No te conviene soñar que paseas por la dársena de Molnedo porque lo más probable es que te encuentres con César Abín, que se ha topado con James Joyce a la salida de Shakeaspeare and company y se han alejado para discutir sin testigos. Ambos te miran, te señalan y se acercan con un plan determinado. Se aproximan sin andar, porque los sueños prefieren las fotonovelas a los planos secuencias (una voz te dice que llegan mientras permanecen inmóviles), manejan con habilidad la incertidumbre, incluso se insinúa la pesadilla, pero, de pronto, el dublinés te pregunta (y te sientes elegido aunque no hay más paseantes): oiga, perdone, ¿sabe dónde está la barraca de Delvaux?, y, ante tu estupefacción, añade: buscamos a los espectadores de la Venus dormida, no a ella, a los espectadores, usted me entiende, ¿verdad?
Y entonces Abín ordena a unos estibadores invisibles que apilen ante la bahía, haciendo fachada, diversos objetos del muestrario oficial del siglo XX, de manera que obtiene en 3D la caricatura que Joyce aceptó o dirigió para sí mismo. Ya es leyenda en Cantabria y en París: la publicó la revista transition (la brisa pasa las hojas) pero no sabes cuánto tiempo estuvieron hablando de ello ni por qué hay dos versiones sobre la concepción del dibujo. Después de la revista, la presentó el diario L’Intransigeant con la presunta transcripción de un diálogo entre el autor y su obra firmada por Les Treize de la que surgió entre los pocos felices el mito del juicio del bistrot, que puede ser una confirmación anticipada de la explicación recogida en la monstruosa biografía de Joyce que escribió Richard Ellmann, según la cual el dibujante fue empujado por el escritor hacia su sarcástica percepción de sí mismo, y les vas a preguntar a esos dos cuál es la pura verdad (tu ingenuidad no tiene remedio), pero entonces aparece un bote sobre las aguas negras (no te has dado cuenta todavía si es de noche o de día; supones que es de noche porque estás dormido y la barca sale de un abismo lotófago) con un fanal en la proa y otro en la popa y en medio dos fornidos remeros que se parecen a Ernest Hemingway y Arthur Cravan. Arrastran ristras de guadañetas repletas de maganos alucinados por las farolas. Dan varias vueltas jaleados por Joyce (Abín permanece en respetuoso silencio; tu silencio no cuenta porque estás soñando) y, cuando apenas consiguen atracar sin destrozar los pantalanes, suben a bordo los dos como si fueran Zeuxis y Homero no sin antes aconsejarte adoptar el papel de un narrador sensato, omitir las preguntas que parecen impulsarte hacia la barca sobrecargada, permitir que esta se aleje sin implorar cobijo, fingir ignorar ese material que crees haber descubierto y optar por despertarte lleno de sospechas burlonas. Y, cuando lo consigues, lo primero que recuerdas es a otro gran ausente: Kafka, por supuesto.
James Joyce por James Joyce – El célebre escritor irlandés visto por el dibujante César Abín.
L’INTRANSIGEANT, jueves, 23 de febrero de 1933
Cuando el dibujante César Abín hubo hecho llegar al señor James Joyce, el célebre escritor de lengua inglesa, la caricatura que reproducimos aquí, se presentó en casa del autor de ‘Ulises’, que vivía entonces -esto era en junio de 1932- en la tranquila calle de Passy.
-Le he enseñado su dibujo al patrón del bistrot vecino y a algunos clientes habituales -le dijo inmediatamente James Joyce-. Todo el mundo se ha reído. Enseguida he comprendido que me habían reconocido. Porque yo no creo mucho en la crítica de arte. Sólo los patrones de bistrot son competentes en este asunto.
Después, bruscamente, James Joyce se puso a interrogar a César Abin:
-¿Qué idea tiene usted de Goethe? ¿Cree que era guapo o feo? Era guapo, ¿no? ¿Cómo lo imagina? ¿Un hombre grande con bonitos ojos? ¿Es eso? Pues bien, para el retrato de mi cincuentenario, actúe con toda libertad. Hágame aún más feo de lo que soy, como me ve o como mis amigos me ven. ¡Mire mis piernas! -prosiguió-: completamente flácidas… ¿mis muñecas?: alambres. Casi no tengo dientes. Y soy ciego… Sólo tengo de bueno lo que Dios me ha dejado…
Pero, como César Abín no preguntó a James Joyce qué le había dejado Dios, la conversación terminó con esas palabras.
Les Treize.
Esto es lo que cuenta Richard Ellmann en su biografía de James Joyce (Oxford University Press, 1959-1982. En español: James Joyce. Traducción de Enrique Castro y Beatriz Ramos. Barcelona: Anagrama, 1991):
Los Jolas deseaban publicar en la revista “transición” un retrato de Joyce para celebrar su cumpleaños, y Joyce estuvo de acuerdo en que se le encargara al artista español César Abín. Pero, cuando el retrato resultó ser la figura clásica del artista en bata rodeado de sus libros, Joyce quedó descontento y durante quince días propuso un cambio tras otro. “Paul Leon me dice que cuando me paro agachado en una esquina, parezco un signo de interrogación”, dijo. Alguien lo había llamado “un comediante de nariz azul”, por lo que insistió en que se le pusiera una estrella al final de la nariz para iluminarla. Para sugerir su luto por su padre y su abatimiento crónico, deseaba llevar un sombrero negro, con el número 13 marcado y telarañas alrededor. Debía sobresalir del bolsillo del pantalón un rollo de papel con la canción “Déjame caer como un soldado”. Su pobreza debería ser sugerida por parches en las rodillas del pantalón. El punto del signo de interrogación debía tener la forma de un mundo, con Irlanda como el único país visible en la faz del mundo y Dublín en negro. Así se hizo.