Divorciados

Él hojeó los folletos y dijo que no. Quizá le asustaban las expresiones individuales captadas a pesar de la masa militarizada.

 Exposición ‘1917’. Centro Pompidou-Metz, 2012. | RPLl.

Después de entregarle los hijos a su exmarido para que los llevara a comer helados con arena a la escollera, la mujer le ha oído decirles, transmitiéndoles ilusión adolescente, que van a representar el desembarco de Normandía en El Sardinero y tienen todo el verano para preparar los disfraces. Y ella entonces ha deseado que la mar se coma toda la playa lamiéndola con furia hasta dejar sólo las rocas con su verdad desnuda y se ha acordado del punto álgido de su proceso de ruptura.

Fue durante unas breves vacaciones en Francia. Como si la familia presintiese la tormenta, los hijos estaban con los abuelos. Ella quería ir a Reims, ver la catedral incendiada en 1914, las gárgolas que habían vomitado plomo fundido. Él quería participar en la parafernalia de visitas, itinerarios y actividades organizada para explotar el desembarco en las playas renombradas por los generales. No había tiempo para las dos cosas.

-Por lo menos la de Omaha, la más sangrienta…

-No te hagas ilusiones -dijo ella-: ya retiraron los cadáveres y la metralla, excepto los microfragmentos, que todavía se detectan.

A él no le interesaban las tumbas que, en mareas quietas de cruces, convertían el fragor de la batalla recordada en homenajes, lentas reflexiones sobre la supervivencia y fotografías de ancianos condecorados, sino las recreaciones inmediatas de las acciones heroicas, ágiles y precisas (también se cree las cualidades selectivas de las bombas sobre el Yemen) tan celebradas en la industria de la propaganda y el espectáculo.

Ella propuso una alternativa. En el Centro Pompidou de Metz había una exposición que recogía el arte europeo del año 1917. Una pareja mejor avenida se la había recomendado. Decían que mostraba la esencia del conflicto a través del arte producido tanto en las retaguardias como en las trincheras. Había altares de obuses, camuflaje (los dibujos, diseños y obras de la sección especial creada por el militar acuarelista Guirand de Scevola: soldados que lucían camaleones en las casacas), cuadros y esculturas de artistas movilizados o huidos, carteles, cartas, portadas de libros…

Él hojeó los folletos y dijo que no. Quizá le asustaban las fotografías de las muecas sin maquillaje de los derribados, las máscaras antigás rotas entre las ruinas y las expresiones individuales captadas a pesar de la masa militarizada.

En cada cartucho labrado con filigranas por los reclutas a punta de bayoneta había horas de espera en los intestinos del paisaje enfangado. La llamaban, mientras duró, “la última de las últimas guerras”, pero sólo era una ensayo general, un preludio cuyas imágenes apenas habían empezado a controlar. Luego la llamaron Gran Guerra mientras preparaban la siguiente.

Él nunca hacía caso de las sombras sobre las postales oficiales. Quería trotar por la arena en un jeep de los años cuarenta, fotografiarse con casco y prismáticos junto a un búnker, ante los restos de un nido de ametralladoras explicados en paneles antivandálicos, codearse con coleccionistas de soldados de plomo y maquetas de batallas.

En la publicidad, compartían página una ceremonia religiosa para visitantes de todos los bandos y un tipo vestido de soldado Ryan haciendo volar una cometa vigía sobre el mar que ella, solapando la actualidad, imaginó lleno de refugiados invisibles.

No fueron a la exposición sobre 1917. Tampoco a Reims. Tampoco hicieron la ruta del desembarco pese a que él le juró a ella que no se lo perdonaría jamás. Una fuerza irresistible les impedía hacer planes por separado si no era llevándolos al extremo.

Poco después del regreso, llegó el vacío postbélico, la angustia de la falsa paz de desfiles y rituales. Se separaron pocos meses después.

Ahora, ella mira con rabia el mundo municipal centrado que va a importar el espectáculo como uno más de los atrapamoscas temáticos que se anuncian para el verano.

Habrá gastronetas, barracas y templetes durante la representación de la batalla; raciones de campaña, discursos por la concordia y muchas salchichas fáciles de tragar enriquecidas con abundante dextrosa y datos precocinados a la medida de las expectativas mayoritarias.

Su exmarido va a sentirse victorioso.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Un asunto familiar

El otro día me dijo un amigo que había estado en Carmona y que parece opinión unánime de sus habitantes que mi abuelo, el escritor y periodista Manuel Llano, nació allí y no en Sopeña. Esta es una cuestión que reaparece cíclicamente en la historia familiar.
Ya que no conocí a mi abuelo, el testimonio más próximo que tengo es el de su viuda, mi abuela María Lázaro. Ella siempre dijo que su marido había nacido en Sopeña. Era un pregunta clásica de los parientes y conocidos durante las visitas en las tardes de invierno, poco antes de la partida, que es cuando se hacen esas preguntas, después de que el visitante haya recordado que tiene que coger la línea o el tren y, con las palabras de despedida, aparece el recuerdo de los muertos, como si un hasta la vista evocara un adiós extremo. Un rito funerario más: por cierto que escribo esto el día asignado por el santoral a los difuntos.
El caso es que de vez en cuando alguien, cabuérnigo o no, resucitaba la duda: “María, perdona, ¿dónde nació Nel (o Manolo, o Manuel)?”. Y mi abuela: “En Sopeña. Él siempre dijo que era de Sopeña”.
Sin embargo, la polémica se ha mantenido a lo largo de los años. Pareció desactivada cuando mi madre se hizo con una copia literal de la partida de nacimiento, donde se establece que Manuel Llano nació en Sopeña, pero la persistencia de las supuestas memorias de los carmuniegos no ha perdido intensidad.
Dice mi amigo que no ha encontrado persona en el pueblo que no pueda aportar testimonio directo o indirecto del nacimiento de mi abuelo, de su crianza o de la casa que habitó. “Y todos parecen sinceros”, afirma. Le digo que yo tampoco creo que mientan. Lo cual no quiere decir que el dato sea cierto. De hecho, lo que más me interesa de este asunto no es dónde nació mi abuelo, sino los mecanismos de la memoria que, asociados a los resortes del deseo, determinan situaciones de este tipo.
Querer algo implica muchas veces una beata falsificación que nos libra de la incertidumbre, que llena los huecos que ocuparía la duda y que fija el mundo en un estado ideal y quieto. Y también, claro, está presente una cierta tendencia a la privatización de la Historia, la cual, al parecer, será ultraliberal o no será.
Es posible que el registro de un escribiente de 1898 que recogió los datos de una simple declaración verbal sea tan fiable como cualquier testimonio trasmitido durante dos o tres generaciones por los habitantes de un pueblo. El problema es que hay otras personas que suman al asiento burocrático argumentos del mismo género: el recuerdo, la costumbre, lo contado.
En ambos casos, es la tradición la que establece las certezas personales. Todos están convencidos de que se debe asignar a su ámbito el nacimiento (no basta que viviera allí muchos años; parece que el acto del nacer, el salto del útero, la primera luz o el primer aire son maś importante que la tierra que se pisa y la yerba que se pace) de una persona a la que consideran estimable, lo cual, por supuesto, es un honor (un doble honor) para el difunto, que, de vivir, es casi seguro que también dudaría sobre su lugar de nacimiento: nadie lo recuerda; la memoria empieza mucho más tarde a falsificar los hechos.
Sesudos científicos (me acuerdo ahora de Elizabeth Loftus, a quien quiero creer personaje de novela, pero que ha estudiado con dolor propio y ajeno los falsos recuerdos) sostienen que hasta en los testimonios más directos puede haber falsedades inducidas o autoinducidas, que todas las historias son construcciones y que las arquitecturas que las definen están cimentadas sobre nuestras débiles mentes, nuestros pobres espíritus, nuestras lábiles necesidades. Así que lo único cierto son las cicatrices y las sonrisas.
No importa que algunos incluso hayamos tenido la suerte de haber conocido (además de a nuestras madres, pero ¿son ellas fiables?) a las comadronas que nos empujaron al mundo, y hayamos escuchado sus relatos. Aun así, nunca tendremos la seguridad de que no nos confundieran con nuestros hermanos o vecinos.
Es triste, pero sólo los objetos (documentos, piedras, manuscritos, fosas, huesos) son ciertos. Ellos no tienen sentimientos. Aunque los datos que aportan sean tan falsos como los caprichos del alma, ellos son las sonrisas y las cicatrices.