe nada.

-Además, la comida… bueno…, para qué vamos á decir más.

Al día siguiente, La Región Cántabra, periódico republicano (Autonomía, Justicia, Federación, proclamaba la mancheta), apareció con un titular interrogativo: ¿Qué pasa en el convento de monjas de la calle de Monte?:

¿Dónde está la escapada? Los cuerpos de la Guardia municipal, de Vigilancia y Seguridad, que dicen no saber nada, tienen la obligación de dar parte si la hubieran detenido y devuelto al convento. Es preciso aclararlo, para que sea castigado quien haya ocultado este suceso. Lo justo y natural es que se sepa cuando en los santos recintos de un convento ocurren grandes escándalos, ya que todo el mundo se entera hasta de las más leves escaramuzas que se desarrollan en los domicilios de las clases obreras.

Dos días después, el reportero regresó al barrio:

Nos dijeron que la tal doña Leonor, de la que ayer hablábamos, había estado preguntando, empleando tonos bastante despectivos y amenazadores a la vez, por la persona que nos había informado anteanoche. Dicha señora, que indudablemente goza de cierto ascendiente en el convento, estuvo anoche en nuestra redacción manifestándonos que ella no se mete en nada que se relacione con el convento. Como esto no es realmente cierto, tenemos que decir a la citada doña Leonor que todo cuanto ella dice está en contra de lo que afirman todos los vecinos de la calle de Monte. “Es necesario –nos decían– que ustedes cuenten los trabajos a que son sometidas Ias infelices muchachas que tienen la desgracia de tener que estar ahí dentro. Están trabajando como bestias, para que coman descansadamente las madres que regentan el convento. Viéndolo –añadían–, no sorprende que las recogidas traten de escaparse”.

El Diario Montañes no tardó en responder:

El hecho de haberse marchado del Convento de las Oblatas del Santísimo Redentor una joven que estaba allí recogida hacía tiempo, ha servido á ‘La Región Cántabra’ para escribir dos artículos, como podía haber escrito un poema en treinta y siete cantos y un apéndice; y en esos artículos dice una porción de tonterías y deja entrever insinuaciones. Todo el mundo sabe que el citado convento cumple un fin social altamente caritativo y noble; que las jóvenes recogidas son tratadas con amor y consideración.

El medio más católico de la ciudad resulta un fiel soporte de la opacidad de los muros. No niega los hechos, pero el salto, la caída y la carrera desaparecen del relato, como si la mujer hubiera salido paseando, y no menciona la posibilidad de que estuviera allí en contra de su voluntad. Además, la expresión todo el mundo sabe… (para muchos(?) periodistas, prueba del fracaso del oficio) sentencia como impensable que alguien en su sano juicio quiera escapar del paraíso amurallado.

Puede que La Región Cántabra actúe con un sesgo voluntarista y exagere la empatía de los vecinos, pero los criterios arbitrarios que podían situar a las mujeres bajo la tutela del Patronato (mandato judicial sin causa firme, petición de familiares, simple denuncia policial por ser encontradas viviendo en las calles o en situaciones consideradas de dudosa moralidad) debían de dejar claro para las clase bajas que aquella tela de araña del orden y la fe no era para las pudientes.

Las jerarquías de las órdenes participaban en los organismos de coordinación con las autoridades civiles, que las consideraban ángeles comisionados para la prevención de la prostitución, la mendicidad y la criminalidad mediante redes de encrucijadas -había cruces y crucifixiones por todas partes- con las que capturaban a las víctimas del mercado y las convertían en culpables (¿no es la función doctrinal del pecado?) obligándolas a aceptar la manutención caritativa y el trabajo sin salario.

En los pocos atisbos que permiten las encomiendas publicadas, se repiten los tránsitos que van del margen moral, laboral o delictivo a las instituciones precarcelarias y prisiones en ciclos cuyas salidas se ofrecen como triunfos de la redención: la sumisión a supuestas integraciones en forma de trabajos precarios o penosos, adopciones reales o figuradas (cenicientas sin final feliz, mantenidas y otras fórmulas hipócritas) y una nebulosa de expiaciones mediante ritos y trabajos mortificantes en perpetuo recogimiento religioso(2)Era frecuente que las madres solteras, expulsadas de la competencia matrimonial aunque sus hijos fueran entregados en adopción, acabaran como monjas … Continue reading. Triunfos que algunas (¿cuántas?) preferían evitar saltando tapias y corriendo el riesgo de recaer en el universo penitencial o penitenciario.

Aunque abundan las personas y organizaciones que aplauden que las órdenes religiosas admitan al menos una parte de los estragos de su práctica de la beneficencia, creo que el gesto de pedir perdón a las pecadoras -que nunca fueron perdonadas por las entidades que ahora se disculpan- es una manifestación más de la retórica del olvido intencionado.

Notas

Notas
1 Tres décadas antes, en 1884, la prensa había amagado otro debate originado por una madre que consiguió que le devolvieran a su hija, pero no he encontrado referencias directas
2 Era frecuente que las madres solteras, expulsadas de la competencia matrimonial aunque sus hijos fueran entregados en adopción, acabaran como monjas o legas en los conventos donde habían sido recluidas y aleccionadas para que se aceptaran a sí mismas como víctimas irrecuperables de los excesos diabólicos.

Oblación para una oblata

Ese edificio es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género.

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Volví a pasar hace poco por la calle del Monte y, una vez más, me paré ante la fachada de la iglesia de san Pablo, que fue capilla del convento de las oblatas hasta que lo derribaron para construir viviendas. El templo fue indultado y convertido en sede parroquial, pero quedó sin uso y sufrió oficial execración cuando la comunidad de vecinos, que había comprado a las monjas propietarias todo el terreno, denunció al obispado por intentar venderlo como si fuera suyo.

Para mí, ese edificio amostazado es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género y, por ello, en peligro de unirse a los tópicos y caer en la inutilidad del olvido de tantas redenciones sin reparación que, sin embargo, nunca serán suficientemente narradas, porque cada una es diferente por mucho que se parezcan y cada diferencia vale el aliento de una persona.

En el convento de las Oblatas del Santísimo Redentor, reconocido como lugar de recogida de mujeres consideradas descarriadas, díscolas, rebeldes, delincuentes o prostitutas, estuvo encerrada, desde los diecisiete años hasta su fallecimiento, una pariente lejana obligada a renunciar a todo porque se había quedado embarazada de un minero no sé si seductor o violador: entonces esos términos no formaban parte de discusión alguna. ‘Oblata’ designa a la que renuncia o se entrega o se ofrece en sacrificio; pero la gramática del poder es muy flexible consigo misma; la voluntariedad es prescindible y la doctrina del prejuicio es de amplio espectro semántico.

Aquella prima enésima, cuyo nombre se borró a fuerza de reemplazarlo en las conversaciones por el de la orden, procedía de un pueblo castellano donde había ovejas, trigo y minas de carbón. Estuve allí algunas veces, de muy niño, visitando a la rama más peregrina de una tribu que ha arrastrado desarraigo de extremo a extremo de la vertiente atlántica sin desdeñar los mares interiores. Eso, por lo menos, enriquece los relatos. Es probable que viera, mientras paseaba entre los cerdos, rebaños de ovejas manchadas de polvo de hulla, pero, por supuesto, nunca fui consciente de las semejanzas entre los marineros y los mineros itinerantes.

Cuando se agotó el carbón, quedaron decenas de silicóticos y carteles que anunciaban peligros de derrumbamientos. Ahora es zona residencial para los hijos de los que supieron emigrar a tiempo. En invierno, es difícil considerarlo habitado aunque haya figuras en el paisaje. En verano, el sol es injusto y predomina el ruido de piscinas.

Decían que, tras gestiones en el obispado (tenemos por lo menos un beato en la familia), el padre de la adolescente, el párroco y el alcalde (nótese la vieja guardia masculina) trajeron a la prisionera en un tren barbitúrico que salió de madrugada y llegó al anochecer. Las influencias debieron de evitarle los peores tratos. En los años de mi torpe referencia, vivía como una monja olvidada en su celda. No hubo noticia de su fallecimiento; sólo la intuición ocasional de que ya tenía que haber ocurrido.

Según mis cálculos, mi pariente apenas debió de asistir desde una impasibilidad resignada -lo que merece más que nada el nombre de profunda tristeza- a las lentas mutaciones del mundo y a la brutal irrupción de las presas políticas del franquismo, que vinieron a afianzar los recogimientos despiadados cuando parecía que todo iba a mudar por otro lado. No podemos saber si hizo algún efecto en su desesperanza el espejismo republicano. Lo más sencillo es pensar que, para entonces, el miedo ya había hecho su trabajo. El convento fue cárcel sin tapujos hasta mediados de los años cincuenta.

Me pregunto si la entregada sabía de qué se la protegía y de qué se estaba arrepintiendo mientras pasaba los nueve meses de embarazo culpable. Quizá más tarde, liberadas las conciencias exteriores de su carga, comprendió algo más del mundo primitivo y disciplinado en que se le recordaba constantemente que su vida era un producto del mismo pecado que había enviado un huérfano al mundo prohibido para ella.

La recuerdo (pero insisto en no estar seguro; yo era muy pequeño; puede ser un recuerdo inducido por los de otros) como una mujer obesa, ya muy mayor, sentada en una silla entre una cómoda y una cama, un crucifijo en la pared y la luz de un ventano insuficiente para que la recluida bordara en un bastidor ya detenido en una puntada-instante de una flor de santidad y colgado de un clavo como otra renuncia más. En mi memoria, la mujer siempre está callada, pero tengo más certeza del silencio de las hojas caídas en la cuesta y empapadas por la lluvia algún otoño que me llevaron a visitarla.

Me acuerdo mejor de E., del mismo pueblo y parentesco, pero mucho más joven, que había emigrado a París avisando en casa que se iba trabajar a las minas de León. Vivía en Pigalle y venía por aquí cada cuatro o cinco años, para ver el mar antes de sumergirse en el páramo de sus orígenes. Vestía pantalones campana, camisas de grandes solapas equiláteras y gorra de visera, todo ello muy colorido. Traía un coche muy grande cargado de pornografía, tabaco y recambios de automóvil. Un día contó que, en un bar, un hombre se le había presentado, al saber de dónde procedía, como hijo de la oblata: lo habían dado en adopción recién nacido y, décadas después, sólo había averiguado el nombre de un pueblo en donde nadie había querido o sabido decirle nada. Tampoco había insistido mucho. Ya era tarde para todo.

He paseado algunas veces por el atardecer de la falda de Montmartre recordando que, entre las mujeres que enseñaban los pechos a las puertas de los burdeles, envejeció el hijo de la ofrecida sabiendo menos de ella que yo hasta que llegó un desertor del arado y de la mina.

La iglesia está cerrada. Sería bueno darle un uso laico y rendir homenaje a la larga lista de obligadas a la renuncia.

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